Ante las estanterías de su biblioteca, buscó algo más ligero (por supuesto, ni se le ocurrió tocar los libros que le había regalado Gloria). Dejó vagar su mirada arriba y abajo por los anaqueles durante un rato. Finalmente, se decidió por Chesterton y los cuentos del Padre Brown. Cogió el libro, encendió la lámpara de pie del salón, se sirvió la cerveza, encendió un cigarrillo y comenzó a leer. De pronto, se acordó de su contestador. Lo conectó y escuchó los mensajes.
Sólo había uno, con la voz titubeante y ronca de una mujer que debía haber llorado: «Eladio: Soy yo, Ana Mari. Ya no sé qué hacer. Tengo que hablar contigo lo antes posible. Llámame, por favor… No es para pedirte dinero, ni nada por el estilo… Tengo un problema muy gordo y ya no sé a quién recurrir…». Seguía una pausa larga, y Monroy imaginó a Ana Mari haciendo esa pausa, buscando palabras que la ayudaran a salvar su último resto de dignidad. Por último, venía una despedida: «Por favor, no dejes de llamarme… Necesito hablar contigo. En serio… Hasta luego».
Ana Mari pidiéndole ayuda: eso sí que era una novedad. Definitivamente, tendría que llamarla. Debía tratarse de algo serio de verdad. Consultó el reloj y vio que eran la una y media. Así que esperaría hasta el día siguiente. Después de entregar el coche, le daría un telefonazo.
Volvió a sentarse en el sofá, abrió el libro y se dejó interesar por la carrera del ladrón Flambeau, perseguido hasta Inglaterra por Valentin, jefe de la policía parisiense. El sueño fue cercándole. Poco antes de dormirse, antes de quedar inerte con el libro entre las manos, sentado, con la cabeza caída sobre el hombro, sin saber hasta qué punto aquella suponía para él una especie de premonición, leyó en el libro que la prudencia debería contar siempre con lo imprevisto.
En dos días recibiría un ingreso en su cuenta corriente. Ortiz se había despedido de él en el aeropuerto con un fuerte apretón de manos, dándole las gracias y deseando que volvieran a verse pronto. Le dijo, además, que se le abonaría algo más de lo previsto, por las molestias, y que, si algún día quería pasarse por Madrid, podía contar con él para lo que fuera. Gerardo, el del rentacar, se mostró satisfecho. El cliente le había telefoneado a primera hora de la mañana, mostrándose muy contento. Si Eladio quería, volvería a llamarle para otros trabajos. Eladio no sabía si quería, pero no se lo dijo. Se limitó a decir Como fluya; ya veremos, y a despedirse.
Cogió la guagua hasta su barrio y subió a casa a cambiarse de ropa. Se puso algo más cómodo. Unos vaqueros, una camisa de algodón blanca, cuyos faldones se dejó, como solía, por fuera. Luego telefoneó a Ana María. Ella debió reconocer su número de teléfono.
—Eladio… Gracias a Dios —en su voz había desesperación y descanso a un mismo tiempo, como si una luz se hubiese encendido en medio de las tinieblas. Por ese mismo tono, Eladio empezó a temer que algo terrible hubiese ocurrido y Ana Mari comenzó a confirmarlo con sus siguientes palabras—. Tienes que venir, Eladio. Te necesito.
—Bueno —respondió él—, para un momento. Cuéntame qué ha pasado.
—No te lo puedo contar por teléfono, Eladio. Lo siento, pero no puedo.
—Coño, pero no me acojones. ¿Le pasa algo a Paula?
—¿A Paula? No, Eladio. Gracias a Dios, no. Pero necesito que me ayudes con un problema gordísimo que tengo. Si no, puede que sí le ocurra. Eso es precisamente lo que más miedo me da.
—No me jodas. ¿Está metida en algún problema?
—No, Eladio. Ella no. ¿Quieres venir de una vez?
