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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Tres funerales para Eladio Monroy (12 page)

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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Localizó la salida de emergencia, al fondo, más allá de la barra, entre la puerta del office y la de los baños. Disimuladamente, condujo a Roque hasta el extremo de la barra más cercano a aquella puerta y se sentó en una de las banquetas.

La camarera de la barra, entrada en años, era la única nacional. Aunque, con toda seguridad, estaba ya retirada del oficio. Lo reconoció en cuanto se acercó a ellos.

—Eladio Monroy… Cuánto bueno, hombre.

Monroy necesitó unos segundos para quitarle mentalmente la peluca y los aproximadamente sesenta kilos de maquillaje que llevaba sobre aquel rostro redondo y simple.

—¿Charo?

—La misma.

Se saludaron con un beso en la mejilla por encima de la barra. Después de veinte años en la ciudad, la Charo seguía sin perder su acento madrileño y su aire de chulapa, aunque ya el físico no le daba para tanto contoneo.

—Pensaba que te habías ido a Madrid —le dijo Monroy, que llevaba un par de años sin verla por el Lugo.

—Lo intenté, Eladio. Estuve por allí una temporadita, pero aquello ya no era lo mismo. Me ofrecieron venirme para acá… Y ya ves… Aquí estoy. Controlando a las chicas…

—Es una empresa grande, ¿no?

—Sí. Gente muy gorda. Se está bien. Tranquila. Bueno, ¿qué vais a tomar?

Roque y Eladio se miraron entre sí.

—Bueno —dijo Monroy con malicia—, dos etiquetas negras. Y otro para ti. Hoy paga aquí, mi amigo Roque, que está celebrando el cumpleaños.

Charo se apresuró a servir los whiskis y a darle dos besos a Roque, agradeciéndole la invitación y felicitándole. Roque, odiando a Eladio, disimuló como pudo. Servidas las copas, Charo se apoyó en la barra, frente a ellos.

—¿Quieres que te presente a alguna de las chicas?

—No —contestó Monroy—. No vengo para eso. Quiero que me presentes a Paco.

—¿A Paco? —repuso Charo.

—Sí. Dile que vengo de parte de un primo suyo.

Charo se puso repentinamente seria. Monroy supuso que no sabía nada del asunto. Demasiado sucio para ella. Pero no descartó la posibilidad de que hiciese de secretaria de confianza para el tal Paco. Le pidió que esperara un momento y llamó por un telefonillo que había en la barra, adosado al botellero empotrado. Habló durante unos momentos y después colgó, volviendo a donde estaba Monroy.

—Entra al office y, al fondo, hay una puerta. Sube las escaleras. Primera puerta a la derecha. Pero tienes que subir solo.

—Tranquila —respondió Monroy mientras se levantaba y abría la puerta del office—. Roque se queda haciéndote compañía.

El office era como cualquier otro, un pequeño fregadero, algunas cajas de cascos de refrescos, dos o tres bayetas y un extintor. Al fondo, la puerta que daba a las escaleras. Unos diez escalones. Sin tramos. Al final, se abría un pasillo, enmoquetado, con nueve o diez puertas repartidas a lo largo del mismo. La última del otro extremo acababa de abrirse y de ella había salido un coreano, de seguro un cliente, que tomó la puerta contraria. La escalera principal, seguramente. Tal y como Charo le había indicado, Monroy se paró ante la primera puerta a su derecha. Llamó con los nudillos y abrió cuando escuchó la voz que le invitaba a entrar.

Antes de introducirse en la habitación, se tomó unos segundos para echar un vistazo. Ante él había una estancia de unos cuarenta metros cuadrados, al fondo de la cual había un bufete, con sillas, un ordenador y, en la pared de detrás, una ventana. Ante esa ventana, le esperaba el que debía ser Paco, un hombretón con camisa gris perla de seda y vaqueros teñidos de negro. Tenía el pelo castaño minuciosamente peinado hacia atrás a golpe de fijador, nariz de boxeador, sobre la cual unas gafas de montura de pasta ocultaban unos ojillos azules y, dando la última pincelada a aquella especie de hipogrifo humano, una perilla que le iba igual de bien que a un chino un traje de lagarterana. Monroy se dijo que era el chulo más raro que había visto en su vida, pero que nunca, o casi nunca, hay que fiarse de las apariencias. No había nadie más en el despacho, así que se decidió a entrar.

—Pasa, hombre, pasa —insistía cordialmente el proxeneta, haciéndole gestos con las manos. Le trataba como a un amigo de toda la vida.

Monroy cerró la puerta tras de sí. Avanzó hasta el escritorio y se presentó con su propio nombre. Con la Charo en la planta baja ya no podía cumplir con su primera intención de dar un nombre falso.

—Siéntate, hombre, por favor —dijo Paco indicándole una de las dos sillas que había ante el escritorio.

Al principio, tanta amabilidad desorientó un poco a Monroy. Después pensó que, probablemente, el hipogrifo quería solucionar el asunto lo más agradablemente posible. Una de dos: o se lo quería quitar de encima o pretendía darle gato por liebre. Tendría que agudizar los sentidos.

