Tarzán y las joyas de Opar (12 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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Aferrado con una mano a las cortas crines de su presa, Tarzán accionó el cuchillo una y otra vez, en busca del indefenso corazón de la cebra. Desde el principio, el resultado era inevitable. La yegua luchó con valentía, pero inútilmente, y al final se desplomó contra el suelo, con el corazón atravesado. El hombre-mono puso un pie encima del cuerpo sin vida y lanzó al viento el aullido victorioso de los manganis. Lejos de allí, Basuli se detuvo al llegar a sus oídos las débiles notas de aquel grito espeluznante.

—¡Los grandes monos! —dijo al indígena que iba a su lado—. Hacía mucho tiempo que no los oía en el territorio de los waziris. ¿Qué puede haberlos traído de nuevo aquí?

Tarzán agarró a la pieza cobrada y la arrastró hasta el relativo aislamiento del arbusto tras el que se ocultó al acercarse al rebaño de cebras. Allí, sentado en cuclillas, cortó un buen pedazo del lomo de la cebra y se aplicó a la tarea de saciar su apetito con aquella carne caliente y sangrante.

Atraídas por los estridentes relinchos de la yegua, un par de hienas surgieron sigilosas a la vista de Tarzán. Al trote, llegaron hasta unos metros del voraz hombre-mono. Se detuvieron, expectantes. Tarzán alzó la vista, les enseñó los dientes y les dedicó un gruñido. Las hienas devolvieron la cortesía y se retiraron un par de pasos. No hicieron el menor movimiento indicador de que estuviesen dispuestas a atacar, pero se mantuvieron apostadas a respetuosa distancia, a la espera de que Tarzán diese por terminado su festín. Cuando eso ocurrió, el hombre-mono cortó unas cuantas tiras de carne de la pieza para llevárselas consigo, y echó a andar despacio en dirección al río, donde calmaría la sed. Su camino le llevaba directamente hacia el punto donde estaban las hienas, pero no alteró su curso porque ellas se encontrasen allí.

Con la señorial majestad de Numa, el león, continuó caminando directamente hacia la pareja de refunfuñantes carnívoros. Durante un momento, las hienas mantuvieron el tipo, retadoras y con los pelos erizados; pero sólo durante un momento. En seguida se quitaron de en medio, dejando el paso franco al indiferente hombre-mono, que se cruzó con ellas con aire regio. Instantes después sus colmillos desgarraban glotonamente los restos de la cebra.

Tarzán se encaminó de vuelta a los juncos y se adentró por ellos en dirección al río. Sobresaltados por su llegada, los búfalos de un rebaño se encalabrinaron, dispuestos a la embestida o a la huida. Un macho inmenso empezó a escarbar el suelo y emitió un mugido cuando sus sanguinolentos ojos descubrieron al intruso, pero el hombre-mono pasó por delante de su testuz como si ni siquiera se hubiese dado cuenta de su existencia. El búfalo dejó que su mugido se convirtiera en un rumor sordo, volvió la cabeza para espantar con el hocico a la nube de moscas que le molestaba, lanzó una última mirada a Tarzán y se puso a pastar la hierba otra vez. Los miembros de su nutrida familia se limitaron unos a seguir el ejemplo del macho y otros a observar a Tarzán con ojos impregnados de tenue curiosidad, hasta que los juncos del otro lado lo engulleron y el hombre-mono se perdió de vista.

En el río, Tarzán bebió cuanto precisaba y luego se dio un baño. Pasó las horas calurosas del día tendido a la sombra de un árbol, cerca de las ruinas de sus carbonizados establos. Sus ojos vagaron por la llanura hacia la selva y dedicó una considerable cantidad de tiempo a pensar soñadora y anhelantemente en los misteriosos placeres que encerraban las profundidades de la jungla. ¡Cuando saliera el próximo sol atravesaría aquel terreno abierto y se adentraría en el bosque! No había prisa, contaba con una serie infinita de mañanas, sin nada que hacer para ocuparlas, salvo la necesidad de satisfacer los apetitos y caprichos del momento.

