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Authors: Hans Küng

Tags: #Ensayo, Religión

Ser Cristiano (77 page)

BOOK: Ser Cristiano
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Y formulado de modo positivo, en la imagen del juicio final sigue siendo relevante lo siguiente:

  • que sólo en el encuentro con la realidad última revelada de Dios se alcanzará el sentido pleno de mi vida, la transparencia de la historia de la humanidad, la verdadera plenitud del individuo y de la sociedad humana;
  • que en el camino hacia la plenitud, el criterio seguro, permanente, último, definitivo para la realización activa y pasiva de la auténtica humanidad, tanto en la existencia individual como colectiva, es ese Jesús crucificado, pero viviente, que es el juez último
    [37]
    .

Jesús es el criterio para ser radicalmente hombre, el criterio con el que se puede medir a todos los hombres, cristianos y no cristianos, y al que a menudo los no cristianos (también aquí a éstos los tomamos muy en serio) se ajustan mejor que los mismos cristianos
[38]
. Un criterio que sólo se impondrá definitivamente en el futuro reino de Dios, pero que ya ahora provoca una decisión, hasta el extremo de que el Evangelio de Juan puede subrayar que el juicio ya se realiza ahora
[39]
. La idea del juicio universal remite enérgicamente al cristiano a este criterio último: para que en cada momento tenga clara conciencia de la provisionalidad del presente, para que resista la presión de la situación imperante y las tentaciones del espíritu del tiempo y busque, según la voluntad de Dios, el bien completo, corporal y espiritual del hombre, que es el significado de las «obras de misericordia» corporales en los relatos del juicio
[40]
.

Y ¿cómo acabará todo? En pocas palabras:
el final de todo
es
inescrutable
. No sólo porque, respecto a la creación y nueva creación, son necesariamente inadecuados todas las imágenes y conceptos, sino porque es imposible dar respuesta a preguntas extremas, como, por ejemplo, si se han de salvar todos los hombres, incluidos todos los grandes criminales de la historia universal hasta Hitler y Stalin.

Los grandes genios de la teología (desde Orígenes y Agustín hasta Barth, pasando por Tomás, Lutero y Calvino) han dedicado enorme atención al oscuro problema del destino último, de la elección, de la
predestinación
del hombre y de la humanidad, y no han logrado levantar el velo del misterio. Sólo ha quedado claro que, ni desde el Nuevo Testamento ni desde los planteamientos actuales, se da verdadera razón del principio y fin de los caminos de Dios mediante soluciones simplistas. Ni mediante la predestinación positiva de una parte de los hombres a la condenación (doctrina de Calvino sobre la
praedestinatio gemina
, la «doble predestinación»), ni mediante la predestinación positiva de todos los hombres a la bienaventuranza (la
apokatastasis panton
, la «re-integración de todos», de Orígenes). Que Dios
tenga que
salvar a todos los hombres (reconciliación general) y excluir la posibilidad de un alejamiento definitivo del hombre respecto a él (= infierno), es incompatible con la libertad de la gracia y misericordia divinas. Pero análoga contradicción se daría si Dios no
pudiera
salvar a todos los hombres y, por decirlo así, dejar vacío el infierno
[41]
.

En el Nuevo Testamento, los relatos del juicio anuncian una clara separación de la humanidad. Pero otros pasajes, en especial de Pablo, aluden a una misericordia general
[42]
.
En ningún pasaje
del Nuevo Testamento se intenta
equilibrar
unas
afirmaciones
con otras. Como dicen hoy muchos teólogos, esta cuestión tiene que quedar forzosamente
abierta
. Obsérvese: quien corre peligro de tomar a la ligera la seriedad extrema de su responsabilidad personal es advertido de la posibilidad de una doble salida: su salvación no está garantizada de antemano. Y quien corre el peligro de desesperarse por la extrema seriedad de su responsabilidad personal es confortado con la posibilidad de todo hombre de salvarse: la misericordia de Dios no tiene límites. Y el hecho de que precisamente el hombre Jesús, nuestro hermano, el amigo de los oprimidos y de los afligidos, sea anunciado también como juez, recuerda al hombre que no ha de esperar con temor, como en la secuencia medieval de la misa de difuntos, un
dies irae
, un «día de la ira» (punto culminante del drama en los
Réquiem
de Cherubini, Mozart, Berlioz, Verdi), sino que puede esperar, con la alegría y serenidad del antiguo
maranatha
cristiano («ven, Señor»), su encuentro y el de todos los hombres con Dios.

No se nos pide la solución intelectual de este problema, tan sumamente complejo en sus detalles especulativos
[43]
. Tampoco se nos pide un «salva tu alma» individualista-espiritualista. Lo que se espera de nosotros es una vida práctica vivida en solidaridad con los demás, comprometida en la realización de un mundo mejor en razón del reino de Dios que viene, una vida que tome como modelo a Jesús crucificado. ¿Al Crucificado?

