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Authors: Nick Hornby

Todo por una chica (9 page)

BOOK: Todo por una chica
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—No, aún no. No tiene más que ocho años.

—Una edad suficiente —dije.

—Quizás podrías enseñarle —dijo Mark.

Emití un ruido, algo como «Erg», que se suponía que significaba «Vale, de acuerdo», sólo que en plan brusco.

—¿Dónde está ahora? —dije.

—¿Tom? Con su madre. No vive conmigo, pero lo veo casi todos los días.

—Pensábamos comer algo —dijo mi madre—. Un curry que compremos por ahí o algo. ¿Te apetece?

—Sí. Muy bien.

—¿No sales con Alicia esta tarde?

—Ajá... —dijo Mark—. ¿Quién es Alicia?

Tenía las dos facetas; aquel tío, pensé. Aquel «Ajá» no me había sonado bien. Sonaba a que quería ser mi amigo cuando ni siquiera me conocía.

—¿Vais en serio? —dijo Mark.

—No mucho —dije.

Y mi madre dijo, casi al mismo tiempo:

—Extremadamente en serio.

Y volvimos a mirarnos, y esta vez Mark se echó a reír, pero no nosotros.

—Pensaba que habías dicho que las cosas iban muy bien entre vosotros —dijo mi madre.

—Oh, sí —dije yo—. Siguen yendo muy bien. Sólo que no tan en serio como antes. —Y, de pronto, me sentí asqueado de no decir la verdad, y dije—: Creo que lo estamos dejando.

—Oh —dijo mi madre—. Lo siento.

—Sí —dije yo—. Bien.

¿Qué otra cosa podía decir? Me sentí un poco estúpido, como es natural, porque la tarde que ella se había encontrado con Mark era la tarde en la que trataba de decirme que me tomara la relación con más calma.

—¿De quién ha sido la idea? —dijo mi madre.

—De ninguno, en realidad —dije.

—¿Habéis hablado de ello? —No.

—¿Entonces cómo lo sabes?

—Me da esa sensación.

—Si te has alejado de ella debes decírselo —dijo mi madre.

Tenía razón, por supuesto. Pero no lo hice. Lo que hice fue no volver a su casa, y tener el móvil apagado, y no contestar a sus mensajes de texto. Así que seguramente acabó entendiendo lo que pasaba.

Una tarde recibí un mensaje de ella muy triste... De hecho no quiero decir lo que me decía. Acabaréis sintiendo lástima por ella, y no es lo que yo quiero que sintáis. Cuando antes dije que nos habíamos cansado el uno del otro..., bueno, pues no era cierto. Yo me había cansado de ella, pero no ella de mí. Aún. Para mí estaba claro. O, al menos, ella
no pensaba
que se había cansado de mí. Las últimas veces que habíamos estado juntos no es que pareciera precisamente entusiasmada de estar conmigo. Traté de hablar de ello con Tony Hawk, de todas formas.

—¿Crees que estoy portándome mal con ella? —le pregunté.

—Yo era un idiota y quería más libertad —me contestó. (Léase: Quería pasar más tiempo con otras chicas, en las giras.) Sabía de lo que me estaba hablando. Me hablaba de cuando su novia Sandy se fue a vivir con él, y de cuando luego se fue de su casa. Lo cuenta en su libro, y por eso pone «Léase», y por eso hay cosas que van entre paréntesis. ¿Me estaba diciendo que era un idiota? ¿Era idiota querer más libertad? No podía entenderlo bien. Quizás no me estaba diciendo nada. Quizás había leído el libro demasiadas veces.

5

Lo extraño del asunto era que salir con Alicia no me había quitado ni una pizca de buena fama en el colegio, sobre todo entre las chicas. Muy pocos me habían visto con ella en el cine, por ejemplo, y les habían contado a los demás que estaba con una chica preciosa, y creo que eso hizo que todos me miraran de una forma nueva. Era como si Alicia me hubiera acicalado de arriba abajo. Creo que por eso acabé yendo al McDonald's con Nikki Niedzwicki la tarde anterior a mi decimosexto cumpleaños. (Su nombre se escribe así: me lo escribió cuando me dio su número de móvil.) Era exactamente el tipo de chica que jamás me habría mirado dos veces antes de salir con Alicia. Solía salir con chicos mayores que yo, seguramente porque aparenta cinco años más que cualquiera de nosotros. Se gastaba mucho dinero en ropa, y jamás la veías sin maquillaje.

