Las pupilas se clavaron en el espejo que utilizó al afeitarse, que continuaba colgado de la pared de lona, por encima de la mesa, pero la vista se enfocaba mucho más allá. Y entonces, un reflejo se desplazó por la pequeña superficie de cristal azogado y los ojos de Werper se apartaron del espacio infinito para centrarse en el espejo, donde vio reflejado el torvo semblante de Ahmet Zek, enmarcado en los pliegues de la lona que constituía la puerta de entrada de la tienda, a su espalda.
Werper sofocó el suspiro de desaliento que amenazaba con escapársele. Haciendo gala de un extraño dominio de sus nervios, bajó la mirada sosegadamente, sin demostrar que había visto algo en el espejo, y la posó en las gemas. Sin prisas, volvió a guardar las piedras en la bolsa, se guardó ésta bajo la camisa, sacó un cigarrillo de la pitillera, lo encendió y se levantó. Al tiempo que bostezaba, estiró los brazos por encima de la cabeza y se encaminó lentamente al extremo opuesto de la tienda. El rostro de Ahmet Zek había desaparecido del hueco de la entrada.
Decir que Albert Werper estaba aterrado sería dar una pálida impresión del pavor que le dominaba. Comprendía que no sólo había sacrificado su tesoro, sino también la vida. Jamás permitiría Ahmet Zek que se le escapara de entre los dedos la riqueza que sin duda había visto, como tampoco perdonaría nunca la duplicidad de un lugarteniente que había entrado en posesión de tal tesoro sin manifestarse dispuesto a compartirlo con su jefe.
Despacio, el belga se dispuso a meterse en el catre. No sabía si le estaban observando; pero si era así, el espía no pudo percibir la más leve muestra de nerviosismo por parte del europeo. Éste se esforzó al máximo para disimular su excitación. Cuando estuvo a punto para deslizarse entre las mantas, cruzó la estancia y apagó la luz.
Dos horas después, las dos piezas del toldo de la entrada se separaron silenciosamente para dar paso a una figura de sombría vestimenta que, sin hacer el menor ruido, pasó de las tinieblas exteriores a las del interior de la tienda. El allanador avanzó cautelosamente. Llevaba en la mano un largo cuchillo. Llegó por fin al montón de mantas colocadas sobre unas alfombras, cerca de una de las paredes de lona de la tienda.
Ágiles y prestos, los dedos buscaron y encontraron al tacto el bulto que descansaba bajo las mantas… un bulto que debía de ser Albert Werper. Los dedos recorrieron el contorno del cuerpo de un hombre y, entonces, el brazo armado se disparó hacia arriba, se detuvo un segundo en lo alto y descendió con rápida violencia. La serie de movimientos se repitió varias veces y en cada ocasión la hoja de acero se hundió en lo que descansaba bajo las mantas. Sin embargo, el bulto se mantuvo silencioso e inerte, lo que no dejó de extrañar momentáneamente al asesino. Con febril nerviosísimo levantó los cobertores y tanteó con las manos en busca de la bolsa de joyas que esperaba encontrar escondida en el cuerpo de la víctima.
Al cabo de un instante, el agresor se enderezó con una maldición en los labios. Era Ahmet Zek y el reniego que acababa de proferir era consecuencia de haber descubierto que debajo de las mantas de su lugarteniente no había más que un montón de ropas desechadas, dispuestas de forma que imitasen el cuerpo de un hombre aparentemente dormido: ¡Albert Werper había escapado!
El jefe abandonó la tienda y corrió por la aldea, mientras llamaba con voz colérica a los soñolientos árabes, que salieron de sus aposentos de lona en respuesta a los gritos de Ahmet Zek. Pero aunque registraron una y otra vez el poblado, sistemáticamente y a fondo, no descubrieron el menor rastro del belga. Echando espumarajos de furia por la boca, Ahmet Zek ordenó a sus sicarios que montaran a caballo y, aunque la noche era negra como la tinta, partieran a peinar la selva contigua en busca de la presa fugitiva.