Ni el arrepentimiento por el pasado ni las aspiraciones para el futuro inquietaban la imaginación del hombre-mono. Podía pasarse todo el día tendido encima de una rama oscilante, estirando sus gigantescas extremidades o sumergiéndose feliz en la paz bendita de los más profundos pensamientos, sin que la menor preocupación, sin que temor o recelo algunos socavaran su energía nerviosa o le robaran el sosiego espiritual. Comoquiera que sólo recordaba nebulosamente su otra existencia anterior, el hombre-mono era feliz. Lord Greystoke había dejado de existir.

Tarzán holgazaneaba horas y horas sobre su lecho balanceante y frondoso, hasta que el hambre y la sed le indicaban la conveniencia de efectuar una excursión de caza. Entonces se estiraba perezosamente, descendía hasta el suelo y se encaminaba al río con paso lento. Los años que llevaban utilizándolo habían convertido el sendero de caza que recorría en una especie de zanja profunda y estrecha, flanqueada a derecha e izquierda por una impenetrable espesura vegetal y un arbolado casi tan denso como los matorrales; árboles de enramada y follaje formando una masa casi sólida, con lianas gruesas y enredaderas entrelazadas inextricablemente, que constituían compactas murallas de vegetación. El hombre-mono casi había llegado al punto donde la senda desembocaba en el río cuando vio una familia de leones que avanzaba desde allí en dirección a él. Tarzán contó seis felinos: un macho y dos leonas, todos adultos, y tres leones jóvenes pero casi tan grandes y formidables como sus padres. Tarzán se detuvo en seco y gruñó ominosamente. Los leones hicieron un alto y el gigantesco macho que iba en cabeza enseñó los colmillos y soltó un retumbante rugido de advertencia. El hombre-mono empuñaba el pesado venablo, pero no tenía la menor intención de enarbolar tan insuficiente arma frente a seis leones. Sin embargo, continuó inmóvil allí, sin dejar de gruñir y rugir. Los leones hicieron lo mismo. Era simplemente una exhibición de típica fanfarronería selvática. Cada uno de los potenciales adversarios trataba de amedrentar al enemigo. Nadie quería ser el primero en ceder, dar media vuelta y emprender la retirada, como tampoco ninguno quería ser el primero en precipitar la lucha. Los leones tenían el estómago lo bastante lleno como para no sufrir los pinchazos del hambre y, en cuanto a Tarzán, en muy raras ocasiones comía carne de carnívoros; pero estaba en juego la honrilla del amor propio y ninguno de los dos bandos quería ceder. Así que se mantuvieron enfrentados, produciendo toda clase de ruidos fastidiosos mientras se dedicaban profusa y recíprocamente invectivas e insultos propios de la selva. Resulta difícil predecir cuánto tiempo se hubiese prolongado aquel duelo incruento, aunque lo lógico es suponer que Tarzán habría acabado por retirarse dada la superioridad numérica de sus antagonistas.

Se produjo, no obstante, una interrupción que acabó bruscamente con aquel punto muerto y que se presentó por la retaguardia de Tarzán. Los leones y él estaban tan entusiasmados armando ruido que ninguno de ellos podía oír nada que no se elevase por encima de su desaforado alboroto particular. De modo que Tarzán no se enteró de la imponente masa animal que se le venía encima, por la espalda, hasta unos segundos antes de que estuviese a punto de caer sobre él. Se dio entonces media vuelta y se encontró con Buto, el rinoceronte, que galopaba frenéticamente en su dirección, lanzado a la carga, llameantes sus porcinos ojos. Estaba ya tan cerca que parecía imposible eludir el impacto. Sin embargo, la mente y los músculos de aquel hombre primitivo coordinaban de un modo tan perfecto y reaccionaban con tal celeridad que, al mismo tiempo que se volvía, Tarzán captó el peligro y arrojó el venablo hacia el pecho de Buto. Era una pesada lanza con punta de hierro, impulsada por el brazo poderoso del gigantesco hombre-mono, y al encuentro de aquel proyectil acudía la furia ciega de Buto con el precipitado ímpetu de su rápida carrera. Sería largo de contar lo que sucedió en el curso de los segundos que necesitó Tarzán para volverse y hacer frente al ataque del furibundo rinoceronte, pero registrarlo en fotografía hubiese requerido disponer de una cámara y de una película ultrarrápidas. Mientras la mano disparaba el venablo, los ojos de Tarzán vieron que el poderoso cuerno del rinoceronte descendía, aprestándose a lanzar el hachazo que lo lanzaría por el aire, tan cerca de él se encontraba Buto. El venablo se hundió en el cuerpo del rinoceronte entrándole por el cuello, a la altura de la paletilla izquierda, y lo atravesó casi de parte a parte. En el mismo instante en que lanzaba el arma, Tarzán dio un salto en el aire y pasó por encima del lomo de Buto, librándose de la cornada por una fracción de segundo.

