Tarzán y las joyas de Opar (25 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Tarzán y las joyas de Opar
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Al tiempo que llamaba en voz alta a los guardianes de la puerta, Werper cogió a Jane Clayton de un brazo y, con paso decidido, empezó a atravesar la explanada. Los centinelas que le abrieron la puerta dejaron que la sorpresa se manifestara claramente en sus rostros. El hecho de que aquel deshonrado y perseguido lugarteniente se presentara de aquel modo tan temerario y por propia voluntad pareció desarmarlos de un modo tan eficaz como la actitud adoptada ante la mujer había engañado a lady Greystoke.

Los centinelas correspondieron al saludo de Werper y contemplaron con ojos que rezumaban asombro a la prisionera que le acompañaba al interior del poblado.

El belga buscó inmediatamente al árabe que, en ausencia de Ahmet Zek, estaba al cargo del campamento y, una vez más, la audacia y desparpajo de Werper disolvió los recelos del hombre, que dio por buenas las explicaciones con las que justificaba su regreso. El que llevara consigo a la cautiva que se había escapado de allí añadía fuerza incontestable a sus alegaciones, de modo que Mohamed Beyd no tardó en sorprenderse a sí mismo confraternizando amistosa y jovialmente con un hombre al que habría matado sin remordimiento alguno, de haberse tropezado con él en la selva media hora antes.

A Jane Clayton la confinaron de nuevo en la misma choza donde ya estuvo prisionera y delante de la cual se apostó la correspondiente guardia de centinelas, pero antes de separarse de la mujer, Werper le susurró al oído unas palabras de aliento. Acto seguido, el belga regresó a la tienda de Mohamed Beyd. Se preguntaba cuánto tiempo transcurriría antes de que los bandoleros que integraban la partida de Ahmet Zek regresaran a la aldea con el cadáver de su jefe asesinado, y cuanto más pensaba en la cuestión, mayor era su miedo a que, por falta de cómplices, se fuera lastimosamente al traste el plan que había tramado.

Incluso aunque lograra salir del campamento sano y salvo antes de que los forajidos volvieran con la auténtica historia de su culpabilidad, ¿de qué le serviría la ventaja que les hubiese sacado, como no fuera para conservar la vida apenas unos días más y prolongar la tortura mental durante esas fechas? Aquellos avezados y endurecidos jinetes que conocían como la palma de la mano todos los caminos, veredas y atajos, le alcanzarían mucho antes de que hubiera podido acercarse a la costa.

Mientras tales pensamientos le daban vueltas en la cabeza entró en la tienda donde Mohamed Beyd, sentado con las piernas cruzadas encima de una alfombra, fumaba tranquilamente. El árabe alzó la cabeza cuando el europeo compareció ante él.

—¡Salud, oh, hermano! —exclamó.

—¡Salud! —respondió Werper.

Durante unos minutos, ninguno de los dos pronunció palabra. El árabe rompió el silencio.

—Mi señor Ahmet Zek, ¿se encontraba bien cuando le viste por última vez? —inquirió.

—Nunca se encontró más a salvo de los pecados y peligros que acechan a los mortales —replicó el belga.

—Muy bien —dijo Mohamed Beyd, al tiempo que exhalaba una bocanada de humo azulado frente a sí.

Volvió a reinar el silencio durante unos minutos.

—¿Y si hubiera muerto? —preguntó el belga, con intención de ir acercándose poco a poco a la verdad y sobornar a Mohamed Beyd para que le ayudara.

Se entornaron los ojos del árabe, que se inclinó hacia adelante y clavó la mirada en las pupilas del belga.

—He meditado mucho, Werper, desde el momento en que volviste tan inesperadamente al campamento del hombre al que habías traicionado y que te buscaba con el corazón lleno de muerte. He convivido con Ahmet Zek muchos años… Su propia madre no le conoce tan bien como yo. Es un hombre que jamás olvida y que ni mucho menos confía en alguien que le haya traicionado una vez… Eso lo sé.

»Como te digo, he pensado mucho y el fruto de mis reflexiones me indica positivamente que Ahmet Zek está muerto, porque, de no ser así, tú no te habrías atrevido a volver a su campamento, a menos que fueses un hombre valiente o un estúpido mucho mayor de lo que imagino. Y, por si no fuera suficiente esta evidencia de mi discernimiento, acabo de recibir de tus propios labios una prueba concluyente que lo confirma, porque ¿no dijiste hace unos instantes que Ahmet Zek nunca se había encontrado más a salvo de los pecados y peligros que acechan a los mortales?

»Ahmet Zek ha muerto, no es preciso que lo niegues. Yo no era ni su madre ni su amante, de forma que no temas que te incordie con mis lamentaciones. Dime por qué has vuelto. Dime qué es lo que quieres y, Werper, si aún posees las joyas de las que Ahmet Zek me habló, no hay razón para que tú y yo no cabalguemos juntos hacia el norte y nos repartamos lo que nos paguen a cambio de la cautiva blanca y el contenido de la bolsa que llevas encima. ¿Qué me dices?

