.Bueno, el modo de obrar que Lysos y las Fundadoras eligieron para nosotras, reflexionó Maia, escuchando en la oscuridad.
.Es difícil imaginar algún otro.
Maia había pensado en el sexo; dos compañeros dispuestos que se unen, ya sea por medio del cortejo o tras ser seducidos. Parecía un acto en parte sublime, pero también lleno de todas las ansias húmedas y frenéticas por la vida que se producen por el conocimiento seguro de que todo se perderá. Una fusión dirigida a la eternidad, a decir de algunas.
Como joven virgen, Maia no sentiría aquel arrebato hormonal de deseo hasta el más profundo nadir del invierno, si es que llegaba a sentirlo. Con todo, casi un año antes de partir de Puerto Sanger había empezado a experimentar sensaciones que sin duda estaban relacionadas con eso. Una leve ansia, un vacío. Sospechaba vagamente que el sexo podría tener en parte la función de llenarlo. Sólo una parte.
Suspiros y gemidos entre murmullos. Los sonidos eran fascinantes, aunque Maia se preguntó si no habría algo más que el mero roce, liberación y mezcla de fluidos. Una unión que ampliaba lo que cada parte buscaba por separado.
.¿O soy sólo una ingenua? Era un recelo privado que nunca se había atrevido a compartir, ni siquiera con Leie.
.¿Quieres tener como mascota a un hombre peludo y apestoso?, se habría burlado su gemela. Incluso ahora, Maia no tenía ni idea de lo que deseaba realmente, ni de si sus deseos tendrían alguna relevancia para el mundo.
Duró una hora o dos. Luego las cosas se apaciguaron, permitiendo al viento de la pradera ganar por abandono, al agitar los altos campos de caña situados más allá de la casa y el patio. Con todo, Maia no pudo dormir. Sentía un revuelo interior por todo lo sucedido aquel día. Finalmente, con un suspiro, apartó las mantas, se acercó a la puerta y salió a respirar la noche.
Al haberse criado en el helado norte, no estaba acostumbrada a olores tan fuertes. Sin embargo, identificó rápidamente un aroma penetrante y agradable acompañado de un rumor sordo que emanaba de los barracones abiertos donde los lúgars, aquellas criaturas peludas y obsesivamente agradables, dormían de noche, no importaba cuál fuera la temperatura. Había leído que su fuerte olor era uno de los incontables rasgos programados por las Fundadoras, que dieron a las bestias gran fortaleza física para servir a las mujeres, rompiendo el lazo de dependencia que solía atarlas a los hombres.
Ciertamente, el olor era menos punzante que el del sudor que desprendían los marineros del
.Wotan
cada vez que el duro trabajo los recubría de aquella brillante capa de humedad propia de otra especie. ¿Transpiraban también los hombres mientras hacían el amor? El pensamiento aumentó la ambivalente repulsión-atracción que Maia ya sentía por el tema.
Caminando bajo las estrellas, saludó con una sonrisa a sus amigas Águila y Martillo. Las familiares constelaciones le hicieron un guiño. Impulsivamente, Maia abrió dos bolsas de cuero y sacó el sextante de muñeca. Tras desplegar los brazos alineados, tomó mediciones del horizonte, Ofir, la estrella polar, y el planeta Amaterasu. Ahora, si tuviera un cronómetro decente…
Los perros de algún clan cercano ladraron. Algo aleteó rápidamente a unos pocos metros sobre su cabeza. El viento agitaba los árboles junto al río, donde los escarabajos brillantes seguían enzarzados en su danza nupcial, más persistentemente amorosos que los humanos, lanzando deslumbrantes y extasiadas oleadas al compás.
Extensiones enteras de bosque se iluminaban, luego parpadeaban al unísono.
.Me pregunto si siguen una pauta
, pensó Maia, fascinada por el espectáculo de incontables insectos individuales, cada uno reaccionando sólo a sus vecinos más cercanos, combinándose en un espectáculo en vivo de sorprendente complejidad, como las constelaciones que siempre la habían atraído, o un rompecabezas laberíntico…
Cuando llegaba a la esquina de la casa, la brisa remitió y el silencio se hizo más denso, revelando bruscamente un murmullo de voces.
—… ¿no sabes qué le dijo a las Pessie?
—¡Eso es lo que me da miedo! No tengo ni idea de qué se trataba. Pero pagaron la llamada, así que debe de haber sido algo más que una simple molestia. Ya sabemos por nuestras primas de la costa que hay una agente de policía husmeando. Esto apesta. ¡Nos prometisteis discreción, total discreción!
Los insectos de fuego fueron olvidados. Maia se deslizó entre las sombras y se asomó al porche trasero. Pudo distinguir a la segunda hablante. Era Madre Jopland, o alguna de su misma edad. La otra persona permanecía oculta, pero cuando se echó a reír, Maia sintió un escalofrío de reconocimiento.
—Dudo que llamara a causa de nuestro pequeño secreto. Conozco a la zorra, y apuesto ardillas contra lúgars a que no es ninguna agente. Ésa no era capaz de manejárselas sola en un tren de carga.