Cuando fuimos al McDonald's me dijo que quería tener un bebé, y entonces supe que no tendría sexo con ella jamás, ni con cinco condones puestos.

—¿Para qué? —le pregunté.

—No sé. ¿Porque me gustan los bebés? ¿Porque no hay nada que me apetezca mucho estudiar en la universidad?

¿Y porque siempre podré conseguir un trabajo cuando mi bebé se haga mayor? —Es una de esas personas que siempre está haciéndose preguntas. Me ponía de los nervios.

—Mi madre tuvo un hijo con dieciséis años.

—Sí, ¿ves? Eso es lo que quiero decir —dijo.

—¿Qué?

—Bueno, que lo más seguro es que seáis más que compañeros, ¿no? Tu madre y tú. Ésa es la relación que quiero con mi hijo. No quiero tener cincuenta años cuando él tenga dieciséis. A esa edad no puedes ni salir con él, ¿no es cierto? Ni a discotecas ni a nada. Porque a esa edad no eres más que un engorro.

Oh, sí, me entraron ganas de decir. Ésa es la cosa. Ir a discotecas y discotecas y discotecas. Si no puedes ir a discotecas con ella, ¿para qué sirve una madre? Tenía ganas de irme a casa, y por primera vez desde que lo dejamos, eché de menos a Alicia. O sentí nostalgia de ella, al menos. Me acordé de lo bueno que era..., aquellas tardes en que no íbamos al cine porque teníamos tanto que decirnos el uno al otro... ¿Adonde habían ido todas aquellas palabras? Se las había tragado el televisor de Alicia. Y yo quería recuperarlas.

Acompañé a Niki a casa, pero no la besé. Me daba demasiado miedo. Y si se quedaba embarazada en algún momento de las dos semanas siguientes no quería que tuviera ninguna saliva mía o algo que pudiera presentar como prueba en mi contra. Nunca se es demasiado precavido, ¿no es cierto?

—¿He hecho mal? —le pregunté a TH cuando volví a casa—. ¿Crees que debería seguir con Alicia?

—Si algo había en mi vida que no girara alrededor del skate, se me hacía muy difícil entenderlo o resolverlo —me dijo TH. Me estaba hablando de nuevo de Sandy, su primera novia de verdad, pero quizás era su forma de decirme: «¿Cómo diablos quieres que lo sepa? No soy más que un tipo que patinar.» O: «No soy más que un póster?» Decidí que me estaba diciendo que de momento debía limitarme a la tabla de skate, y que dejase a un lado a las chicas. Después de mi velada con Nikki, parecía un consejo muy bueno.

Pero nunca tuve la ocasión de ponerlo en práctica. Porque al día siguiente —cuando cumplí dieciséis años— mi vida empezó a cambiar.

El día empezó con tarjetas de felicitación y regalos y donuts —para cuando me desperté, mi madre ya había ido a la panadería—. Mi padre iba a venir por la tarde a tomar té y tarta, y luego —lo creáis o no— mi madre y yo íbamos a ir al Pizza Express y al cine. Recibí el primer mensaje de texto de Alicia justo después del desayuno, y decía sólo esto: «NECESITO VERTE URGENTE AXX.»

—¿Quién es? —dijo mi madre.

—Oh, nadie.

—¿Una tal señorita Nadie? —dijo mi madre. Seguramente pensaba en Nikki, porque sabía que habíamos salido la tarde anterior.

—En realidad no —dije.

Sabía que mi respuesta no tenía pies ni cabeza, porque una persona es una chica o no lo es (a menos que hablemos de hombres que se disfrazan de chicas), pero no me importaba gran cosa. Una parte de mí sentía pánico. No tanto en la cabeza como en las tripas; creo que mis tripas sabían de qué se trataba, por mucho que no lo supiera mi cabeza (o que fingiera no saberlo). No me había olvidado de aquella vez en que algo sucedió a medias sin que antes me hubiera puesto algo que tendría que haberme puesto. La parte de mí que sentía pánico ante aquel mensaje de texto nunca había dejado de sentirlo desde el día en que aquello sucedió a medias.