El árabe entrecerró los párpados malévolamente, sus delgados labios se curvaron en una mueca que confirió un aspecto aún más avieso a su patibulario rostro, mientras lanzaba a la cara del belga una sonrisa de connivencia.

La actitud del árabe aliviaba y conturbaba a Werper. Aquella complacencia con que aceptaba la muerte de su jefe quitaba un enorme peso aprensivo de encima de los hombros del asesino de Ahmet Zek, pero la petición de una parte de las joyas no auguraba nada bueno para Werper. Cuando se enterase de que las piedras preciosas no estaban en poder del belga, Mohamed Beyd se lo tomaría por la tremenda.

Reconocer que había perdido las joyas podría provocar las iras y las sospechas del árabe hasta el punto de poner en peligro las recién alumbradas esperanzas de escapar que alimentaba Werper. Su única posibilidad, pues, residía en seguir haciendo creer a Mohamed Beyd que él, Albert Werper, conservaba las joyas y confiar en que las circunstancias futuras le abrieran alguna vía de escape.

Si consiguiera alojarse en una tienda con el árabe, solos los dos, durante la marcha hacia el norte, era harto posible que se le presentara la oportunidad de eliminar aquella amenaza que se cernía sobre su existencia y su libertad. Merecía la pena intentarlo… es más, en realidad no parecía existir otro medio para salir del atolladero en que se encontraba.

—Sí —confesó—. Ahmet Zek ha muerto. Cayó en el curso de la batalla que sostuvo con un destacamento de caballería abisinia que me había cogido prisionero. Conseguí escapar durante la lucha, pero dudo mucho que sobreviviera alguno de los hombres de Ahmet Zek. Y el oro que fueron a buscar está en poder de los abisinios. Es muy probable, incluso, que los abisinios avancen ahora hacia este campamento, porque Menelek los ha enviado para castigar a Ahmet Zek y sus huestes como represalia por una incursión que realizaron en un poblado abisinio. Eran muchos y si no nos largamos de aquí rápidamente me temo que todos sufriremos la misma suerte que Ahmet Zek.

Mohamed Beyd le escuchó en silencio. Ignoraba cuánto había de verdad en la historia que contaba aquel infiel, pero de lo que sí estaba seguro era de que le proporcionaba una excusa inmejorable para abandonar la aldea y partir hacia el norte, por lo cual no se sintió excesivamente inclinado a someter al belga a un interrogatorio a fondo.

—Y si te acompaño al norte —preguntó—, ¿serán mías la mitad de las joyas y la mitad del dinero del rescate que se consiga por la prisionera?

—Sí —afirmó Werper.

—Bueno —dijo Mohamed Beyd—. Voy a dar las órdenes para levantar el campo a primera hora de la mañana.

Se puso en pie, dispuesto a abandonar la tienda. Werper apoyó una mano en el brazo del árabe, deteniéndole.

—Aguarda —dijo—, determinemos quiénes y cuántos han de acompañarnos. Si nos llevamos a las mujeres y los niños, será una rémora que permitirá a los abisinios alcanzarnos en seguida. Sería mejor elegir una escolta reducida entre tus elementos más bravos y fuertes y decir a los que se queden aquí que nos dirigimos al oeste. Entonces, cuando se presenten los abisinios, los enviarán tras una pista falsa, en el caso de que decidan perseguirnos. Y si no está en su ánimo ir tras de nosotros, cuando marchen hacia el norte al menos lo harán mucho más despacio que si pensaran que estamos delante de ellos.

—La serpiente es menos sensata que tú, Werper —sonrió elogiosamente Mohamed Beyd—. Se hará como dices. Nos acompañarán veinte hombres y cabalgaremos hacia el oeste… cuando salgamos de la aldea.

—¡Estupendo! —exclamó el belga. Y así quedó convenido.

A primera hora de la mañana siguiente, tras una noche en la que apenas pudo pegar ojo, Jane Clayton se despabiló al sonar voces ruidosas en el exterior de la choza donde estaba prisionera y, al cabo de un momento, vio entrar a monsieur Frecoult, acompañado por dos árabes. Éstos le desataron los tobillos y la pusieron en pie. Después le soltaron las muñecas, le dieron unos mendrugos de pan seco y la sacaron del chamizo a la tenue claridad del amanecer.

La mujer miró a Frecoult con ojos interrogadores y, segundos después, cuando algo desvió la atención de los árabes hacia otro lado, el hombre se inclinó sobre ella y le susurró al oído que todo iba saliendo de acuerdo con lo previsto. Más tranquila, lady Greystoke vio renacer sus esperanzas, casi totalmente eclipsadas durante la larga y angustiosa noche de encierro.

Poco después, la subieron a lomos de una cabalgadura y, rodeada por una vigilante escolta de árabes, la llevaron a través de la puerta de la aldea al interior de la selva, hacia el oeste. Media hora después, la partida se desvió en dirección norte, rumbo que mantuvieron durante el resto de la marcha.

Frecoult le dirigió la palabra en contadas ocasiones, pero la mujer se hacía cargo de que, para mantener aquella farsa, el hombre debía seguir fingiendo que era su enemigo y no su protector. De modo que no receló absolutamente nada, pese a la evidente relación amistosa que parecía existir entre el europeo y el árabe que iba al mando de la patrulla.

