Tarzán y las joyas de Opar (14 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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En la oscuridad, La se inclinó sobre él. Llevaba en la mano el afilado cuchillo y en el cerebro la determinación de iniciar la tortura sin más dilación. El puñal se apretaba contra el costado del tarmangani y el semblante de la suma sacerdotisa estaba muy cerca del de Tarzán, cuando la súbita llamarada de unas ramas que reavivaron la fogata inundó de claridad momentánea el interior del cobertizo. La vio las hermosas facciones de aquel dios de los bosques muy cerca de sus labios y en su corazón de mujer se elevó la oleada del inmenso amor que Tarzán había despertado en ella desde la primera vez que lo vio, impulsado por toda la pasión acumulada en su pecho durante los años que llevaba soñando con él.

Con la daga en la mano, la suma sacerdotisa La se irguió sobre la indefensa criatura que osó violar el santuario de la divinidad. No habría tortura…, sólo muerte instantánea. El profanador del templo no deshonraría por más tiempo la vista del dios omnipotente. Un solo golpe de aquella hoja y luego se arrojaría el cadáver a la pira llameante. El brazo armado con el cuchillo se alzó, tensos los músculos, listo para descargar el golpe de gracia… Y entonces, La, la mujer, se desplomó, sin fuerzas, sobre el cuerpo del hombre que había inflamado su amor.

Deslizó las manos por la carne desnuda, en silenciosa caricia, y sembró de arrebatados besos la frente, los ojos y los labios de Tarzán. Le cubrió con su propio cuerpo como si tratara de protegerle del horrible destino al que ella misma le había condenado y con voz lastimera y temblorosa imploró el cariño de Tarzán. El frenesí de la pasión dominó durante horas a la encendida servidora del Dios Flamígero, hasta que, finalmente, el sueño la venció y la dejó sumida en la inconsciencia al lado del hombre al que había jurado martirizar y sacrificar. Y Tarzán, ajeno a toda preocupación sobre el futuro, dormía apaciblemente abrazado por La.

Despertó a Tarzán la cantinela con que los sacerdotes de Opar saludaron la aparición de los primeros albores de la aurora. Una polifonía que empezaba en tono bajo y suave, para luego ir aumentando su volumen y transformarse en claro diapasón de bárbara sed de sangre. La se removió. Su bien torneado brazo acercó más a Tarzán contra su cuerpo… En los labios de la mujer se dibujó una sonrisa de felicidad y entonces se despertó. Poco a poco, la sonrisa fue desvaneciéndose y los ojos se le abrieron desmesuradamente cuando empezó a infiltrarse en su entendimiento el espantoso significado de aquel cántico de muerte.

—¡Quiéreme, Tarzán! —exclamó—. ¡Quiéreme y te salvaré!

Las ligaduras laceraban a Tarzán. Sufría la tortura de la falta de circulación sanguínea, tantas horas ocluida. Emitió un gruñido de disgusto y dio la espalda a La. ¡Aquella era su respuesta a la suma sacerdotisa! La se puso en pie de un salto. El abrasador sonrojo de la vergüenza cubrió sus mejillas, por las que inmediatamente se extendió una palidez mortal, al tiempo que se encaminaba a la puerta del cobertizo.

—¡Acudid, sacerdotes del Dios Flamígero! —convocó—. ¡Preparaos para llevar a cabo el sacrificio!

Los sarmentosos individuos se acercaron y entraron en el cobertizo. Levantaron del suelo a Tarzán y, al compás cadencioso de su cántico de sangre y muerte, lo balancearon sobre sus retorcidos cuerpos, camino del improvisado altar. La iba tras ellos, contoneándose también, pero sin seguir el ritmo de la cantinela. Tenso y pálido aparecía el semblante de la suma sacerdotisa, impresionada por el espantoso suceso que iba a desarrollarse de modo inminente. A pesar de ello, La se mantenía firme en su determinación. ¡El impío debía morir! La muerte en el altar sanguinolento era el precio que tenía que pagar por haber despreciado su amor. Vio a los sacerdotes colocar el soberbio cuerpo de la víctima sobre las ásperas ramas. Vio al sumo sacerdote, el hombre con el que según la costumbre tendría que unirse en matrimonio —un ser contrahecho, retorcido, sarmentoso, canijo, esperpéntico—, avanzar con la antorcha encendida en la mano y detenerse a la espera de que La le diese la orden de aplicar la llama de la antorcha a los haces de leña menuda que circundaban la pira del sacrificio. El peludo rostro del sacerdote se contraía mientras enseñaba sus dientes amarillentos en una sonrisa de anticipado placer. Sus manos ya formaban el hueco en el que recibiría la sangre de la víctima… el rojo néctar que en Opar hubiera llenado las áureas copas de los sacrificios.

