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Authors: Nick Hornby

Todo por una chica (13 page)

BOOK: Todo por una chica
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Sabía que estaba siendo un cobarde, pero a veces tienes que ser cobarde, ¿o no? No tiene ningún sentido ser valiente si lo que te va a pasar es que te destruyan. Suponte que doblas la esquina y te encuentras con cincuenta tíos de Al Qaeda. Ni siquiera cincuenta. Cinco. Ni siquiera cinco. Bastaría con uno con una metralleta. A menos que fuera un bebé, y que no llevara una metralleta. Pero, en mi mundo —si me pongo a pensarlo—, un bebé, aunque no lleve metralleta, es como un terrorista con metralleta, porque Roof era tan mortífero para mis posibilidades de ir a la universidad a estudiar arte y diseño y demás como todo un plan terrorista de Al Qaeda. Y, la verdad, Alicia era otro miembro de Al Qaeda, y también su madre y su padre, y también mi madre, porque cuando se enteró quiso matarme literalmente. Así que eran cinco los de Al Qaeda que me esperaban a la vuelta de la esquina. Pero uno habría bastado para que salieras pitando hacia Hastings o hacia cualquier otra parte.

Tenía cuarenta libras que había estado ahorrando para comprarme unas zapatillas Kalis Royal, pero las cosas del skate iban a tener que esperar hasta que me estableciera en Hastings con un trabajo y un apartamento y demás. Cuarenta libras me permitirían llegar a Hastings, y calculaba que encontraría algún Bed and Breakfast donde alojarme, y quería trabajar en la costa (en algo que estuviera bien). Había una bolera gigantesca al aire libre en la que jugué con Jamie Parr, y el hombre que la dirigía era un tío guay. Puede que me diera un trabajo. O podría cuidar las barcas del lago. O podría trabajar en las galerías comerciales, dándole cambio a la gente (aunque eso no sería lo que yo elegiría de entrada). Había montones de cosas que podía hacer, y todas ellas eran mejor que cambiarle los pañales a Roof y que vivir con el padre y la madre de Alicia.

Fui a Charing Cross con mi tarjeta Oyster, o sea sin pagar, y luego me costó doce libras el billete de Charing Cross a Hastings, lo que me dejaba con veintiocho libras, más un puñado de calderilla que llevaba en el bolsillo (entre la que puede que hubiera otras tres monedas de libra). Esto era lo maravilloso de emigrar a Hastings en lugar de, pongamos, Australia. Que ya había hecho todos los gastos del viaje y aún me quedaban treinta y una libras. Había salido de casa a las nueve y media, y estaba en Hastings a la hora del almuerzo del mismo día.

Recorrí la ciudad hasta el paseo marítimo, lo que me llevó unos diez minutos, y compré patatas fritas en un
fish and chips
que había cerca del campo de minigolf. Supongo que eso me puso un poco triste, ver a las familias jugar y demás todos juntos, porque eso es lo que había estado haciendo el año anterior. Miré a un chico de mi edad que jugaba con su madre y su hermano pequeño, y te dabas perfecta cuenta de que no tenían problemas. Trataba de hacer subir la pelota por la pendiente del hoyo ocho, y la pelota no hacía más que caer y caer rodando hacia él, y su madre y su hermano se reían, y él tiró el palo al suelo y se sentó en el muro, así que en cierto sentido sí tenía problemas. De hecho hubo un momento en que me miró: yo, sentado en un banco, comía mi bolsa de patatas fritas, y supe que aquel chico estaba pensando que deseaba ser yo. Porque debí de parecerle alguien sin problemas. No tenía el ceño fruncido, como él, y nadie de mi familia se reía de mí, y el sol me daba en la cara. Y entonces no me sentí tan triste, porque todas aquellas cosas eran ciertas, y había venido a Hastings a huir de mis problemas, lo que significaba que éstos habían quedado en Londres, y no estaban allí conmigo a la orilla del mar. Y, mientras no encendiera el móvil —que estaría lleno de mensajes malos, de malas noticias—, mis problemas se iban a quedar en Londres.

