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Authors: Alexis Ravelo

Tags: #Novela negra, policiaco

Tres funerales para Eladio Monroy (6 page)

BOOK: Tres funerales para Eladio Monroy
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—Pensaba que lo iba a dejar tirado, ¿verdad? —preguntó Monroy tras dar un vistazo por el retrovisor.

Ortiz dudó unos segundos antes de contestar.

—Bueno, si quiere que le sea sincero, hubo algún momento en el que se me pasó por la cabeza. ¿Adónde vamos?

—Le voy a enseñar un bonito mirador. Está en la montaña de Arucas. Se domina todo el Norte de la isla. Ya verá… Para decirlo en plan fino: es como si uno estuviera cerca de los dioses.

—Y el plan será que a los dioses les dé pena de nosotros y a esos dos les parta un rayo, ¿no?

—Si existen, los dioses no tienen sentimientos.

Como si la vergüenza debiera sobrevivirle

Hicieron el trayecto sin apresurarse en ningún momento, respetando cada semáforo, cada stop, cada paso de cebra. No tomaron la carretera que ascendía al mirador hasta que no estuvieron a la vista del Corsa. Una vez en la cima, buscaron una plaza libre en el aparcamiento del restaurante y se apearon.

—Eche un vistazo, Ortiz —dijo Monroy señalando la terraza—. Quiero ver dónde aparcan. Luego hacemos justo lo que le expliqué por el camino.

Se dirigieron al lado que dominaba la ciudad de Arucas.

—Ésa es la catedral que hemos visto al cruzar la ciudad… Gótica, ¿no? Es raro ver una catedral así aquí… Se me hace extraño…

—No es una catedral. Sólo una basílica. La catedral es la de Las Palmas. Y ésta es de estilo Neogótico. De todas formas, eso no es lo mejor de Arucas.

—¿Y qué es lo mejor de Arucas?

—El ron. Hacen un ron cojonudo.

—Bueno es saberlo.

Mientras hablaban, habían escuchado el ruido del auto que llegaba, aparcaba, paraba el motor. Después, las portezuelas cerrándose, los náuticos pisando la gravilla del aparcamiento, ocupando otro lugar en la barandilla, más allá, junto a la puerta del restaurante. Quizá Ortiz no supo interpretar los sonidos, pero Monroy sí. Comenzó a caminar hacia ellos y el cántabro le siguió.

—¿Podré comprar un par de botellas para llevármelas?

—En cualquier supermercado —dijo Monroy justamente cuando pasaban ante los falsos turistas—. Aunque me parece que en Madrid también se consigue.

Consiguieron mesa enseguida. El restaurante, al contrario que el mirador, estaba medio vacío, porque los días laborables sólo llegaban hasta allí los turistas de mapa, bocadillo de tortilla y botellín de agua. El camarero comenzó a hacer la cuenta de cabeza nada más ver la pinta de Ortiz.

Estaban tranquilos. El plan elaborado por Monroy, que se lo había contado a Ortiz por el camino, era un buen plan. Limpio, tranquilo, sin violencia, seguro, tenía, pese a todo, un talón de Aquiles: la posibilidad de que Hernández y Fernández no entraran en el restaurante.

Ahora, mientras leían la carta, Monroy, que se había situado de frente a la puerta, se dejó preocupar por aquella posibilidad. ¿Qué haría en ese caso? Bueno, en principio, almorzar tranquilamente y pensar en otra cosa. Por el momento se propuso no traicionar las expectativas del camarero, que dejaba flotar por el comedor su mejor sonrisa profesional, sobre todo teniendo en cuenta que pagaba Ortiz. Así que comenzó por pedir Ribera del Duero, gambas de Huelva y solomillo a la pimienta.

El camarero acababa de darles a catar el vino cuando la parejita entró y se sentó en una mesa cercana a la puerta.

Bueno, ya estamos todos, ahora podemos comer tranquilos, pensó Monroy haciendo un guiño a su cliente.

—Vamos a comer con serenidad. Como si no estuvieran.

—De acuerdo. Por ahora, parece que sabe lo que hace. Es divertido, en el fondo, todo esto. Quiero decir, es como jugar a los espías, ¿no?

—Yo no suelo ser jugador.

—¿Por qué no?

—Porque no suelo tener para cubrir las pérdidas. Y casi nunca se gana.

—Usted siempre ve la botella medio vacía, ¿verdad? A mí me gusta verla medio llena.

—Se lo puede permitir.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Ortiz.

Monroy le regaló su sonrisa más sarcástica.

—Quiero decir que, por lo menos, usted tiene botella.

Por primera vez, Ortiz pareció algo picado.