Me encerré en el cuarto de baño y le escribí a Alicia un mensaje que decía: «HOY NO, ES MI CUMPLE SXX.» Si me contestaba algo a aquello, seguro que estaba en un buen lío. Tiré de la cadena y me lavé las manos, para que mi madre pensara que había estado haciendo algo, y justo antes de que hubiera podido abrir la puerta sonó de nuevo mi móvil. El sms decía escuetamente: «URGENTE, EN NUESTRO STARBUCKS A LAS 11.» Y entonces lo supe con toda mi persona: tripas, cabeza, corazón, uñas...

Le escribí lo siguiente: «OK.»

No supe qué otra cosa hacer, por mucho que lo que quisiera hacer fuera cualquier otra cosa.

Cuando volví a la cocina, me entraron ganas de sentarme en el regazo de mi madre. Sé que suena estúpido y pueril, pero no podía evitarlo. El día en que cumplía dieciséis años no quería tener dieciséis años, ni quince, ni ninguno de los que siguen a diez. Quería tener tres o cuatro, o ser demasiado pequeño para poder hacer cualquier barbaridad, aparte de la barbaridad de garabatear en las paredes o volcar el bol de la comida.

—Te quiero, mamá —dije mientras me sentaba a la mesa.

Me miró como si me hubiera vuelto loco. O sea, le gustó, pero estaba francamente sorprendida.

—Yo también te quiero, cariño —dijo al fin.

Traté de no ahogarme. Si Alicia iba a decirme lo que yo pensaba que iba a decirme, calculé que pasaría algún tiempo antes de que mi madre volviera a decirme lo que acababa de decirme. E incluso era posible que tuviera que pasar mucho tiempo antes de que siquiera lo sintiera (sin decirlo).

Mientras me dirigía al lugar de la cita, iba haciendo todo tipo de tratos (o intentando hacerlos al menos). Ya sabéis qué tipo de tratos: «Si no es eso, no volveré a patinar jamás», como si una cosa tuviera algo que ver con la otra. Ofrecí también no volver a ver la televisión, y no volver a salir nunca de casa, y no volver a comer en un McDonald's. El sexo ni lo mencioné, porque ya sabía que jamás volvería a experimentarlo (y para que no pareciese un trato en el que Dios pudiera estar interesado). Era como si le hubiera prometido no ir a la luna, o no pasearme desnudo por Essex Road. El sexo se había acabado para mí, para siempre, sin ninguna duda.

Alicia estaba sentada en el largo mostrador que había pegado a la ventana, de espaldas a todo el mundo. Le vi la cara al entrar, sin que ella me viera a mí, y parecía pálida y asustada. Traté de pensar en otras cosas que pudieran haberla puesto así. Quizás su hermano estaba metido en un lío. Quizás su ex novio la había amenazado, o me había amenazado a mí. No me importaba tener que pelearme. Aunque fuera una pelea de mil demonios, me pondría bien en un par de meses, seguramente. Pongamos que el tío me rompía los brazos y las piernas... Tal vez volvería a andar para navidades.

No me acerqué a ella a saludarla nada más entrar. Me puse en la cola para pedirme una bebida. Si mi vida estaba a punto de cambiar, que mi vida pasada se prolongara todo lo posible. Había dos personas delante de mí, y me dije que ojalá pidieran lo más complicado de preparar que Starbucks hubiera servido en toda su historia. Lo que quería era que alguna de ellas pidiera un capuchino con las burbujas conseguidas a mano, una por una, o algo parecido. Sentía náuseas, por supuesto, pero prefería sentir náuseas sin estar seguro de si era eso. En la cola podía seguir imaginando que la cosa no iba a ser más que una pelea, pero una vez que hablara con ella la suerte estaría echada.

La mujer de delante de mí quería un trapo para limpiar un poco de naranjada que su hijo había derramado en la mesa. No llevó nada de tiempo atenderla. Y cuando me llegó el turno no se me ocurrió ninguna bebida complicada, y pedí un frappuccino. Al menos el frappuccino tarda bastante en prepararse, por el hielo. Y cuando me lo entregaron ya no me quedó más remedio que sentarme al lado de Alicia en el mostrador de la ventana.

