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Authors: Nick Hornby

Todo por una chica (24 page)

BOOK: Todo por una chica
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—Será mejor que hablemos —dijo ella.

—Yo ahora no puedo —dijo Mark— Tengo que ir a la fuerza a esa reunión.

—Lo sé —dijo mi madre—. Que tengas un buen día.

Lo besó en la mejilla.

—Llámame luego —dijo él—. Y me cuentas..., ya sabes.

—Estaré bien —le dije a mi madre cuando Mark se fue—. Lo que tengas que decirme, sea lo que sea, no va a molestarme.

Y entonces, de pronto, tuve un pensamiento horrible. ¿Y si estuviera equivocado, y el futuro también estuviera equivocado, y mi madre estuviera a punto de decirme que tenía una enfermedad terrible? ¿Cáncer o algo parecido? Y le estaba diciendo que yo no iba a molestarme...

—Quiero decir que si son buenas noticias no van a molestarme —dije—. Y si son malas, me preocuparán.

Y lo que acababa de decir sonaba estúpido, porque a todo el mundo le preocupan las malas noticias, y con las buenas se alegran, normalmente.

Mi padre solía decir que si estabas en un agujero debes dejar de cavar. Era una de sus expresiones preferidas. Significaba que si estás metido en un lío no debes hacerlo aún peor. Siempre se lo estaba diciendo a sí mismo: «Si estás en un agujero, Dave, deja de cavar.» Y dejé de cavar.

—¿Lo has adivinado? —dijo mi madre.

—Eso espero.

—¿Qué quiere decir eso?

—Si me equivoco, te pasa algo malo de verdad.

—No, no me pasa nada malo.

—Entonces, estupendo —dije—. Y he acertado.

—Cuando me lo dijiste la vez anterior te equivocaste —dijo.

—Sí. Esa vez me equivoqué.

—¿Pero por qué sigues diciendo que estoy embarazada? Nunca había pensado tener otro hijo.

—Intuición masculina —dije.

—Los hombres no tenéis ninguna intuición.

Eso no era cierto del todo, si se piensa con lógica (y se deja el futuro al margen). La primera vez me había equivocado por completo, y la segunda vez la había visto no beber vino y la había oído vomitar en el cuarto de baño. No se necesita mucha intuición para adivinar eso.

—¿Seguro que no te has molestado? —dijo.

—Seguro —dije—. Quiero decir que es estupendo. Serán amigos, ¿no?

—Eso espero. Tendrán la misma edad, al menos.

—¿Qué van a ser el uno del otro?

—He estado pensándolo —dijo mi madre—. Mi bebé será tío o tía del tuyo. Y mi nieto será unos meses mayor que mi hijo. Estoy de cuatro meses, y Alicia está de ocho.

—Qué locura, ¿no? —dije.

—Debe de suceder mucho —dijo mi madre—. Pero no pensé que nos fuera a suceder a nosotros.

—¿Cómo te sientes? —dije.

—Bueno. Bien. Al principio no pensé que quisiera tenerlo. Pero luego no sé... Es el momento adecuado, ¿no?

—Para ti, puede que sí.

Y me eché a reír, para que se diera cuenta de que estaba bromeando.

De pronto, mi madre ya no era mi madre. Éramos dos amigos que nos habíamos metido en el mismo sitio tonto el mismo año. Era un momento raro en mi vida, si metemos los viajes al futuro en el mismo saco. Nada estaba bien hecho. Las cosas podían suceder cuando les venía en gana, en lugar de cuando se suponía que tenían que suceder, como en las películas de ciencia ficción. Ahora todos podemos reírnos de ello, pero... Y además eso no es cierto. Sólo podemos reírnos de ello los días realmente buenos.

