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Authors: Nick Hornby

Todo por una chica (22 page)

BOOK: Todo por una chica
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—Ése es tu móvil —dijo mi madre.

Presté atención. Y no pude oír más que el mugido de una vaca.

—Es una vaca —dije.

—Sí. Eso tuvo gracia la primera vez —dijo mi madre.

Volví a escuchar. Parecía el mugido de una vaca. Sólo que el mugido siguió sonando: «Mu mu, mu mu... Mu mu, mu mu...» Como si fuera un teléfono. No era una vaca, claro, porque ¿qué iba a estar haciendo una vaca de verdad en mi cuarto? Comprendí lo que pasaba. Pasaba que, en algún momento entre el presente y el futuro, y para reírme un rato, había descargado un tono de timbre que sonaba como el mugido de una vaca. Y no estaba muy convencido de la gracia que pudiera tener la cosa.

Encontré el móvil en el bolsillo de mi chaqueta. —¿Sí?

—Soy yo, Sab.

—Ah, hola, Sab. —No tenía ni idea de quién era Sab, pero su voz se parecía un poco a la de Alicia. Aunque uno no puede estar muy seguro de nada cuando está en el futuro.

—Sab. No Sab.

—¿Sab no Sab? ¿Qué quiere decir eso?

—Soy Alicia. Y estoy resfriada. Así que estoy intentando decir «Sab», pero me ha salido «Sab».

—Sam.

—Sí, maldita sea. ¿Te has levantado estúpido o qué? —Sí.

Me pareció más fácil admitirlo sin más.

—En fin. Sé que tienes que ir al instituto, pero no me encuentro muy bien, y mis padres no están, y, como tenía que llevarle al pinchazo esta mañana, me pregunto si podrás llevarle tú.

—¿Pinchazo?

—Sí. A eso. A la inmunización. A la vacunación. A la inyección.

Parecían demasiadas cosas para un niñito tan pequeño.

—Bueno, ¿puedes llevarle?

—¿Yo?

—Sí. Tú. Su padre. No podemos volver a dejarlo para más tarde.

—¿Dónde es?

—En el centro de salud. Ahí cerca.

—Está bien.

—¿Sí? Gracias. Te veo dentro de un rato, entonces. Necesita salir a alguna parte. Lleva horas despierto y me tiene mareada.

Mi madre había relevado a Mark y ahora era ella quien le daba la comida a la niña. Ésta sonreía y volvía a alargar los brazos hacia mí para que la cogiera, pero mi madre le dijo que tenía que esperar a terminar de comer.

—¿A qué edad les dan el pinchazo a los bebés? —le pregunté.

—¿Qué pinchazo?

—No sé.

—Bueno depende del pinchazo que sea, ¿no? —¿Sí?

—¿Hablas de Roof? —Sí.

—Alicia dijo que quería llevarle a que le pusieran la inyección. Que tenían que habérsela puesto hace meses, pero que no estaba segura.

—¿A qué edad suelen ponérsela? —repetí.

Trataba de averiguar la edad de mi hijo. Y también la mía.

—¿Quince meses?

—Eso.

Así que Roof tenía poco más que quince meses. Quince meses era un año y tres meses. Quizás se acercara a los dos años, entonces; o incluso unos meses más. Luego yo tenía dieciocho. Iba a comprar el periódico camino de casa de Alicia, así que miraría la fecha, y sabría si podía beber en un pub sin infringir la ley.

—Tengo que llevarle esta mañana. Alicia no se siente bien.

—¿Quieres que vayamos contigo Emily y yo?

—¿Emily?

—¿No querrás que la deje aquí?

—No, no. Sólo que... Está bien —dije—. No. Tienes razón. Lo llevaré a los columpios o algo así.

Los niños de poco menos o algo más de dos años podían ir a los columpios, ¿no? Los columpios eran para ellos, ¿no? ¿Qué más podían hacer los niños de esa edad? No tenía la menor idea.