La se acercó con el cuchillo en alto, alzado el semblante hacia el sol que empezaba a elevarse en el cielo, al tiempo que sus labios pronunciaban una oración dedicada a la abrasadora divinidad de su pueblo. El sumo sacerdote le dirigió una mirada interrogadora, la tea se había consumido hasta casi llegarle a la mano y los haces de leña estaban tentadoramente próximos. Tarzán cerró los párpados y aguardó el final. Sabía que iba a sufrir, porque recordaba borrosamente quemaduras padecidas en otros momentos de su vida. Tenía plena conciencia de que iba a sufrir y a morir, pero no se inmutó. La muerte no constituye ninguna gran aventura para quienes han nacido en la selva, seres que caminan diariamente codo con codo con su torvo espectro y se acuestan a su lado durante la noche, a lo largo de todos los años de su existencia. Es harto dudoso que el hombre-mono hubiese filosofado especulativamente alguna vez acerca de lo que encontraría después de la muerte. En realidad, mientras se acercaba el fin el cerebro de Tarzán estaba pensando en las bonitas piedras que había perdido, lo que tampoco era óbice para que sus facultades percibiesen al mismo tiempo cuanto ocurría a su alrededor.

Sintió que La se agachaba sobre él y abrió los ojos. Vio el pálido y tenso rostro de la suma sacerdotisa y las lágrimas que cegaban sus ojos.

—¡Tarzán! ¡Mi Tarzán! —gimió—. Dime que me quieres… que vas a volver a Opar conmigo… y conservarás la vida. Afrontaré las iras de mi pueblo, pero te salvaré. Es la última oportunidad que te concedo. ¿Qué me respondes?

En el último momento, la mujer triunfaba sobre la suma sacerdotisa del culto inhumano. La vio encima del ara al único ser que había encendido el fuego del amor en su pecho virginal. Vio el rostro bestial del fanático que algún día iba a ser su cónyuge, a menos que encontrase otro menos repulsivo; el sumo sacerdote tenía presta la antorcha ante la pira. Con toda su demencial pasión hacia el tarmangani, sin embargo, La estaba dispuesta a dar la orden de que se aplicase la llama a la leña, en el caso de que la contestación definitiva de Tarzán no fuese satisfactoria. El pecho de la suma sacerdotisa se agitaba, palpitante, mientras la mujer se inclinaba sobre el hombre-mono.

—¿Sí o no? —susurró.

A través de la jungla, desde una distancia lejanísima, llegó débilmente un sonido que encendió súbitamente una lucecita de esperanza en los ojos de Tarzán. Elevó la voz en un extraño alarido que hizo retroceder a La un par de pasos. Impaciente, el sacerdote emitió un gruñido, se cambió de mano la antorcha, a la vez que acercaba la llama a las ramitas de la base de la pira.

—¡Contesta! —insistió La—. ¿Qué respondes al amor de La de Opar?

El ruido que había atraído la atención de Tarzán sonó más cerca y ahora lo oyeron los otros: era el estridente barrito de un elefante. Cuando los desorbitados ojos de La se clavaron en el rostro de Tarzán, para leer en su expresión el destino de felicidad o desdicha que le aguardaba a ella, vio en los rasgos del hombre-mono la sombra de la preocupación. Entonces, por primera vez, La adivinó el significado del agudo alarido de Tarzán: ¡había llamado a Tantor, el elefante, para que acudiera en su ayuda! El entrecejo de la suma sacerdotisa se frunció con salvaje determinación.

