Siempre el mismo día (3 page)

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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

BOOK: Siempre el mismo día
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–Que lloverá ¿dónde? Siempre llueve en algún sitio.

–Sobre la tumba de san Suituno. Está enterrado fuera de la catedral de Winchester.

–¿Y tú cómo lo sabes?

–Es donde fui al colegio.

–¡Caramba, qué nivel! –murmuró ella en la almohada.

–Si por san Suituno llueve / No sé qué tararirere.

–Qué poema más bonito.

–Es que he hecho una paráfrasis.

Emma volvió a reírse y levantó la cabeza, adormilada.

–Pero Dex…

–¿Qué, Em?

–¿Y si hoy no llueve?

–¿Mmm?

–¿Qué harás luego?

Decirle que tiene un compromiso.

–Pues no gran cosa –dijo él.

–¿Hacemos algo, entonces? Juntos, digo.

Espera a que se duerma, y vete disimuladamente.

–Ah, bueno… Vale, hacemos algo.

Emma dejó caer otra vez la cabeza en la almohada.

–Un nuevo día –murmuró.

–Un nuevo día.

Capítulo 2

Vuelta a la vida

SABADO 15 DE JULIO DE 1989

Wolvwehampton y Roma

Vestuario de chicas

Instituto Secundario Stoke Park

Wolverhampton

15 de julio de 1989

Ciao, Bello!

¿Cómo estás? ¿Qué tal Roma? Mucho hablar de la Ciudad Eterna, pero yo llevo dos días en Wolverhampton, y se me ha hecho bastante eterno. (Aunque puedo revelarte que aquí el Pizza Hut es de primera, de primera.)

Desde la última vez que nos vimos decidí aceptar el trabajo que te comenté, el de la cooperativa teatral Sledgehammer, y llevamos cuatro meses preparando, ensayando y de gira con Cargamento cruel, una superproducción subvencionada por el Arts Council sobre la trata de esclavos, explicada con historias, canciones populares y unas dosis bastante impactantes de mimo. Te adjunto un folleto mal fotocopiado, para que veas que la cosa es de nivel.

Cargamento cruel es una obra TE –o sea, Teatro Educativo– dirigida a chicos de entre once y trece años, que parte de una idea tan provocadora como que el esclavismo era malo. Yo hago de Lydia, el… mmm… pues sí, el papel PROTAGONISTA, la hija mimada y creída del pérfido sir Obadiah Kruell –¿te das cuenta por el nombre de que no es buena persona?–, y en el momento culminante de la función caigo en que todo lo bonito que tengo, todos mis vestidos –señalar vestidos– y joyas –ídem–, están comprados con la sangre del prójimo (¡bua, bua!), y que me siento sucia (mirar manos fijamente, como si VIERAS LA SANGRE), sucia hasta la MÉÉÉDULA. Es un material con mucha fuerza, aunque ayer por la noche lo estropearon unos críos tirándome Maltesers a la cabeza.

No, ahora en serio, tampoco está tan mal, en su contexto, y no sé por qué me pongo cínica; será un mecanismo de defensa. La verdad es que los niños que lo ven reaccionan muy bien –los que no tiran nada–, y luego hacemos unos talleres la mar de interesantes en los coles. Es alucinante lo poco que saben estos niños de su patrimonio cultural, y de dónde vienen, incluidos los caribeños. También he disfrutado al escribirlo. Me ha dado muchas ideas para otras obras, y otras cosas. O sea, que considero que vale la pena, aunque a ti te parezca una pérdida de tiempo. Yo creo que sí que podemos cambiar las cosas, Dexter, de verdad. Vaya, que en la Alemania de los años treinta había mucho teatro radical, y mira tú si no fue decisivo. Vamos a eliminar los prejuicios raciales de los West Midlands, aunque sea niño por niño.

