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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico, Terror

Sortilegio (2 page)

BOOK: Sortilegio
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Un pequeño remolino de polvo se formó bruscamente afuera, en la calle, levantando en el aire basura antediluviana.

—¿Por qué te sorprendes tanto? —le preguntó el hombre, que se hallaba medio tumbado medio sentado en la cama, con aquella impresionante constitución suya descansando en las almohadas y las manos entrelazadas detrás de la pesada cabeza. Tenía la cara ancha y las facciones casi demasiado expresivas, como las de un actor que se hubiera hecho especialista en efectos baratos. La boca, que conocía mil variaciones de sonrisa, adoptó una que iba de acuerdo con el pausado estado de ánimo que tenía entonces y dijo—: Nos han hecho bailar bastante. Pero casi hemos llegado. ¿No lo presientes? Yo sí.

La mujer le dirigió una fugaz mirada. Aquel hombre se había quitado la chaqueta, que había sido el regalo más amoroso que ella le había hecho, y la había arrojado sobre el respaldo de una silla. La camisa que llevaba debajo estaba empapada de sudor en la zona de las axilas, y la carne de la cara parecía de cera bajo la luz de la tarde. A pesar de todo lo que sentía por él —y aquello era suficiente para que a ella le diera miedo hacer el cálculo—, él era sólo humano, y aquel día, después de tanto calor y de tanto viajar, a aquel hombre se le habían hecho evidentes todos y cada uno de los cincuenta y dos años que tenía. En el tiempo que llevaban juntos persiguiendo la Fuga, ella le había prestado toda la fuerza que poseía, del mismo modo que él, a su vez, le había prestado a ella el ingenio y la pericia necesarios para sobrevivir en aquel reino. El Reino del Cuco, como las Familias lo habían llamado desde siempre, aquel miserable mundo humano que ella había tenido que soportar por motivos de venganza.

Pero muy pronto la persecución tocaría a su fin. Shadwell —el hombre que se encontraba tumbado en la cama— se beneficiaría de aquello que se hallaban tan cerca de encontrar, y ella, viendo a la presa que buscaban mancillada y vendida como esclavo, satisfaría su sed de venganza. Entonces dejaría que el Reino se las arreglara por sus propios y horribles medios, y lo haría contenta.

Puso de nuevo su atención en la calle. Shadwell tenía razón. Los habían hecho bailar. Pero la música se interrumpiría bastante pronto.

Desde donde Shadwell se hallaba tumbado la silueta de Immacolata resaltaba claramente contra la ventana. No era la primera vez que, de pensamiento, consideraba el problema de cómo iba a vender a aquella mujer. Era un ejercicio puramente académico, como era natural, pero un ejercicio que presionaba hasta el límite todas las técnicas que poseía.

Él era vendedor de profesión; aquél había sido su medio de vida desde que no era más que un adolescente. Más que un medio de vida, era un don. Se enorgullecía de que no hubiera nada vivo o muerto para lo que él no pudiera encontrar un comprador. En tiempos había sido comerciante de azúcar sin refinar, traficante de armas de pequeño calibre, vendedor de muñecas, de perros, de seguros de vida, de panfletos de salvación y de aparatos de iluminación. Había traficado con agua de Lourdes y con
hashish
, con biombos chinos y con ciertas curas patentadas contra el estreñimiento. En medio de todo aquel desfile de cosas había habido, por supuesto, algunos fraudes y engaños, pero nada,
nada
, que él no hubiera sido capaz de endosarle al público antes o después, bien fuera por medio de la seducción o de la intimidación.

Pero
ella
—Immacolata, la no del todo mujer con la que había compartido todos y cada uno de los momentos de vigilia durante aquellos largos años pasados—, ella, y eso Shadwell lo sabía muy bien, desafiaría todo aquel talento de vendedor que él tenía.

Por una parte Immacolata era paradójica, y el público comprador tenía poco gusto para eso. Querían la mercancía desprovista de ambigüedad: presentada de forma simple y segura. Y ella no era segura; oh, ciertamente que no; no con aquella terrible rabia y aquellas todavía más terribles alegrías; ni tampoco era simple. Debajo de la incandescente belleza que tenía su cara, detrás de unos ojos que ocultaban siglos, aunque pudieran estar tan cercanos que aspiraran la sangre, debajo de aquella piel aceitunada y oscura, la piel de los judíos, yacían unos sentimientos capaces de levantar ampollas en el aire si se les daba rienda suelta.

Immacolata era demasiado para venderla, decidió Shadwell —y no era la primera vez—, y se dijo a sí mismo que tenía que olvidarse de aquel ejercicio. Era un ejercicio que no podía confiar en dominar nunca del todo; ¿por qué había de atormentarse con ello?

Immacolata se volvió de espaldas a la ventana.

—¿Ya has descansado? —le preguntó a Shadwell.

—Eras tú la que quería protegerse del sol —le recordó él—. Yo estoy listo para empezar en cuanto tú lo estés. Aunque no tengo ni idea de por dónde empezar...

—Eso no es tan difícil —dijo Immacolata—. ¿Recuerdas lo que te profetizó mi hermana? Los acontecimientos se acercan al punto de crisis.