.Gracias, Tizbe, pensó Maia con un estremecimiento. De repente las cosas parecieron tener sentido. No era extraño que las Jopland hubieran tenido éxito en su fiesta, tras un comienzo tan malo. Mientras ella hablaba con las autoridades de Caria, Tizbe debía de haber llegado con botellas rebosantes de verano destilado. .
¿Qué no pagarían las Jopland para invertir el lento declive de su población de un modo simple y eficaz? Tanto más las devotas Perkinitas, a las que ni siquiera les gustaban los hombres.
.Estaban planeando renunciar a su regla de destierro en verano. Los concejos del valle iban a construir santuarios, como a lo largo de la costa. Pero con el polvillo de Tizbe no habría ninguna necesidad de comprometer su radical doctrina.
Maia se había preguntado si la droga tendría su lado práctico. Ahora conocía la respuesta.
.Me preocupaban los incidentes de Lanargh, y la colisión del tren en Ciudad Barro. Pero sucedieron porque la gente tonteaba con el material, porque es nuevo. Si se usa con cuidado, para facilitar la chispa del invierno, ¿dónde está el mal? No he oído a ninguno de los hombres de hoy llorar por su miseria.
Naturalmente, el objetivo a largo plazo de las Perkinitas era inalcanzable. Las Perkies estaban locas al soñar con hacer a los hombres tan raros como los árboles jacar, con droga o sin droga. Pero mientras tanto, si encontraban un método a corto plazo para salirse con la suya en aquel valle, ¿qué más daba?
Incluso los clanes conservadores como Lamatia intentaban estimular a sus invitados masculinos durante el invierno, con bebida y espectáculos de luces diseñados para remedar las auroras del verano. ¿Era este polvillo diferente?
Maia estuvo tentada de acercarse y unirse a la conversación, sólo por ver la expresión de Tizbe Beller. Tal vez, después de recuperarse de la sorpresa, Tizbe estaría dispuesta a explicar, de mujer a mujer, por qué se tornaban tantas molestias, o por qué eso debería importar lo más mínimo en Caria City.
La tentación se desvaneció cuando la antigua ayudanta de Maia volvió a hablar.
—No te preocupes por nuestra pequeña informadora var. Yo me encargaré. Todo quedará solucionado mucho antes de que consiga volver a Grange Head.
Una horrible sensación bostezó en el estómago de Maia. Retrocedió hasta la esquina de la casa mientras empezaba a comprender el lío en el que estaba metida.
¡Sangradoras! No conozco a nadie. Leie ha muerto. ¡Y estoy metida en esto hasta el cuello!
Un gran misterio es por qué la reproducción sexual pasó a ser dominante para las formas de vida superiores. Según la teoría de la optimización, debería haber sido al contrario.
Tomemos una hembra lagarto o pez, perfectamente adaptada a su entorno, con la química interna, la agilidad, el camuflaje adecuados… todo lo necesario para estar sana, ser fecunda y tener éxito en su ámbito. A pesar de todo esto, no puede transmitir sus características perfectas. Con el sexo, sus retoños serán una mezcla; sólo obtendrán de ella la mitad de su programa y la otra mitad de sus genes reestructurados la obtendrán de otra parte.
El sexo inevitablemente estropea la perfección. La partenogénesis habría funcionado mejor… al menos teóricamente.
Se sabe que en entornas simples y estáticos, los lagartos hembra bien adaptados que producen hijas duplicadas tienen ventaja sobre los que emplean el sexo.
Sin embargo, pocos animales complejos recurren a la autoclonación. Y todas esas especies viven en desiertos antiguos y estables, siempre cerca de especies que se relacionan sexualmente.
El sexo ha tenido éxito porque los entornos son rara vez estáticos. El clima, la competencia, los parásitos… todo crea condiciones cambiantes. Lo que es idea para una generación puede ser fatal para la siguiente. Con la variabilidad, vuestras retoños tienen una posibilidad de lucha. Incluso en tiempos desesperados, una o más de ellas pueden tener lo que hace falta para soportar nuevos desafíos y continuar.
Cada estilo tiene sus ventajas. La clonación ofrece estabilidad y conservación de la excelencia. El sexo da capacidad de adaptación a los tiempos cambiantes. En la naturaleza suele darse una cosa o la otra.
Sólo las criaturas inferiores como los áfidos tienen la opción de cambiar de una a otra.
Hasta ahora, claro. Con las herramientas de la creación en nuestras manos, ¿no daremos posibilidades a nuestras descendientes? ¿Opciones? ¿Lo mejor de ambos mundos?
Equipémoslas para escoger su propio camino entre lo predecible y lo oportuno.
Preparémoslas para tratar con la igualdad y la sorpresa.
Calma tenía razón. Podías llegar a la Casa Lerner guiada sólo por el olfato.