Comprendí que había dos futuros. Uno, al que llegaba cuando me proyectaban hacia delante. Y el otro el
de verdad
, el que tienes que esperar para ver, el que no puedes visitar, aquel al que sólo podrás llegar viviendo todos los días que hay en medio... Y éste se había hecho menos importante. Casi había desaparecido, de hecho. Un trocito de él había desaparecido, en cualquier caso. Antes de que Alicia se quedara embarazada solía pasarme mucho tiempo pensando en lo que iba a sucederme en la vida. ¿Quién no lo hace? Pero luego dejé de hacerlo. Me sentía..., no sé. El año anterior, unos chicos de un colegio del barrio fueron a una especie de escalada a Escocia, y todo salió mal. Se les pasó el tiempo, y el profesor no era lo suficientemente ducho en escaladas, y se hizo de noche, y se quedaron atascados en una especie de cornisa, y tuvieron que rescatarlos. ¿Cuántos de esos chicos de la cornisa estuvieron esa noche pensando: «¿Qué voy a elegir de asignatura principal, literatura inglesa o francés? ¿Quiero ser fotógrafo o diseñador de páginas web?»? Apuesto a que ninguno. Aquella noche su futuro era, cómo no, un baño, un sándwich a la plancha, una bebida caliente. Una llamada a casa. Bien, tener una novia embarazada cuando aún estás en el colegio es como estar en esa situación todo el tiempo. Alicia y yo estábamos en aquella especie de cornisa, y pensábamos en la llegada de Roof (pero aún no lo llamábamos
Roof
), y a veces en su primera semana de vida, más o menos, pero no mucho más, no mucho más adelante en el tiempo. No habíamos renunciado a la esperanza. Sólo que era una clase de esperanza diferente, una esperanza en diferentes tipos de cosas. La esperanza de que nada —de alguna forma, o quizás— nos iba a salir demasiado mal.

Pero el caso es que aún nos quedaba por hacer algo con respecto al futuro, porque así es como te pasas la mitad del tiempo cuando tienes dieciséis años, ¿no? La gente —el colegio, el instituto, los profesores, los padres— quiere saber lo que estás pensando hacer, lo que quieres hacer, y tú no puedes decirles que lo que quieres es que todo esté bien en todos los sentidos. No hay diplomas para eso.

Alicia estaba de cinco meses cuando le llegó el momento de examinarse de bachillerato, y de siete cuando nos dieron las notas. Las suyas fueron horribles, la verdad, y las mías buenas. Y para entonces nada de eso nos importaba demasiado. Pero yo aún tenía que seguir oyendo a la madre de Alicia quejarse una y otra vez de lo mucho que había afectado negativamente a su hija su estado, y lo injusto que era que los chicos no tuvieran más que flotar en torno al asunto como si no estuviera sucediendo. Yo no me molestaba en decirle que cuando conocí a Alicia ella me dijo que quería ser modelo. Y no era lo que su madre y su padre querían oír. No era la imagen de ella que querían ver.

Así que pasamos el verano tratando de saber lo que íbamos a hacer, y esperando. Lo de tratar de saber lo que íbamos a hacer nos llevó unos diez minutos. Me matriculé en un instituto de Formación Profesional y Alicia decidió tomarse un año sabático, y volver a estudiar cuando el bebé tuviera un año. La espera, sin embargo... La espera nos llevó los dos meses. Era algo que no podía evitarse.

14

Estaba patinando en la Hondonada, yo solo, cuando de repente apareció mi madre. Venía sin aliento, pero eso no le impidió gritarme por no tener encendido el móvil.

—Está encendido —dije.

—Y entonces, ¿por qué no me contestas?

—Lo tengo en el bolsillo de la chaqueta.

Hice un gesto hacia mi chaqueta, que estaba sobre el banco de piedra que había a la derecha de la Hondonada.

—¿Y para qué te sirve tenerlo allí?

—Iba a echarle una ojeada dentro de un minuto —dije.

—Y eso es usarlo muchísimo cuando tienes a tu novia embarazada —dijo ella.