En el reparto somos cuatro. Kwame es el Esclavo Noble, y aunque yo haga de ama y él, de criado, la verdad es que nos llevamos bien –aunque el otro día le pedí que me trajera una bolsa de patatas fritas en un bar y me miró como si le OPRIMIESE, o algo así–. Pero bueno, es simpático, y se toma el trabajo en serio, aunque es verdad que en los ensayos lloró mucho, y me pareció que se pasaba. Es un poco llorón, no sé si me entiendes. En la obra se supone que hay una gran tensión sexual entre los dos, pero en este caso la vida tampoco imita al arte.

Luego está Sid, que hace de Obadiah, mi malvado padre. Ya sé que tú, de niño, lo único que hacías era jugar al criquet en unos prados de manzanilla alucinantes, y que nunca hiciste nada tan desclasado como ver la tele, pero Sid se hizo bastante famoso en una serie de polis que se llamaba City Beat, y se nota que le da asco verse reducido a ESTO. Se niega rotundamente a hacer mimo, como si fuera indigno de él salir con un objeto que no está realmente allí, y empieza una de cada dos frases diciendo «cuando salía por la tele», que es su manera de decir «cuando era feliz». Sid mea en los lavabos, y lleva unos pantalones de poliéster tremebundos, porque en vez de lavarlos LES PASA UN TRAPO. Se alimenta de empanadillas de las gasolineras. Kwame y yo sospechamos que en realidad es racista, aunque lo disimule, pero aparte de eso es un encanto, el hombre, un verdadero encanto.

Después tenemos a Candy. Ah, Candy… A ti te gustaría. Es digna de su nombre. Hace de Criada Descarada, de una Dueña de Plantación y de sir William Wilberforce; es muy guapa y muy espiritual, y aunque no me guste la palabra, una puta redomada. Se pasa el día preguntándome los años que tengo de verdad, y diciéndome que se me ve cansada, o que si me pusiera lentillas podría estar bastante guapa, cosas que a mí me ENCANTAN, por supuesto. Insiste mucho en dejar claro que ella todo esto sólo lo hace para sacarse la tarjeta del sindicato de actores y matar el tiempo en espera de que la descubra algún productor de Hollywood, supongo que de paso por Dudley un jueves lluvioso por la tarde, buscando nuevos talentos en el TE; porque, claro, el teatro es una porquería… Al fundar STC (Sledgehammer Theatre Co-operative) nos interesaba mucho que fuera un colectivo teatral progresista, sin toda esa mierda de soy el mejor, salgo en la tele, mira qué guapo soy; sólo queríamos hacer teatro político, teatro del bueno, emocionante, original. Igual a ti te parece una chorrada, pero era nuestra intención. El problema de los colectivos democráticos igualitarios es que tienes que escuchar a inútiles como Sid y Candy. Si Candy supiera actuar, no me molestaría, pero tiene un acento de Newcastle increíble, como si le hubiera dado una embolia o algo así, y encima tiene la manía de entrar en calor haciendo yoga en lencería. ¿Qué, te ha llamado la atención, eh? Es la primera vez que veo hacer el Saludo al Sol con medias de liga y corsé. ¿A que no es normal? El pobre Sid casi no puede masticar su tajada de buey al curry. No acierta a metérsela en la boca. Cuando llega el momento de que Candy se vista, y salga al escenario, suele silbarle alguno de los críos, o algo por el estilo, y luego, en el minibús, ella siempre se hace la indignada, la feminista. «Odio que me juzguen por mi aspecto, toda la vida me han encasillado por mi cara de muñeca y mi cuerpo joven y terso», dice ajustándose el liguero, como si fuera una gran cuestión POLÍTICA, y tuviéramos que hacer teatro de calle para concienciar sobre la dura situación de las mujeres que tienen la desgracia de ser tetudas. ¿Desvarío? ¿Ya te has enamorado de ella? Puede que te la presente cuando vuelvas. Te imagino mirándola de esa manera tuya, con la mandíbula tensa, jugando con los labios y preguntándole por su carreeeeeera. Igual ni te la presento…

Emma Morley puso el papel boca abajo al ver entrar a Gary Nutkin, flaco y nervioso. Era la hora de la arenga previa a la función por parte del director y cofundador de la cooperativa Sledgehammer. El camerino unisex, de camerino no tenía nada; sólo era el vestuario de chicas de un instituto de extrarradio, que incluso los fines de semana tenía ese olor de colegio del que se acordaba Emma: hormonas, jabón líquido rosa y toallas enmohecidas.