—Joder, Ana Mari, cómo me lo pones. Pasas meses sin llamar y ahora, de repente, me necesitas para que te solucione un problema.
—Te recompensaré, Eladio. Te recompensaré. Eres el único en el que puedo confiar.
Monroy reflexionó un momento. No podía imaginarse qué extraña conjunción astral había hecho que aquella mujer, que le había denostado hasta el vómito, le hablara hoy en esos términos. Así que le pudo más la curiosidad que el instinto de autoprotección.
—Mira, Ana Mari, voy a ir más porque me tienes intrigado que por otra cosa.
—Por lo que sea, Eladio, por curiosidad o por lo que sea. Y, si no, hazlo por tu hija…
—¿Mi hija? —pensó que podía permitirse la pequeña mezquindad de aprovechar aquel momento bajo para herirla—. Ya no es mi hija. Ya te has ocupado tú de que no sea mi hija.
—Lo que quieras, Eladio. Eso también podemos hablarlo. Haremos lo que quieras, pero ven, por favor.
En ese momento, la voz de Ana Mari se quebró. Monroy pensó que ya estaba bien. Le podía más la curiosidad que el rencor.
—Está bien. Voy para allá. Pero tendrás que darme la dirección.
* * *
Cuando llegó ante la casa, ni siquiera tuvo que apearse del coche. Se dio cuenta de que Ana María le había indicado la dirección de una puerta de servicio, una entrada de vehículos, porque había una taquilla. A su lado, el buzón de la casa, una alarma y el escudo de una empresa de seguridad. La puerta metálica de la entrada de autos se elevó automáticamente. No se trataba de un hecho mágico. Más bien, de un vigilante jurado que hacía bien su trabajo y le esperaba en una casetilla tras la puerta. Le había visto llegar por una cámara de circuito cerrado. El vigilante, que había nacido bastante antes de que se inventaran las cámaras de circuito cerrado y, probablemente, muy poco después de que se inventaran los circuitos, comprobó su nombre en un papel.
—¿Eladio Monroy?
—Sí.
—Baje la rampa. Abajo tiene sitio para aparcar.
El coche avanzó unos diez metros y giró a la izquierda. Efectivamente había sitio, en la explanada existente junto al garaje, para un coche, además del Saab negro y el Kadett gris que ya se encontraban allí. Monroy aparcó junto al Saab y salió del coche. Más allá, flanqueado por una tapia que vendría, seguramente, a dar a la finca adyacente, se extendía un jardín con terraza y una piscina, que le separaban de la casa de dos plantas. La planta baja del lado que daba a la piscina estaba ocupada por el salón que se adivinaba tras las cristaleras. Ante esas mismas cristaleras, en pie, luciendo una sonrisa hipócrita, le esperaba Ana Mari.
Alta, vestida con unos vaqueros perfectamente ajustados a sus caderas, que continuaban siendo torneadas y aparentemente firmes, y una camisa de seda gris pálido (seguramente de algún modisto caro) cuyos botones se abrían hasta el nacimiento de unos senos demasiado rotundos para ser los suyos. Llevaba el pelo a la altura de los hombros, teñido de rubio y peinado con raya, como decía el manual que debían llevarlo ahora las chicas de la obra. Las patas de gallo aún no habían hecho demasiados estragos en aquellos ojos marrones y almendrados, de largas pestañas que eran lo que primero le había gustado de ella cuando se conocieron. Sus labios, seguramente ya inyectados de botox alguna vez, lucían un carmín perfecto. Hay que reconocer que todavía tiene un revolcón, pensó Eladio mientras avanzaba hasta ella.