—Mamá, ¿tú crees que Roof es bueno hablando?

—Podría hacer de portavoz del reino.

—Eso me parecía.

—¿Por qué? ¿Ha dicho alguien algo?

—No, no. Pero—

Pero yo ni siquiera sabía si ya hablaba, ni si los niños de dos años ya hablaban, ni nada de nada. Y tampoco podía decírselo a mi madre.

—Te veo luego —dije—. Hasta luego, Emily.

Y le di un beso en la cabeza a mi hermanita, que se echó a llorar cuando me fui.

Alicia tenía un aspecto horrible. Estaba en bata, y le lloraban los ojos, y tenía la nariz roja. Lo cual me vino bien, la verdad, porque tenía la sensación de que ya no estábamos juntos, con lo de que me había vuelto a vivir a casa y demás, y me sentía triste. En el presente nos llevábamos bien, y Alicia me empezaba a gustar de nuevo, y tanto como me había gustado cuando la conocí. Con aquel aspecto horrible... sería más fácil que rompiéramos.

—Estoy resfriada —dijo, y se echó a reír.

La miré. No sabía de qué estaba hablando.

—Puede que me lo hayas pegado tú —dijo, y volvió a reírse.

Me alarmé: ¿no estaría teniendo una especie de crisis nerviosa?

—Está viendo la tele —dijo—. No he tenido fuerzas suficientes para ponerme a hacer otra cosa con él.

Entré en el salón, y vi a un chiquillo pequeño de pelo rizado y rubio —tan largo como el de una chica—, viendo a unos australianos que cantaban con un dinosaurio. Se dio la vuelta y me miró, y vino corriendo hacia mí, y tuve que cogerlo antes de que se diera de morros contra la mesita de centro.

—¡Papi! —dijo, y juro que mi corazón dejó de latir por espacio de un par de segundos. Papi. Era demasiado: conocer a mi hermanita y a mi hijo en el mismo día. Habría sido demasiado para cualquiera. Lo había conocido antes, la otra vez que estuve en el futuro, pero entonces no era gran cosa, y apenas me había acercado a él. Me había puesto la cabeza como un bombo. Y ahora también me tenía sorbido el seso.

Lo acuné un poco en los brazos, y él se rió, y cuando dejé de hacerlo me quedé mirándole.

—¿Qué? —dijo Alicia.

—Nada —dije—. Sólo le miro.

Se parece a su madre, pensé. Los mismos ojos y boca.

—Puedo comer un helado si me porto bien.

—¿Es verdad?

—Después del médico.

—Vale. Y luego iremos a los columpios.

Roof se puso a llorar, y Alicia me miró como si estuviera mirando a un idiota.

—No tenéis que ir a los columpios —dijo.

—No —dije—. No si tú no quieres que vayamos.

No tenía ni idea de qué iba la cosa, pero de lo que estaba totalmente seguro era de que había metido la pata hasta dentro.

—¿Es que se te ha olvidado? —me dijo Alicia en un susurro.

—Sí —dije— Lo siento.

Uno tiene que vivir su vida, y no andar saliendo y entrando en ella todo el tiempo. Porque de lo contrario no sabes nunca lo que está pasando.

—En fin. Cuídalo durante todo el tiempo que puedas. Me siento fatal.

Pusimos a Roof en su sillita de paseo para ir al centro de salud, pero, claro, yo no tenía ni idea de cómo abrochar las correas, así que Alicia tuvo que ayudarme, aunque no pareció sorprenderse mucho de lo inútil que era yo para esas cosas. Me preguntó cuándo iba a aprender a hacerlo. Me agradó darme cuenta de que yo era un inútil normalmente, porque así no tenía que explicar por qué podía hacerlo un día y no al siguiente. Cuando salimos de casa, sin embargo, Roof se puso a montar un escándalo y a intentar soltarse de la sillita. Andaba, de eso estaba seguro, porque lo había visto correr por el salón para tirarse en mis brazos, así que empecé a manipular las correas hasta que algo hizo clic, y lo solté y lo dejé correr por la acera. Pero entonces me di cuenta de que iba a salir disparado hacia la calzada, así que tuve que agarrarlo para impedírselo. Después de eso, lo cogí con fuerza de la mano y no se la solté por nada del mundo.

