Temerario I - El Dragón de Su Majestad (19 page)

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Authors: Naomi Novik

Tags: #Histórica, fantasía, épica

BOOK: Temerario I - El Dragón de Su Majestad
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—Mi familia siempre ha enviado al tercer hijo a la Fuerza Aérea, y en los viejos tiempos, antes de que se constituyese el Cuerpo, cuando los dragones estaban reservados a la Corona, el bisabuelo de mi bisabuelo acostumbraba a enviar a dos hijos —le explicó Rankin—. Por eso, no tengo dificultades en ir a casa. Seguimos manteniendo una pequeña base para las escalas. Iba allí a menudo, incluso durante mi adiestramiento. Es una ventaja. Me gustaría que tuviéramos más aviadores —agregó en voz baja, mirando alrededor de la mesa.

Laurence no deseaba decir nada que se pudiera interpretar como una crítica. Rankin podía insinuarlo al ser uno de ellos; sin embargo, si él hacía un comentario, sólo podría considerarse ofensivo.

—Debe de ser duro para los niños dejar el hogar a una edad tan temprana —repuso con más tacto—. En la Armada, nosotros… Es decir, la Armada no admite muchachos hasta los doce años, e incluso entonces se les envía a tierra entre viajes y pasan un tiempo en casa. ¿Ya usted qué le parece, señor? —añadió, volviéndose a Berkley.

—Mmm —respondió Berkley mientras tragaba. Dirigió una mirada algo dura a Rankin antes de responder a Laurence—. No sabría decirle. Supongo que berrean un poco, pero se acaban acostumbrando y los tenemos todo el día de un lado para otro para que no sientan nostalgia de sus hogares.

Volvió a concentrar su atención en la comida sin hacer intento alguno de mantener viva la conversación y Laurence tuvo que volverse y continuar su discusión con Rankin.

—Llego tarde… ¡Vaya!

Era un joven espigado cuya voz aún no había cambiado, aunque era alto para su edad, quien se acercaba con prisa a la mesa presentando cierto desaliño. La mitad de su melena pelirroja se había salido de la trenza. Se detuvo de forma brusca al borde de la mesa; luego tomó asiento al otro lado de Rankin con lentitud y a regañadientes ya que aquél era el único sitio vacío. Era capitán a pesar de su juventud. Lucía una chaqueta con dos barras doradas en los hombros.

—¡Anda, Catherine! No, no, llegas a tiempo. Permíteme que te escancie un poco de vino —dijo Rankin.

Aunque ya había mirado al muchacho con sorpresa, Laurence pensó que había oído mal. Luego comprobó que no era así. El muchacho era en realidad una joven dama. Laurence miró a su alrededor sin comprender: no parecía preocuparle a nadie y desde luego no era un secreto. Rankin se dirigía a ella con amabilidad y tonos formales, sirviéndole de las fuentes.

—Permitid que os presente —agregó Rankin, volviéndose hacia el marino—. Capitán Laurence, de Temerario, miss… Oh, no, lo olvidaba, es decir, capitana Catherine Harcourt, de… esto… Lily.

—Hola —murmuró la joven sin levantar la vista.

Laurence notó cómo le enrojecían las mejillas. Ella se sentaba ahí con unos pantalones de amazona que mostraban la forma de sus piernas y una blusa sujeta sólo por un lazo en el cuello. Fijó su mirada en el recatado cogote de la joven y consiguió decir:

—A su servicio, miss Harcourt.

Al menos, sus palabras le hicieron alzar la cabeza.

—No: es capitana Harcourt —puntualizó.

Era pálida, y esa blancura exponía muy a la vista una miríada de pecas, pero estaba claramente resuelta a defender sus derechos. Lanzó a Rankin una mirada desafiante mientras hablaba.

Laurence había utilizado el tratamiento de forma automática, sin intención de ofender, aunque según parecía lo había hecho.

