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Authors: David Nicholls

Tags: #Romance

Siempre el mismo día (4 page)

BOOK: Siempre el mismo día
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–¿Te gustaría entrar en mi cooperativa de teatro?

Emma no tenía aspiraciones de actriz, ni le apasionaba especialmente el teatro salvo como vehículo de transmisión de palabras e ideas. Sledgehammer tenía que ser un nuevo tipo de cooperativa teatral progresista, en la que se compartirían intenciones y celo, con un manifiesto por escrito, y el compromiso de cambiar vidas jóvenes por la vía del arte. Puede que también tenga su parte romántica, se había dicho Emma, o como mínimo sexual. Así que a hacer la mochila, a despedirse de sus escépticos mamá y papá y a subirse al minibús como si se embarcase en una noble causa, una especie de Guerra Civil española en teatro, subvencionada por el Arts Council.

Ahora, tres meses después, ¿qué quedaba del calor, la camaradería y el sentimiento de valor social, de mezcla de ideales elevados con diversión? En principio eran una cooperativa. Era lo que ponía en un lado de la camioneta. Lo había escrito ella misma con plantillas.

–Odio-este-trabajo-odio-este-trabajo –decía Sid.

Emma se tapó las orejas con las manos, y se hizo unas cuantas preguntas fundamentales.

¿Por qué estoy aquí?

¿De verdad aporto algo?

¿No se podría vestir un poco?

¿A qué huele?

Ahora mismo ¿dónde quiero estar?

Quería estar en Roma, con Dexter Mayhew. En la cama.

–Shaf-tes-bury Avenue.

–No, Shafts-bu-ry. Tres sílabas.

–Lychester Square.

–Leicester Square, dos sílabas.

–¿Por qué no es Ly-chester?

–Ni idea.

–Pero si eres mi profesor… Deberías saberlo…

–Lo siento –dijo Dexter, encogiéndose de hombros.

–Pues me parece un idioma tonto –dijo Tove Angstrom, antes de darle un puñetazo en el hombro.

–Un idioma tonto. Totalmente de acuerdo. Ahora bien, no hace falta que me des puñetazos.

–Me disculpo –dijo Tove, besándole en el hombro, y luego en el cuello y la boca.

Dexter volvió a darse cuenta de lo gratificante que podía ser la enseñanza.

Estaban tumbados entre un montón de cojines, sobre el suelo de terracota de la diminuta habitación de Dexter, tras descartar la cama individual por no ajustarse a sus necesidades. En el folleto de la Percy Shelley International School of English se describían las viviendas de los profesores como «cómodas en ciertos aspectos, con muchos atenuantes», lo cual constituía un resumen perfecto. Su habitación en el Centro Storico era sosa e institucional, pero al menos tenía balcón, una repisa de algo más de un palmo de ancho que daba a una plaza pintoresca, la cual, muy a la romana, también servía de aparcamiento. Cada mañana le despertaba el ruido de los oficinistas chocando briosamente los unos contra los otros al dar marcha atrás.

Ahora, en plena tarde húmeda de julio, sólo se oían ruedas de maletas de turistas traqueteando por los adoquines. Abiertas las ventanas, se besaban perezosamente, con el pelo de ella en la cara de él, recio, oscuro, con olor a algún champú danés: pino artificial, y humo de cigarrillo. Tove tendió el brazo por encima del pecho de Dexter para coger el tabaco del suelo, encender dos cigarrillos y pasarle uno. Dexter se incorporó en los cojines, dejando colgar el cigarrillo del labio como Belmondo, o alguien de una película de Fellini. Él nunca había visto nada de Belmondo ni de Fellini, pero sí que había visto las postales: estilosas, en blanco y negro. No le gustaba considerarse creído, pero estaba claro que a veces le habría gustado tener cerca a alguien que le hiciera una foto.