3. LA DIFERENCIA RADICAL

«Alexámenos adora a su dios» es la leyenda escrita debajo del crucifijo más antiguo que conocemos: un garabato burlesco procedente del siglo m hallado en el monte Palatino de Roma, en el recinto imperial, y que representa al Crucificado con cabeza de asno. No se podía decir más claro que el poco edificante mensaje sobre el Crucificado era una broma de mal gusto o, como escribía Pablo a los corintios, «un escándalo para los judíos y una locura para los paganos»
[1]
.

a) Revalorización

«El vocablo
cruz
ha de estar lejos no sólo del cuerpo de los ciudadanos romanos, sino de sus pensamientos, de sus ojos, de sus oídos». Cien años antes de que Pablo escribiera su carta pronunciaba Cicerón estas palabras en el foro romano en su discurso de defensa de C. Rabirio Postumo
[2]
, el cual, según el gran orador, no merecería siquiera ser defendido si de verdad, como pretextaba la acusación, hubiera hecho crucificar en su provincia a ciudadanos romanos. La crucifixión, según él, era la peor, la más cruel, vergonzosa y dura pena de muerte
[3]
. Por eso, después de su abolición por Constantino, los cristianos no se atrevieron durante mucho tiempo (hasta el siglo V y tal vez después) a representar al Jesús paciente en la cruz. Tal representación no se generalizó hasta el gótico medieval.

La cruz era, pues, un hecho amargo, cruel, algo completamente opuesto a un mito intemporal, un símbolo religioso o una pieza ornamental. Justo lo que
no
gustaba a Goethe: «Una ligera crucecita honorífica es siempre algo divertido en la vida, pero ningún hombre razonable debería tomarse el trabajo de excavar y plantar ese funesto madero de martirio, lo más repugnante que puede verse bajo el sol»
[4]
. Y si Goethe habla así en nombre de los hurnanismos laicos, en nombre de las religiones universales dice el eminente budista-zen D. T. Suzuki: «Cada vez que veo la imagen de Cristo crucificado no puedo por menos de pensar en el abismo que media entre el cristianismo y el budismo»
[5]
. A ningún hombre —judío, griego o romano— se le hubiera podido ocurrir la idea de atribuir un sentido religioso positivo a ese patíbulo de proscritos. La
cruz de Jesús
tenía que parecer
para un griego culto una locura bárbara, para un ciudadano romano una vergüenza execrable, para un judío creyente una maldición de Dios
.

Y precisamente ese madero de ignominia aparece ahora bajo una luz completamente nueva. Lo que era inconcebible para cualquier hombre de entonces lo realiza la fe en el Crucificado redivivo: este
símbolo de ignominia
se transforma en
signo de victoria
. Esta muerte deshonrosa, propia de esclavos y rebeldes, puede entenderse ahora como muerte salvífica de redención y liberación. La cruz de Jesús, ese sello sangriento de una vida vivida consecuentemente, se convierte en invitación a la renuncia de una vida marcada por el egoísmo. Aquí se anuncia una transmutación de todos los valores, como acertadamente deja entrever Nietzsche en sus invectivas contra lo cristiano. Y para prevenir posibles malentendidos: la cruz no traza un camino de convulsión, de debilidad y de automortificación, como entienden a veces los cristianos y con razón temía Nietzsche. Propone más bien una vida (innumerables ejemplos la ilustran) valerosa, dispuesta a afrontar riesgos mortales, pasando por la lucha, el sufrimiento y la muerte, hasta llegar, por la fuerza de la confianza y la esperanza, a la meta de la verdadera libertad, del verdadero amor, de la auténtica humanidad, de la vida eterna. Del escándalo por antonomasia ha surgido una maravillosa experiencia salvífica; el vía crucis se ha transformado en un camino viable de vida
[6]
.

Naturalmente, la joven comunidad no pudo sacudirse
de golpe
el enorme escándalo del Mesías crucificado; la legitimación de Jesús era su problema vital. La perplejidad no desapareció con la Pascua. Los diferentes escritos del Nuevo Testamento (no hace falta aquí analizar los diferentes estratos) acusan por todas partes la confrontación con la cruz; no es casual que el relato coherente más antiguo de la historia de Jesús sea el de la pasión. Sólo con el tiempo se llegó a reconocer en la cruz el centro y la síntesis de la fe y la vida cristianas. Tanto las discusiones dentro de la comunidad como las apologías frente a los de fuera obligaron a una profunda reflexión, gracias a la cual se puso de manifiesto que lo que separa a la comunidad cristiana del judaísmo y de los mundos griego y romano, lo que separa a la fe de la incredulidad, no es otra cosa que la cruz.

