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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Tres funerales para Eladio Monroy (10 page)

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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En ese momento, Ana María volvió a entrar en el salón. Llevaba puesto un delantal.

—A la pasta le queda poquito. La está vigilando Teresa, de todas formas —dijo mientras se situaba ante ellos. Una vez plantada en el centro de la estancia, les miró inquisitivamente—. Bueno, ¿cómo va? ¿Hemos llegado a algún acuerdo?

—Eso es precisamente lo único que falta, querida. Averiguar cuál es el precio del señor Monroy.

Monroy se tomó unos momentos para pensar. Se levantó y fue al lado derecho del salón, desde donde las cristaleras daban hacia las faldas de colina sobre la que se erguía la casa. Desde allí, dominaba la caldera de Bandama. Pensó en la ventana de su casa, desde la cual se veía la fachada del edificio de enfrente, manchada de hollín de tráfico y mierda de paloma. Ellos, al levantarse, contemplaban el valle formado por el volcán y flanqueado por las montañas, salpicadas de chalés edificados con buen gusto. Un poco más a la derecha, los últimos greens de un campo de golf. Ellos veían todo desde lo alto. Y a Eladio le jodía la gente que mira las cosas desde lo alto. A su espalda, su ex mujer y el hombrecillo aguardaban una respuesta. Les vio reflejados en el cristal impoluto. Él, sentado en el sofá, fumando con tranquilidad, con aquella sonrisa odiosa tatuada en el rostro. Ella, en pie, a su lado, con una mano en su hombro, bastante más impaciente e insegura, pero desde esa altivez que la había caracterizado siempre, aun en la época en que no era más que una secretaria.

—¿Cuándo viene Paula? —preguntó. Ni siquiera se volvió para mirarles. Lo preguntó como si se lo preguntara a sí mismo o a aquel paisaje que era el mismo ante el cual había crecido su hija.

—¿Qué? —inquirió Ana María simulando incredulidad.

—Ha preguntado que cuándo viene Paula, cariño —le respondió con naturalidad García Medina, entendiendo a la primera lo que Monroy pretendía y demostrando, así, ser tan buen hombre de negocios como se suponía.

Ana María dudó unos segundos y, al fin, contestó:

—No sé exactamente. Los exámenes terminan dentro de un par de semanas. Luego vendrá, supongo.

Eladio regresó hacia ellos pellizcándose el mentón. Era un gesto familiar para Ana Mari, que sabía que Eladio solía hacerlo cuando se consideraba particularmente dueño de una determinada situación.

—Bueno —dijo Monroy al fin—. Este es el trato: Económicamente, un millón de los de antes. Seis mil euros, para entendernos.

Ana Mari inició una protesta que el hombrecillo apagó tomándole la mano.

—No, querida —la apostrofó—. Está bien. Es lo justo. Tenemos que pagar por el servicio que va a hacernos. Y, además, tenemos que pagar por su discreción. ¿No es así?

—Sí —respondió Monroy—. Y considerando que lo que pido es el diez por ciento de lo que van a pagarle a Paquito, no me parece excesivo, si logro que se lo quiten de encima.

—Correcto. ¿Y además?

Eladio le miró un segundo, sintiendo, por primera y acaso última vez, una pizca de simpatía por el hombrecillo.

—Además, un pequeño capricho relacionado con Paula.

—Eladio —dijo Ana María, nerviosa—, Paula ya es mayor de edad. Yo no puedo imponerle nada. Y no puedes pelearte por su custodia ni nada por…

—No. No voy a pelearme por ninguna custodia. Sólo voy a pedirte una cena con Paula.

—¿Qué?

—Pues, sencillamente, cuando todo esto se haya solucionado… Cuando Paula vuelva para las vacaciones, tú, una noche, la que prefieras, organizas una cena conmigo y con tu hija.

—¿Y para qué va a servir eso?