El rinoceronte vio entonces a los leones y se lanzó enloquecido hacia ellos, mientras Tarzán de los Monos brincaba ágilmente y se introducía entre las enmarañadas enredaderas de un lado de la senda. El primer león pretendió aguantar la embestida del rinoceronte y se vio lanzado por el aire hacia las alturas, pasó por encima de la endemoniada bestia, desgarrado y agonizante. De inmediato, los cinco leones restantes estuvieron encima de Buto, clavándole los colmillos y hundiéndole las afiladas uñas donde podían, mientras el colosal rinoceronte, por su parte, trataba de coserlos a cornadas y de aplastarlos bajo sus patas. Desde la seguridad de la enramada, Tarzán contempló con el máximo interés el desarrollo de aquel monumental combate, porque tales batallas interesan sobremanera a los habitantes de la jungla más inteligentes. Son para ellos lo que las carreras de caballos y los combates de boxeo, las representaciones teatrales o las películas cinematográficas son para nosotros. Las ven a menudo, pero siempre disfrutan presenciándolas porque no hay dos que sean exactamente iguales.

Durante unos momentos Tarzán creyó que Buto, el rinoceronte, sería el vencedor de aquel encarnizado y sangriento combate. Ya había dado buena cuenta de cuatro de los seis felinos y los dos restantes se encontraban bastante malheridos cuando, en una tregua momentánea, el rinoceronte cayó de rodillas, se quedó inerte y por último se derrumbó de costado. El venablo de Tarzán había cumplido su misión. El arma fabricada por el hombre fue lo que acabó con la vida de aquella enorme bestia, la cual hubiera sobrevivido fácilmente al ataque de los seis tremendos leones. Pero el certero venablo de Tarzán había atravesado los pulmones de Buto y éste, con la victoria casi a su alcance, sucumbió a la hemorragia interna.

Tarzán bajó entonces de su refugio y mientras los medio destrozados leones se retiraban arrastrándose gemebundos, el hombre-mono arrancó su venablo del cuerpo de Buto, cortó un buen pedazo de carne y desapareció en la jungla. El episodio había concluido. Un lance más en la vida cotidiana de la selva… Y un suceso que para cualquiera de nosotros hubiera constituido tema de conversación vitalicio Tarzán lo eliminó de su cerebro en el mismo instante en que sus ojos se apartaron del escenario donde se había desarrollado.

…Tarzán dio un salto en el aire…

CAPÍTULO XII

LA BUSCA VENGANZA

D
E VUELTA a la selva, el hombre-mono dio un amplio rodeo circular a través de la espesura, salió al río en otro punto de su curso, bebió, se subió de nuevo a los árboles y, mientras se dedicaba a la caza, sumido en el más absoluto olvido del pasado y sin preocuparse lo más mínimo del futuro, una expedición cruzaba las junglas oscuras y los espacios abiertos, los parajes que parecían parques y los extensos prados donde pastaban algunos de los innumerables rebaños de herbívoros que pululan por el misterioso continente. Era una caravana terrible y extraña que iba precisamente en su busca. La formaban cincuenta hombres aterradores de cuerpo velludo y piernas arqueadas y sarmentosas. Iban armados de largos cuchillos y formidables garrotes. A la cabeza de la hueste marchaba una mujer casi desnuda, de belleza sin parangón. Era La, de Opar, suma sacerdotisa del Dios Flamígero, que iba a la cabeza de cincuenta de sus espantosos sacerdotes. Marchaban en persecución del sacrílego que había robado la sacrosanta daga de los sacrificios.

