No era extraño que niñas y adultas se movieran graciosamente y con tanta seguridad. Cada hija clónica crece observando a las mayores, idénticas a ella, ejecutar tareas con una tranquila eficacia fruto de siglos de práctica. Conoce inconscientemente cada movimiento antes de que le toque hacerlo a ella misma. Nadie se apresura a tomar el poder antes de tiempo. «Ya llegará mi turn»., parece ser la filosofía de la casa.
Al menos, ésa es la historia que quisieron venderme. Sin duda varía de un clan a otro, y casi con toda seguridad no funciona tan a la perfección entre las Nitocri. Sin embargo, me pregunto…
Los utópicos hace tiempo que pretenden crear una sociedad ideal, sin competencia, toda armonía. La naturaleza humana (y el principio de los genes egoístas) pareció poner el sueño eternamente fuera del alcance. Sin embargo, dentro de un clan de Stratos, cuyos genes son todos iguales, ¿qué función le queda al egoísmo? La tiranía de la ley biológica puede relajarse. El bien del individuo y el del grupo son el mismo.
La Casa Nitocri está llena de amor y risas. Parecen autosuficientes y felices.
No creo que mis anfitrionas advirtieran que me estremecí involuntariamente, aunque no hacía frío.
Había gloria en cubierta a la mañana siguiente. Recién caída de las altas nubes estratosféricas, la delicada escarcha cubría cada superficie, desde las vergas y barandillas a las jarcias, convirtiendo el
.Manitú
en una nave encantada de polvillo cristalino que brillaba en una explosión de reflejos sonrosados al amanecer.
Maia se encontraba en lo alto de un estrecho tramo de escaleras ante el pequeño camarote que compartía con otras nueve mujeres. Se frotó los ojos y contempló el dulcemente doloroso amanecer brillar en el exterior.
.Qué bonito
, pensó, viendo cómo incontables puntitos de luz de color rosa cambiaban, momento a momento.
Recordó las ocasiones en que caía sobre Puerto Sanger una nevada como aquélla, haciendo que las tiendas y negocios cerraran mientras las mujeres corrían a recoger puñados de gloria de los alféizares, que luego guardaban en jarras de vacío para conservarlos. Una chispa de gloria perturbaba la vida diaria más que precipitaciones mayores de nieve normal, que simplemente requerían botas y palas y algunos gruñidos.
Desde luego, los
.hombres
preferían las nevadas copiosas, pero normales. Incluso el resbaladizo hielo, que hacía que las calles se volvieran lustrosas y traicioneras, no parecía perturbar tanto a los rudos marineros como la fina caída de gloria. En su mayoría, los varones huían a los barcos, o más allá de las puertas de la ciudad, hasta que la luz del sol limpiaba, las calles, y sus ciudadanas se encontraban de un humor menos festivo.
.Eso era en tierra, recordó Maia.
.Aquí no hay un sitio adonde los pobrecillos puedan correr
.
Desde el estrecho umbral en lo alto de las escaleras, Maia inhaló el fresco olor a canela. No era una precipitación sin importancia, como la de Valle Largo. El aire era tonificante, y le provocó un escalofrío en la columna vertebral. Sensaciones vagamente familiares de inviernos anteriores, aunque aumentadas esta vez.
Naturalmente, antes no era una mujer adulta. Maia sentía una mezcla de ansiedad y reluctancia mientras esperaba a ver si el aroma surtía en ella un efecto más profundo, ahora que contaba ya cinco años.
Había agitación en cubierta, marineros moviéndose con la agotada lentitud de quienes comienzan el turno del amanecer. No les afectaba físicamente la helada, aunque la expresión del capitán era triste, de irritación. Les gritó a sus oficiales y frunció el ceño al contemplar el fino polvo de cristal.
La persona más infeliz que había a la vista era la única hembra, la más joven de las rads de Kiel, una muchacha de la edad de Maia. Usaba una escoba para barrer la escarcha de gloria con la que llenaba un cubo cuyo contenido arrojaba luego por la borda antes de reiniciar todo el proceso.
Maia sintió movimiento a sus espaldas: otra mujer que se levantaba con el sol. Miró hacia atrás y vio a Naroin que subía las empinadas escaleras para llegar a su lado.
—Vaya, mira eso —comentó la var mayor, olisqueando la brisa helada—. Todo un espectáculo, ¿eh? Lástima que todo tenga que perderse.
La pequeña marinera volvió a bajar, perdiéndose de momento en la oscuridad del pequeño camarote. Rebuscó en el camastro que Maia acababa de abandonar, y regresó con su abrigo.
—Aquí tienes —dijo Naroin con amabilidad, y señaló a la muchacha que barría sin ganas la cubierta—. Tu trabajo, también. La ley del mar. Las mujeres se quedan abajo hasta que desaparece la escarcha. Excepto las virgies.
Maia se ruborizó.
—¿Cómo sabes que soy una…?
Naroin alzó una mano, conciliadora.
