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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Tres funerales para Eladio Monroy (2 page)

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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—No te pierdas el chiste de hoy —le aconsejó.

Matías sonrió, y mostró la lupa en la otra mano.

—Te estaba esperando… ¿Cómo va lo de la comisión del 11-M?

—Se van de vacaciones.

—Me lo imaginaba… Hijos de puta…

—Ya ves… —dijo Monroy dando media vuelta y sacando la llave de su casa—. Si te hace falta algo, ya sabes dónde estamos.

—Nada, tranquilo. Mi hija viene luego… Gracias, Monroy.

—Échaselas al gato, viejo —dijo Monroy, entrando en casa.

Matías se quedó un momento mirando la puerta cerrada del 4º derecha. Meneó la cabeza sonriendo y, cerrando a su vez, encendió la luz del salón para leer el periódico.

Monroy dejó sobre la mesilla de la entrada la cartera, las llaves, el reloj, el paquete de cigarrillos, el mechero y el bolígrafo. Siempre llevaba en el bolsillo un bolígrafo metálico de resorte, por si acaso.

En el contestador había varios mensajes. El primero era de Hanif, que con su español deplorable y su voz de Gallo Claudio, dijo: «Hola, Monroy. Soy Hanif Viram. Pásate por tienda, porque tengo cámaras de vídeo, las que encargaste tú. Pero tenemos que revisar precio, porque ahora están más caras. De todas formas, yo hago a ti precio de amigo. Estoy toda la tarde en tienda. Hasta luego».

Pensó que esa tarde le tocaría moverse hasta la calle Ripoche y regatear con Hanif, que era un amigo y siempre se había portado bien con él, pero se había dado cuenta de que él había colocado rápidamente la mercancía anterior. Y siendo como era Hanif fundador y presidente de la Real Orden del Puño Cerrado a Monroy le iba a costar mucho conseguir que mantuviera el precio.

El siguiente mensaje era, cosa sorprendente, de su ex mujer, con aquel tono serio de ingrésame-la-pensión-o-tendrás-noticias-de-mis-abogados: «Eladio, soy yo, Ana Mari. Necesito hablar contigo. Llámame, por favor. Es importante». Monroy se preguntó en silencio qué tripa se le habría roto. Y, como no se le ocurrió respuesta alguna, dijo en voz alta:

—Pues, ya ves, no te voy a llamar hasta por lo menos dentro de un par de días. No por nada. Sólo por joder.

El tercer mensaje era de Gloria. «¿Eladio? Supongo que estarás todavía en lo de Casimiro… Es para avisarte de que voy a pasar por ahí… Y si te apetece invitarme a comer, enróllate y hazme unos calamares compuestos. Los dejé descongelándose esta mañana, antes de irme a trabajar… Un beso, cielo».

Monroy se dijo, esta vez sin pronunciar palabra, que a lo mejor Gloria se estaba acostumbrando demasiado a estar en su casa, cuando tenía la suya propia sólo dos pisos más arriba. Pero le halagaba que le gustasen sus calamares compuestos. Así que se resignó. La compañía de Gloria no estaba tan mal. Escogió entre sus cedés el
Blue Vallantine
y escuchó a Tom Waitts arañar con su voz de tigre morfinómano el «Somewhere» mientras se ponía shorts, camiseta y sandalias. Después entró en la cocina y se puso a limpiar los calamares para cortarlos, tarareando algo de seguro completamente distinto a lo que oía, porque era de conocimiento general entre sus familiares, amigos y conocidos, que si algo caracterizaba realmente a Monroy era poseer buenos gustos musicales pero, al mismo tiempo, tener un oído enfrente del otro.