—Le pido perdón, capitana —apostilló de inmediato al tiempo que inclinaba la cabeza en señal de disculpa. Sin embargo, resultaba verdaderamente difícil dirigirse a ella de aquella forma; al pronunciarlo, el título se trababa en la lengua y le resultaba extraño. Temía que hubiera sonado forzado y artificioso—. No pretendía faltarle al respeto.

Ahora identificaba también el nombre del dragón. Aunque había muchas más consideraciones que hacer en lo concerniente a la inusual jornada de ayer, le vino a la mente aquel detalle y dijo con cortesía:

—Creo que tiene una dragona Largario.

—Sí, ésa es mi Lily —contestó.

—Tal vez no esté al tanto, capitán Laurence, de que los Lárganos no aceptan cuidadores masculinos. Es una de esas raras singularidades suyas, a las cuales debemos estarles agradecidos, de lo contrario nos veríamos privados de tan encantadora compañía —dijo Rankin mientras hacía un gesto de asentimiento a la chica.

Había un timbre irónico en su voz que hizo torcer el gesto a Laurence. Era evidente que la joven se hallaba muy a disgusto y Rankin la hacía sentir peor. Había vuelto a agachar la cabeza y miraba su plato con los labios exangües y fruncidos por el descontento.

—Hace falta mucho valor por su parte para asumir tal deber, m… capitana Harcourt. Un vaso… esto es, un vaso a su salud —dijo Laurence, que después de corregirse en el último momento, hizo el brindis y tomó un sorbito.

No le parecía apropiado obligar a beber una copa entera de vino a una chiquilla.

—No más que el de cualquier otra persona —contestó en un hilo de voz; luego, con cierto retraso, tomó su propia copa y la alzó en correspondencia—. A la vuestra, quería decir.

Repitió en su fuero interno el nombre y el rango de la muchacha. Sería de mala educación volver a equivocarse de nuevo después de que ya le habían corregido una vez, pero era muy extraño que aún no confiara enteramente en sí mismo. Procuró mirarle sólo al rostro, y nada más. Le ayudaba un poco a cumplir ese propósito su aspecto aniñado, con el pelo recogido y tirante, así como las ropas masculinas que le habían llevado a confusión en un primer momento. Supuso que eso se debía a que se la obligaba a ir vestida de hombre, aunque eso no sólo le parecía vergonzoso, sino también ilegal.

Le hubiera gustado hablarle, aunque hubiera sido difícil no formularle preguntas, pero no podía llevar una conversación paralela a la de Rankin. Se permitió maravillarse en privado de sus propios pensamientos. Resultaba sorprendente pensar que todos los Lárganos estaban capitaneados por mujeres. Después de estudiar la menuda figura de la muchacha, se preguntó cómo soportaba el trabajo. Él mismo se encontraba maltrecho y fatigado después de todo un día de vuelo, y aunque quizás un arnés adecuado disminuiría los esguinces, le resultaba difícil creer que una mujer se las pudiera arreglar un día tras otro. Aquello era una crueldad pero, por supuesto, no se podía prescindir de los Lárganos. Eran probablemente los dragones ingleses más letales, sólo comparables con los Cobres Regios, y sin ellos las defensas aéreas de Inglaterra serían terriblemente vulnerables.

Su primera cena pasó de forma mucho más grata de lo esperado con aquella curiosidad ocupando su mente y la cortés conversación de Rankin. Se levantó de la mesa animado, a pesar de que la capitana Harcourt y Berkley se habían mostrado silenciosos y poco comunicativos durante toda la cena. Cuando ya estaban de pie, Rankin se volvió hacia él y le preguntó:

—Si no tiene ningún otro compromiso, ¿puedo invitarle a que se reúna conmigo en el club de oficiales para jugar una partida de ajedrez? Pocas veces tengo la oportunidad de jugar una partida, y confieso que he esperado con impaciencia aprovechar la ocasión desde que usted mencionó que jugaba.