Cuando atravesaron a galope tendido las puertas de la aldea, Mugambi, que estaba oculto entre unos matorrales próximos, se deslizó sin ser visto dentro de la empalizada. Una veintena de negros se habían reunido cerca de la entrada para contemplar la partida de los jinetes y, cuando el último de éstos salió del poblado, los negros empujaron los portones y los cerraron. Mugambi les echó una mano, como si se hubiera pasado la mayor parte de la vida entre ellos.
En la oscuridad, nadie le preguntó quién era ni qué hacía allí, nadie se fijó en él y cuando, cerrados los portones, todos se dirigieron hacia sus respectivas chozas y tiendas, Mugambi se fundió con las sombras y desapareció.
Durante una hora estuvo desplazándose por la parte trasera de las tiendas y chozas, dispuesto a averiguar en cuál de ellas mantenían prisionera a la esposa de su señor. Llegó por fin a una de ellas que le pareció… Bueno, tuvo la razonable certeza de que era allí donde la guardaban, porque era la única choza ante cuya puerta montaba guardia un centinela. Mugambi estaba agazapado en la sombra de aquella construcción, nada más doblar la esquina de la fachada donde permanecía apostado el desprevenido indígena, cuando se acercó el compañero de éste que iba a relevarle.
—¿Sigue segura ahí dentro la prisionera? —preguntó el recién llegado.
—Segurísima —respondió el otro—; desde que he venido, nadie ha cruzado el umbral de la puerta.
El nuevo centinela se sentó en cuclillas ante la entrada, mientras el que acababa de relevar se dirigía a su propia choza. Mugambi se acercó más a la esquina. Una de sus fuertes manos empuñaba un grueso garrote de nudos. Ni el menor indicio de júbilo alteraba su exteriormente flemática calma, pero en su interior hervía el alborozo desde el momento en que la voz del guardián le proporcionó la evidencia de que la señora estaba dentro de aquella choza.
El centinela estaba de espaldas a la esquina tras la cual se ocultaba el gigantesco Mugambi. El indígena de la aldea no vio la enorme masa humana que se erguía en silencio por detrás de él. La estaca volteó en el aire, trazando una curva ascendente, y volvió a caer. Sonó un golpe sordo, el chasquido de un hueso al quebrarse y el centinela se desplomó hacia adelante, convertido en un gran terrón de arcilla, silente e inanimado.
Al cabo de unos instantes, Mugambi registraba el interior de la choza. Empezó por llamar: «¡Señora!», en apagado susurro, y luego se lanzó a una búsqueda con casi frenética precipitación… Hasta que la decepcionante realidad irrumpió por último en su mente: ¡la choza estaba vacía!
TARZÁN, FIERA DE LA SELVA
W
ERPER permaneció un momento de pie junto al dormido hombre-mono, con la daga asesina dispuesta para descargar el golpe fatal; pero el miedo retuvo su mano. ¿Y si fallaba el primer golpe y la punta del cuchillo no se hundía en el corazón de la víctima? Un escalofrío recorrió a Werper de pies a cabeza al pensar en las desastrosas consecuencias que tendría para él. Una vez despierto, incluso aunque sólo le quedaran unos instantes de vida, el gigante podía destrozarle literalmente si optaba por ello y al belga no le cabía la menor duda de que esa iba a ser su elección.
Volvió a oír el rumor de unas patas acolchadas que se movían en el junqueral, en esa ocasión más cerca. Werper abandonó su intento homicida. Ante él se extendía la amplia llanura… y la huida. Tenía las joyas. Continuar allí equivalía a exponerse a una muerte segura a manos de Tarzán o entre las mandíbulas de aquella fiera carnívora que andaba entre los juncos y que cada vez estaba más cerca. Dio media vuelta y se escabulló a través de la noche, hacia el lejano bosque.