Una vez cortados los calamares, picó cebolla, ajos y pimientos y los puso a sofreír con aceite de oliva y laurel. Mientras los dejaba atontar a fuego lento, empezó a cortar unos tomates, preguntándose para qué leches le querría su ex. Llevaban sin hablar más de dos años, desde que Paula cumplió los dieciocho y Ana Mari dio por finalizada su pequeña «relación comercial». Nada le ataba a ellas. Por suerte en el último caso; por desgracia en el primero. Desde que tenía diez años, no había visto a Paula arriba de seis o siete veces, y esos encuentros siempre habían resultado bastante incómodos para ambos. La culpa: un poco de las edades que tenía la niña en cada ocasión, otro poco de él mismo y de su dificultad para comunicarse con ella y un mucho de Ana Mari y del régimen espartano de visitas que había sacado en su momento al Juzgado de Familia. Y, en ese asunto, pese a sentir afecto por Paula, Monroy, se dejó comer el terreno cada vez más y cada vez de forma más irremediable, a lo largo de aquellos años. Al fin y al cabo, qué pintaba él, un pobre jefe de máquinas retirado, un muerto de hambre, en la vida de Paula, criada en un chalé de Santa Brígida.

Monroy escuchó un par de golpes a la puerta. No necesitaba abrir para saber que era Gloria, pero lo hizo. Y, en efecto, era Gloria, con una barra de pan y un paquete que, Monroy adivinó con horror, contenía libros.

Gloria entró, le dio un beso en los labios, avanzó hasta la puerta de la cocina, olisqueó y dejó que su rostro regordete se iluminara.

—Amoooor —dijo con el mismo tono y cadencia del bello silbido de una bomba de napalm que se dispone a caer sobre una aldea vietnamita.

—Amorfo —declaró Monroy hoscamente volviéndose a la cocina para remover el sofrito.

Gloria no tardó nada en empezar a revolotear de un lado a otro, dejando el pan en el comedor y el paquete sobre el poyo y comenzando a poner la mesa. Su cuerpo menudo y apetitoso se movía con soltura y su voz de soprano no cesaba de oírse por toda la casa, abrumando a paredes y muebles.

—Vaya diíta, mi niño… No he parado de despachar Barcos de Vapor y cosas por el estilo. Como si los críos fueran a pasar de la piscina para leer algo… Oye, eso estará pronto, ¿no?… Es que tengo que recoger el pedido de Troquel, porque en verano no reparten por la tarde y Manolo está malo… Qué calor, cielo… La librería era un horno… No se podía ni estar… Por cierto, te traje un par de libros…

Monroy, afanado en cocinar, le había permitido explayarse, encajándole algún monosílabo de vez en cuando; ahora se paró en seco, sintiéndose amenazado por algún
best seller
armado con letales adjetivos previsibles y afilados lugares comunes demasiado frecuentados.

—¿Cuáles son? —preguntó, temiendo lo que se le avecinaba.

—Ah, el último de Pérez Reverte, que me han dicho que está muy bien… Y
Los pilares de la tierra
, a ver si te lo lees de una vez…

—Pues sí que… —murmuró Eladio.

—¿Qué?

—No, nada, que muchas gracias, mujer… Pero no deberías molestarte…

—Sabes que me encanta regalarte libros… Ya me contarás, ya… Ya verás que está muy bien…

En ese momento, Monroy creyó oportuno utilizar esa frase que concede un poco de tiempo al lector frente a la insistencia de los leedores:

—En cuanto me acabe el que estoy leyendo, me lo empiezo.

—¿Y cuál te estás leyendo?


62, Modelo para armar
.

—Cómo te gusta un rollo, hijo mío de mi vida…

Monroy no respondió, porque nunca había sabido cómo explicarle a Gloria que ambos tenían ideas muy diferentes de lo que era la literatura y que, aunque ella viviese de vender libros y supiese qué era lo que mejor se vendía, ello no quería decir que él no pudiese disfrutar con libros descatalogados comprados en cochambrosas librerías de segunda mano.

—¿Y de quién era ése? —dijo Gloria, intentando hacer memoria.

Él contestó mientras destapaba el pimentón:

—De Cortázar.

—¿Cortázar?

—Sí. Alguien que anda por ahí.