Al desconsuelo y perplejidad iniciales sustituyó, a la luz de la experiencia pascual, la sencilla convicción de que todo tenía que haberse desarrollado según el designio de Dios, de que Jesús «había tenido» que recorrer ese camino por voluntad de Dios. Algunos modelos del
Antiguo Testamento
(el profeta perseguido, el siervo inocente de Dios que sufre vicariamente por los pecados de muchos, el animal sacrificial que quita simbólicamente los pecados) ayudaron a extraer poco a poco un sentido positivo del cruel y absurdo acontecimiento de la cruz. Todo sucedió «según las Escrituras», se decía; al hablar así, inicialmente se pensaba que si Jesús era el Mesías, el Antiguo Testamento entero tenía que hablar de Jesús en todas partes. Para evidenciar esta conexión era necesaria una exégesis propia; la tradición judía no había logrado ver un Mesías doliente, e incluso crucificado, ni siquiera en el canto del siervo de Yahvé de Isaías II
[7]
. De esta manera, el Antiguo Testamento cada vez se fue entendiendo más desde la cruz y la cruz interpretándose más desde el Antiguo Testamento, hasta el punto de llegar a imponerse con absoluta claridad esta convicción: Dios, el Dios del Antiguo Testamento, ha actuado en Jesús. La elaboración de semejante «teología de la cruz» se halla expuesta con gran coherencia, de un lado, en el más antiguo de los cuatro evangelios, y de otro, en las cartas paulinas; a propósito de esto se hace patente que incluso títulos como «Hijo de Dios», que a menudo sólo se entienden desde la «encarnación», únicamente pueden ser bien entendidos desde la cruz.

En su Evangelio, aunque no relata ningún episodio de la infancia de Jesús,
Marcos
pone de manifiesto que la pasión representa la revelación adecuada de la filiación divina
[8]
. Jesús es Hijo de Dios: así reza el título del mismo Evangelio, debido probablemente al propio Marcos. Pero, también según Marcos, esa filiación no se basa en un nacimiento o concepción milagrosa (de ello no se hace mención en su Evangelio), sino en la misión que le confiere Dios, que en el bautismo lo llama a seguir un determinado camino
[9]
. Como ya hemos visto, según Marcos queda oculto para el público el hecho de que Jesús es Mesías e Hijo de Dios. Sólo lo conocen los demonios
[10]
, y al cabo también Pedro, el discípulo confesor; pero a unos y otros se les impone silencio. A la confesión mesiánica de Pedro sigue inmediatamente el primer anuncio de la pasión: el camino del Mesías pasa por la cruz, y quien quiere seguirlo tiene que cargar con su propia cruz. Por eso se corrige con gran dureza el error de Pedro: «Apártate de mí, Satanás»
[11]
. Para la recta comprensión del secreto mesiánico de Jesús, que Marcos introduce en su Evangelio, es imprescindible la cruz. Según la visión de Marcos, sólo en la pasión se muestra Jesús dispuesto a aceptar el título de Hijo de Dios, aunque él mismo no lo utilice. Y sólo después de la muerte puede un hombre, un pagano, confesar por primera vez espontáneamente: «Ese hombre era Hijo de Dios». Sólo ahora —tras la muerte (y la resurrección)— se puede reconocer y anunciar el secreto de Jesús.

Pero mucho antes que en Marcos, en Pablo, en quien tampoco tienen cabida los relatos de la infancia, ya aparece también la filiación divina centrada por completo en la cruz y la resurrección.

b) Más allá del entusiasmo y la esclerosis

Para el apóstol
Pablo
[12]
. que se considera a sí mismo elegido para anunciar el evangelio a los gentiles, el mensaje cristiano es esencialmente el
mensaje del Crucificado
; en éste se compendia para Pablo todo el Jesús terreno. El mensaje cristiano es, por decirlo resumida y drásticamente, una palabra sobre la cruz
[13]
. Una palabra que no se puede anular o desvirtuar, pero tampoco realzar o sublimar. Debieron de ser los adversarios, sobre todo de Corinto y de Galacia, los que con sus simplificaciones y falseamientos del evangelio obligaron a Pablo (compárese con la primera carta a los Tesalonicenses, anterior y tan diferente) a una tajante concentración y radicalización teológica de su predicación. Del Crucificado recibe la teología paulina ese mordiente crítico que la caracteriza. Desde este centro —que tampoco para Pablo representa toda la realidad cristiana— aborda él todas las situaciones y problemas. Por eso puede desarrollar al mismo tiempo una crítica, asombrosamente acertada y coherente, de toda ideología, tanto de derecha como de izquierda.

1. En la ciudad portuaria de
Corinto
, cuya mala fama había llegado a ser proverbial
[14]
, no faltaban entusiastas progresistas y pneumáticos: con el bautismo, la recepción del Espíritu y la eucaristía se sentían ya seguros, en posesión de la salvación, perfectos. Consideraban al pobre Jesús terreno como cosa del pasado y preferían apelar al Señor glorificado, al Vencedor sobre las fuerzas del destino. De su posesión del Espíritu y de sus conocimientos «más elevados» deducían una libertad segura de sí misma, que les permitía todo tipo de autoglorificación, arrogancia, desamor, altercados, violencia e, incluso, las borracheras y el comercio carnal con prostitutas (= «vivir a la corintia»), que juzgaban religiosamente legítimos. A estos visionarios, a estos utópicos y libertinos que fantasean sobre la resurrección y quieren gozar anticipadamente el cielo en la tierra, Pablo los remite al
Crucificado
.

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