—Le agradezco la invitación, y me supondría un gran placer también —contestó Laurence—, pero he de pedirle que me excuse por el momento. Debo ver a Temerario, y luego he prometido leerle.

—¿Leerle? —repitió Rankin con una expresión de diversión que no ocultaba su sorpresa ante semejante idea—. Su dedicación es admirable y totalmente natural en un cuidador novato. Sin embargo, permítame asegurarle que la mayoría de los dragones son capaces de arreglárselas por su cuenta. Conozco la costumbre de varios de nuestros compañeros capitanes de pasar mucho tiempo libre con sus monturas; me disgustaría que, siguiendo su ejemplo, llegara a considerarlo una necesidad o un deber por el que deba renunciar al placer de la compañía humana.

—Le agradezco la gentileza de su preocupación, pero le aseguro que se equivoca en mi caso —repuso Laurence—. Por mi parte, no podría desear mejor compañía que la de Temerario, y soy yo quien ha escogido mi compromiso con él, pero me encantaría reunirme con usted esta noche más tarde, a menos que deba levantarse pronto.

—Me alegra oír ambas cosas —respondió Rankin—. En cuanto a mi horario, en absoluto. No me estoy entrenando, por supuesto, sólo estoy aquí como mensajero, por lo que no necesito tener un horario de estudiante. Me avergüenza admitir que la mayoría de los días no se me ve el pelo por aquí abajo hasta poco antes del mediodía pero, por otra parte, eso me garantiza el placer de verle a usted esta noche.

Se separaron después de estas palabras y Laurence salió en busca de Temerario. Le divirtió sorprender acechando por la puerta del comedor a tres cadetes, el de pelo de color arena y otros dos, cada uno aferrando con firmeza un puñado de trapos blancos limpios.

—Señor —dijo el chico saltando en cuanto vio salir a Laurence—. ¿Va a necesitar más trapos para Temerario? —preguntó ansiosamente—. Pensamos que tal vez sí, de modo que trajimos algunos cuando le vimos comer.

—Un momento, Roland. ¿Qué crees que haces merodeando por ahí? —Tolly, que sacaba una carga de platos sucios del comedor, se detuvo a mirar a los muchachos que abordaban a Laurence—. Haríais mejor en no molestar a un capitán.

—No le molesto, ¿verdad? —preguntó el niño al tiempo que miraba esperanzado a Laurence—. Sólo pensé que tal vez le pudiéramos ayudar un poco. Después de todo, el dragón es muy grande, y Morgan, Dyer y yo tenemos nuestros cintos con mosquetones de muelle. Nos podemos anclar sin ningún tipo de problema —continuó muy serio mientras desplegaba un extraño arnés de cuya existencia Laurence no se había percatado antes.

Se trataba de un grueso cinto de cuero firmemente sujeto a la cintura con un par de correas que terminaban en lo que a primera vista parecía ser un gran eslabón de cadena hecho de acero. En un examen más detenido, Laurence vio que tenía una parte que se podía cerrar, por lo que el eslabón abierto se podía enganchar a cualquier cosa.

Irguiéndose, Laurence dijo:

—No creo que podáis sujetaros a las cinchas con esto, ya que Temerario aún no tiene un arnés de verdad. Sin embargo —agregó, ocultando una sonrisa al ver sus rostros alicaídos—, acompañadme y veremos qué se puede hacer. Gracias, Tolly —dijo, e hizo una señal con la cabeza al criado—. Los podré controlar.

Tolly no se molestó en ocultar una ancha sonrisa al oír aquello.

—Tiene razón —contestó, y continuó con sus quehaceres.

—Roland, ¿verdad? —le preguntó al muchacho mientras continuaba caminando hacia el patio con los tres niños al trote para seguir su paso.

—Sí, señor, la cadete Emily Roland a su servicio. —Se volvió hacia sus compañeros, ignorando de ese modo alegremente la sorpresa del rostro de Laurence—. Y éstos son Andrew Morgan y Peter Dyer. Todos llevamos tres años aquí.