—Perdona que te pidiera que subieras solo. Pero lo entenderás, ¿no?

Monroy le miró con la cara menos amistosa que fue capaz de mostrar y se limitó a asentir. Había decidido dejarlo hablar todo lo posible.

—En estos asuntos, cuanta menos gente, mejor. Y, siempre se corren riesgos. Por otro lado, entiendo que tú necesitas garantías. Yo también. Tú tienes a tu amigo y yo tengo al portero. Así que los dos tenemos las espaldas cubiertas. Pero es mejor que se queden fuera.

Monroy volvió a asentir. El hipogrifo se justificaba de maravilla, con aquel acento tan de extremeño que lleva años de un lado para otro y se contamina con acentos y expresiones de todos los lugares y de ninguno.

—Supongo que lo convenido está ahí —dijo Paco, señalando con la nariz el neceser que Monroy no había soltado en ningún momento.

—Depende —repuso él.

—¿Depende de qué? —preguntó el otro, poniéndose tieso en su asiento, mostrando por primera vez un sí es no es de agresividad en la voz.

—Depende de si tú cumples o no.

—De acuerdo —dijo Paco, iniciando el ordenador—. Vamos a hacer una cosa: Abres la cremallera y me enseñas los billetes. No necesito que los pongas todavía sobre la mesa. Sólo quiero saber si están ahí. Después yo te muestro la mercancía y me dices si hay trato. ¿Te parece bien?

—Por ahora, me parece bien —convino Monroy alzando el neceser. Mostró, tras abrir la cremallera, el fajo de billetes. Luego, siempre muy lentamente, volvió a cerrarla y a bajar el neceser.

El otro orientó la pantalla del ordenador de modo que Monroy pudiera verla.

—El vídeo de tus jefes está en este archivo —dijo el otro abriendo una carpeta del escritorio. Dentro de la misma, había varios archivos de vídeo. Todos llevaban el nombre genérico de «cineduro», seguido de un número. El que Paco seleccionó era el 0016. Eso confirmó las sospechas de Monroy de que el tal Paco se dedicaba habitualmente a aquella actividad.

Paco hizo doble clic sobre el archivo y éste se cargó. Cuando se abrió la pantalla se vio, en plano general, un dormitorio (que debía ser el de la famosa casita de San José del Álamo) en el que entraban Ana María, García Medina y la chica, bastante atractiva y demasiado joven, que debía ser Loreto. En el punto en que aquellos tres comenzaban a besarse, Monroy le dijo a Paco que tenía suficiente.

—¿No te pica la curiosidad? —dijo éste, mientras cerraba el archivo.

—Con comprobar que es el material convenido, tengo suficiente.

—Sí. Quizá sea mejor que no veas más. Aquí entre nosotros, lo de la parejita esa me parece una guarrada.

—Venga, no te hagas el puritano conmigo.

Paco le miró seriamente. Lo siguiente que dijo inquietó a Monroy durante un momento. Más tarde, lamentaría no haber visionado el clip completo en aquel mismo instante. Pero eso, entonces, no lo sabía.

—No soy ningún puritano, Eladio. Pero todo tiene un límite. Y lo de esa gente no es normal.

—Cada palo que aguante su vela.

—Así pienso yo también —repuso Paco, cambiando de registro—. Bueno, entonces ¿qué? ¿Trato hecho? En cuanto me des la pasta, yo aprieto el botón de suprimir y se acabó el problema.

—Aprietas el botón de suprimir, lo borras también de la papelera de reciclaje y me das las copias —aclaró Monroy.

Paco soltó una risita, mientras abría el cajón del escritorio, sacaba unos cuantos cedés y los dejaba sobre el tapete.

—Por supuesto, aquí están las copias. Eso ya lo había hablado con García Medina. Miramos las propiedades del archivo y compruebas que se han realizado siete copias. Aquí, en disco, tienes seis.

—¿Y la otra?

—La otra es la que le mandé por correo al amigo García Medina.

—Adelante.

Tardaron sólo unos minutos más. Hicieron lo estipulado. Paco permitió que el mismo Monroy realizara la operación informática, mientras él contaba el dinero, volvía a cerrar el neceser y lo metía en el cajón del escritorio.

—¿Tienes una bolsa? —preguntó Monroy, cogiendo los cedés.

—No —contestó Paco—. Si te sirve un sobre de los normales.

Paco sacó un sobre del mismo cajón del que había sacado los cedés. Era un sobre normal, con el membrete de Cuarenta Grados. No abarcaba el diámetro de los discos, pero servía para enfundarlos de alguna manera. Eladio se levantó y se dirigió hacia la puerta, acompañado por el hipogrifo.

—Ha sido un placer hacer negocios contigo, Eladio.

Monroy se volvió y le acercó su rostro.

—No van a volver a tener noticias tuyas, ¿verdad?

Paco sonrió.

—No. No creo. ¿Sabes? En otras circunstancias, hubiera mantenido abierto el negocio durante bastante tiempo. Pero no quiero tratar más con esta gente. Ya te dije que todo tiene un límite.

—Espero que sí, Paco.

—¿Me estás amenazando, Eladio?