—Es sólo una expresión. La mitad de esas vars… —Indicó con el pulgar a las que dormían abajo—, nunca han tenido a un hombre, y nunca lo tendrán. No, es una cuestión de edad. Las jóvenes barren. Vamos, muchacha. Eia.
—Eia —respondió Maia automáticamente, mientras se ponía el abrigo. Confiaba en que Naroin no le mentiría en algo así. De todas formas, lo encontraba injusto. Arrastró los pies, reluctante, mientras la contramaestre la empujaba al exterior y cerraba la puerta tras ella. El aire helado condensó su aliento en nubes de vaho. Frotándose las manos ya entumecidas, Maia suspiró y se acercó al trastero para coger una escoba.
La otra chica le dirigió una mirada que parecía decir: «¿dónde has estado?». Maia alzó los hombros en el mismo lenguaje silencioso.
No sabía nada del tema. ¿Es que tengo que saberlo todo?
Si lo pensaba, era lógico. La gloria no afectaba a las mujeres con tanta fuerza como las auroras a los hombres, gracias a Lysos. Sin embargo, inducía a aquéllas en edad fértil a pensar en el sexo justo en la época del año en que los hombres preferían por lo general un buen libro. Lo que los machos encontraban irritante pero evitable en tierra no podía ser esquivado tan fácilmente en el mar. Las muchachas de cinco y seis años, menos sensibles a las estaciones y menos atractivas para los hombres, hacían naturalmente el trabajo de barrer, para que así las otras mujeres pudieran subir a cubierta antes del mediodía.
La tarea pronto perdió la atracción que pudiera haber tenido por la novedad, y Maia descubrió que el leve y agradable picorcillo en la nariz era menos duradero de lo que decían. Mientras arrojaba cubo tras cubo por la borda, no pudo eludir la sensación de que la observaban. Maia estaba segura de que algún marinero la miraba y se reía.
El motivo no tenía nada que ver con la caída de gloria, sino con el fiasco de la «competició». de la noche anterior. Ya era bastante desgracia ser una var inferior en un viaje que no había elegido. Pero la partida de Vida la había convertido en el hazmerreír de todos.
Uno de sus contrincantes, el pinche de cocina, estaba encendiendo su hornillo bajo los aleros de la cubierta de popa. El muchacho sonrió cuando Maia pasó barriendo por su lado. Sonrió, mostrando la mella dejada por dos dientes perdidos.
—¿Lista para otra partida? Cada vez que tú y el Hombre de las Estrellas lo queráis, Kari y yo estamos dispuestos.
Maia simuló no haberlo oído. Saltaba a la vista que el joven no era ningún intelectual, y sin embargo el grumete y él habían desbaratado rápidamente el planificado juego de Renna. La derrota quedó clara en cuestión de segundos. .
Con cada señal del reloj, oleadas de cambio barrieron el tablero. Las piezas negras, que representaban emplazamientos «vivo»., se volvían blancas y morían, a menos que las condiciones fueran las adecuadas para seguir viviendo. Las piezas blancas se daban la vuelta, cobrando vida cuando el número de vecinas negras lo permitía. Las pautas tomaban forma, rebulléndose y agitándose como organismos pluricelulares.
La parrilla de cuarenta por cuarenta no era, ni de lejos, la más grande que Maia había visto. Había rumores de la existencia de tableros inmensos en algunas de las ciudades y antiguos santuarios de la costa de Méchant. Sin embargo, Renna y ella se habían esforzado para rellenar su lado con una pauta inicial que pudiera sobrevivir, sin conseguirlo. Su empeño empezó a resultar inútil casi desde el principio.
Uno de los diseños de sus contrincantes empezó a disparar deslizado ras auto-contenidas a lo largo del tablero, configuraciones que se dirigían en diagonal hacia el borde, donde rebotaban hacia el oasis que Renna y Maia tenían que conservar. Maia observó con un nudo en la garganta cómo el otro cañón deslizador de este lado (su propia contribución al plan de Renna) lanzaba interceptores que rozaban su barrera justo a tiempo de…
.¡Sí! Se llenó de júbilo cuando sus antimisiles chocaron con los proyectiles enemigos según lo previsto, creando explosiones de desechos simulados.
—¡Eia! —gritó, plena de excitación.
Concentrada como estaba en esa amenaza, Maia fue sorprendida por una brusca risotada. Se volvió hacia Renna.
—¿Qué pasa?
Tristemente, su compañero señaló hacia la figura sintética en la que habían confiado para sostener el centro del tablero. Su «guardiá»., con los brazos y piernas agitándose, había parecido que mantendría a raya todo lo que se atreviera a acercarse. Pero ahora Maia vio que una entidad en forma de barra había emergido del otro lado del tablero, y que se aproximaba inexorablemente. En ese instante, experimentó una rara sensación de reconocimiento, quizá surgida de los recuerdos de la infancia, de haber visto incontables partidas en los muelles de Puerto Sanger. En un extraño instante, la nueva forma de pronto le pareció algo… obvio.