Mientras hablaba las sombras del rincón de la habitación comenzaron a removerse de nuevo, y las dos hermanas muertas de Immacolata mostraron sus etéreas faldas. Shadwell nunca se había sentido a gusto en presencia de ellas, y ellas, a su vez, siempre lo habían despreciado. Pero la mayor, la Bruja, poseía el don del oráculo, de eso no cabía la menor duda. Lo que ella viera en la inmundicia de su hermana, en la placenta de la Magdalena, había resultado normalmente ser acertado.

—La Fuga no puede permanecer escondida durante mucho tiempo más —comentó Immacolata—. En cuanto se mueve produce vibraciones. No puede evitarlo. Tanta vida comprimida en semejante escondrijo.

—¿Y tú sientes alguna de esas... vibraciones? —le preguntó Shadwell al tiempo que balanceaba las piernas por encima del borde de la cama para ponerse en pie.

Immacolata movió negativamente la cabeza.

—No, todavía no. Pero deberíamos estar preparados.

Shadwell cogió la chaqueta y se la puso. El forro lanzó algunos destellos y comenzó a despedir filamentos a través de la habitación. A causa de aquella momentánea brillantez consiguió ver a la Magdalena y a la Bruja. La vieja se cubrió los ojos para protegerse de aquella irradiación de la chaqueta, temerosa del poder que aquello pudiera tener. A la Magdalena no le importó aquello; desde hacía mucho tiempo tenía los párpados cosidos a fin de cerrarle las cuencas de los ojos, ciegos de nacimiento.

—Cuando empiecen los movimientos puede que tardemos una hora o dos en localizar con precisión el lugar —dijo Immacolata.

—¿Una hora? —preguntó Shadwell. La persecución que finalmente los había conducido allí aquel día parecía haber durado toda una vida—. Puedo esperar una hora.

III. ¿QUIÉN HA MOVIDO EL SUELO?

Los pájaros no interrumpieron aquellos vuelos en espiral sobre la ciudad al aproximarse Cal. Por uno que se alejaba volando, había otros tres o cuatro que llegaban en grupo.

El fenómeno no había pasado desapercibido. La gente se detenía en las aceras y en los umbrales de las casas, protegiéndose los ojos con la mano del resplandor del cielo, y miraba fijamente hacia lo alto. Por todas partes se aventuraban opiniones respecto al motivo que había producido aquella congregación de aves. Cal no se detuvo a ofrecer la suya, sino que se abrió paso entre el laberinto de calles; de vez en cuando se vio obligado a volver atrás y buscar un nuevo camino, pero consiguió irse acercando gradualmente al centro de todo aquello.

Y ahora, al aproximarse, se hizo evidente que su primera teoría no había sido acertada. Aquellos pájaros no estaban comiendo. No se veían lanzamientos en picado ni había disputas por una miga, ni ninguna otra señal en el aire de insectos que pudiera haber atraído a tan numeroso grupo. Los pájaros se limitaban a describir círculos. Algunos de las especies más pequeñas, gorriones y pardales, se habían cansado de volar y se alineaban ahora en los tejados y vallas, dejando que sus congéneres más grandes —cornejas negras, urracas, gaviotas— ocuparan las alturas. Tampoco había allí escasez de pichones; toda aquella salvaje variedad se ladeaba y giraba en bandas de cincuenta ejemplares o más, cuyas sombras describían rizos sobre los tejados. Había también aves domésticas, sin duda fugitivos como 33. Canarios y periquitos: pájaros alejados del mijo y las campanillas habituales por la misma fuerza que había convocado allí a los demás, cualquiera que fuese. Para estos pájaros estar allí era algo realmente suicida. Aunque sus momentáneos compañeros se hallaban demasiado excitados por el ritual como para fijarse en los caprichos domésticos que había entre ellos, no se mostrarían tan indiferentes cuando el encantamiento que les hacía volar en círculo ya no les afectase. Se comportarían de forma cruel y rápida. Caerían sobre los canarios y los periquitos y les sacarían los ojos a picotazos, matándolos por el crimen de ser animales domésticos.

Pero por ahora el parlamento se hallaba en paz. Se remontaba en el aire, cada vez más alto, siempre más alto, llenando el cielo de movimiento.

El hecho de perseguir aquel espectáculo había llevado a Cal hasta una parte de la ciudad que raramente solía visitar. Allí las sencillas casas cuadradas de propiedad municipal daban paso a una abandonada y misteriosa tierra de nadie en cuyas calles las casas de tres pisos que en otro tiempo habían sido buenas se alzaban todavía en pie, inexplicablemente a salvo de la excavadora; estaban rodeadas de zonas que habían sido niveladas en espera de una época de mayor prosperidad que nunca había llegado; islas en un mar de polvo.

Era una de aquellas calles —calle Rué, decía el letrero— lo que parecía constituir el punto sobre el cual las bandadas de pájaros se concentraban. Allí los grupos de aves exhaustas eran más numerosos que en ninguna otra de las calles adyacentes; lanzaban inquietos sus cantos y se limpiaban las plumas con el pico sobre los aleros, las cimas de las chimeneas y las antenas de televisión.