—Sí.

Por tercera vez, Paco se puso serio.

—Sólo quería comprobarlo. Está bien. Es tu trabajo. Y lo haces bien. Pero yo también tengo el mío, y tampoco lo hago mal. No tendrás que volver, no te preocupes.

—De acuerdo, hermano —dijo Monroy a modo de despedida.

Pero, de pronto, Paco le puso la mano en el hombro y le dijo:

—Oye, me da la impresión de que realmente no sabes para quién trabajas. ¿Me permites un consejo?

Monroy asintió.

—Nunca entres en un sitio del que no sepas cómo salir.

Únete siempre a los filisteos

Aún extrañado de que todo hubiera sido tan fácil, Monroy dejó a Roque ante su casa. Por la ventanilla, antes de despedirse, el grandullón le preguntó qué habían ido a hacer allí.

—¿Por qué?

—No, nada. Es que me pica la curiosidad. ¿Qué hay en esos cedés?

—Basura. Hoy hemos hecho de basureros. Y, ya sabes, los basureros nunca hablan de lo que se encuentran —repuso Monroy mientras arrancaba.

Conduciendo en dirección a la salida del centro, pensó en los discos y en lo que le había dicho Paco. Chulerías de chulo, pensó mientras buscaba con los ojos una cabina telefónica. Recordó que había unas en la plazoleta de Las Ranas. Allí, a un lado del centro comercial, aparcó un momento.

Tuvo que esperar a que una adolescente con el ombligo al aire terminara de citarse con sus amigas en alguno de los bares de copas de la zona que a esa hora ya estaban a punto de reventar. Después, introdujo veinte céntimos en la cabina y marcó el número de Ana María, que llevaba apuntado en un papel.

—¿Diga? —preguntó la voz del hombrecillo, al segundo timbre de llamada.

—Soy yo —dijo Monroy—. Todo bien.

—¿Vio usted el vídeo?

—Sólo el principio. Para comprobar que era el de ustedes.

—¿Hasta dónde vio?

—Lo quité cuando empezaron los besos. A mí me gustan más las pelis de guerra.

—Muy bien. ¿Viene para acá?

—Estoy a mitad de camino. En un cuarto de hora estoy por ahí.

—Perfecto. Voy haciéndole el ingreso.

* * *

Le esperaban ante la piscina, con los brazos abiertos y la expresión hipócritamente relajada. Monroy metió la mano en la guantera y encontró, palpando, el sobre. Un par de discos se habían Salido con los vaivenes del coche. Los localizó a tientas. Volvió a meterlos en el sobre, salió del auto y se los entregó a García Medina. Este ni siquiera los miró. Se limitó a guardárselos en el bolsillo del albornoz.

—¿Seguro que todo bien? ¿No volverá a la carga? —insistió el hombrecillo.

—No tenía pinta de eso. Más bien parecía querer borrarse del mapa.

—¿Y su amigo?

—¿Qué amigo?

—El forzudo.

—Ya debe estar planchando la oreja. No sabe nada de nada. No se preocupe.

—Bueno, Eladio —dijo el otro tendiéndole la mano—. El ingreso ya lo tiene gestionado. No figura nombre del ordenante, por supuesto. Muchas gracias por todo.

—Todavía tenemos que volver a vernos. Falta la segunda parte del pago.

Ana María y su marido le miraron con desconcierto.

—¿Se habían olvidado de lo de Paula?

Le sonrieron. Sobre todo García Medina.

—Claro. ¿Cómo fue que me olvidé? Será una ocasión mucho más agradable. Eso seguro.

Ana María le despidió con un beso en la mejilla y la promesa de que en cuanto Paula llegase a Las Palmas le llamaría.

* * *

No habían dado las dos de la madrugada cuando aparcó el coche frente a su edificio. No tenía sueño. Más bien, se hallaba sospechosamente despejado. Miró hacia la fachada y comprobó que, en el sexto las luces aún estaban encendidas. Pensó que no le vendría mal pasar un rato con Gloria. Quizá toda la noche. Entrar, saludarla, charlar un poco, puede que hacer el amor. O jugar al parchís. Daba lo mismo. Pero hacer algo que le quitara aquella sensación de suciedad. Que le librase de aquel olor a podredumbre. La peste a puticlub, a extorsión, a pornografía, a doble moral y vicios capaces de escandalizar a un proxeneta, enmascarados tras una casa grande de cojones y una posición social sólida y envidiada.

En el ascensor, pulsó el botón del sexto, porque, decididamente, no le apetecía estar solo esa noche. Cualquier otra hubiera sido distinto, pero, esa noche, no quería enfrentarse a las imágenes que le acechaban cuando cerraba los párpados, el cuadro de dos cuarentones pagando a una jovencita, que debía tener pocos años más que su propia hija, por bajar hasta el último escalón de una escalera que jamás volvería a ser de subida. Esa noche necesitaba, se lo dijo a sí mismo mientras salía del ascensor y llamaba al timbre, tener cerca a una persona limpia y honesta, alguien que no tuviera dobleces ni vicios inconfesables, ni costumbres vergonzantes.

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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