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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Tres funerales para Eladio Monroy (5 page)

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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Ortiz soltó una risita de suficiencia.

—Perdóneme, pero eso me parece un poco ingenuo. Porque la autoridad también tiene intereses.

—La autoridad no. Las personas que detentan la autoridad, en todo caso. La autoridad es poder institucionalizado. Y las instituciones son impersonales. Lo que está podrido no es la política, sino los políticos.

El empresario le mostró su mejor mueca de hastío.

—Yo creo que ese esquema se ha quedado viejo. Pensar que los políticos son quienes detentan el poder es como creer en los Reyes Magos. El mercado se mueve como se mueve. Y ahí, los políticos, o se unen a la tropa o sucumben. Y, en cuanto a la comunidad… La comunidad ya no existe. Incluso habría que preguntarse si ha existido alguna vez…

Monroy se mordió la lengua durante un rato, mientras pasaban ante la Base Naval y continuaban a lo largo de la costa para introducirse, más tarde, en el túnel que les permitiría el giro a la izquierda a la altura del Parque de Santa Catalina. Las nubes seguían ausentes del cielo. La brisa, también. Como al descuido, Monroy aumentó la potencia del aire acondicionado.

—¿Sabe usted? Me cae bien —dijo, de pronto, el cántabro.

—¿Por qué? —preguntó Monroy—. Que yo sepa no he hecho nada para caerle simpático.

—Quizá por eso mismo —repuso Ortiz, con aire interesante—. Verá: en un puesto como el mío, uno está rodeado de gente que procura caerle bien a uno. Desde el primer conserje hasta el último consejero delegado. Saben que es uno quien amasa el pastel y todos quieren conseguir un trozo.

—La soledad del emperador.

—¿Cómo dice?

—La soledad del emperador. Los emperadores se sienten solos porque no saben en quién pueden confiar. No pueden distinguir entre los aduladores y los amigos fieles, si los hay.

—Sí. Se trata de algo así. Pero usted tiene sus propias ideas. Y no se vende.

—Eso no es cierto. De hecho, estoy trabajando para usted.

—Está haciendo el trabajo por el que se le paga. Pero no renuncia, si se le da oportunidad, a decir lo que piensa, aunque eso me pueda molestar.

Monroy le concedió la razón con un movimiento de cabeza.

—Tengo pocas oportunidades de tratar con personas así. Y la verdad es que da gusto.

—Pues disfrútelo y no rompa la magia —dijo Monroy a pesar de que se había prometido a sí mismo ser correcto.

Contra todo pronóstico, Ortiz soltó una carcajada y meneó la cabeza con la ocurrencia. La carcajada se le fue contagiando a Monroy y luego volvió a pasársele nuevamente al empresario. Así continuó hasta que, al llegar al aparcamiento del hotel, desde fuera del auto se les oía a los dos cagándose de risa.

En el vestíbulo, Ortiz rellenó la ficha y tomó la llave de su habitación.

—Voy a subir a refrescarme un poco —dijo—. Tenemos una cita para almorzar. Puede esperarme tomando algo. Cárguelo a mi habitación, por supuesto.

—Le espero en el Reina Garden. Es la terraza del hotel que da a la playa.

El cántabro se fue hacia los ascensores. Monroy, por su parte, salió por el acceso a los aparcamientos, rodeó la manzana del hotel y llegó a la avenida de Las Canteras, que era un enorme trasiego de gente de todos los tipos y en todas direcciones. Echó un vistazo a la playa, donde no parecía que cupiese una toalla más. Sin embargo, él sabía que hubiera bastado con bajar a la arena para encontrar algún lugar donde tumbarse. Siempre hay hueco para uno más.

Pero no era el día ni la ocasión, aunque el cuerpo le estuviera pidiendo a gritos un baño con su posterior reposo al sol. Compró la prensa en el quiosco adyacente al Reina Garden, traspuso la valla que separaba la terraza del paseo y tomó una mesa. Pidió un café con hielo y esperó a que se lo trajesen fumando un cigarrillo y contemplando la playa.