Después de otro beso, se hizo la vaga pregunta de si la situación tenía alguna dimensión moral o ética. Naturalmente que el momento de preocuparse por los pros y contras de acostarse con una alumna habría sido después de la fiesta del colegio, mientras To ve, precariamente al borde de la cama de él, se bajaba la cremallera de las botas que le llegaban hasta las rodillas. Incluso entonces, en plena confusión de vino tinto y deseo, se le había ocurrido preguntarse qué diría Emma Morley. Mientras Tove le metía la lengua en la oreja, él presentaba su defensa: tiene diecinueve años, es adulta, y además, yo no soy profesor de verdad. Por otro lado, Emma estaba muy lejos, cambiando el mundo desde un minibús, en la carretera de circunvalación de alguna ciudad de provincias. Y en definitiva, ¿qué tenía que ver Emma? Las botas de caña alta de Tove ya estaban tiradas en un rincón del cuarto, en un hostal en el que estaba rigurosamente prohibido que pasaran la noche las visitas.

Movió el cuerpo a un trozo más fresco de la terracota, y miró por la ventana para intentar evaluar el tiempo a partir del pequeño recuadro de intenso cielo azul. El ritmo de la respiración de To ve estaba cambiando con la llegada del sueño. Pero él tenía una cita importante. Dejó caer los últimos cinco centímetros de cigarrillo en una copa de vino, y estiró el brazo en busca del reloj, puesto sobre
Si esto es un hombre
de Primo Levi, sin leer.

–Tove, tengo que irme.

Ella protestó con un gruñido.

–He quedado con mis padres. Tengo que irme ahora mismo.

–¿Puedo venir?

Él se rio.

–Me parece que no, Tove. Además, el lunes tienes examen de gramática. Vete a repasar.

–Examíname tú. Examíname ahora.

–Vale. Verbos. Presente del indicativo.

Tove le rodeó con una pierna, y la usó como palanca para situarse encima.

–Yo beso, tú besas, él besa, ella besa…

Dexter se incorporó sobre los codos.

–En serio, Tove…

–Diez minutos más –le susurró ella al oído.

Dexter se dejó caer al suelo, pensando: ¿por qué no? A fin de cuentas estoy en Roma, y hace buen día. Soy un hombre de veinticuatro años, sin problemas económicos y sano. Estoy haciendo algo que no debería hacer, y tengo mucha, mucha suerte.

Probablemente el atractivo de una vida dedicada a las sensaciones, los placeres y el yo se desgastase algún día, pero aún faltaba mucho.

¿Qué tal Roma? ¿Qué tal La Dolce Vita? (Búscalo.) Ahora mismo te imagino sentado en un café, bebiéndote uno de esos
cappuccini
de los que tanto se oye hablar, y silbándole a todo. Probablemente te hayas puesto gafas de sol para leer esto. Pues quítatelas, que estás ridículo. ¿Recibiste los libros que te envié? Primo Levi es un escritor italiano muy bueno. Es para recordarte que en la vida no todo son helados y alpargatas. La vida no puede ser siempre como el principio de
Betty Blue
. ¿Qué tal las clases? Prométeme que no te acuestas con alumnas, por favor. Sería tan… decepcionante

Tengo que irme. Se avecina el final de la página, y oigo en la otra sala el fascinante rumor de nuestro público al tirarse sillas los unos a los otros. MENOS MAL que dentro de dos semanas acabo este trabajo. Gary Nutkin, nuestro director, quiere que después prepare un espectáculo sobre el
apartheid
para colegios de educación infantil. ¡Y encima con MARIONETAS! ¡Joder! Seis meses yendo y viniendo por la M6 con una marioneta de Desmond Tutu en las rodillas. Igual paso. Además, he escrito una obra para dos actrices sobre Virginia Woolf y Emily Dickinson, que se llama
Dos vidas
(o eso, o
Lesbianas deprimidas)
. Puede que la monte en algún pub-teatro. Cuando le expliqué a Candy quién era Virginia Woolf, dijo que tenía muchísimas ganas de hacer el papel, pero sólo si se puede quedar desnuda de cintura para arriba. Pues nada, ya tengo el cásting resuelto: yo haré de Emily Dickinson y me dejaré la blusa puesta. Ya te reservaré entradas
.