Ana Mari le recibió con uno de esos besos de compromiso social, lanzados al aire mientras se mira a la oreja del destinatario, antes de hacerle pasar al salón. Le hizo sentar en el sofá y fue a la cocina a buscar café. Eladio miró a su alrededor y odió minuciosamente todo lo que veía, desde el televisor con equipo de
home cinema
al mueble bar adosado en un nicho de mampostería al fondo de la estancia. La mesa baja de cristal, de casi dos por uno, no le pareció demasiado odiosa, porque sirvió, de entrada, para que Ana Mari depositara la bandeja con la cafetera, un plato de pastas, tazas y azucareros. Después de servirle, Ana Mari se sentó en una mecedora que había a la izquierda del sofá.
—Gracias por venir, Eladio —dijo para empezar.
Eladio frunció los labios y miró hacia su taza.
—Sé que las cosas no han andado muy bien entre nosotros, así que supongo que te habrá sorprendido que te llamara pidiéndote ayuda.
—Vamos a dejarnos de preámbulos —repuso él consultando el reloj—. Preferiría que entraras al tema. Hay gente que trabaja, Ana Mari.
Molesta, pero conteniéndose, Ana Mari asintió.
—Lo sé perfectamente. Enseguida te explico. Pero, ya que sacas el tema, no pretendo que me ayudes gratis.
Aquello daba un nuevo aire a la situación. Sin embargo, Monroy decidió continuar haciéndose el difícil.
—De cualquier forma, todavía no te he dicho que te vaya a ayudar. Primero quiero ver de qué se trata.
Ella hizo una pausa, pensando por dónde debía empezar.
—Para «entrar al tema»… Necesito que me hagas un recado.
Una sonrisa cínica apareció en el rostro de Monroy.
—¿Todo esto para que te vaya a hacer la compra? Inténtalo de nuevo.
—Está bien. Necesito que entregues un sobre a un tipo.
—Un sobre con dinero, supongo.
—Evidentemente.
—¿Y en concepto de qué?
—Eso es un asunto privado.
Eladio imitó la sirena de error de los concursos televisivos.
—Respuesta equivocada —añadió antes de levantarse.
Ana Mari le miró sin comprender.
—¿Qué pasa?
—Pasa que no acostumbro a hacer ese tipo de recados. Sobre todo cuando no sé en qué ando metido.
—Eladio… Que soy yo, Ana Mari… A mí no me la das con el toco mocho de la honestidad.
Ahora había comenzado a surgir la verdadera Ana María, la que le había amargado la existencia, la que él conocía.
—Mira, querida, si no me piensas contar de qué va la cosa, ya puedes ir llamando a un servicio de mensajería.
—Está bien. Te lo cuento. Pero siéntate, por favor. Vamos a comportarnos como gente civilizada, ¿te parece?
Monroy dejó pasar unos segundos, volvió a sentarse y le indicó, con un gesto de la mano, que la escuchaba.
—El sobre hay que dárselo a un hijo de puta que me está extorsionando.
—¿Extorsionando? Qué palabra tan fea, ¿no?
—Me están chantajeando, Eladio. Desde hace meses. Me han sacado ya un pastón.
—Tenía que haber imaginado que se trataba de algo así. —Monroy dijo esto antes de tomar un sorbo de café. Después, mientras lo saboreaba, volvió a dejar la taza en la bandeja—. ¿Cuánto llevas pagado?
—Mucho. Unos doce mil, por el momento. El sueldo de un año de un empleado normal, más o menos. A pellizcos. Pero algo así.
—¿Conoces al elemento en cuestión?
—Sí. Bueno —se corrigió—, sé quién es.
—¿Y está solo?
—Eso es lo que no sé.
—Bueno, a ver si me hago una idea. Hay un tipo que sabe algo sobre ti y que te está pidiendo dinero. Hasta ahora, te ha dado unos cuantos sablazos. Tampoco es demasiado. Si lo que te saca es el sueldo de uno de los tipos que se matan en la obra levantando tabiques o sirviendo comidas para la empresa de tu marido, no entiendo cuál es el problema. Mi consejo es que le sigas pagando y en paz. Te haces a la idea de que tiene un asalariado más y te aseguras de que tu marido no se entere de ese secretillo tuyo, sea cual sea.