No le apetecía leer. Había comprado el periódico más bien por costumbre. Por la avenida pasaban parejas y pensionistas, bañistas y practicantes de
footing
con más voluntad que pulmones, bandas de adolescentes gritones, rasurados y tatuados que no lograban disimular ni por un instante que su agresividad escondía un feroz miedo al mundo que, bien se sabía, acabaría por devorarlos de un golpe de riñón. Dos policías municipales de playa pasaron a bordo de un cochecito eléctrico.

Sólo les faltan los palos de golf, pensó Monroy, mientras endulzaba el café y lo vertía en el vaso con hielo.

Pensó en lo que había querido decir Ortiz. Quizá era sincero. Lo cierto es que aquel fenómeno de la soledad del emperador siempre le había interesado. Recordó alguna novela de García Márquez, leída en una sala de máquinas, como muchos de los libros que había leído. ¿Y la soledad del jefe de máquinas? No era tan novelable como la soledad del poderoso. Pero sí era, acaso, más cierta. Recordaba las largas horas de guardia, junto a motores enervantes que, tras los primeros días, se habían convertido en uno de esos ruidos permanentes que ya casi no se advierten, como los latidos del propio corazón, el compás del pulso propio en las sienes.

Reparó en otras soledades más literarias. La del mediofondista, por ejemplo. Si alguien había convertido la soledad de un corredor en materia literaria, ¿por qué no iba a ser novelable la del jefe de máquinas? La de los capitanes. Eso sí que había dado literatura. Desde Homero a Conrad. Y en medio, Stevenson, Melville. Quién sabe cuántos más. Pero el maquinista… La soledad de Lear. La del astronauta. Una versión de la del capitán. Más espectacular. Pero luego, la soledad de Hölderlin. La soledad de Pessoa. La de Mishima. La soledad de José K. La soledad de Mersault. La de Roquentin. La soledad de Giovanni Drogo. La de Morel. Eso eran verdaderas soledades, reales o de ficción (la realidad y la verdad a veces no guardan una relación unívoca), pero verdaderas soledades. Decidió que no se dejaría engañar por las lágrimas de cocodrilo del director general. Ningún poderoso es inocente. Lear, por ejemplo, no lo era. Nadie es inocente. Pero, mucho menos, el poderoso. Aunque se disfrazara de persona agradable. Con el rico y el poderoso, hay que ser orgulloso, decía el proverbio. Aunque se pusieran pieles de cordero, no dejaban de ser lobos. Peor que los lobos. Porque los lobos sólo son implacables cuando tienen hambre. Así que, tras pensarlo un poco más, determinó que el tal Ortiz de Guzmán seguía cayéndole soberanamente mal. Como una patada en las ingles, para ser exactos. Daba igual que conversaran o se rieran juntos. Una cosa es andar entre la mierda y otra muy distinta es revolcarse en ella.

Iba por el segundo café cuando Ortiz se sentó a su lado y pidió un vermouth.

—Creo que tenemos tiempo.

—¿Adónde tenemos que ir?

—Luego miramos la dirección en mi agenda. La persona con la que me he citado dice que es en una zona que se llama Ciudad Jardín.

—Ah, en un momento nos ponemos allí. Pero no hay muchas oficinas por allá.

—No. Es en su casa.

—¿Se quedará a almorzar allí?

—Creo que sí.

—¿Tendré que entrar con usted?

—No. No creo que haga falta. Es gente de confianza.

Guardaron un silencio cansado. Ortiz echó un largo vistazo al paisaje.

—Tiene muy buena pinta esta playa.

—Como playa urbana, de las mejores.

—Tenía que haberme venido un par de días más. Bueno, ya tendré oportunidad.