Gary Nutkin carraspeó en la puerta: pálido, con la cara irritada por el afeitado, y la camisa negra abrochada hasta el último botón; un hombre cuya gran referencia de estilo era George Orwell.

–¡Un llenazo, tíos! ¡Casi la mitad, que visto lo visto no está nada mal! –No aclaró qué era lo visto, tal vez porque le distraía Candy con sus giros pélvicos en
body
de topos–. Venga, tíos, que nos salga una función de puta madre. ¡A tumbarlos de espaldas!

–Ya me gustaría tumbarlos de espaldas –gruñó Sid, mirando a Candy a la vez que recogía migas de empanadilla–. Con un bate de
criquet
lleno de clavos. Desgraciados…

–Haz el favor de ser más positivo, Sid –imploró Candy, en una espiración larga y controlada.

Gary continuó.

–Acordaos de que tiene que saliros fresco, sin nada que os distraiga. Que tenga vida. Recitad el texto como si fuera la primera vez, y lo más importante de todo: no dejéis que os intimide el público, ni que os provoque de ninguna manera. La interacción está muy bien, pero las represalias no. No dejéis que os enfaden. No les deis ese gusto. ¡Un cuarto de hora, por favor!

Sid inició su calentamiento de todas las noches, un conjuro en voz baja de odio-este-trabajo-odio-este-trabajo. Detrás de él estaba Kwame, compungido, con el pecho desnudo, los pantalones rotos, las manos en las axilas y la cabeza hacia atrás, meditando, o quizá intentando no llorar. A la izquierda de Emma, Candy entonaba canciones de
Los Miserables
con voz inexpresiva de soprano ligera, mientras se tocaba los dedos en martillo, herencia de dieciocho años de ballet. Emma se giró hacia su reflejo en el espejo agrietado, se ahuecó las mangas abullonadas de su vestido de corte imperio, se quitó las gafas y suspiró a lo Jane Austen.

El último año había sido una sucesión de giros erróneos, malas elecciones y proyectos a medias: estaban el grupo femenino donde había sido bajista, de nombre variable (Throat, Slaughterhouse Six y Bad Biscuit), e indecisión no limitada al nombre, sino extensiva a la orientación musical; la sesión en un club alternativo a la que no había ido nadie, la primera novela abandonada, la segunda novela abandonada, y varios trabajos de verano míseros, vendiendo cachemira y tartán a los turistas. En su momento más bajo incluso había hecho un cursillo de circo, hasta que constató que no valía para eso. La solución no era el trapecio.

El tan cacareado Segundo Verano del Amor había sido de melancolía, y pérdida de empuje. Hasta su amada Edimburgo había empezado a aburrirla y deprimirla. Vivir en la ciudad de su universidad era como quedarse en una fiesta después de que se fuera todo el mundo. Por eso en octubre se había ido del piso de Rankeillor Street y se había instalado otra vez en casa de sus padres, para un invierno largo, tenso y lluvioso de recriminaciones, portazos y tardes de tele en una casa que ahora le parecía de una pequeñez insoportable. «¡Pero si eres doble cum laude! ¿Qué le ha pasado a tu doble cum laude?», le preguntaba su madre a diario, como si la licenciatura de Emma fuera un superpoder que se obstinaba en no usar. De noche venía su hermana pequeña, Marianne, enfermera felizmente casada, con un bebé recién nacido, sólo para regodearse en la humillación de la niña de los ojos de mamá y papá.