Naturalmente. La forma absorberá…
El fluctuante intruso entró en contacto con las pautas secundarias que eran los brazos del guardián, y procedió a absorberlas. El efecto óptico era que la criatura de sus oponentes estaba devorando piezas del juego, una a una, incorporando órganos del guardián a su entidad cada vez más grande.
.En realidad es una forma sencilla, recordó aturdida. Los muchachos probablemente la memorizaban antes de cumplir los cuatro años.
Como si eso no fuera suficiente, la pauta invasora empezó a desplazar el centro del guardián, hasta entonces ileso. Latido a latido, la pseudobestia que Renna y ella habían construido fue obligada a retroceder desintegrándose y agitándose indefensa, aplastándose contra todas sus protecciones. Sin poder hacer nada, vieron cómo la destructiva retirada lo aplastaba todo hasta el rincón izquierdo, donde su vulnerable oasis fue rápida y decisivamente aniquilado. A partir de ese momento, la vida desapareció rápidamente de su mitad del tablero. Las risas y los divertidos abucheos hicieron que Maia corriera avergonzada hacia su camarote.
.Fue sólo un juego, intentó convencerse a la mañana siguiente, mientras barría.
.Al menos, eso es lo que las mujeres piensan, y ellas son las que cuentan
.
Sin embargo, el desagradable recuerdo de la humillación permaneció mientras la escarcha de gloria se evaporaba bajo el sol. Los pequeños parches que ella y la otra joven var habían pasado por alto pronto se sublimaron. Con visible reluctancia, el capitán Poulandres se acercó a la barandilla y tocó una campana.
De inmediato, la cubierta se llenó de mujeres, tanto pasajeras como tripulantes, que inhalaban los últimos aromas y miraban alrededor con energía en los ojos. Maia vio que una var de ancha constitución se colocaba detrás de un marinero de mediana edad y lo pellizcaba, haciendo que el hombre diera un salto y profiriese un alarido. La víctima se dio la vuelta, con expresión enfadada. Respondió un instante después con una risotada, agitó un dedo en señal de advertencia, y se retiró rápidamente al mástil más cercano. Un número inusitado de marineros parecía tener cosas que hacer allá en lo alto aquella mañana.
No era una reacción universal. El pinche de cocina parecía complacido por las atenciones de las mujeres reunidas alrededor de la olla de gachas. ¿Y por qué no? Las mujeres excitadas rara vez eran peligrosas, y era dudoso que aquel pobre tipo recibiera mucha atención durante el verano. Sin duda atesoraría el recuerdo de aquel breve flirteo durante los solitarios meses confinado en un santuario.
Dos vars cercanas, una rubia baja y una delgada pelirroja, se reían y señalaban. Maia se volvió para ver qué les llamaba tanto la atención.
.Renna, pensó con un suspiro. El Visitante se había acercado a un último cubo medio lleno que no había terminado de tirar por la borda. Se inclinó para coger un puñado de escarcha de gloria, y se la llevó a la nariz para olisquearla con delicadeza y curiosidad. Renna pareció perplejo durante un momento, y luego echó la cabeza hacia atrás y sus ojos se ensancharon. Con cuidado, se sacudió las manos y se las metió en los bolsillos.
Las dos rads se rieron. A Maia no le gustó la forma en que lo miraban.
—Supongo que si una está lo bastante desesperada… —le comentó una a la otra.
—Oh, no sé —fue la respuesta—. Me parece bastante exótico. Tal vez, cuando lleguemos a Ursulaborg…
—¡Tienes esperanzas! El Comité ya ha seleccionado a aquellas que tendrán la primera oportunidad. Esperarás tu turno, y masticarás un kilo de ovop si tienes suerte.
—Puaf. —La segunda hizo una mueca. Sin embargo, el brillo de sus ojos no desapareció mientras observaba al hombre del espacio acercarse al alcázar.
Los pensamientos de Maia se desbocaron. Al parecer, las rads planeaban mantener a Renna ocupado mientras lo protegían y negociaban con el Consejo Reinante. Su primera reacción fue de furia. ¿Cómo se atrevían a suponer que él accedería, así de sencillo?
Entonces reprimió su ira inicial y trató de verlo con calma.
.Supongo que está en deuda con ellas
, admitió a regañadientes. Sería un desagradecimiento negar a sus rescatadoras al menos un esfuerzo, incluso en mitad del invierno. La organización radical sin duda había prometido recompensas a las miembros de la patrulla de rescate si tenían éxito; tal vez una impregnación de invierno, con un apartamento y una beca para que su primera hija clónica pudiera ir a la escuela primaria.
.Las líderes, Kiel y Thalla, serán las primeras
, se dijo Maia. Dada su educación y sus talentos, Kiel estaría entonces en buena posición para convertirse en madre fundadora de un clan en alza.
.De modo que la política es parte de ello, pensó Maia, considerando los motivos de sus ex compañeras de casa.