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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Tres funerales para Eladio Monroy (3 page)

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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—Estoy citado con Gerardo Galván.

La rubia hizo memoria dejando que sus ojos verdes vagasen por el falso techo unos segundos y dibujó con los labios un beso que en realidad pretendía ser un fruncido.

—¿Usted es Eladio Monroy?

—Ajá.

La azafata salió del mostrador y le pidió con un gesto que la siguiera mientras se dirigía a una de las puertas laterales y la abría.

—Gerardo está en el garaje. Vendrá enseguida. Será mejor que lo espere en el despacho.

Monroy entró en la oficina y dejó que la rubia cerrase la puerta con un Como en su casa demasiado profesional para sonar sincero. Echó un vistazo a la oficina, también de paredes blancas y muebles azules. Bastante desordenada pero limpia. La mesa, plagada de papeles, posits pegados por todas partes, calendarios, agendas, plannings y vasos con bolígrafos publicitarios que casi ocultaban el teclado, el ratón y la pantalla del ordenador. En una de las paredes, se abría una ventana de cristal que daba a los garajes. Ante la ventana había un estor de tejido en crudo. Monroy atisbó por entre el borde del estor y el marco y vio al que seguramente era Gerardo Galván arengando a un mecánico, el cual se defendía con aspavientos de la bronca ante un Twingo que aparentaba haber sido maltratado por un escuadrón entero de
hooligans
en plena fase de euforia etílica.

El tal Galván era un individuo de mediana estatura y gran perímetro abdominal, con varias entradas en sus cabellos castaños, adheridos al cráneo merced a algún tipo de fijador especialmente grasiento. Su camisa blanca, su corbata y los pantalones de pinza de color azul marino contribuían de manera decisiva a otorgarle aquel aire de cobrador de guaguas retirado, inútil en un mundo donde los cobradores de guaguas habían dejado de existir como gremio hacía más de veinte años.

Monroy decidió que no le apetecía ver cómo Galván seguía abroncando al empleado y tomó asiento en una de las sillas destinadas a la clientela, frente a la mesa. Abrió su libro y asesinó unos minutos leyendo. Por fin se abrió la puerta y Gerardo Galván entró sonriente, con aire ajetreado y tendiéndole una mano sudorosa de manicura reciente y sin un solo callo.

—¿Eladio? —dijo mientras avanzaba hasta su asiento tras la mesa—. Espero no haberte hecho esperar demasiado. Esto es un follón increíble en verano. Sólo me quedan un par de coches y me acaban de devolver uno hecho una chatarra. Y, para colmo, al mejor mecánico lo tengo de baja. En un momento como éste… Así que voy a tener que mandarlo al taller del Chapi, lo cual se me sale completamente de presupuesto. Y todo porque ése inútil de ahí fuera dice que no puede quedarse un par de horas más… En resumen, un lío de cojones…

—Es lo que tienen los derechos laborales —se limitó a observar Monroy, apoyando los codos sobre el borde de la mesa.

Un ángel gordo y aerofágico pasó entre ellos mientras Galván intentaba entender del todo lo que Eladio había dicho y éste sostenía la mirada clavada en aquel sucedáneo de
yuppie
.

—Bueno —dijo Galván, echando a la mar unos pelillos que no le sobraban—, Bonifacio te habrá puesto en antecedentes.

—¿Bonifacio? —preguntó Monroy sin saber en absoluto a qué se refería Galván.

—Sí, Bonifacio. El Chapi.

—Ah —repuso Monroy frotándose las manos al pensar en el cachondeo general que iba a haber en el Casablanca cuando Casimiro, Roquito y Juan, el del Pescado, se enterasen del nombre del Chapi—. Bueno, por encima. Sólo por encima.

—Es cosa sencilla. —Galván se hizo adelante en el asiento y tomó entre las manos una tarjeta de visita que había ante él—. Hay una empresa de la península que tiene negocios aquí. Cosa de inmobiliarias y constructoras, no sé bien. Ni me interesa. Ellos nos contratan regularmente. Pagan bien y sin preguntar. Bueno, la cosa es que el gran jefazo de esa empresa tiene que hacer un viaje relámpago a Las Palmas —de pronto paró de hablar, como si se le hubiera olvidado decir algo y, haciendo un gran aspaviento, aclaró con solemnidad—. Estamos hablando de gente muy importante, ¿nos entendemos?

Eladio asintió.

—Pues resulta que este hombre me llamó personalmente anteayer y me pidió que buscase a alguien que lo acompañase mientras estuviera aquí. Alguien de confianza, ¿me explico? No un simple chófer. Alguien que, no sólo conociera la ciudad, sino que pudiera hacer también de una especie de escolta y que, además, fuera persona discreta. A esa persona, por acompañarle durante un día, está dispuesta a pagarle doscientos euros más una gratificación en caso de que se diera alguna situación… —Galván buscó con los ojos la palabra que le faltaba alrededor del fluorescente y a todo lo largo de la superficie del techo. Al fin pareció encontrarla en el rincón más cercano a la puerta—. Alguna situación molesta…

Eladio, mientras verificaba mentalmente que doscientos euros eran bastante más de veinte mil pesetas, se prometió a sí mismo cagarse en la madre de Bonifacio. Después hizo un mohín que Galván debió advertir al instante, porque paró en seco y preguntó si había algún problema.

