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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y las joyas de Opar (13 page)

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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La llegada de Tarzán había despertado en el pecho de la suma sacerdotisa de Opar la loca esperanza de que por fin estaba a punto de cumplirse la vieja profecía. Pero aún con más fuerza encendió el fuego del amor en un corazón que jamás hubiera conocido lo que significaba realmente una pasión avasalladora, porque un ser tan maravilloso como ella nunca se habría enamorado de ninguno de aquellos repelentes sacerdotes de Opar. La costumbre, el deber y el fervor o la entrega religiosa podrían imponerle tal unión, pero por parte de La no habría el más leve asomo de amor. La nació y se desarrolló hasta convertirse en mujer como una criatura fría y sin corazón, descendiente de un millar de otras mujeres hermosas, frías y sin corazón que nunca conocieron el amor. De modo que cuando el amor se presentó ante ella liberó en su pecho todas las pasiones reprimidas en el alma de miles de generaciones anteriores y transformó a La en un agitado y palpitante volcán de deseo. Volcán de deseo cuyo ardoroso fuego, al verse frustrado, transmutó la inmensa fuerza de cariño y ternura en otro volcán de odio y ansias de venganza.

En un estado de ánimo influido por tales condiciones capitaneaba La a su farfullante tropa, dispuesta a recuperar el símbolo de su alta dignidad y a vengarse cumplidamente del autor de la afrenta. De Werper no se preocupaba. La circunstancia de que el puñal de los sacrificios estuviese en la mano del belga cuando desapareció de Opar no había despertado en el cerebro de La ninguna idea de venganza contra él. Desde luego, lo matarían en cuanto los capturasen, pero esa muerte no produciría ningún placer a la suma sacerdotisa, ella sólo se regocijaba paladeando con antelación los sufrimientos que iba a padecer Tarzán en su agonía. Era obligatorio torturarlo. Su muerte debía ser lenta y terrible. Tenía que recibir un castigo a tono con la inmensidad del crimen cometido. Arrebató por la fuerza a La el cuchillo sagrado. Había puesto sus manos sacrílegas sobre la persona de la suma sacerdotisa del Dios Flamígero. Había profanado el templo y el altar. Por todo ello debía morir. Pero es que también había despreciado el amor de La, la mujer, y por ello debía sufrir una muerte espantosa, entre horribles torturas.

La expedición de La y sus sacerdotes no estuvo exenta de percances. Nada acostumbrados a caminar por la selva, puesto que rara vez se aventuraban más allá de las derruidas murallas de Opar, disponían, sin embargo, de la protección que les procuraba el ser tantos y eso fue lo que les permitió llegar tan lejos, sin sufrir incidentes fatales, en su seguimiento de las huellas de Werper y Tarzán. Los acompañaban tres grandes simios, que eran los encargados de rastrear la pista de la presa, tarea que quedaba muy lejos de las capacidades de los oparianos. La iba al mando. Establecía la orden de marcha, elegía los puntos de acampada, decidía el momento de detenerse para descansar y la hora de reanudar la marcha y aunque era bastante inexperta en tales cuestiones, su inteligencia natural estaba tan por encima del nivel de los hombres y de los monos que formaban la expedición que lo hacía muchísimo mejor de como lo hubiese hecho cualquiera de ellos. Era también un jefe tiránico, porque sólo sentía desprecio y aborrecimiento por las deformes criaturas entre las que la había arrojado el cruel destino y desahogaba duramente sobre ellas su insatisfacción y la frustración de su amor despechado. Todas las noches los obligaba a levantar un fuerte muro protector y a mantener encendida una gran hoguera desde el anochecer hasta el alba. Cuando se cansaba de andar les ordenaba que cargasen con ella, que la llevaran en una litera improvisada. Nadie se atrevía a poner en tela de juicio su autoridad ni su derecho a tal prerrogativa. Lo cierto era que nadie protestaba por nada. Para ellos, La era una diosa, todo el mundo la adoraba y cada uno confiaba esperanzado en que lo eligiese a él por compañero, así que trabajaban como esclavos y soportaban estoicamente, sin un murmullo de queja, el lacerante látigo de su enojo y su habitualmente altanero desdén.

Caminaron durante muchas jornadas; los simios seguían fácilmente el rastro, a cierta distancia por delante del grueso de la expedición para avisar a tiempo a los demás en el caso de que surgiera algún peligro inminente. Durante un alto de mediodía, mientras descansaban tras cubrir una agotadora etapa de marcha, uno de los monos se levantó de pronto y olfateó el aire. Con un gruñido gutural indicó a todos que guardasen silencio y, al cabo de un instante, se alejó sin ruido, avanzando contra el viento a través de la jungla. La y sus sacerdotes se agruparon sin pronunciar palabra; los horripilantes hombrecillos acariciaron las estacas y armas blancas mientras aguardaban el regreso del peludo antropoide.