De momento tengo que elegir entre empadronarme en Leeds o en Londres. Decisiones, decisiones… Yo intentaba no irme a vivir a Londres (es tan PREVISIBLE irse a vivir a Londres), pero a Tilly Killick, mi ex compañera de piso –¿te acuerdas? Gafas rojas grandes, siempre a la contra, patillas–, le sobra un cuarto en Clapton. Lo llama «el trastero», cosa que no presagia nada bueno. ¿Qué tal es Clapton? ¿Tú volverás pronto a Londres? ¡Eh! ¿Y si compartiéramos piso?

¿Compartir piso? Emma vaciló, sacudió la cabeza y gimió antes de escribir: «¡¡¡¡Es broma!!!!». Otro gemido. «Es broma» era justo lo que se escribía al decir algo en serio. Ya no estaba a tiempo de borrarlo. ¿Cómo despedirse? «Atentamente» era demasiado formal, «tout mon amour», demasiado afectado, «con amor», demasiado cursi, y ya volvía a estar Gary Nutkin en la puerta.

–¡Bueno, todos a escena!

Les aguantó tristemente la puerta, como si les esperase un pelotón de fusilamiento. Emma escribió deprisa, antes de poder arrepentirse:

Te echo tanto de menos, Dex…

Un solo beso profundamente grabado en el papel azul claro para correo aéreo.

En la Piazza della Rotonda, la madre de Dexter descansaba en la terraza de un bar, con una novela apenas sujeta entre las manos, los ojos cerrados y la cabeza ladeada y hacia atrás, como un pájaro aprovechando los últimos rayos de sol. En vez de llegar directamente, Dexter se reservó un momento para sentarse entre los turistas de los escalones del Panteón y ver acercarse al camarero, que sobresaltó a su madre al recoger el cenicero. Se rieron. Al verla mover teatralmente la boca y los brazos, Dexter supo que estaba hablando en su horrendo italiano, entre palmaditas coquetas al brazo del camarero, que pese a no tener ni idea de qué le habían dicho –a la vista estaba–, sonrió y le siguió el coqueteo. Luego se fue, lanzando una mirada por encima del hombro a la inglesa guapa que le había tocado el brazo, y a quien no se le entendía nada.

La escena hizo sonreír a Dexter. La vieja idea freudiana –conocida entre susurros en el internado– de que los niños tenían que enamorarse de sus madres y odiar a sus padres le parecía de lo más plausible. Nunca había conocido a nadie que no se enamorase de Alison Mayhew. Y lo mejor era que Dexter también quería mucho a su padre; en eso, como en tantas cosas, le mimaba la suerte.

Cenando, o en el jardín grande y frondoso de la casa de Oxfordshire, o de vacaciones en Francia, mientras ella dormía al sol, Dexter solía sorprender miradas de muda admiración en los ojos de sabueso de su padre. Stephen Mayhew, quince años mayor que ella, alto, de cara alargada e introvertido, no parecía dar crédito a su suerte. En las fiestas que a menudo organizaba ella, si Dexter se estaba lo bastante quieto para que no le mandasen a la cama, veía formarse un obediente y devoto círculo de hombres a su alrededor; hombres inteligentes y capaces, médicos, abogados, gente que hablaba por la radio, reducidos a adolescentes soñadores. La veía bailar con los primeros discos de Roxy Music y un vaso de cóctel en la mano, piripi y autosuficiente, ante las miradas de las otras esposas, que en comparación parecían rechonchas y de pocas luces. También sus amigos del colegio, hasta los vacilones y complicados, se convertían en caricaturas en torno a Alison Mayhew, con quien flirteaban en un toma y daca, haciéndola participar en guerras de agua y felicitándola por ser tan mala cocinera: esos huevos revueltos de cualquier manera, esa pimienta negra como ceniza de cigarrillo…