Monroy, por su parte, se humedeció los labios y preguntó:

—¿Sabes? Esto no es muy normal. Me refiero a que, por un lado, ese tipo de personas que necesita acompañante —y subrayó la palabra esbozando en el aire unas comillas con los dedos índice y corazón de ambas manos—, cuando viaja, suele llevar a alguien de confianza o a algún escolta. Pero el cliente decide no traerla. Prefiere contratar a alguien de la zona que, además, le haga de chófer. Y, por otro lado, se habla de la posibilidad de una situación molesta…

—No se pagan doscientos euros por nada…

—Lo que quiero saber es si hay algo ilegal…

Galván se hizo rápida y convincentemente el ofendido.

—Por favor… Yo nunca me metería en algo ilegal… Se trata de una empresa muy seria… Hombre, tú supondrás que en las altas finanzas nada está nunca limpio del todo… Sobre todo si hablamos del negocio de la construcción… Yo no sé de qué va la cosa… Pero no creo que se trate de nada que te pueda buscar un problema… A lo mejor el tipo viene con una carpeta llena de cheques al portador. Vete tú a saber… Pero no me lo imagino con joyas robadas ni nada de eso… A lo más, supongo que viene a verse con una querida, o algo así…

—Ya —dijo Monroy, pensando que eso explicaría por qué no traía a su escolta personal.

—Bueno, ¿qué te parece? Me han hablado muy bien de ti, y pienso que eres la persona más adecuada para el trabajo. Pero, si no te interesa, hay otras que…

—¿Quién? —preguntó Monroy a bocajarro.

—¿Qué personas?

—No. ¿Quién te ha hablado bien de mí, además del Chapi?

Galván buscó algo por el suelo. No lo encontró, así que se vio obligado a enfrentarse nuevamente a la mirada de Monroy, que ahora se había clavado en él como un carámbano de hielo afilado, muy afilado.

—Bueno, un amigo. Viera. Comercial de joyería.

Galván asintió con lentitud, un poco más tranquilo.

—Dice que eres un tipo de conviene tener cerca en determinadas ocasiones. Tranquilo, sin aspavientos, pero con los nervios templados cuando hace falta. Y dice, además, que eres discreto. Como tú comprenderás, eso es importante.

Monroy alzó una mano pidiéndole silencio.

—Está bien —dijo—. Haré el trabajo. Pero con una condición: en cuanto algo me huela a chamusquina, le doy un plano de la ciudad y un bono guagua al ricachón ése y me voy a casa.

—Y dale… Está bien… Pero estoy seguro de que no es nada ilegal. Por otro lado, no me irás a decir que viviendo de lo que vives tú, no has estado nunca metido en nada turbio.

Monroy sonrió con cinismo, le miró de reojo y contestó lentamente:

—Por supuesto. Pero sólo con gente de confianza. Gente del barrio, ¿nos entendemos?

Galván soltó una risita tan estúpida como falsa.

—Está bien, hermano.

—Dame los detalles.

—Se trata de que estés mañana a las diez en el aeropuerto para recibirle. Se vuelve a Madrid pasado mañana a las nueve. Durante ese tiempo tendrás que estar a su disposición. El tipo no quiere que haya nadie con un cartel con su nombre, así que llevarás uno con el logo del rentacar. Ésta es la tarjeta de visita del elemento —le tendió la tarjeta, que no había soltado en ningún momento de la conversación—. Mañana a las ocho de la mañana te tendremos preparado un Audi A4 con el depósito lleno. Por supuesto, si tienes que volver a echarle algo, me traes la factura y yo te la abono. Ponte algo elegante pero discreto, por favor.

—¿Me vas a hacer llevar americana con el calor que está haciendo?

—Hombre, tampoco es necesario. Con unos pantalones de pinzas y una camisa sin estampados es suficiente. Me refiero a…

—Ya te entiendo. Bien… ¿Algo más?

—Necesito una fotocopia de tu carné. Ya sabes…

—Cero problema.

—Oye, y una cosa…

—A ver…

—No comentes esto con nadie… El tipo me llamó personalmente, sin pasar por la secretaria. Primera vez en la vida. Y, luego, insistió mucho en eso de la discreción…

—El tipo viene de putas, fijo…

—No lo sé. Cuando le pregunté por qué, ¿sabes qué dijo?

—¿Qué?

—Me dijo algo así como que hay secretos que se guardan por delicadeza, más que por engañar.

Mi patria es mi pequeñez y mi pobreza

La noche fue cayendo pesadamente con su canícula y su humedad, que hacía del aire una masa plúmbea y compacta que se dejaba respirar con la misma facilidad que el confeti. Esa misma noche, una vez caída, fue vigilando los pasos de Monroy, que entró en el bar Casablanca y descubrió al Chapi, aún más sucio que por la mañana, bebiendo cerveza apoyado en la barra de chapa, salpicada aquí y allá de migas de pan, gotas de aceite, huellas de vasos y borrachos más o menos locuaces. A esa hora, los fluorescentes que iluminaban el local dejaban al descubierto el paisaje tras la batalla que era el suelo, plagado de servilletas usadas y colillas, de ceniza y mendrugos. En algún rincón, había un trozo de papa arrugada, que alguien no había podido soportar en la boca.