—Sí, es cierto. A todos nos gustaría ayudar —afirmó Morgan.

Dyer, de menor edad que los otros dos y con ojos redondeados, se limitó a asentir.

—Muy bien —consiguió decir Laurence mientras lanzaba una mirada furtiva a la chica, que llevaba cortado el pelo estilo tazón, igual que el de los chicos; era baja y tenía una constitución robusta; su voz apenas era más aguda que las de los otros, por lo que su equivocación era lógica.

Ahora que disponía de un momento para meditarlo, tenía todo el sentido del mundo. La Fuerza Aérea entrenaría a unas cuantas chicas, por supuesto, en previsión de necesitarlas cuando los Largarios salieran del cascarón, y probablemente la capitana Harcourt era el fruto de aquel adiestramiento, pero no pudo evitar preguntarse qué clase de padres entregarían a una niña a la tierna edad de diez años a los rigores del servicio.

Salieron al patio, donde se encontraron con una escena de estruendosa actividad. Una gran confusión de alas y voces de dragón llenaban el aire. La mayoría, si no todos los dragones, acababa de llegar de alimentarse y en ese momento eran atendidos por su personal, muy ocupado limpiando los arneses. A pesar de las palabras de Rankin, Laurence apenas vio un dragón al que su capitán no estuviera acariciando la cabeza o habiéndole. Evidentemente, aquél era el interludio habitual que los dragones y sus cuidadores tenían de asueto.

No vio a Temerario al primer golpe de vista. Después de buscarlo en el atestado patio durante unos segundos, comprendió que se había tumbado fuera de los muros, probablemente con el fin de evitar el ajetreo y el estrépito. Antes de salir en su busca, Laurence enseñó Levitas a los cadetes. El pequeño dragón se había aovillado solo dentro de los muros del patio y contemplaba al resto de los dragones con sus oficiales. Aún llevaba arnés, pero éste tenía mucho mejor aspecto que el día anterior. Parecía que le habían sacado la mugre y lo habían frotado con aceite para que fuera más fino y flexible, y los aros metálicos de las cinchas estaban brillantemente pulidos.

Laurence intuyó que los aros tenían el propósito de ofrecer a los mosquetones un lugar al que engancharse. Aunque Levitas era pequeño en comparación con Temerario, seguía siendo una criatura enorme y Laurence estimó que podría soportar fácilmente el peso de los tres cadetes para el corto trayecto. Al dragón, impaciente y feliz por la atención recibida, los ojos le relucieron cuando Laurence formuló la sugerencia.

—Oh, sí, os puedo llevar sin problema —dijo mientras miraba a los tres cadetes, que le devolvieron la mirada con no menos entusiasmo.

Los tres se encaramaron con la agilidad de las ardillas y cada uno se sujetó de dos aros separados con un movimiento obviamente bien estudiado.

Laurence dio unos tirones a las correas para comprobarlas. Parecían bastante seguras.

—Muy bien, Levitas. Llévalos a la orilla. Temerario y yo nos reuniremos contigo enseguida —dijo a la vez que palmeaba la ijada del dragón.

Una vez que se alejaron, Laurence zigzagueó entre los demás dragones y se abrió camino hacia la puerta. Se detuvo en cuanto vio a Temerario; aunque costaba creerlo, el dragón tenía aspecto alicaído y guardaba una notoria diferencia con la actitud feliz que tenía al finalizar el trabajo de la mañana. Laurence acudió rápido a su lado:

—¿No te sientes bien? —le preguntó mientras examinaba las quijadas. El dragón estaba manchado de sangre y con restos de comida como siempre, parecía haber comido bien—. ¿Te ha sentado mal la cena?

—No, me encuentro perfectamente —respondió Temerario—. Es sólo que… Laurence, soy un dragón de verdad, ¿no?

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