Mi madre tenía razón. Podría haber hecho de portavoz de Brasil, así que para qué hablar de Inglaterra. A cada cosa que pasábamos, decía: «¡Mira eso, papi!» Y la mitad de las veces no sabías de qué diablos hablaba. A veces era una motocicleta o un coche de policía; otras, una ramita o una vieja lata de Coca-Cola. Al principio yo trataba de pensar en algo que decir sobre esas cosas, pero ¿qué se puede decir sobre una lata vacía de Coca-Cola? No mucho.

En el centro de salud había montones de gente. Muchos eran padres con niños que parecían enfermos, niños resfriados, niños con fiebre, niños a los que las madres llevaban como desplomados sobre los hombros. Me alegré de que Roof no estuviera tan enfermo. Dudaba mucho de que me las hubiera podido arreglar si lo hubiera estado. Esperé en el mostrador de recepción mientras Roof se fue a hurgar en una caja de juguetes que había en la zona de espera.

—Hola —me dijo la mujer de detrás del mostrador.

—Hola —dije—. Hemos venido para la inyección y la vacunación y la inmunización.

La mujer se echó a reír.

—Seguramente hoy no va a ser más que una de ellas, ¿no le parece?

—Como tenga que ser —dije.

—¿A quién se refiere con «hemos», de todas formas?

—Oh —dije—. Perdón. Él —señalé a Roof.

—Bien, y ¿quién es él?

Oh, maldita sea, pensé. Ni siquiera sé el nombre de mi hijo. Estaba seguro de que no era el mejor padre del mundo, pero la sensación que me dieron Alicia y Roof cuando fui a recogerlo fue que tampoco era el peor. Pero no saber el nombre de tu hijo... Eso no estaba bien. Hasta el peor padre del mundo sabe el nombre de su hijo, lo que me convertía en alguien peor que el peor padre del mundo.

Si su nombre era Roof, su inicial era «R». Y el apellido era o bien el mío o el de Alicia. Jones o Bums.

—R. Jones —dije.

Miró en una lista, y luego miró en la pantalla de un ordenador.

—No tengo a nadie con ese nombre.

—R. Bums —dije.

—¿Puedo preguntarle quién es usted?

—Soy su padre —dije.

—¿Y no sabe su nombre? —Sí —dije—. No.

Me miró. Era obvio que no la consideraba una respuesta suficiente.

—Me olvidé de que lleva el apellido de su madre —dije.

—¿Y el nombre de pila?

—Yo lo llamo Roof —dije.

—¿'Y cómo le llaman los demás?

—Todos lo llamamos Roof.

—¿Cuál es su nombre de pila?

—Creo que será mejor que venga mañana —dije.

—Sí —dijo la mujer—. Cuando llegue a conocerlo un poco mejor. Y le dedique un poco más de tiempo. Y tenga una buena sesión de tú a tú, padre-hijo. Y le pregunte su nombre, y cosas de ese tipo...

Camino del parque, le pregunté a Roof cómo se llamaba.

—Rufus —dijo él.

Rufus. Por supuesto. Tendría que habérselo preguntado antes de llegar al centro de salud en lugar de a la salida. A Roof no le pareció extraño que se lo preguntara. Más bien parecía contento de saber la respuesta correcta. Supongo que a los niños siempre se les está preguntando cosas que saben.

Me moría de impaciencia por saber cuándo había dado mi aprobación a que a mi hijo se le llamara Rufus. A mí seguía gustándome Bucky.

—Rufus —dije—. Si mami te pregunta si la inyección duele, le dices que has sido un chico valiente, ¿vale?

—He sido un chico valiente —dijo él.

—Lo sé —dije.

Aún sigue sin el pinchazo.