No tuvieron que esperar mucho antes de verle salir de entre las frondosas ramas de unos arbustos. Se acercó a ellos, se fue directo a La y, en el lenguaje de los grandes monos, que era también el lenguaje de la decadente Opar, le informó:

—El gran tarmangani está allí dormido —señaló hacia un lugar situado más allá del punto por donde acababa de aparecer—. Podemos llegarnos a él y matarlo.

—No lo matéis —ordenó La en tono gélido—. Traedme al tarmangani vivo y sin causarle el menor daño. La venganza corresponde a La. ¡Id, pero sin hacer ruido!

Agitó las manos en un gesto que incluía a todos los miembros de su expedición.

La extraña partida se desplazó cautelosamente por la selva en pos del enorme simio, hasta que éste se detuvo, levantó una mano y señaló hacia arriba y un poco más adelante. Allí estaba la gigantesca figura del hombre-mono que, incluso en sueños, tenía agarrada con la mano una gruesa rama, mientras una de sus robustas y morenas piernas sobresalía por encima de otra. Tarzán de los Monos dormía como un tronco, con el estómago lleno, mientras soñaba con Numa, el león, Horta, el jabalí, y otros habitantes de la jungla. Las facultades del durmiente hombre-mono no percibieron indicio alguno de peligro… No vio las agazapadas formas velludas que le espiaban desde el suelo, debajo de donde se encontraba, ni los tres monos que treparon en silencio por el árbol para situarse a su lado.

La primera noticia que tuvo Tarzán de la amenaza que se cernía sobre él le llegó al recibir el impacto de tres cuerpos, cuando el trío de simios saltó sobre él y lo arrojaron al suelo. Aterrizó medio atontado. Sin darle tiempo para recuperarse, se precipitaron sobre él las fuerzas combinadas de los tres simios y de los cincuenta hombres peludos, o todos cuantos tuvieron sitio para participar en el ataque. El hombre-mono se convirtió automáticamente en el centro de un torbellino de bestialidad desatada, donde todo el mundo giraba, golpeaba y clavaba los dientes. Luchó con bravura, pero la superioridad numérica de sus enemigos era excesiva, aplastante. Poco a poco fueron dominándole, aunque apenas quedaría uno de aquellos contendientes que no sintiera sobre sí la potencia de los demoledores puñetazos o la fiereza desgarradora de las dentelladas de Tarzán.

CAPÍTULO XIII

CONDENADO A TORTURA Y MUERTE

L
A HABÍA seguido a sus esbirros y al ver que mordían y arañaban a Tarzán se apresuró a ordenarles en voz bien alta que tuviesen cuidado, no fueran a matarlo. Observó que la resistencia del hombre-mono se debilitaba por momentos y que la superioridad numérica no iba a tardar en imponerse. No tuvo que esperar mucho para ver tendida a sus pies, indefensa y atada, a aquella formidable criatura de la selva.

—Llevadle al lugar donde nos habíamos detenido —decretó La.

Trasladaron a Tarzán a la pequeña explanada y lo arrojaron al suelo, al pie de un árbol.

—¡Construidme un cobertizo! —dispuso La—. Pernoctaremos aquí y mañana, ante el Dios Flamígero, La ofrecerá en sacrificio el corazón del blasfemo que ha profanado el templo. ¿Dónde está el cuchillo sagrado? ¿Quién se lo quitó?

Pero nadie lo había visto y todos estaban absolutamente seguros de que Tarzán no llevaba encima la daga de los sacrificios cuando lo capturaron. El hombre-mono contempló a los amenazadores individuos que le rodeaban y les dedicó un gruñido desafiante. Alzó los ojos hacia La y sonrió. Se manifestaba impávido ante la muerte.

—¿Dónde está el cuchillo? —le interrogó La.

—No lo sé —repuso Tarzán—. El otro hombre se lo llevó consigo cuando se marchó a escondidas durante la noche. Puesto que tienes tantas ganas de recuperarlo, a mí no me importaría ir en busca de ese sujeto, atraparlo, quitárselo y traértelo, pero no me es posible hacerlo porque me tenéis prisionero. Y como voy a morir, pues tampoco te lo puedo recuperar. De cualquier modo, ¿qué tenía de extraordinario tu cuchillo? Puedes fabricarte otro. ¿Nos habéis seguido durante todo este trayecto sólo para recobrarlo? Suéltame, iré en busca de ese hombre y te traeré el cuchillo.

La suma sacerdotisa emitió una amarga carcajada, porque en el fondo de su corazón sabía que el pecado de Tarzán era mucho más grave que el robo del sagrado símbolo de Opar. Sin embargo, al ver al hombre-mono tendido a sus pies, atado y desvalido, las lágrimas afluyeron a sus ojos y tuvo que apartar la mirada. Pese a todo, se mantuvo inflexible en su determinación de hacerle purgar el delito mediante terribles sufrimientos, culminados al final por la muerte. Lo merecía por haberse atrevido a rechazar el amor de La.