—Oh, para nada. Ya lo sé. Probablemente ustedes la habrán convertido en una pija redomada que me va a mirar por encima del hombro. Pero, después de todos estos años, me gustaría tener la oportunidad de darle una explicación. Solo eso.

—¿Y si ella no quiere?

Monroy la miró con sarcasmo:

—Cariño, sé que puedes ser muy persuasiva.

En ese momento, el hombrecillo volvió a ponerle el bozal a su mujer.

—Cielo, creo que lo que pide Eladio es bastante razonable. No creo que sea difícil organizar esa cena —después se volvió a Monroy para añadir:— Y le aseguro, amigo mío, que comprobará cómo se equivoca en eso de que es una pija. De hecho, si me lo permite, le diré que hay algo en ella que me recuerda a usted. No sé exactamente qué es. Pero hay algo suyo en ella.

Dicho esto, García Medina se levantó y, encarándose con él, le tendió la mano:

—Entonces, ¿trato hecho?

Monroy estrechó la mano que se le tendía. Pasado el trámite, el hombrecillo le pidió que se sentaran nuevamente.

—Ahora sólo quedan un par de detalles —dijo—. Si me da un número de cuenta corriente, subo al despacho y le hago un ingreso por Internet.

—Un ingreso por la mitad del dinero.

—¿Perdón?

—Por la mitad. La otra mitad me la ingresa mañana por la noche. Si la cosa no sale bien, no quiero que se me eche nada en cara.

El hombrecillo se rió.

—Está bien. Por la mitad.

—Otra cosa. Llevaré a un amigo.

—¿Y eso?

—Tranquilo. A esa persona se le pagará para que me acompañe hasta la puerta y para que les avise a ustedes si algo sale mal. No va a saber de qué va la cosa. Y le pago yo. Ustedes no le verán nunca si las cosas van bien. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Me fío de usted.

Eladio le apuntó su número de cuenta corriente y García Medina fue al piso de arriba a hacerle el ingreso. Ana María, por su parte, puso como excusa la preparación del almuerzo para no compartir el mismo aire que él. Así fue como Eladio se quedó solo en aquel salón.

No quiso curiosear. No se acercó a ver las fotos que había en los anaqueles del lado izquierdo. No se paró a contemplar, frente a éstos, el Antonio Padrón de pequeño formato que se aburría en la pared adyacente al pasillo que conducía al resto de la casa. Ni siquiera quiso reparar en los libros de arte, diez o veinte, apilados en una balda adosada a la pared que había tras el televisor. Simplemente, absurda y sencillamente, se quedó allí sentado, fumando y haciéndose una pregunta: ¿por qué no había visto, al entrar, contenedores de basura ante la casa? ¿Por qué tampoco había, en la entrada, ningún cubo? Se contestó que seguramente la doncella o el portero la hacían desaparecer al final de la jornada. La sacaban de allí y la llevaban a un contenedor que había en algún punto de la carretera que llevaba al pueblo. Sin embargo, aquel enigma le inquietó durante el rato que pasó esperando el regreso de García Medina. Porque sabía que el hecho de que no se viese basura no quería decir que no existiera. Es más, cuanta más basura había, más solía ocultársela. Por eso pensó que aquella casa producía mucha. Y pensó que le hubiera gustado verla o sospecharla. Porque la basura nunca miente.

Esa puta del vestido verde

Decorado con pósters enmarcados que reproducían obras de Gustav Klimt, el recibidor del Salón Isadora estaba pensado para parecer cualquier cosa menos lo que realmente era. Situado en el último piso de un edificio de oficinas, hubiera aparentado ser un gabinete más, salvo por el subtítulo «Contactos» que rezaba bajo la pequeña placa de metacrilato que había junto al timbre.