—¿Qué hay, hermano? —preguntó El Chapi, señalando su botellín vacío y haciendo una señal a Casimiro. El ojo de éste, que estaba arreglando el bajante del fregadero, le odió mientras el viejo se limpiaba las manos en un paño y se quedaba parado frente a las cámaras, intentando recordar dónde estaban ubicados los botellines—. ¿Fuiste a hablar con Gerardo?

—Eres un cabrón —dijo Monroy con voz baja y tranquila. Luego, apoyándose junto a él en la barra, ni siquiera volvió a mirarle mientras decía a Casimiro—: Que sean dos, querido.

El Chapi se había quedado mirando a Eladio, comenzando a comprender.

—¿Qué pasa? ¿Te consigo un curro y encima soy un cabrón?

—Pasa que me parece muy razonable que te lleves una comisión. Pero, más de la mitad de la pasta, no te la llevas ni de coña.

—Bueno, está bien, pero algo me caerá, ¿no?

—Supongo, Boni.

—¿Eh?

Esta vez Monroy sí giró lentamente el rostro hacia él para mirarle, reprimiendo una carcajada.

—Boni… Sí, hombre. Bonifacio. ¿No te llamas Bonifacio?

El Chapi miró alrededor y reparó en Casimiro que, botellines en mano, se rompía el pecho de risa.

—Joder —decía el tuerto—. Y yo que pensaba que tenía un nombre feo.

—Váyanse los dos a tomar por culo. Cabrones.

La carcajada fue contagiándose por el bar, por lo menos a Roquito, a Juan el del Pescado y al resto de la clientela que conocía al Chapi. Este intentó sobrellevar la situación bebiendo de dos tragos su botellín y soltando algún insulto aquí y allá.

—Pues no sé de qué coño te ríes tú. Porque llamarse Eladio tampoco es como para hacer fiestas.

La tormenta de risas fue dando paso al murmullo habitual del bar a esas horas, roto de cuando en cuando, por alguna palabrota extemporánea o por la musiquita compulsiva de las tragaperras. Monroy se acordó del asunto de Dudú y se lo comentó al Chapi.

Éste, aún un poco mosca, contestó que a él qué coño le importaba un negro sin trabajo.

—Joder —respondió Monroy—, Chapi, está claro. Tú estás hasta los huevos del aprendiz. Dudú está hasta los huevos de que lo exploten. Tú necesitas un buen currante en el taller y Dudú es un buen currante y se dedica precisamente a lo tuyo. Blanco y en botella es leche.

—O negro.

—O una mierda pa ti. Bueno, ¿qué le digo?

—¿Seguro que el negro es de fiar?

—Yo me hago responsable. Lo que quiere es currar para arreglarse los papeles y traerse a la parienta y a los hijos.

El Chapi lo pensó un rato. Hacía cuentas mientras observaba a Casimiro pelearse a cuchillazo limpio con una pata de jamón que estaba más seca que la compresa de un drag queen. Al fin, mirando al techo y haciéndose el interesante, respondió:

—Bueno, venga, que se pase a verme por el taller. Pero no le prometo nada.

* * *

Cuando salió del ascensor, con tres botellines y medio paquete de cigarrillos entre pecho y espalda, Monroy se paró un momento antes de entrar, el tiempo suficiente para comprobar que Matías tenía la tele encendida. Se oían tiros e insultos, signos de que estaba viendo alguna película en vídeo. Y eso quería decir que el viejo estaba bien. Luego sacó su llave, pero antes de introducirla en la cerradura observó que se veía luz por debajo de la puerta.

Examinó la cerradura y comprobó que no había sido forzada. De todas formas, se guardó el libro en el bolsillo trasero del pantalón, se preparó mentalmente para cualquier encuentro, introdujo la llave con sigilo y abrió de golpe, dispuesto a aplastarle el cráneo al yonqui de turno.

Lo que vio inmediatamente después fue a Gloria con la boca abierta como si se le hubieran subido las bragas hasta el cuello, con una fuente de ensalada en una mano y un vaso en la otra. Al parecer la había sorprendido llevando la ensalada hasta la mesa del comedor desde la cocina.

—¡Qué susto me has dado, maricón!

—Joder, y tú a mí… —dijo Monroy cerrando la puerta a sus espaldas—. Me podías haber avisado de que ibas a venir…

—Lo siento. Se me ocurrió que podía darte una sorpresa. Estaba en casa y pensé que igual te apetecía que cenáramos juntos…

—Vengo cenado —mintió Monroy.

—Bueno, pues estar juntos un rato… No sé… —repuso Gloria. Se estaba dejando poblar el rostro por la desilusión, cosa que, Monroy sabía, podía acabar bastante mal.

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