Eran dos. Y no estaban allí antes de que Ortiz bajara de la habitación. Dos hombres jóvenes, vestidos con polos y bermudas de colores claros. Calzados con náuticos. Armados con una cámara con la que sacaban fotos al paisaje de la avenida desde una mesa cercana a la de ellos. Los turistas perfectos. Solo que demasiado perfectos. Mientras charlaban, Monroy se percató de su presencia. Uno, con melena negra recogida en una coleta, hacía comentarios al otro, que era quien manejaba la cámara, como si le instruyese en el manejo de la misma o le indicara hacia dónde tenía que apuntar el objetivo. Pero daba la casualidad de que su mesa estaba situada de forma que Ortiz y Monroy entraban perfectamente en su campo de visión. Se llamó a sí mismo paranoico durante unos segundos. Luego volvió a echarles un vistazo y les fichó como debía. El que manejaba la cámara, debía pasar de los treinta. Corpulento y bajo, con la cabeza rasurada en las que unas gafas de sol de Calvin Klein hacían de diadema en terreno yermo, sonreía a cada comentario que el de la coleta le hacía en voz baja, como si hubieran acordado que cada indicación debía parecer, desde lejos, como un chiste. El otro no paraba de hablar. Y éste no cesaba de disparar la cámara.

—Las playas del Mediterráneo también tienen su encanto. ¿Ha estado en la Costa Brava? —decía, mientras tanto, Ortiz—. Yo tengo una casa allí. En L'Startit. Hay algunas calitas que…

—José Luis… —le interrumpió Monroy, sin alzar la voz, con aparente tranquilidad, pero en tono serio, mirando hacia el horizonte.

Ortiz se percató enseguida de que algo ocurría y cortó con el tema del litoral gerundense.

—¿Algún problema?

—A lo mejor es una tontería. En todo caso, no mire alrededor y hable con tranquilidad, como si estuviéramos comentando cualquier chorrada —tras decir esto, Monroy le mostró la más amplia de sus sonrisas.

—De acuerdo.

—Respóndame.

—¿Sí?

—¿Hay alguien que le pueda estar siguiendo?

—Sí —dijo el otro alzando las cejas—. Ya lo creo que sí.

—¿Quién puede ser?

—Cualquiera. Periodistas, detectives privados.

—Detectives privados pagados por quién.

—Casi por cualquiera. Partidos políticos, competencia… Incluso puede que por alguno de mis socios…

—Joder, Ortiz… Pero ¿qué coño lleva en ese maletín?

—Algo que puede reportarme muchos beneficios, si no sale a la luz.

—Bueno, pues entonces, llame a su amigo y dígale que se va a retrasar un poco.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

—No mire directamente, pero hay dos tipos en esa mesa de ahí al lado que nos están haciendo un reportaje fotográfico que ni el National Geographic.

Ortiz se bebió su vermouth de un trago y se giró para hacerle una señal al camarero de que le trajera otro.

—¿Los ha visto?

—Sí.

—¿Los conoce?

—Uno de ellos me suena.

—¿Cuál?

—El de pelo largo. Le vi en Barajas. Se parece a Steven Seagal.

—Pero seguro que es bastante más inteligente. Me juego lo que sea a que vino en el mismo vuelo que usted.

—En el avión no le vi.

—¿Voló en primera?

—Siempre vuelo en Clase Business —respondió Ortiz.

—Pues éste debió volar en turista. Llame a su amigo.

Ortiz sacó su teléfono móvil. Monroy le miró con reprobación.

—Pero, ¿qué coño hace, hombre? Ni se le ocurra. No sé en qué anda metido, pero si los que pagan a esos dos tienen tanta pasta como usted, no se habrán cortado en pagar a otro más para que le controle el teléfono.

—Eso sólo pasa en las películas —dijo Ortiz, guardando, no obstante, el móvil.