Al entrar, después de haberse citado por teléfono, el visitante era recibido por la propia Isadora, a la sazón Natalia Hernández Muñoz, la Nati para los amigos, y se le invitaba a sentarse en el sofá de cuero. Se le convidaba, además, a una consumición que Isadora (la Nati) preparaba ante el carrito de bebidas que había en el otro extremo de la estancia y, después de alguna pequeña broma para romper el hielo, se le informaba de las tarifas y se le preguntaba por sus preferencias, en caso de tratarse de un nuevo cliente. Si el cliente no era nuevo, la cosa era más sencilla. Bastaba con preguntar si deseaba alguna chica en concreto o si quería probar algo diferente. En ocasiones, había novedades y la Nati (Isadora) ponía al cliente convenientemente al tanto de las mismas.

En el resto del ritual tomaban parte dos o tres de las chicas, que salían al recibidor para ser valoradas por el cliente, quien, finalmente, elegía a una (o dos, dependiendo de gustos y capacidad económica) y se marchaba acompañado pasillo adentro. El resto de las chicas y la propia Isadora (la Nati) regresaban al salón contiguo, a ver la tele, charlar o jugar a las cartas, o iban a la cocina a hacer café, a la espera de la próxima visita.

Esa era la rutina en el Salón Isadora. Cada día. Desde las cinco de la tarde a las cinco de la madrugada. Las chicas no vivían allí. Comenzaban a llegar a partir de las cuatro y media. Dos o tres de ellas hacían jornada completa. Otras, en cambio, iban durante unas horas. Había algunas que sólo se quedaban allí el tiempo suficiente para hacer dos o tres servicios. A Isadora (la Nati) eso le daba exactamente igual, siempre que hicieran bien su trabajo y los clientes repitieran. La Nati (Isadora) era estricta y maternal con sus empleadas. Exigía respeto, higiene, seriedad y amabilidad con las compañeras. Prohibía las drogas duras (El que quiera yonquis que se las busque en la esquina, solía comentar) y las envidias y discusiones entre las chicas. No obstante, de los clientes exigía algo parecido. El Salón Isadora ofrecía todo tipo de servicios con discreción, higiene y seriedad. A cambio, el cliente debía comportarse como-un-caballero.

Demasiadas barbaridades había visto Isadora (la Nati) desde los veinte años, cuando comenzara a dedicarse a esas actividades. Ahora, a los cincuenta, vivía tranquila con «sus niñas». A veces, en la soledad de su vivienda, adyacente al negocio, se paraba ante el espejo para verse a sí misma y buscar en aquel rostro amenazado por las patas de gallo a la veinteañera que un día había sido. No quedaba casi nada de ella: ni el pelo azabache, que ahora estaba teñido de color zanahoria; ni los ojos marrones, que se ocultaban tras unas lentillas de color violeta; ni los labios carnosos, cuyas comisuras comenzaban a arrugarse. Su cuerpo menudo seguía dibujando las curvas de antaño, pero más amplias, menos firmes, como si, igual que a los árboles, cada año le hubiese añadido una nueva capa adiposa a su contorno.

Así, mirándose en albornoz al espejo del cuarto de baño, la sorprendió el sonido del portero automático. De camino a la cocina, desde la cual se controlaba el portero, consultó el reloj del pasillo, para comprobar que faltaban aún unos minutos para las tres de la tarde. No era un cliente. Sabían que había que tocar al otro portero, el que sonaba en el negocio. Y aún era temprano para las chicas. Encendió la cámara del portero automático y reconoció, deformado por efecto del gran angular de la mini cámara, a Monroy.

Soltó una risita maliciosa y dijo por el intercomunicador:

—Está cerrado, señor.

Eladio sorprendió la broma inmediatamente, cosas de la costumbre. Pero estaba preparado. Alzó una mano en la que llevaba una bandejita de dulces de San Martín, los preferidos de Natalia.

—¿No está la Nati? Qué pena. Yo le traía esto, a ver si me la podía trajinar. Pero, bueno, otra vez será —añadió volviéndose.

—¡No! ¡Espera, maricón! —le detuvo la Nati, accionando el interruptor que abría la puerta.