Una vez construido el cobertizo, la suma sacerdotisa ordenó que trasladaran a Tarzán al interior de aquel refugio.

—Lo torturaré durante toda la noche —musitó a sus sacerdotes— y cuando asomen los primeros resplandores del alba podéis preparar el altar llameante donde se sacrificará su corazón como ofrenda al Dios Flamígero. Haced acopio de leña resinosa, apiladla en forma y tamaño similares al ara de Opar… En el centro del claro, para que el Dios Flamígero baje la mirada, contemple a gusto nuestra obra y se sienta complacido.

El resto del día lo dedicaron los sacerdotes de Opar a la tarea de erigir un altar en el centro del calvero. Y mientras trabajaban afanosamente, sus gargantas entonaban extraños himnos en el antiguo lenguaje del perdido continente que yace en el fondo del Atlántico.

Desconocían el significado de las palabras que pronunciaban, pero repetían el rito transmitido de preceptor a neófito desde las remotas fechas en que los antecesores del hombre de Piltdown aún se balanceaban sostenidos por su cola prensil en las húmedas selvas del territorio que hoy constituyen los condados ingleses de Sussex.

Dentro del cobertizo, La paseaba de un lado a otro junto al imperturbable hombre-mono. Tarzán se había resignado a su suerte. Ni el más leve rayo de posibilidad de ayuda se filtraba a través de la negrura de la sentencia de muerte suspendida sobre su cabeza. Sabía que a sus músculos les era imposible de todo punto romper las ligaduras que sujetaban sus muñecas y tobillos. Ya lo había intentado dos o tres veces, pero infructuosamente. No albergaba la menor esperanza de auxilio exterior y sólo enemigos le rodeaban en aquel campamento. Sin embargo, sonrió a La mientras la mujer paseaba nerviosa de un extremo a otro del refugio.

¿Y La? Acarició su cuchillo y bajó la mirada sobre su prisionero. Le fulminó con los ojos y murmuró algo, pero no descargó ningún golpe.

«Esta noche —pensó—. Esta noche, cuando la oscuridad lo haya inundado todo de tinieblas, le torturaré». Admiró la perfección de aquel cuerpo semejante al de un dios y su hermoso y sonriente rostro, pero en seguida se endureció su corazón al recordar la humillación de su cariño despreciado, el sacrilegio cometido por aquel infiel al profanar el sagrado santuario de Opar y llevarse del sanguinolento altar las ofrendas dedicadas al Dios Flamígero… Y no una, sino tres veces. En tres ocasiones había defraudado Tarzán al dios de los padres de La. Al pensarlo, la suma sacerdotisa se arrodilló junto al hombre-mono. Empuñaba un afilado cuchillo. Aplicó la punta al costado del tarmangani y acentuó la presión de su diestra sobre el mango. Tarzán se limitó a sonreír y a encogerse de hombros.

Empuñaba un afilado cuchillo

¡Qué apuesto era! La se inclinó sobre él y le miró a los ojos. ¡Qué perfecta era su figura! La comparó con los cuerpos nudosos y retorcidos de los hombres entre los que ella debía elegir un consorte y se estremeció. El ocaso abrió el camino a la penumbra y ésta a la noche. En el interior de la
boma
de espinos habían encendido una gran hoguera. Las llamas ondulaban sobre el nuevo altar erigido en el centro del claro y su danza de luces y sombras despertó en la imaginación de la suma sacerdotisa del Dios Flamígero el cuadro del acontecimiento que iba a desarrollarse al amanecer del día siguiente. Vio aquella figura retorcerse entre las llamas de la ardiente pira. Vio abrasarse, ennegrecidos, aquellos labios sonrientes, que se desprendían a trozos y se separaban de la fuerte y blanca dentadura. Vio desaparecer, consumida por una llamarada, la negra cabellera que coronaba la espléndida cabeza de Tarzán. Vio aquellas y vio otras muchas imágenes no menos atroces mientras permanecía allí, junto al objeto de su odio, con los párpados cerrados y los puños apretados… ¡Ah! Pero ¿era realmente odio lo que sentía La, suma sacerdotisa de Opar?

Las negruras de la noche de la selva se habían enseñoreado del campamento. Sólo aliviaban aquella densa oscuridad los resplandores esporádicos de la fogata, que los hombres mantenían encendida para mantener a distancia a los devoradores de hombres. Tarzán yacía tranquilamente en el suelo, bien sujeto por sus ligaduras. Tenía sed y las cuerdas se le habían hundido en la carne de las muñecas y los tobillos, pero no emitió un solo quejido. Tarzán era una fiera de la selva, con el estoicismo de los animales y la inteligencia del hombre. Se daba perfecta cuenta de que ya habían dictado su sentencia y de que ningún alegato ni súplica atenuaría el rigor de su ineludible fin, de modo que no perdió tiempo con súplicas. Aunque, eso sí, aguardaba pacientemente, con la fume convicción de que los sufrimientos no se prolongarían eternamente.

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