Había estudiado moda en Londres, pero ahora que vivía en el campo tenía una tienda de antigüedades, y sus alfombras caras y sus candelabros gozaban de gran éxito entre el Oxford de postín. Pese a mantener el aura de haber sido alguien en los años sesenta –Dexter había visto fotos, y recortes desvaídos de suplementos a color–, no se la veía triste ni arrepentida de haber renunciado a ello en aras de una respetable, segura y cómoda vida familiar. Era como si hubiese intuido el mejor momento para irse de la fiesta, algo típico de ella, por lo demás. Dexter albergaba la sospecha de que de vez en cuando tenía aventurillas con los médicos, los abogados y los que hablaban por la radio, pero aun así le costaba enfadarse con ella. Además, la gente siempre decía lo mismo: que él lo había heredado. Nadie concretaba el qué, pero era como si todos lo supieran; la belleza, por supuesto, y la energía y la salud, pero también cierto aplomo displicente, el derecho a estar en el centro de todo, en el equipo ganador.

Incluso en aquel momento, con su vestido veraniego de un azul descolorido, hurgando en busca de cerillas en su enorme bolso, parecía el eje de toda la actividad de la Piazza: ojos marrones, perspicaces, en una cara en forma de corazón, bajo un despeinado caro de peluquería, con el vestido desabrochado un botón más de la cuenta y un desaliño irreprochable. Viendo acercarse a Dexter, se le abrió toda la cara en una gran sonrisa.

–Tres cuartos de hora tarde, joven. ¿Dónde estabas?

–Aquí, viéndote de palique con los camareros.

–No se lo digas a tu padre. –Al levantarse para darle un abrazo, su cadera chocó contra la mesa–. Pero ¿de dónde vienes?

–No, nada, de preparar las clases.

Dexter tenía el pelo mojado, de la ducha compartida con To ve Angstrom. Cuando su madre se lo apartó de la frente, y le puso cariñosamente una mano en la mejilla, él se dio cuenta de que ya estaba algo bebida.

–Muy despeinado. ¿Quién te ha despeinado? ¿Qué travesuras has estado haciendo?

–Ya te lo he dicho, preparar las clases.

Ella hizo un mohín de escepticismo.

–¿Y ayer por la noche? Te estuvimos esperando en el restaurante.

–Perdona, es que me retrasé. La disco del colegio.

–Una disco. Qué 1977. ¿Cómo era?

–Doscientas escandinavas borrachas bailando el
vogue
.

–El
vogue
. Me alegro de reconocer que no me suena de nada. ¿Y era divertido?

–Infernal.

Le dio una palmadita en la rodilla.

–¡Oh, pobrecito!

–¿Dónde está papá?

–Ha tenido que irse al hotel, para la siestecita de siempre. Con este calor, y las sandalias, que le rozaban… Ya conoces a tu padre. Es tan galés…

–¿Y qué habéis hecho?

–Nada, dar un paseo por el Foro. A mí me ha parecido bonito, pero Stephen se ha aburrido como una ostra. Todo tirado por el suelo, lleno de columnas… Sospecho que él preferiría que pasasen una apisonadora y pusieran un buen invernadero, o algo así.

–Deberíais ir a ver el Palatino. Está sobre la colina…

–Dexter, sé dónde está el Palatino; estuve en Roma antes de que nacieras.

–¿Ah, sí? ¿Quién era el emperador entonces?

–Ja. Oye, ayúdame con el vino; no dejes que me acabe yo sola la botella.

Poco le faltaba. Aun así, Dexter echó los dos o tres últimos centímetros en un vaso de agua y le cogió los cigarrillos. Alison chasqueó la lengua.

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