Pero si Werper consiguió abstenerse de conversar con la cautiva, no por eso logró apartarla de su pensamiento. Más de un centenar de veces al día sus ojos volaban hacia Jane Clayton y se daban la gran fiesta regodeándose en el encanto de su figura y su palmito. De hora en hora fue aumentando la intensidad de su encaprichamiento hasta que el deseo de poseer a aquella mujer alcanzó proporciones de auténtica paranoia.

Si Jane Clayton o Mohamed Beyd hubieran sospechado lo que bullía en el cerebro de aquel hombre, al que tanto la una como el otro consideraban un amigo y aliado, la aparente armonía del grupo se hubiera alterado de manera alarmante.

Werper no alcanzó su objetivo de albergarse en la misma tienda que Mohamed Beyd, pero en su cabeza las meninges siguieron afanándose en la tarea de idear planes para asesinar al árabe, propósito que se hubiera visto enormemente simplificado si Mohamed Beyd le hubiera permitido compartir su alojamiento durante la noche.

En un momento determinado, durante la segunda jornada, Mohamed Beyd detuvo su corcel junto al que montaba la prisionera. Todo parecía indicar que el árabe reparaba por primera vez en la presencia de la dama, pero lo cierto era que en muchas ocasiones sus astutos ojos observaron vorazmente por debajo de la capucha de su albornoz la hermosura de la cautiva.

Aquel engolosinamiento disimulado no había nacido por generación espontánea. Era una pasión que se concibió cuando la inglesa cayó por primera vez en poder de Ahmet Zek. Pero mientras vivió el austero cabecilla, Mohamed Beyd ni por asomo se atrevió siquiera a albergar la menor esperanza de que sus sueños amorosos se convirtieran en realidad.

Ahora, sin embargo, era distinto: sólo un despreciable perro cristiano se interponía entre él y la posesión de la dama. ¡Qué fácil le seria acabar con la vida del infiel y arramblar con la mujer y con las joyas! Con éstas en su poder, el rescate que pudiera recibir por la prisionera carecía de importancia comparado con los placeres que le proporcionaría la posesión de la dama. Sí, mataría a Werper, se apoderaría de las joyas y conservaría para sí a la inglesa.

Volvió la cabeza para contemplarla mientras cabalgaba a su lado.

¡Qué bonita era! Abrió y cerró los puños; un hormigueo le recorrió las palmas y los dedos huesudos, anhelantes de cerrarse sobre la carne suave de la fémina. Se inclinó hacia ella para preguntarle:

—¿Sabes a dónde se propone llevarte ese hombre?

Jane Clayton asintió con la cabeza.

—¿Y estás dispuesta a convertirte voluntariamente en el juguete de un sultán negro?

La mujer irguió el cuerpo orgullosamente y volvió la cabeza, pero no contestó. Por nada del mundo deseaba que su conocimiento de la treta que el señor Frecoult le estaba jugando a aquel árabe la traicionase al manifestar una insuficiente cantidad de terror y aversión.

—Puedes escapar a ese triste destino —prosiguió el árabe—. Mohamed Beyd te salvará.

Alargó su atezada mano para coger los dedos de la diestra de Jane Clayton, y su apretón fue tan súbito y tan fuerte que reveló la pasión que ardía en su pecho de un modo tan evidente como si la hubiese confesado mediante palabras.

Lady Greystoke retiró la mano con brusco ademán. —¡Bestia! —protestó—. ¡Si no me dejas en paz, llamaré a monsieur Frecoult!

Mohamed Beyd se retiró, fruncido el ceño ominosamente. Su delgado labio superior se curvó hacia arriba, dejando al descubierto una dentadura blanca y perfecta.

¿Monsieur Frecoult? —silabeó burlonamente—. No existe tal persona. Ese hombre se llama Werper. Es un embustero, un ladrón y un asesino. Mató en el Congo a su capitán y huyó en busca de la protección de Ahmet Zek. Fue él quien incitó a Ahmet al saqueo y destrucción de tu casa. Siguió a tu esposo y decidió quitarle el oro. Me ha contado que crees que te protege y que interpreta ese papel de paladín tuyo para ganarse tu confianza y que le resulte más fácil llevarte al norte y venderte como odalisca para el harén de un sultán negro. Mohamed Beyd es tu única esperanza.

Tras aquel discurso, cuyo fin era dar que pensar a la cautiva, el árabe picó espuelas y se dirigió a la cabeza de la columna.

Jane Clayton carecía de elementos de juicio para discernir cuánto había de verdad y cuánto de falso en las acusaciones de Mohamed Beyd, pero éstas tuvieron al menos el efecto de echar un jarro de agua fría sobre las esperanzas de la mujer y de inducirla a dar un repaso con receloso criterio a todas las acciones del hombre al que había considerado su único protector en medio de un mundo plagado de enemigos y de peligros.

Para alojamiento de la prisionera durante la marcha, se había dispuesto una tienda que al llegar la noche se montaba entre las de Werper y Mohamed.

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