—¡Rechazas a La! —chilló—. ¡Muere, pues! —Se volvió hacia el sumo sacerdote, mientras ordenaba—: ¡La antorcha!

Tarzán levantó la mirada hacia el semblante de La.

—Tantor viene hacia aquí —anunció—. Creí que me rescataría, pero su voz me ha indicado que me matará a mí, a ti y cuantos encuentre a su paso, y buscará con la astucia de Sheeta, la pantera, a todos los que intenten esconderse de él, porque Tantor está enloquecido, la locura del amor se ha apoderado de él.

La conocía muy bien la demencial ferocidad de un elefante macho encelado. Comprendió que Tarzán no exageraba. Sabía muy bien que el demonio que anidaba en el astuto y cruel cerebro de aquella mole animal podía impulsarlo a errar demoledoramente de un lado a otro de la jungla en busca de los que hubiesen escapado a su primera embestida, aunque igual podía pasar de largo sin molestarse en volver. Era imposible adivinar su comportamiento.

—No puedo quererte, La —articuló Tarzán en voz baja—. No sé por qué, puesto que eres muy hermosa. No podría volver a Opar y quedarme a vivir allí… Mi hogar es la selva en toda su extensión. No, no puedo amarte, pero tampoco puedo verte morir bajo los sanguinarios colmillos del endemoniado Tantor. Corta mis ligaduras antes de que sea demasiado tarde. Casi lo tenemos encima. Córtalas y aún podré salvarte.

De una parte del borde de la pira se elevaba ya una pequeña espiral de humo. Las llamas lamían ya la leña y empezaban a crepitar. Inmóvil como una preciosa estatua de desesperación, La miraba a Tarzán y a las llamas que cobraban fuerza y se elevaban voraces. Tardarían muy poco en alcanzar al hombre-mono. De la enmarañada espesura del bosque llegó el estrépito de ramas quebradas y troncos abatidos. Tantor se precipitaba sobre ellos, como un irresistible monstruo destructor. Los sacerdotes empezaron a dar muestras de temerosa inquietud. Lanzaban miradas aprensivas en la dirección por la que se aproximaba el elefante. Luego se quedaron mirando a La.

—¡Huid! —les ordenó la suma sacerdotisa.

A continuación se agachó junto al prisionero y cortó las cuerdas que inmovilizaban sus pies y sus manos. Al instante, Tarzán había saltado al suelo. Los sacerdotes manifestaron a gritos su cólera y decepción. El que empuñaba la antorcha avanzó un paso hacia La y el hombre-mono.

—¡Traidora! —acusó a la mujer—. ¡Por esto, tú también morirás!

Enarboló la estaca y se lanzó sobre la suma sacerdotisa, pero Tarzán ya se había situado protectoramente delante de ella. El hombre-mono dio un salto, agarró la tranca y se la arrancó de la mano al furibundo fanático; el sacerdote se abalanzó entonces sobre él, con los dientes y las uñas por delante, dispuestos a entrar en acción. Las poderosas manos de Tarzán cogieron el cuerpo achaparrado, lo levantaron en peso en toda la extensión de los brazos y lo arrojaron contra el grupo compuesto por los oparianos, que se habían congregado para atacar en masa al hasta momentos antes su prisionero. La se mantuvo detrás de Tarzán, soberbia y altiva, con el puñal en la mano. En su semblante no se apreciaba el más leve asomo de temor; en su mente sólo había arrogante desdén hacia sus sacerdotes y abierta admiración hacia el hombre al que tan desesperanzadamente amaba.

Irrumpió de pronto en la escena el enloquecido macho, un colosal proboscidio de impresionantes colmillos y ojos inflamados de furor demencial. El terror mantuvo momentáneamente paralizados a los sacerdotes, pero Tarzán se revolvió, rápido, cogió a La en brazos y salió disparado en dirección al árbol más cercano. Tantor se precipitó tras él, sin dejar de emitir agudos barritos. La aferraba con ambos brazos el cuello del hombre-mono. Notó que Tarzán saltaba en el aire y se maravilló de la habilidad y la potencia física de aquel ser, capaz de tal proeza cargado con el peso de ella. Ágilmente, Tarzán ascendió por la enramada de un árbol gigantesco y llegó a la altura suficiente para quedar fuera del alcance de la sinuosa trompa del paquidermo.