Cal escudriñaba por igual cielo y tejados mientras recorría la calle Rué. Y allí —una oportunidad entre mil— divisó a su pájaro. Una paloma solitaria que dividía en dos una nube de gorriones. Muchos años de vigilar el cielo esperando palomas que volvían de las competiciones le habían proporcionado a Cal una vista de águila; era capaz de reconocer un pájaro determinado por una docena de peculiaridades en su forma de volar. Había encontrado a 33; no había duda alguna.

Pero mientras lo miraba, el pájaro desapareció detrás de los tejados de la calle Rué.

Cal emprendió de nuevo la persecución, y en mitad de la calle encontró un estrecho callejón que se abría paso entre las casas adosadas y conducía a otro callejón mayor que a su vez recorría la parte trasera de la fila de casas. No estaba bien cuidado. Se veían por todas partes pilas de desperdicios caseros que se habían ido amontonando en toda la longitud del callejón; y cubos de basura volcados cuyo contenido se hallaba desparramado por todas partes.

Pero a veinte metros de donde él se encontraba de pie había gente trabajando. Dos hombres de una empresa de mudanzas estaban transportando un sillón para sacarlo del patio trasero de una de las casas, mientras un tercero miraba fijamente los pájaros. Varios cientos de aves se hallaban reunidas en las tapias del patio, en el alféizar de las ventanas y en las barandillas. Cal se puso a deambular sin rumbo fijo por el callejón para ver si distinguía alguna paloma entre aquella gran asamblea de pájaros. Encontró una docena o más en medio de la multitud, pero no el que él buscaba.

—¿A usted qué le parece?

Había llegado a unos diez metros de distancia de los hombres de las mudanzas, y uno de ellos, el holgazán que no trabajaba, era quien le dirigía aquella pregunta.

—No lo sé —le respondió Cal honestamente.

—Puede que vayan a emigrar —dijo el más joven de los dos que acarreaban el sillón al tiempo que dejaba caer la mitad de la carga que llevaba y miraba fijamente hacia el cielo.

—No seas idiota, Shane —dijo el otro hombre, un antillano. Llevaba el nombre, Gideon, escrito de modo llamativo en la espalda del mono de trabajo—. ¿Por qué iban a emigrar en mitad de este jodido verano?

—Demasiado calor —fue la respuesta del holgazán—. Eso es lo que pasa. Demasiado de este puñetero calor. Se les están cociendo los sesos ahí arriba.

Gideon había dejado ya en el suelo la mitad del sillón que le tocaba levantar y se había apoyado en la tapia del patio trasero; aplicaba una llama al cigarrillo a medio consumir que había pescado del bolsillo superior.

—No estaría mal, ¿verdad? —reflexionó—. Ser un pájaro. Ir de un lado a otro durante toda la primavera y luego largarse al sur de Francia en cuanto uno sienta el menor escalofrío en las pelotas.

—No viven mucho tiempo —apuntó Cal.

—¿No? —dijo Gideon aspirando el humo del cigarrillo. Luego se encogió de hombros—. Breve y agradable —sentenció—. Eso me vendría bien a mí.

Shane se estiró de la media docena de pelos rubios que se suponía eran el bigote.

—Usted entiende de pájaros, ¿verdad? —le dijo a Cal.

—Sólo de palomas.

—¿Los hace participar en competiciones?

—De vez en cuando...

—Mi cuñado cría perros lebreles —dijo el tercer hombre, el holgazán. Miró a Cal como si aquella coincidencia rayase en lo milagroso y fuera a ser motivo para horas de debate.

Pero lo único que a Cal se le ocurrió decir fue:

—Perros.

—Eso es —dijo el otro hombre, encantado de estar de acuerdo sobre el tema—. Tiene cinco. Sólo se murió uno.

—Lástima —dijo Cal.

—No crea. El puñetero estaba ciego de un ojo y con el otro no veía.

El hombre se echó a reír a carcajadas ante tal ocurrencia, que de pronto había hecho que la conversación se detuviera en seco. Cal dirigió de nuevo su atención a los pájaros y sonrió al ver —allá en el alféizar de la ventana superior de la casa— a
su
pájaro.

—Ya lo veo —dijo.

Gideon siguió la dirección de la mirada de Cal.

—¿Qué es lo que ve?

—Mi paloma. Se me ha escapado. —Cal señaló con el dedo—. Allí, en medio del alféizar. ¿La ve?

Ahora los tres se pusieron a mirar.

—¿Tiene algún valor? —preguntó el holgazán.

—Siempre estás igual, Bazo —comentó Shane.

—Sólo era una pregunta —repuso Bazo.

—Ha ganado varios premios —dijo Cal con cierto orgullo. Tenía los ojos clavados en 33, pero el pichón no daba muestras de querer volar; se limitaba a arreglarse las plumas y de vez en cuando volvía hacia el cielo un ojo parecido a una gota brillante—. Quédate ahí... —le dijo Cal al pájaro en voz baja— ...no te muevas. —Luego se volvió hacia Gideon—. ¿Les importa que entre en la casa? Es para intentar cogerlo.

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