—Verá, en mi barrio hay un tipo que es radioaficionado. ¿Sabe cómo se entretiene los domingos? Pues tiene una emisora de ésas de mano, de sesentaypocos canales. De las pequeñas. Se dedica a escuchar las conversaciones de todos los móviles de la zona. Y eso, por jugar. Imagínese lo que puede hacer un profesional con un buen equipo.

—¿Y entonces?

Monroy puso una moneda sobre la mesa.

—Salga a la avenida y camine hacia la izquierda. Allí se encontrará con una cosa que parece una máquina tragaperras pero con auricular. Se llama cabina telefónica. Quedan pocas, pero la mayoría funciona.

Ortiz cogió la moneda y salió a la avenida. Casi inmediatamente después, el imitador de Steven Seagal salió también de la terraza como quien quiere tomar el aire. Llegó hasta la barandilla y se apoyó en ella. Monroy sabía que, desde donde estaba el sucedáneo de regatista, se divisaba perfectamente la cabina a la que había enviado al empresario. Ya no le cupo duda alguna. Estaban controlándole. Sonrió, satisfecho (aunque no supo bien de qué lo estaba) y encendió un cigarrillo.

Cuando Ortiz volvió, el tipo se quedó allí, mirando a la arena. El otro, que consultaba lo que parecía una guía turística, había dejado la cámara al borde de la mesa. Monroy los midió en silencio. El de la coleta debía ser el más peligroso. Era alto y de cuerpo fibroso y flexible. El tipo de musculatura de alguien que practica artes marciales. Debía ser bastante ágil y buen contendiente. El calvo era otra cosa. Algo grueso. Seguramente más grasa y mala leche que otra cosa. En todo caso, sería mejor manejar la situación de manera que no fuese necesario llegar a las manos. Ni siquiera a un enfrentamiento verbal.

—¿Qué piensa? —preguntó Ortiz, que comenzaba a impacientarse—. ¿Qué vamos a hacer?

—Se me está ocurriendo algo, pero primero tengo que comprobar una cosa. Voy a irme un momento. Mientras estoy fuera, llame al camarero y pídale la cuenta o que se lo cargue a la habitación —paró de hablar un momento para consultar su reloj—. O lo que sea, pero que quede claro que vamos a irnos. Y observe bien qué hacen los amiguetes. ¿De acuerdo?

Monroy se levantó, le tendió la mano a Ortiz, que le siguió la corriente, y salió del bar en dirección al interior del hotel. Se paseó durante un rato por el vestíbulo, parándose un segundo a mirar las largas y torneadas piernas de una turista que leía
Der Spiegel
sentada en uno de los sillones. Por algo así, vale la pena madrugar, pensó mientras miraba el reloj para comprobar si ya llevaba dentro un par de minutos. Cuando regresó a la terraza, sus dos nuevos amigos continuaban en sus sitios, sin moverse.

—Creo que nos olvidábamos de algo. Ese recado, lo podríamos hacer juntos —le dijo a Ortiz sin sentarse, hablando lo suficientemente alto para que los otros pudieran oírle—. Y, ya puestos, primero podríamos ir a comer a un sitio que conozco.

Ortiz, que tenía una rara expresión de cachorro abandonado, le mostró una amplia y de seguro sincera sonrisa y se levantó.

—La cuenta ya está saldada.

Volvieron a entrar al hotel, para atravesarlo y salir a los aparcamientos. En algún momento, Monroy tomó a su cliente del brazo y le dijo entre dientes:

—Tranquilo. No se dé prisa… No quiero que nos pierdan la pista…

Una vez dentro del coche, Eladio encendió el motor y esperó innecesariamente unos minutos a que se calentara y a que la parejita llegara al aparcamiento y entrase en su propio auto, a la sazón un Opel Corsa también alquilado pero con mucho menos dinero. Cuando estuvo seguro de que aquéllos estaban en disposición de arrancar, se puso en marcha en dirección a la salida del Norte de la ciudad.

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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