—¡Hola! —le grité al chico—. ¿Te importaría cuidarme estas cosas?

Hice una seña hacia la bolsa y la tabla, y él me dijo que sí con la cabeza. Y luego me levanté, recorrí el trecho de guijarros que me separaba del mar y lancé el móvil al agua todo lo lejos que pude. Muy fácil. Todo se había ido al diablo. Volví al banco y me pasé media hora feliz encima de la tabla del skate.

No había nadie jugando en la bolera gigantesca al aire libre, y el tipo que la llevaba estaba sentado en su pequeña taquilla, fumando y leyendo el periódico.

—Hola —dije.

El tipo levantó las cejas, o al menos eso me pareció. Era su forma de devolver el saludo. No levantó la vista del periódico.

—¿Se acuerda de mí? —No.

Por supuesto que no me recordaba. Estúpido. Estaba nervioso, así que no estaba siendo muy agudo.

—¿Necesita que le ayuden?

—¿A ti qué te parece?

—Ya, pero a veces hay mucho trabajo, ¿no? El año pasado estuve jugando y había cola.

—Y ¿qué harías? ¿Si hubiera cola? La gente se queda ahí esperando. No me vuelvo loco despachando. No tengo que avisar a la policía antidisturbios.

—No, no me refería a la cola. Pensaba, ya sabe, en que podía necesitar a alguien que volviera a poner de pie los bolos y demás...

—Escucha. No tengo nada que hacer, en realidad. Así que para qué hablar de alguien más. Si quieres levantar los bolos caídos, pues adelante. Pero no voy a pagarte por ello.

—Oh, no. Estoy buscando trabajo. Un empleo. Dinero.

—Entonces has venido al sitio equivocado.

—¿Sabe de alguien que necesite gente?

—No. Quería decir que has venido a la ciudad equivocada. Mira.

Hizo un barrido con la mano en dirección a la orilla, aún sin levantar la vista del periódico. No se veía más que al pobre chico del minigolf; no había nadie en el lago de las barcas, nadie en las camas elásticas, cuatro o cinco familias esperando el minitrén, una pareja de ancianas sorbiendo té en el café.

—Y el tiempo es bueno hoy. Cuando llueve la cosa se calma un poquito.

Se echó a reír. No a carcajadas: un simple «¡ja!».

Me quedé allí durante un momento. Sabía que en Hastings no iba a conseguir un trabajo de diseño gráfico o algo semejante. No estaba apuntando tan alto. Pero pensaba que sería capaz de conseguir un trabajo durante el verano en alguno de aquellos sitios. Nada del otro mundo, cuarenta libras contantes y sonantes al final de cada día, algo por el estilo. Pensé en el año anterior, en el día que pasamos con los Parr tomando helados y jugando en la bolera gigante al aire libre. Tampoco había nadie en el paseo marítimo entonces. No sé cómo, pero había olvidado ese detalle. O quizás lo había recordado y no me había dado cuenta de lo que significaba. Lo único que había pensado entonces era qué aburrido tenía que ser ese trabajo, esperar a que la gente viniera a tu negocio. Ni se me pasó por la cabeza que no hubiera trabajo en absoluto.

Pregunté en un par de sitios más. Entré en el parque de atracciones, y en un par de locales de patatas fritas, e incluso en el trenecito que subía al acantilado, pero no había nada en ninguno de ellos, y casi todos los encargados me hicieron el mismo tipo de broma.

—Me estaba preguntando cómo me las iba a arreglar hoy —dijo el hombre en el trenecito del acantilado. Estaba apoyado en el mostrador, mirando un catálogo de cañas de pescar. No había ningún cliente.

—Tengo un buen empleo para ti —dijo el tipo de las camas elásticas—. Hazme una redada de niños. Tendrás que ir a Brighton. O a Londres. —Jugaba una partida de cartas en el móvil. Tampoco tenía ningún cliente.