Tarzán seguía dormido. ¿Dónde estaban aquellos prodigiosos poderes protectores que otrora le convertían en un ser inmune a los peligros por sorpresa? ¿Podría aquel hombre entregado a tan profundo sueño volver a ser el clarividente, sagaz y siempre alerta Tarzán de antaño? Tal vez el golpe que recibió en la cabeza había nublado sus sentidos sólo temporalmente, ¿quién podía saberlo? La fiera sigilosa que se deslizaba entre los juncos seguía aproximándose. La susurrante cortina de la espesura se abrió a unos pasos del durmiente y por el hueco asomó la cabeza de un león. Durante unos instantes, el felino concentró su atenta mirada sobre el hombre-mono, luego se agazapó, tensos los cuartos traseros contra el suelo, mientras la cola azotaba el aire de un lado a otro.
El batir del rabo contra los juncos despertó a Tarzán. Los habitantes de la jungla no se despabilan poco a poco, sino que emergen instantáneamente del sueño más profundo y recobran de modo automático la conciencia y el dominio de todas sus facultades.
Simultáneamente al momento en que abrió los párpados, Tarzán se puso en pie de un salto, con la lanza empuñada firmemente, dispuesta para el ataque. Era de nuevo Tarzán de los Monos, alerta, sagaz, vigilante, listo para entrar en acción.
Entre los leones no hay dos que tengan características idénticas, como tampoco el mismo león se comporta invariablemente de la misma manera en circunstancias similares. Si fue la sorpresa, la desconfianza o la cautela es algo secundario. La cuestión es que el felino, que estaba ya a punto de saltar sobre el hombre, abandonó su intención original y, en vez de desencadenar su ataque, dio media vuelta y regresó de un brinco al interior del junqueral, mientras Tarzán se ponía en pie para plantarle cara.
El hombre-mono se encogió de hombros y volvió la cabeza en busca de su compañero. Werper no estaba a la vista. Al principio, Tarzán supuso que otro león lo había atrapado y se lo llevó de allí a rastras, pero al examinar el suelo descubrió en seguida que el belga se había marchado solo, por su propio pie, a través de la sabana.
Eso le dejó un tanto desconcertado, pero al final llegó a la conclusión de que Werper se sintió tan aterrado por la proximidad del león que huyó despavorido. Una mueca despectiva afloró en los labios de Tarzán mientras pensaba en el acto de aquel individuo: abandonar a un compañero en un momento de peligro y sin avisarle. Bueno, si Werper pertenecía a aquella clase de seres, perderlo de vista para siempre era lo mejor que podía ocurrirle a uno. Se había marchado y, por lo que a Tarzán concernía, adiós… No sería él quien fuese a buscarlo.
A cosa de cien metros se alzaba un árbol gigantesco, solitario en la linde de una densa espesura de juncos. Tarzán se llegó a él, subió a su enramada y, al encontrar una horqueta confortable, se acomodó en ella y durmió ininterrumpidamente hasta que la mañana desplegó sus claridades.
Pero incluso después de eso Tarzán siguió durmiendo hasta que el sol estuvo bastante alto en el cielo. Como había retrocedido al estado primario, su ser no tenía más obligaciones serias que las de agenciarse el sustento y salvaguardar la vida. Por lo tanto, mientras no le amenazase peligro alguno o no le asaltaran las punzadas del hambre, no tenía por qué despertarse. Y fue precisamente el hambre lo que, llegado el momento, le quebró el sueño.
Al abrir los ojos, estiró los gigantescos músculos, bostezó, se levantó y echó una mirada a través del follaje de su refugio. Los ojos de Tarzán de los Monos contemplaron, como si los viesen por primera vez, los devastados campos de cultivo, jardines y prados de John Clayton, lord Greystoke. Observó también las figuras de Basuli y sus guerreros, que se movían por allí mientras preparaban el desayuno y se aprestaban a emprender la expedición que Basuli proyectó al encontrarse con el cataclismo destructor que se había abatido sobre la finca de su difunto señor.