Estábamos perdiendo el tiempo discutiendo sobre cada cuánto tiempo tenía que mirar mi móvil, pero sólo mi madre sabía que estábamos perdiéndolo, porque tenía una información que aún no me había comunicado.

—¿Qué estás haciendo aquí, de todas formas?

Yo debería haber sabido por qué mi madre había venido corriendo desde casa hasta la Hondonada, pero —quién sabe por qué— estaba bloqueado. En realidad todo el mundo puede imaginar la razón. Estaba muerto de miedo.

—¡Alicia está de parto! —gritó mi madre, como si durante los dos minutos anteriores le hubiera estado impidiendo decírmelo—. ¡Tienes que ir corriendo!

—Sí —dije—. De acuerdo. Claro.

Cogí mi tabla y eché a correr; bueno, más bien corrí sin moverme del sitio donde estaba. Como si estuviera dándome revoluciones al motor. El caso es que no sabía hacia dónde correr.

—¿Adonde tengo que ir?

—A casa de Alicia. Rápido.

Recuerdo que sentí un poco de náuseas cuando me dijo que tenía que ir corriendo a casa de Alicia. En las últimas cuatro semanas había tenido pequeñas ensoñaciones y pesadillas sobre el parto. Mi pesadilla era que la madre y el padre de Alicia no estaban presentes cuando su hija se ponía de parto, y ella tenía el bebé en un autobús o en un taxi, y yo estaba con ella y no sabía qué hacer. Mi ensoñación despierto era que estaba no sé dónde, y recibía un mensaje que decía que Alicia había tenido ya el bebé, y que estaban los dos bien, y que me había perdido todo el acontecimiento. Así que cuando mi madre me dijo que tenía que ir corriendo a casa de Alicia, sabía que no me lo había perdido entero, y que aún existía una posibilidad de que el bebé naciera en el piso de arriba del autobús número 43.

Al pasar apresuradamente por su lado, mi madre me agarró y me besó en la mejilla.

—Buena suerte, cariño. No tengas miedo. Es una cosa asombrosa.

Me acuerdo de lo que pensaba cuando iba a toda velocidad por Essex Road hacia la casa de Alicia. Pensaba: Espero no llegar demasiado sudado. No quiero apestar cuando esté haciendo lo que tenga que estar haciendo. Y luego pensé: Espero que no me entre mucha sed. Porque aunque teníamos una botella de agua en la bolsa de emergencia que habíamos preparado para llevar al hospital, no estaría bien que me pusiera a beber de ella, ¿no? Era el agua de Alicia. Y no podía pedirles un vaso de agua a las enfermeras, porque se suponía que estaban allí para atender a Alicia, no a mí. Y no podía escabullirme hasta los lavabos a amorrarme al grifo porque seguro que Roof elegía esos cinco minutos escasos para nacer. Así que podría decirse que me estaba preocupando de mi persona, no de Alicia ni del bebé, aunque la razón por la que me estaba preocupando por mí era que se suponía que no tenía que estar preocupándome por mí.

Me abrió la puerta la madre de Alicia, Andrea. Me abrió la puerta Andrea.

—Está en el cuarto de baño —me dijo.

—Oh —dije—. Muy bien.

Y pasé por delante de ella y me senté en la cocina. O sea, no me senté en la cocina como si me estuviera poniendo cómodo. Estaba nervioso, así que me senté de lado en una de las sillas de la cocina y me puse a tamborilear con el pie en el suelo. Pero la madre de Alicia seguía mirándome como si me hubiera vuelto loco.

—¿No quieres verla? —dijo.

—Sí. Pero está en el baño, ¿no? —dije.

Andrea se echó a reír.

—Tienes permiso para entrar a verla —dijo.

—¿Sí?

—Oh, Dios mío —dijo ella—. El padre del bebé de mi hija no la ha visto nunca desnuda.

Me puse rojo. Estaba bastante seguro de que había visto todo su cuerpo. Pero nunca todo de una vez.