—Vete a tomar por el culo —me dijo el tipo de las máquinas tragaperras de la galería comercial. Y no lo decía en broma, no.

Comí patatas fritas a la hora del té, y luego me puse a buscar dónde dormir. Lo que realmente buscaba era un sitio para vivir, habida cuenta de que no podía volver a casa nunca jamás; pero traté de no ver el asunto de forma tan trágica. Había montones de pequeños Bed and Breakfast, si te alejabas lo suficiente del centro de la ciudad, y elegí el que peor pinta tenía, porque estaba seguro de que era el único que iba a poder costearme.

Olía a pescado. Había muchos sitios en Hastings que olían a pescado, y en la mayoría de los casos no te importaba. Ni el olor del pescado que se pudría allá abajo, junto a las altas cabañas negras de los pescadores te resultaba insoportable, creo, porque entendías que tiene que ser así. Si hay barcos de pesca, tiene que haber pescado podrido, y los barcos de pesca están bien, así que todo lo que va con ellos se te hace soportable. Pero el olor a pescado dentro del Bed and Breakfast Sunnyview era diferente. Era de ese tipo de olor a pescado que hay en algunas casas viejas, donde es como si el pescado se hubiera metido en las alfombras y las cortinas y las ropas. El olor a pescado que se pudre que hay al aire libre, al lado de las cabañas de los pescadores, es un olor como sano, aunque los peces no estén muy sanos que digamos, como es lógico, porque si no, no estarían pudriéndose. Pero cuando se ha metido en las cortinas, no te da la sensación de sano en absoluto. Te entran ganas de taparte la boca con el cuello de la camiseta o algo parecido, como cuando alguien tira una bomba fétida y respiras a través de la tela.

Había un timbre en el mostrador del recibidor, así que lo pulsé, pero durante un ratito no salió nadie. Vi que uno de los huéspedes —un señor viejísimo— se dirigía hacia la puerta con ayuda de un andador.

—No se quede ahí quieta, damita. Ábrame la puerta.

Miré a mi alrededor, pero no había nadie más que yo en el vestíbulo. Me estaba hablando a mí, y la cosa ya habría resultado bastante ruda aunque sólo me hubiera llamado «jovencito». ¿Cómo iba yo a saber que quería que le abriera la puerta? Pero ni siquiera me había llamado «jovencito»: me había llamado «damita», supongo que por el pelo largo, habida cuenta de que no llevo falda ni me paso la vida mandando mensajes de texto a la gente.

Le abrí la puerta, y él se limitó a soltar una especie de gruñido mientras pasaba por mi lado y salía por la puerta. No pudo avanzar mucho más, porque le separaban de la calle como una veintena de escalones.

—¿Cómo voy a llegar hasta allá abajo? —dijo, muy enfadado. Me miró como si hubiera sido yo quien hubiese puesto allí la escalera de la entrada en las dos horas anteriores, y sólo para que no pudiera ir a la biblioteca o la farmacia o la oficina de apuestas o a donde fuera que tuviera intención de ir.

Me encogí de hombros. Me estaba empezando a cabrear.

—¿Cómo ha entrado, entonces?

—¡Mi hija! —gritó, como si lo más sabido en el mundo, aún más que el hecho de que David Beckham es la capital de Francia por ejemplo, fuera que la hija de aquel viejo lo había empujado escaleras arriba con su andador y lo había metido en aquel Bed and Breakfast.

—¿Quiere que entre y vaya a buscarla?

—No está ahí dentro, ¿no? Santo Dios. ¿Qué os enseñan en el colegio hoy día? Sentido común no, de eso no hay duda.

No iba a ofrecerle mi ayuda. En primer lugar todo parecía indicar que la tarea iba a llevarme unas dos horas. Y en segundo que el viejo era un miserable y un cabrón, y no veía por qué tenía que molestarme en ayudarle.