Diez minutos más tarde, sentados a la mesa de la cocina, ante la bandeja de milhojas francesas y tocinillos de cielo, acompañados con café y Amaretto (únicos vicios conocidos de la anfitriona), la Nati le preguntó a Monroy por qué llevaba tanto tiempo sin ir a verla.

—Ya sabes. Estoy liado. Buscándome la vida, como siempre.

—Tú, lo que eres, es un descastado —se quejó ella—. Joder, tío, que vives a cuatro calles de aquí.

—Sí, Nati, pero yo por la mañana no estoy para hacer visitas. Y tú, por la tarde, no estás para recibirlas. O estás sólo para recibirlas.

Compartieron una sonrisa.

—¿Cómo va todo por aquí?

—Bien. No me puedo quejar, Eladio. Hay trabajo, más o menos, casi todos los días. Tú sabes que esto es como la funeraria: siempre funciona bien. No para hacerse rico, pero sí para mantenerse. ¿Y tú, qué tal?

—Bueno, ya sabes tú. Un negocio por aquí. Un apaño por allá.

—¿En qué andas ahora?

—Sobre eso quería hablarte —dijo Monroy, aprovechando que ella misma había entrado en el tema—. Te quería preguntar si conocías a una gente.

—A ver.

—Cuarenta Grados. Es un club que hay por ahí, por Grau Bassas.

La Nati frunció el ceño como si alguien se hubiera tirado un pedo.

—¿Andas en tratos con esa gente?

—No. Yo no. Un… Verás: me han encargado un trabajo. No sé por qué, pero últimamente siempre me llaman para que haga de tipo duro.

—Porque lo eres.

—Favor que usted me hace —repuso burlón, haciendo una reverencia—. La cosa es que tengo que ir a ese club y pagar por algo que tienen y que es de los tipos que me han contratado.

—¿Polvo o algo así?

—No. No es nada de eso. Pero hay mucho dinero de por medio. Y no puedo decirte más.

Monroy hizo una pausa para engullir un milhojas.

—Bueno, cuéntame algo sobre ese club —añadió después, chupándose los dedos.

La Nati buscó durante unos segundos la palabra adecuada. Después, cuando la hubo encontrado, la soltó:

—Basura. Son basura. Lo peor de lo peor. Dominicanas, colombianas, rumanas, toda esa gente de la Europa del Este… Tú sabes que yo no tengo prejuicios. Ya ves que contrato chicas de todos lados… Pero estos… Bueno, ya sabes cómo es… Las cogen en sus países y las engañan. Luego les quitan los papeles y las tienen ahí, esclavizadas… Tienen negocios por toda la península. También en Lanzarote y Fuerteventura… Lo peor es que luego van y se anuncian como agencias de alto standing.

—Eso, a la gente que tiene negocios como el tuyo, no las beneficia…

—Ya ves… Pero a ver quién tiene huevos de denunciarlos… No te mezcles en eso, Eladio, que son gente muy chunga… Sobre todo el Paco ese.

—¿Qué sabes de ese tío?

—¿El Paco? Ese es un chulo… Vino hace diez o quince años… Es de Badajoz… Un chulo de mierda. Lo conocí en el Lugo, cuando yo estaba en lo de la Teresa. Estuvo un tiempo parando por allí. Después hizo contactos con esa gente (o a lo mejor ya los tenía, no lo sé) y le montaron lo del puerto, eso de Cuarenta Grados… Cuarenta años le echaba yo… Pero ¿quién le pone el cascabel al gato?

Dicho esto, la Nati se quedó mirando amenazadoramente un tocinillo de cielo. Cuando consideró que ya lo había amedrentado lo suficiente, se abalanzó impúdicamente sobre él. El pobre tocinillo opuso toda la resistencia posible, consistente, sobre todo, en quedarse adherido a la cenefa de papel que aparentemente lo protegía, pero, al final, acabó entre sus fauces.

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