—Estás a punto de ver la cruda realidad —dijo Andrea—. No creo que tengas que preocuparte por verla en el baño.

Me levanté. Seguía vacilante.

—¿Quieres que vaya contigo?

Negué con la cabeza y subí las escaleras. Incluso entonces seguía confiando en que la puerta del baño estuviera cerrada.

Alicia y yo no habíamos tenido sexo desde que habíamos vuelto a estar juntos. Así que en los últimos meses casi había perdido todo recuerdo de cómo era debajo de sus camisetas holgadas y los jerséis de su hermano, si sabéis a lo que me refiero. No podía creérmelo. Alicia ya no era la misma persona. En la tripa parecía que llevaba un ser de dos años de edad o algo por el estilo, y sus pechos eran de un tamaño unas cinco veces mayor que el de la última vez que se los había visto. Casi todas las partes de su cuerpo parecían realmente a punto de estallar.

—Ocho minutos —dijo. También su voz sonaba extraña. Más profunda y más vieja. De hecho, de pronto pareció tener unos treinta años, y yo me sentía como si tuviera siete, íbamos en dirección opuesta en lo relativo a la edad. Y a pasos agigantados. No sabía a qué se refería con lo de los ocho minutos, así que no le hice caso.

—¿Los controlas tú ahora?

Me hizo un gesto indicando su reloj de pulsera. Yo no sabía qué hacer con él.

Habíamos estado en clases de preparación al parto, aunque nadie lo hubiera dicho al verme en aquel momento. Después del desastre de Highbury New Park, donde todos nuestros compañeros de clase eran profesores o gente de pelo gris, mi madre nos encontró algo más a nuestro estilo en el hospital. Había gente de nuestra edad, más o menos. Allí es donde conocí a la chica que me enseñó a cambiar un pañal en los lavabos de McDonald's. Y allí es donde conocí a las chicas de las que me habló, Holly y Nicola y demás. No había muchos chicos. De todas formas, la profesora del hospital nos dijo lo de tomar los tiempos entre las contracciones y todo eso. Pero hay que tener en cuenta todo el proceso: mi madre baja corriendo a la Hondonada a decirme que Alicia está de parto y yo salgo a toda velocidad hacia la casa de Alicia y entro en su cuarto de baño y encuentro a una mujer desnuda que no se parece nada a Alicia. Durante un momento me quedo con la mente en blanco. Ella ve que no entiendo lo que me dice, así que me lo repite a gritos:

—El tiempo de las contracciones, so memo.

Pero no me lo dijo de buenas. Estaba furiosa y frustrada, y yo por poco tiro el reloj al retrete y me voy a casa. En las doce horas siguientes, estuve a punto de irme a casa unas cinco veces.

De pronto, lanzó un grito terrible, terrible. Como el de un animal, aunque no sabría decir cuál, porque no sé mucho de animales y demás. A lo que más se parecería sería a un burro, al que oí en un campo cercano a nuestro hotel en España.

—¿Qué ha...? —dijo Alicia.

La miré. ¿No lo sabía ella? Creí que pensaba que había alguien más en el cuarto de baño. O un burro de verdad.

—Ha sido... Has sido tú —dije. No me gustó decirlo. Sonaba rudo.

—El ruido no, gilipollas —dijo ella—. Sé que he sido yo. ¿Cuántos minutos?

Me alivió saber que no la había entendido, porque ello significaba que no se había vuelto loca. Pero no sabía cuántos minutos eran, y sabía que iba a ponerse aún más furiosa conmigo.

—No lo sé —dije.

—Oh, por el amor de Dios —dijo—. ¿Por qué coño no lo sabes?

En las clases nos habían advertido en contra de las palabrotas. La profesora dijo que nuestras parejas nos podían llamar barbaridades que en realidad no querían llamarnos, y que lo hacían por el dolor y demás. Yo tenía la idea de que no iba a empezar a soltar palabrotas hasta el momento de empujar, así que aquello no era una buena señal.

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