La razón por la que a Rufus no le gustaban ahora los columpios era que uno le había dado un buen golpe en la cabeza la última vez que yo lo había llevado al parque. Lo dejé correr delante de unos columpios, al parecer, y uno de ellos lo había golpeado en la nariz. Me lo fue contando él mismo al entrar por las verjas del parque. Me sentí fatal. Era un niño tan precioso... Estaba claro que tenía que poner mucha más atención al cuidar de él.

Supongo que desde que me enteré de que Alicia estaba embarazada, de lo único que me preocupé fue de mi propia persona. Me preocupaba cómo iba a arruinar mi vida, y lo que iban a decirme mi madre y mi padre y ese tipo de cosas. Pero ya había tenido que impedir que Roof saliera corriendo a la calzada, y había visto a todos aquellos niños enfermos en el centro de salud. Y ahora que me había enterado de que mi hijo por poco pierde el conocimiento en el parque me daba cuenta de que yo aún no era lo bastante mayor para ese tipo de preocupaciones. Pero ¿quién lo era? Mi madre se preocupaba todo el tiempo, y sí tenía la edad suficiente. Tener la edad suficiente no resultaba de ayuda. Puede que la mayoría de la gente no tuviera bebés cuando tenía mi edad porque así disponían de una pequeña parte de su vida en la que podían preocuparse de otras cosas como empleos, novias y resultados de los partidos de fútbol.

Jugamos en el foso de arena durante un rato, y luego él se tiró por el tobogán unas cuantas veces, y luego cabalgó un poco en uno de esos caballos de madera que tienen un gran muelle que les sale de la tripa y que hace que puedas bambolearte de un lado para otro sobre su lomo. Me acuerdo de que yo, de niño, me montaba en ellos. Y estaba seguro de que me había montado precisamente en aquél. Llevaba unos cinco años sin ir a aquel parque, pero no creo que hubiera cambiado nada desde que yo jugaba en él.

Tenía veinte libras en el bolsillo. Roof se tomó un helado, así que me quedaban diecinueve, y nos fuimos andando desde Clissold Park a Upper Street (sólo por hacer algo). Y luego Roof quiso ir a esa tienda de juguetes, y yo pensé:

Bueno, podemos mirar, ¿no? Y entonces se le antojó un helicóptero que costaba 9,99 libras, y le dije que no podía comprárselo, y entonces se tiró al suelo y se puso a llorar y a dar cabezazos contra el suelo. Así que me quedaban nueve libras. Y luego pasamos por delante de un cine, y estaban poniendo una película para niños titulada
El condimento de la ensalada.
Por el cartel parecía una especie de plagio de la de las verduras de Wallace y Gromit. Así que, cómo no, quiso verla, y cuando miré el horario vi que estaba a punto de empezar la primera sesión. Y pensé: Bueno, es una forma estupenda de pasar dos horas. Las dos entradas me costaron 8,50 libras, así que me quedaban cincuenta peniques.

Entramos en el cine, y allí en lo alto de la pantalla vimos a un tomate parlante gigantesco que trataba de escapar de un bote de mayonesa y un salero.

—No me gusta —dijo Roof.

—No seas bobo. Siéntate.

—¡NO ME GUSTA! —gritó. No había más que unas cuatro personas en el cine, pero todas ellas se volvieron a mirarnos.

—Vamos a...

El tomate gigante corrió directamente hacia la cámara gritando, y esta vez Roof se limitó a chillar. Lo agarré y salimos al vestíbulo. Me había gastado veinte libras en unos veinte minutos.

—¿Puedo comerme unas palomitas, papi? —dijo Roof.

Lo llevé a casa de su madre. Alicia se había vestido mientras estábamos fuera, y tenía mejor aspecto, aunque seguía con mala cara.

—¿Eso es todo lo que has aguantado con él? —dijo al vernos.

—No se sentía bien. Después del pinchazo y demás.

—¿Cómo ha ido todo? —dijo ella.

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