Al verse instantáneamente defraudado, el inmenso elefante volvió grupas y se precipitó sobre los desventurados sacerdotes, a los que les faltó tiempo para dispersarse empavorecidos en todas direcciones. El proboscidio atravesó con los colmillos al primero que se puso a su alcance y luego lo arrojó a las ramas de un árbol. Enlazó a otro con la trompa y lo estrelló contra el tronco de otro árbol. Abandonó aquel cuerpo convertido en pulpa para, siempre lanzando barritos, abalanzarse sobre otro sacerdote. Aún tuvo tiempo de aplastar a otros dos oparianos bajo sus enormes patas, antes de que los demás desapareciesen en la selva. Tantor proyectó entonces de nuevo su atención sobre Tarzán, ya que uno de los síntomas de la locura es la subversión del afecto: los objetos de sano cariño se convierten en objetos de odio demencial. En los anales no escritos de la jungla era proverbial el afecto que existía entre el hombre-mono y la tribu de Tantor. En toda la selva, ningún elefante se atrevería a causar daño al tarmangani, el mono blanco; pero atacado por la locura del celo, el enorme macho intentaba por todos los medios destrozar al que durante tantos años fue su compañero de juegos.

Tantor, el elefante, regresó hacia el árbol entre cuyas ramas altas se había refugiado Tarzán con La. El formidable animal se levantó sobre los cuartos traseros, apoyó las patas delanteras en el tronco del árbol y estiró cuanto pudo su larga trompa en dirección a la pareja. Pero Tarzán ya había calculado la longitud de aquel apéndice y se encontraba a suficiente altura como para que no llegase a ellos. El fracaso de su intento no hizo más que aumentar la furia de la desquiciada criatura. Mugió, barritó, ululó, trompeteó hasta estremecer el suelo con el volumen de su estruendo. Apoyó la cabeza en el tronco y empujó con todas sus impresionantes fuerzas; pero el árbol resistió.

Los actos de Tarzán eran singulares en extremo. De haber sido Numa, Sabor, Sheeta o cualquiera otra fiera de la selva quien intentase destruirle, el hombre-mono hubiese bailoteado burlonamente, mientras lanzaba proyectiles y pullas al atacante. Lo habría insultado e incordiado cuanto hubiese podido, disfrutando con aquel lenguaje de la jungla que conocía tan a fondo. Pero en aquellos momentos se mantuvo silencioso, sentado fuera del alcance de Tantor, con una expresión de profunda tristeza y compasión en su rostro bien parecido, porque entre todos los animales que poblaban la selva al que más quería Tarzán era a Tantor. Aunque hubiera podido matarlo, al hombre-mono ni siquiera se le habría pasado por la cabeza semejante idea. En lo único que pensaba era en escapar de aquella situación, porque sabía que, una vez se le pasara aquel arrebato de celo, Tantor recobraría su cordura y, de nuevo, él, Tarzán, podría tenderse cuan largo era sobre el poderoso lomo del paquidermo y derramar retahílas y retahílas de tonterías en aquellas enormes y aleteantes orejas.

En vista de que el árbol no parecía dispuesto a derrumbarse ante sus empujones, Tantor todavía se enfureció más. Alzó la mirada hacia las dos personas situadas tan por encima de él y sus pupilas centellearon con sañuda animosidad en el fondo de las ojeras color rojo sangre. Enrolló la trompa en el tronco, separó las patas, firmemente plantadas en el suelo, y tiró con todas sus fuerzas, dispuesto a arrancar de cuajo aquel gigante de la selva. Tantor era una criatura inmensa, un macho enorme, en la primavera de la vida y dotado de un vigor impresionante. Continuó con sus esfuerzos hasta que, con gran consternación por parte de Tarzán, las raíces de aquel árbol colosal empezaron a darse por vencidas. El suelo se levantó, formando pequeños montículos y ondulaciones alrededor de la base del tronco. El árbol se inclinó… En cuestión de minutos se vería desarraigado y se desplomaría.

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