Era una suerte. Maia podía distinguir el norte por la posición de las estrellas, que divisaba a través de las nubes. Pero las direcciones de las brújulas son inútiles cuando no tienes mapa ni conocimiento del territorio. Sólo Iris, la luna más pequeña, iluminaba su camino mientras seguía un gastado sendero a lo largo de la pradera, hasta que una bifurcación la condujo bruscamente a un laberinto de barrancos tallados por las aguas. De esa dirección parecía proceder un olor fuerte y metálico, así que, con el corazón redoblándole en el pecho, siguió adelante.
Tras internarse en el cañón, Maia tuvo al principio que tantear el camino, siguiendo con los dedos una gruesa capa superior de vegetación que pronto dio paso a duras láminas de barro. Maia se encontró bajando por una serie de infernales marcas en el terreno, como si unas garras gigantescas hubieran abierto la piel de Stratos.
Sus pupilas se adaptaron, hendiéndose para conseguir el máximo de luz. Las capas de barro y limo brillaban o resplandecían de modo alternativo o simplemente bebían los rayos de luna que podían alcanzar aquellas profundidades del cañón. Todo dependía, supuso Maia, de qué mezcla de diminutas criaturas marinas hubieran caído al fondo del océano durante las lejanas épocas de sedimentación que crearon aquellas zonas. Pronto incluso las sinuosas bandas dieron paso a dura roca nativa, retorcida y torturada por los movimientos continentales acaecidos antes de que los protohumanos caminaran por la distante Tierra. Las pautas entremezcladas de piedra clara y oscura le recordaron aquellas altas columnas «castill». que había visto en la distancia desde el ferrocarril, restos rocosos de las montañas antaño orgullosas que allí se alzaban, pero que habían sido arrasadas por las tormentas, los ríos y el tiempo.
Tiempo era algo que Maia no creía tener en exceso. ¿Planeaba Tizbe esperar hasta la mañana para tenderle una trampa? ¿O acudiría la joven Beller durante la noche a la habitación que le habían dado a Maia, acompañada por una docena de musculosas Jopland? Después de oír aquellas siniestras palabras en el patio, Maia había decidido no quedarse para averiguarlo.
Escapar de la Casa Jopland fue bastante fácil. Andando con cuidado para no alertar a los perros, se arrastró hasta el arroyo cercano que corría junto al huerto, y luego chapoteó durante un kilómetro en el agua helada con los zapatos atados en torno al cuello, hasta que la mansión quedó completamente fuera de su vista. Luego tuvo que pasar varios minutos frotándose los pies medio helados para recuperar la sensibilidad antes de calzarse de nuevo. Temblando, Maia pasó después una hora abriéndose paso campo a través por varios trigales hasta que por fin encontró la carretera.
Hasta ahí, muy bien. Plantearse su situación era mucho más complicado. Después de semanas de deprimido aturdimiento, el efecto brusco de toda aquella adrenalina era a la vez mareante y excitante. No podía dejar de comparar su situación con las cintas de aventuras que Lamatia permitía que vieran sus veraniegas durante las estaciones altas, cuando las madres estaban demasiado ocupadas para ser molestadas. O con los libros ilícitos que Leie solía tomar prestados de jóvenes vars de casas más indulgentes. En esas historias, la heroína, normalmente una hermosa muchacha de seis años nacida en el invierno en algún clan en alza, se encontraba atrapada por los temibles planes de alguna casa decadente cuya estabilidad y dinero eran mantenidos por medios subversivos y no gracias a la competencia honesta. Normalmente había un hombre objeto —o un barco entero de marineros decentes de ojos claros— en peligro de ser atrapado por la malvada colmena. El final era siempre igual. Tras ser salvados por la inteligencia y el valor de la heroína, los hombres prometían visitar el pequeño clan virtuoso cada invierno, mientras las madres y hermanas de la heroína así lo quisieran.
La virtud prevalecía sobre la venalidad. Resultaba excitante o romántico en las páginas o en la pantalla. Pero en la vida real Maia no tenía madres ni hermanas a las que acudir. Era una solitaria muchacha de cinco años sin ninguna amiga en el mundo. Estaba claro que Tizbe y sus clientas Jopland podían hacer con ella lo que se les antojase.
.Si me cogen, claro, pensó Maia, mordiéndose los labios para detener los temblores. Apretar los puños también ayudaba. Plantar cara era un buen antídoto contra el miedo.
Uh, oh.
Se detuvo en seco y deglutió con dificultad. El camino serpenteaba a lo largo de un recodo por la parte inferior de la pared del cañón, pero al doblar una esquina se encontró de pronto ante un precipicio. Un desvencijado puente colgante lo salvaba, una mitad sumergida en las sombras y la otra reflejando ante sus ojos adaptados a la oscuridad la tenue luz de la luna.
Debo de haber tomado un desvío equivocado. ¡Calma nunca habría pasado con su carreta por ahí!
Siguiendo su contorno, Maia vio que el puente colgaba sobre una cañada cubierta de montañas de cenizas y hollín, y que se extendía desde una hilera de altas estructuras colmenares situada en el extremo opuesto. Aquí y allá, Maia percibió el rojo fluctuar de los hornos de carbón que se preparaban para la noche.