—¿No vas a ayudarme, entonces?

—Vale, de acuerdo.

—Bien. Me parece muy bien. Algo dice sobre la gente joven de hoy el hecho de que hasta tenga que pedirlo.

Sé lo que diréis algunos de vosotros. Diréis: ¡Sam es demasiado bueno! ¡Ese viejo es grosero con él y él va y se brinda a ayudarle a bajar las escaleras! Pero sé lo que el resto de vosotros diréis, también. El resto de vosotros diréis: ¡Si Sam fuera una pizca de honrado, no tendría ni siquiera que estar en Hastings! ¡Estaría de vuelta en Londres, cuidando a su novia preñada! ¡O ex novia! ¡Así que el viejo grosero era una especie de castigo de Dios! Y, si he de ser sincero, yo estaría de acuerdo con estos últimos. No quería mezclarme con pensionistas. Pero seguía siendo mejor que tener que vérmelas con todo lo que debía de estar sucediendo en casa. De pronto pensé en el móvil en el fondo del mar, con sus pitidos de los mensajes de texto y todos los peces alucinando.

No me llevó dos horas ayudarle a bajar a la calle, pero sí un cuarto de hora, y quince minutos pueden parecer dos horas si tienes las manos bien hundidas en los sobacos de un anciano. Fue moviendo el andador de escalón en escalón mientras yo le impedía caerse hacia delante o hacia atrás. Lo de impedir que se cayera hacia delante era lo más difícil, y lo que más miedo me daba. Lo de hacia atrás, bueno, se habría hecho daño en el culo, como mucho, aunque lo más probable era que se me hubiera caído encima y me hubiera espachurrado. Pero había un largo trecho hasta abajo, y muchos escalones, y si iba a bajar de aquella manera supongo que todo se le habría descuajaringado: piernas, brazos, orejas, porque nada de eso parecía firmemente unido al cuerpo.

Cada vez que se inclinaba hacia delante, gritaba:

—¡Ya está, me caigo! ¡Vas a matarme! ¡Gracias por nada!

Te decías que se había dado cuenta de que si podía soltar todas esas cosas mientras bajaba era señal de que no se estaba cayendo. En fin, llegamos abajo y echó a andar él solo por la ladera de la colina hacia la ciudad, pero al cabo de unos segundos se paró y se dio la vuelta.

—Tardaré una media hora —dijo. Era claramente una mentira, porque en media hora había recorrido unos siete adoquines, pero eso no era lo importante. Lo importante era que el tipo esperaba que yo lo estuviera esperando.

—No voy a estar aquí dentro de media hora —dije.

—Harás lo que se te dice.

—No —dije—. Es usted demasiado grosero.

Normalmente no suelo contestar, pero hay que hacer una excepción con gente como ésta. Y ya no estaba en el colegio, y tampoco en casa, y si me iba a buscar la vida en Hastings tendría que contestar a la gente, porque si no, me iba a quedar allí a la entrada de un Bed and Breakfast esperando a ancianos para el resto de mi vida.

—Y, además, no soy una chica.

—Oh, me he dado cuenta hace siglos —dijo el viejo—. Pero no he dicho nada porque he pensado que a lo mejor así te cortas el pelo.

—Bien, hasta la vista —dije.

—¿Cuándo?

—Bueno..., ya sabe. Cuando vuelva a verlo.

—Me verás dentro de media hora.

—No estaré aquí.

—Te pagaré, so necio. No espero que nadie haga nada por nada. No hoy día. Tres libras por subirme y bajarme. —Señaló las escaleras con un gesto—. Veinte libras al día si haces lo que te mando. Tengo dinero. El dinero no es problema. El problema es conseguir salir de ese maldito sitio para gastarlo.

Había encontrado un empleo. Mi primer día en Hastings y ya estaba trabajando. Estaba completamente seguro de que iba a poder salir adelante solo.

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