El hombre-mono miró a los negros con curiosidad. En el fondo más recóndito de su cerebro anidaba la esquiva sensación de que cuanto veía le era familiar y, a pesar de ello, no lograba relacionar con cualquier acontecimiento preciso del pasado ninguna de las diversas formas de vida, animada e inanimada, que aparecieron dentro de su campo visual desde que emergió de las tinieblas de los subterráneos de Opar.
Recordaba nebulosamente una figura torva, espantosa, peluda, feroz. Una vaga ternura parecía imponerse en sus sentimientos salvajes cuando aquella evocación fantasmal pugnaba por abrirse camino hacia el reconocimiento. Su mente había vuelto a la época infantil: lo que su recuerdo borroso vislumbraba era la figura de una mona gigante: Kaki. Pero sólo la reconocía a medias. Veía también otras formas grotescas, de antropoides. Se trataba de Terkoz, Tublat, Kerchak, y una figura más pequeña y menos feroz: Nieta, su compañera de juegos durante la adolescencia.
Lenta, muy lentamente, todas aquellas visiones del pasado fueron poniendo animación en su aletargada memoria. Fueron adoptando forma definida, adaptándose adecuadamente a los diversos incidentes de su vida anterior con los que estuvieron íntimamente relacionados. Su infancia y juventud entre los simios desplegó ante él, despacio, un amplio panorama, y al desarrollarse infundió en su ánimo un anhelante deseo de buscar la compañía de aquellos animales peludos y obtusos con los que parecía haber convivido en el pasado.
Vio a los negros apagar las fogatas, esparcirlas y ponerse en marcha; pero aunque el rostro de todos y cada uno de ellos le había sido últimamente tan familiar como su propia cara, no despertaron en su memoria el más leve recuerdo.
Cuando se hubieron ido, Tarzán bajó del árbol y procedió a buscarse alimento. En la llanura pastaban numerosas manadas de rumiantes salvajes. Dirigió sus furtivos pasos hacia un grupo de lustrosas cebras. No le hizo falta llevar a cabo ningún complicado proceso intelectual para comprender que tenía que trazar un amplio círculo para acercarse sin que el viento le delatara: actuó instintivamente. Aprovechaba todo lo que le permitía ocultarse, mientras se aproximaba al rebaño, a gatas y, en algunos trechos, a rastras, cuerpo a tierra.
Una hembra joven y rolliza y un garañón bien cebado eran los dos animales situados más cerca de Tarzán, según la dirección por la que éste se acercaba. El instinto volvió a mediar para inducirle a elegir a la hembra. A escasos metros de la pareja de cuadrúpedos crecía un arbusto bajo. El hombre-mono llegó hasta él. Con toda la cautela del mundo, se incorporó, disponiéndose a entrar en acción. Se levantó de pronto y, al mismo tiempo, arrojó el venablo hacia el costado de la cebra joven. No esperó a comprobar el resultado del lanzamiento, sino que saltó como un felino detrás del venablo, con el cuchillo de caza en la mano.
Los dos équidos permanecieron inmóviles unos segundos. El desgarramiento que le produjo la punta de la lanza en el costado arrancó a la yegua un súbito relincho de dolor, acentuado por el miedo. Luego, los dos animales volvieron grupas y echaron a correr en busca de la salvación. Pero en una distancia corta, de pocos metros, Tarzán de los Monos podía competir en velocidad incluso con animales rápidos como ellos y apenas había dado la cebra hembra unos cuantos trancos cuando se vio alcanzada y con una bestia salvaje encima del lomo. Se revolvió, lanzando mordiscos y coces al enemigo. Su compañero vaciló un momento, como si pensara acudir en su ayuda, pero al desviar la mirada observó que el resto del rebaño huía al galope. Así que sacudió la cabeza y siguió corriendo en pos de los demás.