Era la primera vez que La rebasaba las derruidas murallas exteriores de Opar, pero la necesidad de hacerlo nunca fue tan apremiante. ¡Había desaparecido el cuchillo sagrado! Herencia y símbolo de su dignidad religiosa y de su soberana autoridad, aquel instrumento llegó a sus manos a través de innumerables siglos, desde las de algún remoto progenitor, fallecido infinitas generaciones atrás en la perdida y olvidada Atlántida. La desaparición de las joyas de la Corona o del Gran Sello de Inglaterra no habrían ocasionado mayor abatimiento a un monarca británico que el pillaje del cuchillo sagrado a La, reina y suma sacerdotisa de Opar, ruinosa sede de los restos degradados de la más antigua civilización de la Tierra. Cuando la Atlántida, con todas sus poderosas urbes, sus fértiles campos de cultivo y su próspero comercio, su enorme riqueza y su floreciente cultura se hundió en el océano, hace largos siglos, se llevó al fondo de las aguas a todos sus habitantes, salvo a un puñado de colonos que trabajaban en las inmensas minas de oro del África central. De ellos, de sus despreciables esclavos y, posteriormente, del mestizaje con sangre antropoide descendían los sarmentosos hombres de Opar. Un extraño capricho del destino, sin embargo, ayudado por la selección natural, quiso que la raza original se mantuviese pura y sin degradar a través de las mujeres descendientes de la única princesa de la casa real de la Atlántida que se hallaba en Opar cuando sobrevino la gran catástrofe. Y esa princesa era ahora La.

Consumida por una ira que mantenía su ánimo al rojo vivo, con el corazón convertido en ardoroso volcán, la suma sacerdotisa era una masa de hirviente lava de odio hacia Tarzán de los Monos. El celo de la religiosa fanática que ha visto profanado su altar se veía triplicado por el furioso resentimiento de la mujer despechada. Por dos veces había puesto su corazón a los pies de aquel hombre-mono semejante a un dios y en ambas él lo había rechazado. La se consideraba hermosa… Y lo era, no sólo conforme a los cánones de belleza de la prehistórica Atlántida; de acuerdo con las normas estéticas de la época actual también era una criatura físicamente perfecta. Antes de que Tarzán apareciese en Opar por primera vez, La no había visto más representantes varones del género humano que los grotescos y anatómicamente retorcidos individuos de su pueblo. A menos que el destino se mostrase clemente y llevara otros hombres a Opar, La tendría que desposarse tarde o temprano con uno de los sacerdotes para que no se interrumpiera la línea de descendencia directa de sumas sacerdotisas. Con anterioridad a la primera visita de Tarzán, a La ni siquiera se le había pasado por la imaginación la idea de que existieran hombres como él, porque sólo había visto a los horribles adefesios humanos de Opar y a los machos de la tribu de grandes antropoides que desde épocas inmemoriales residían en el recinto amurallado y sus alrededores. Esos simios llevaban allí tanto tiempo que los oparianos habían llegado a considerarlos poco menos que iguales suyos. Entre las leyendas de Opar había relatos que hablaban de hombres como dioses de las eras remotas y de hombres negros que se presentaron posteriormente; pero a estos últimos se les tenía por enemigos que mataban y robaban. Y las leyendas aludían también a la esperanza de que, algún día, aquel continente sin nombre que era la cuna de su raza, volvería a surgir del mar y sus habitantes enviarían galeras adornadas con tallas de oro y largos bancos ocupados por esclavos galeotes; naves que acudirían en auxilio de los colonos que llevaban exiliados tanto tiempo.

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