—Mi mujer no tiene secretos para mí, señor Monroy.
La voz aflautada y serena a un tiempo procedía de la puerta cristalera que daba a la piscina, justo a espaldas de Monroy. Este se levantó y, al volverse, quedó frente a aquel rostro, lo bastante popular en la isla para que no se le reconociese a la primera, aunque no se hubiese tratado del actual marido de una ex. Ocasionalmente, Eladio había visto aquella cara en las páginas de economía o en los informativos locales: era la cara de Ernesto García Medina. Propietario de Garciasa Construcciones. Además, en los últimos años, García Medina había invertido en los más variados sectores, sobre todo en el de servicios: hoteles en Marruecos y en Cabo Verde, cadenas de vídeo clubes, caterings… Cualquier cosa que hiciese dinero podía ser asociada al nombre de aquel hombrecillo que avanzaba hacia él tendiéndole la mano. Vestía una camisa a cuadros y unos chinos de color gris. Con el pelo casi totalmente blanco y los pequeños ojos hundidos tras unas gafas de monturas al aire, lucía una barba de tres días con la que seguramente pretendía adoptar un aspecto bohemio que su dinero le vedaba. En todo caso, se mostró pulcramente amable con Monroy, estrechándole la mano e invitándole a sentarse nuevamente. Él mismo lo hizo, tras servirse café, al otro lado del sofá, el más cercano a la mecedora que ocupaba Ana María.
—Me alegro mucho de conocerle, Eladio. He oído hablar mucho de usted.
—Mal, supongo —dijo Monroy mirando a Ana María de reojo.
García Medina soltó una risita hipócrita.
—Bueno, uno siempre sabe adivinar la verdad que se esconde tras las palabras que se pronuncian desde el rencor. —Eladio se preguntó de qué novela había salido aquel pico de oro—. Y es fácil adivinar que es usted un hombre muy interesante, amigo de la acción y con el ánimo templado. Por eso tuvimos la idea de hablar con usted para pedirle…
—¿Así que la idea fue de los dos? —le interrumpió Monroy, asombrado del mutismo que se había apoderado de Ana María desde que Ernesto hiciese su aparición. Ella se limitaba a escuchar y asentir ante cada frase de su marido. Al fin has dado con uno que te pone firme, amorcito, le dijo con la mirada.
—En esta casa nadie decide nada por su cuenta —aclaró el hombrecillo, poniendo, castamente, una mano sobre la rodilla de su mujer—. Pero, vayamos al asunto. Supongo que su tiempo, como el de todos hoy día, es valioso. Efectivamente, hasta ahora hemos sido víctimas de un chantajista.
—Bastante cutre, por cierto —añadió Ana María.
—Sí, pero, ¿cuál es el objeto? Quiero decir, ¿qué es lo que tiene ese tipo contra ustedes?
—Documentos… Sí, digamos que ciertos documentos filmados… Una filmación de hechos… Actos poco decorosos, digamos…
—Digamos que se les ve follando —le interrumpió Eladio, ahorrándole unos cuantos eslabones en aquella cadena de eufemismos.
El hombrecillo meneó la cabeza, buscando una aclaración.
—Sí… Sí y no.
—¿Follando con una muñeca inflable? ¿Con más gente? ¿Follando con una cabra? —indagó Monroy, regodeándose todo lo posible.
—Pues… Pues sí… Seamos claros… Se nos ve con otra persona…
Eladio contuvo la risa que estaba a punto de estallar desde el mismo centro de su abdomen y continuó preguntando.
—Vale, pero… Bueno… Ustedes son un matrimonio… Ya no estamos en otras épocas… La gente es libre de hacer en la cama lo que quiera y con quien quiera…
—Sí, pero, en mi actual situación, no sé si puedo permitírmelo.