Hay secretos que se guardan por delicadeza, más que por engañar

Antes de salir a ver a Hanif, telefoneó a Gerardo y se citó con él en la oficina de la casa de alquiler de coches, que también estaba en la zona Puerto.

Decidió no llevar su coche, por si le daban ya las llaves del Audi. Así que dejó el viejo Fiat 124 aparcado ante su casa y tomó la guagua hacia el Puerto.

Ocupó el trayecto leyendo el libro de Cortázar, dejándose llevar por las oscuras relaciones de Juan y Heléne y Polanco y Feuille Morte mientras la guagua abarrotada de bañistas recorría la avenida Marítima y pasaba ante el Muelle Deportivo, la Playa de Alcaravaneras, el Club Náutico y la Base Naval. Antes de que se introdujese en el vientre de la Estación Intercambiadora, Monroy echó un vistazo desdeñoso al nuevo centro comercial, un horrible paralelepípedo de cristal y cemento que vedaba el cielo, el mar y los muelles justo en medio de una perspectiva que a él siempre le había gustado especialmente, por lo cual el edificio le entristecía, le jodía y le indignaba a partes iguales. Había jurado no poner jamás un solo pie en su interior.

Pequeño, con el pelo gris peinado sólidamente con raya a un lado, Hanif acababa de encender los ventiladores en aquel caos con olor a sándalo y plástico de embalar que era el Bazar Vidam cuando Monroy entró abriéndose paso entre los dos hombres jóvenes que discutían algo (que de seguro tenía que ver con precios) en algún idioma híbrido entre el hindi y el inglés. Cuando se percató de la presencia de Eladio, Hanif salió del mostrador y alzó su voz sobre la de ellos, endilgándoles lo que se evidenció como una soberana bronca, porque uno de ellos se fue rápidamente a la trastienda y el otro se fue a la calle tras coger un bloc de albaranes de encima del mostrador y dar las buenas tardes de forma extremadamente respetuosa a Monroy.

—Bienvenido. Perdona, Monroy, amigo —dijo Hanif, inclinando la cabeza, avergonzado—. Chicos de hoy día no respetan nada… Tú conocías ya mi hijo —añadió señalando a la puerta de la trastienda, donde el primero de los jóvenes se había perdido—, pero no a mi sobrino Ran. Hijo de mi primo… Buen chico, pero falta educar…

—No te preocupes, Hanif… ¿Cómo te va todo?

Hanif se encogió de hombros, alzó las cejas y mostró las palmas de las manos en hipócrita actitud:

—No puedo quejar, Monroy… Pero mucho trabajo… Mucho trabajo…

Estuvieron un buen rato mareando la perdiz. Hanif aprovechó para enseñarle un nuevo teléfono móvil con cámara de fotos, juegos, conexión a Internet, convertidor de euros y calendario incorporados. El artefacto, además, permitía telefonear. Monroy, a su vez, se interesó por unos prismáticos. Cuando se hubieron agotado los temas de conversación inútil (porque ni Hanif quería venderle un móvil a Monroy ni éste tenía la más mínima intención de comprar unos prismáticos) comenzaron, de repente, el regateo con el precio de las cámaras, las miradas al cielo de Hanif, implorando justicia divina, las negativas de Monroy a dejarse estafar y los amagos de irse de la tienda. En el último de estos alardes, Monroy aprovechó un descuido y puso pie en la calle, momento en el cual Viram salió desde detrás del mostrador diciendo:

—Está bien. Está bien. No voy a romper amistad por bobería. Yo pierdo pero hago a ti mismo precio. Pero no podrá ser otra vez. Ésta sola. Esta vez sola.

Monroy se dejó conducir de nuevo al interior, reprimiendo una sonrisa y pensó que Hanif se merecía que, por esta vez, se dejase estafar un poco y le compró los prismáticos. Antes de abandonar el bazar, ya había acordado con Viram que su hijo le llevaría las cámaras a casa en la furgoneta el lunes por la tarde.