Suerte que de vez en cuando estaba Dexter Mayhew. Los últimos días de calor del verano de su licenciatura los había pasado en Oxfordshire, en casa de la familia de Dexter; una casa muy bonita, que a ella le parecía una mansión. Espaciosa, de los años veinte, con alfombras descoloridas, grandes lienzos abstractos y cubitos de hielo en las bebidas. En el jardín, grande y con olor a plantas aromáticas, habían pasado un día largo y lánguido, entre la piscina y la pista de tenis (la primera que veía que no estuviera construida por algún ayuntamiento). Bebiendo
gin-tonics
en sillones de mimbre, y mirando las vistas, se había acordado de
El gran Gatsby
. Por supuesto, lo había estropeado: poniéndose nerviosa y bebiendo demasiado durante la cena, y gritándole al padre de Dexter –un hombre moderado, sencillo y de lo más sensato– sobre Nicaragua mientras Dexter la miraba con cara de afectuosa decepción, como a un cachorro que ha ensuciado la alfombra. Le parecía mentira haberse sentado a la mesa de los Mayhew, haber comido su comida y haber tratado a su padre de fascista. De noche, en el cuarto de invitados, aturdida y llena de remordimientos, esperaba unos golpes en la puerta que evidentemente nunca llegarían; esperanzas románticas sacrificadas en aras de los sandinistas, que difícilmente se lo agradecerían.

Habían vuelto a verse en Londres, en abril, durante la fiesta de su común amigo Callum, que cumplía veintitrés años, y todo el día siguiente lo habían pasado juntos en los jardines de Kensington, bebiendo vino de la botella, y conversando. Emma, evidentemente, estaba perdonada, aunque en contrapartida se habían instalado en la exasperante familiaridad de la amistad; exasperante al menos para ella: tumbados en la hierba fresca de la primavera, con las manos a punto de tocarse, mientras él le hablaba de Lola, una chica española increíble a quien había conocido esquiando en los Pirineos.

Y luego, Dexter otra vez a viajar, a ampliar todavía más sus miras. China había resultado demasiado ajena e ideológica para su gusto. En vez de eso se había embarcado en un año de visitas relajadas a lo que las guías llamaban «ciudades de marcha». En suma, que ahora eran amigos por correspondencia, y Emma componía cartas largas e intensas, rebosantes de chistes y de subrayados, de ironías forzadas y añoranza mal disimulada; manifestaciones de amor en dos mil palabras por correo aéreo. Tanto las cartas como las recopilaciones de música en casete eran en realidad vehículos para emociones no expresadas. Estaba claro que invertía demasiado tiempo y energía en ellas. A cambio, Dexter le mandaba postales con franqueo insuficiente: «Ámsterdam es una LOCURA», «Barcelona DEMENCIAL», «Dublín, MARCHA a tope. Mañana de RESACÓN». Como escritor de viajes no era Bruce Chatwin. A pesar de todo, Emma se guardaba las postales en el bolsillo del abrigo y daba largos y melancólicos paseos por Ilkley Moor, buscando algún significado oculto en «¡¡¡¡VENECIA TOTALMENTE INUNDADA!!!!».

–Oye, ¿quién es este Dexter? –le preguntaba su madre, espiando el dorso de las postales–. ¿Tu novio, o qué? –Y, con mirada de preocupación–: ¿Se te ha ocurrido buscar trabajo en la compañía de gas?

Emma se puso a trabajar en el pub del pueblo, sirviendo cervezas. Pasó el tiempo, y notó que se le empezaba a ablandar el cerebro, como cuando te olvidas algo al fondo de la nevera.

Después la había llamado Gary Nutkin, el trotskista flaco que en el 86 la había dirigido en una versión desnuda e intransigente de
Te rror y miseria del Tercer Reich
, de Brecht, antes de besarla durante tres horas desnudas e intransigentes en la fiesta de la última noche. Poco después la había llevado a un programa doble de Peter Greenaway, y había esperado cuatro horas para levantar la mano y depositarla distraídamente en su pecho izquierdo, como quien ajusta un potenciómetro. Por la noche habían hecho brechtianamente el amor en una cama individual roñosa, bajo un cartel de
La batalla de Argel
, y Gary se había esmerado de principio a fin en no tratarla como un objeto. Luego nada, ni palabra, hasta la llamada nocturna de mayo, y las palabras vacilantes en voz baja:

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