—Hola —dije.

—Feliz cumpleaños —dijo ella. Y luego—: Me he retrasado.

Entendí inmediatamente lo que quería decir.

—Pero si has llegado antes que yo —dije. No pude contenerme. No intentaba ser gracioso, y tampoco estaba siendo obtuso. Intentaba retrasar la cosa, simplemente; intentaba ser el Sam de siempre. No quería que llegara el futuro, y lo que Alicia me estaba a punto de decir era el futuro.

—Se me ha retrasado el período —dijo ella, así de directo, y eso fue todo. El futuro había llegado.

—Ya —dije—. Es lo que pensaba que ibas a decirme.

—¿Por qué?

No quería decirle que estaba preocupado desde el día en que había sucedido
aquello
.

—Porque es la única cosa que se me ocurría que pudiera ser tan seria —dije.

Pareció aceptar eso.

—¿Has ido al médico? —dije.

—¿Para qué?

—No sé. ¿No es lo que se hace?

Intentaba hablar con voz normal, pero no me salía como es debido. Sonaba temblona y ronca. No podía acordarme de la última vez que había llorado, pero me sentía bastante cerca del llanto.

—No, no creo. Creo que se compra un test de embarazo —dijo.

—Bueno, pues ¿lo has comprado?

—No. Quería que vinieras conmigo.

—¿Se lo has dicho a alguien?

—Oh, sí. Claro. Se lo he dicho a todo el mundo. Maldita sea. No soy tan tonta.

—¿Cuánto retraso llevas?

—Tres semanas.

Tres semanas sonaba a mucho retraso, pero ¿qué sabía yo de esas cosas?

—¿Se te ha retrasado tanto alguna vez? —dije.

—No. Ni mucho menos.

Y entonces me quedé sin preguntas. Me quedé sin preguntas normales, me refiero. Porque quería preguntarle cosas como: «¿No me va a pasar nada?», «¿Van a matarme tus padres?», «¿Te importará si estudio arte y diseño, de todas formas?», «¿Puedo irme a casa ahora?». Cosas de ese tipo. Pero todas eran preguntas que se referían a mí, y estaba totalmente seguro de que se suponía que debía preguntarle cosas que se refirieran a ella. A ella y a
ello
.

—¿Se puede comprar un test de embarazo en la farmacia?

Sí, he ahí una buena pregunta. Me tenía sin cuidado si se podía o no se podía, la cuestión era decir algo. —Sí.

—¿Es caro?

—No lo sé.

—Pues vamos a una farmacia a verlo.

Sorbimos por las pajitas lo que nos quedaba de las bebidas y pusimos —de golpe y con ruido— los vasos en el mostrador al mismo tiempo. Vuelvo a pensar en ello de cuando en cuando. No sé por qué. En parte porque el ruido que se hace al sorber es como infantil, y porque a pesar de ello lo habíamos hecho porque teníamos prisa por saber si íbamos a ser padres. Y en parte porque cuando pusimos los vasos encima del mostrador exactamente al mismo tiempo me pareció una buena señal. Pero no lo era. Quizás porque eso se me quedó bien fijo en la memoria.

Había una pequeña farmacia justo al lado del Starbucks, así que entramos a mirar, pero salimos disparados cuando Alicia vio a una amiga de su madre. Ella también nos vio, la mujer en cuestión, y podías verle en la cara que se pensó que a lo que entrábamos era a comprar condones. Ja, ja, condones! ¡Estábamos mucho más allá de los condones, señora mía! En cualquier caso nos dimos cuenta de que no podíamos hacerlo en una farmacia tan pequeña, y no sólo porque podían vernos sino porque ninguno de nosotros podríamos preguntar lo que queríamos saber. Los condones ya eran algo bastante delicado, pero los tests del embarazo se hallaban ya en otra dimensión de lo problemático y embarazoso. Entramos en la Superfarmacia de la vuelta de la esquina, porque nos pareció que en ella no nos cortaríamos tanto.

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