Salió de la tienda al bochorno vespertino de la calle Ripoche y la paseó hasta la sombra del final, donde se adivinaba ya la brisa procedente de la playa. Camino de Las Canteras, se cruzó con el ajetreo diario de dominicanos, cubanos, indios, colombianos, nigerianos, marroquíes, mauritanos y quién sabe cuántas clases distintas de metecos más. Entre ellos, apareció de repente Dudú, que paseaba sus cincuenta kilos de huesos recubiertos de reluciente piel negra. El senegalés, al verle, alzó los brazos y dejó ver su descuidada dentadura hasta las encías.

—¿Qué pasa, Monroy, hermano? —gritó en medio de la calle mientras se abría paso entre los transeúntes para venir a darle un abrazo.

—Coño, Dudú, ¿qué tal? —saludó Monroy respondiendo al abrazo.

—¿Cómo está tú, hermano?

—Bien, haciendo recados, como siempre.

—Ah, tú sí que vive bien, hermano.

—¿Y tú? ¿Qué tal?

El senegalés se encogió de hombros y sonrió, como disculpándose:

—Bueno, no puedo quejar. Estoy trabajando ahora, pintando casa por aquí.

Monroy se fijó entonces en las salpicaduras de pintura plástica que le estampaban la camisa de sintético y los vaqueros. En su pelo rizado y corto se adivinaban también, aquí y allá, rastros que la presumible gorra no había podido evitar. Además, Dudú, por lo común bastante oloroso, apestaba hoy a ese hedor especialísimo, entre el orín y la descomposición de una rata, producido por la mezcla del sudor y el caniplast.

—¿Tú solo?

—No, no. Me llamó Felo, el del Lugo, para trabajá con él.

Cruzaron una mirada maliciosa. Eso quería decir que Felo, como casi siempre, había llamado al negro para hacerle trabajar como tal y pagarle de igual forma, aprovechando que la situación de aquél no estaba regularizada. Como casi todos, paradójicamente los mismos, que se quejaban de eso que denominaban los «males de la inmigración».

—Te está sacando el cuero, supongo.

Dudú hizo un mohín de hastío.

—Hasta la polla, Monroy. Pero ¿qué hace yo? Yo no papele, yo nada. Y tene que pagá alquilé. Tú sabe, yo mecánico bueno. Pero no puedo trabajá.

—Ya. —Eladio pensó un momento y luego dijo—: Espera, que se me acaba de ocurrir una cosa. Aguanta un poco con éste. Yo voy a hablar con un amigo que tiene un taller, a ver qué se puede hacer. ¿Vale?

—Tú, buena gente, Monroy. Tú, buena gente.

—Venga, hermano, que se nos va la tarde aquí. Pásate mañana por el bar de Casimiro y yo te dejo recado allí. ¿De acuerdo?

—Tú, buena gente, Monroy.

Dudú le estrujó un par de veces más antes de seguir camino cagándose de risa, como siempre. Monroy, por su parte, continuó andando en dirección a la avenida de la playa, pensando que Dudú era como la hiena, que con la vida de miseria que lleva, nadie sabe de qué diantres se ríe. Una calle antes de llegar dobló a la derecha y siguió andando hasta llegar al rentacar.

* * *

Entró en la pequeña sala, iluminada por fluorescentes y decorada en blanco y azul pastel. Había allí un mostrador y una mesa frente a un tresillo y una mesita plagada de revistas del motor, formularios y octavillas de ofertas de alquileres y agencias de viajes. Más allá, dos puertas conducían respectivamente a las oficinas y a los garajes, que tendrían, con toda probabilidad, una salida a la calle adyacente. Una azafata rubia entrada en la treintena y uniformada con una traje sastre azul que obligaba a pensar en ella sin él, le recibió desde detrás del mostrador con cordialidad y educación, pese a que algo en sus gestos evidenciaba que había adivinado que Monroy no era un cliente.

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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