—Esos comentarios se hacen desde la envidia.

—Es muy posible… Aunque, no sé… Uno envidia lo que desea… Yo no deseo nada de lo que tiene usted… De hecho, no me gustaría nada ser como usted… Dedicarse a lo que se dedica…

—¿Y usted qué sabe? ¿Sabe realmente a qué me dedico?

—He visto suficientes tipos como usted como para hacerme una idea… Tipos que van emperchados, con la agenda electrónica llena de citas, que están todo el día al móvil haciendo tejemanejes… Los veo dirigiendo bancos y financieras, recomprando deudas para hacerse ricos con los intereses… Montando cadenas de negocios en los que juegan con la precariedad laboral… Los veo especulando con terrenos inmobiliarios en ciudades que tienen campamentos de chabolas…

—Yo me dedico a negocios honrados…

—Claro… Por eso contrata «guías turísticos» —Monroy no se privó de señalar en el aire la figura de las comillas enmarcando esa expresión con ayuda de ambos dedos índice y corazón—. Por eso alguien le paga una pasta a Steven Seagal y a Dani De Vito para que lo espíen ¿verdad? Claro… Lo que lleva en el maletín es la cura contra el SIDA y se la va a entregar a la OMS para que la reparta gratuitamente en África, ¿no?

—Me parece que no nos entendemos…

—Se equivoca. Nos entendemos perfectamente… Pero no me joda, amigo… Yo estoy aquí para hacer un trabajo y lo voy a hacer… Depositaré su culo paliducho sano y salvo en el hotel o en el avión de vuelta o donde cojones haga falta. Y, a poco que yo pueda, nada le va a pasar mientras esté en la isla… Pero haga el favor de no insultar mi inteligencia haciéndome creer que es un «honrado comerciante», porque los términos mercantilismo y honradez hace siglos que se contradicen mutuamente. A mí me gusta llamar al pan pan y al vino vino…

—Le dije esta mañana y le repito ahora, que no estoy haciendo nada al margen de la ley…

—Eso no quiere decir que no esté haciendo nada inmoral… Además, ya sabemos cómo están las leyes…

—¿Y cómo están?

—Están de tal manera que consagran cosas como la usura y la explotación laboral… Lo sabe usted tan bien como yo. O mejor, porque seguro que una u otra le aumentan el margen de beneficios…

—Claro, usted es muy idealista… Pero a la primera de cambio se ha pedido un Ribera del Duero.

—Por supuesto… No pensará que soy gilipollas y que pienso pagar yo la cuenta, ¿no?

—Pues también puedo no pagarla.

—Está bien… No la pague… Pago yo, me dice dónde es esa cita tan importante y le llevo directamente…

—Ese no era el trato…

—Nos salimos del trato en cuanto usted se dejó pisar los talones por esos dos… Bueno, ¿qué? ¿Paga usted o pago yo?

Poco a poco se habían ido acalorando y, aunque ninguno de los dos hubiese alzado la voz en ningún momento, se notaba de lejos que discutían. La última pregunta de Monroy se quedó flotando sobre la mesa y Ortiz no tuvo más remedio que claudicar. Y lo hizo con una enorme carcajada que atrajo la atención de camareros y clientes.

—Es usted un hijo de puta maravilloso…

—Y usted un hijo de puta a secas —respondió Eladio trinchando el solomillo que acababan de servirle, con una media sonrisa.

Ortiz volvió a reírse, algo más discretamente, mientras probaba su sama a la espalda.

—Está visto que me tocará pagar a mí… Pero, en serio, ¿usted cree que soy tan malo?

—Ortiz, si sigue preguntando gilipolladas vamos a terminar cabreados… Me parece que ya le he ofendido bastante…

—Es usted un jodido cabezota, Monroy… Pero da que pensar… Hay que reconocerlo. ¿A qué universidad fue? ¿Qué fue lo que estudió?

—Veinte años en la marina mercante. Jefe de máquinas.

—Está hecho todo un Corto Maltés.

—Muy halagador.

Por primera vez en todo el almuerzo, brindaron. Después, siguieron comiendo. Steven Seagal y Dani De Vito habían pedido también el almuerzo.

Monroy y Ortiz acabaron sus platos y pidieron postre. Ese fue el momento que Monroy eligió para levantarse.

—Voy a la máquina de tabaco —dijo una vez en pie—. Estaba en la puerta, ¿no?

—Sí, creo que sí.

Monroy se dirigió tranquilamente hacia la puerta sacando unas monedas del bolsillo y contándolas. Pasó ante los sabuesos, que fingían charlar sobre cine o que quizá charlaban realmente mientras hacían tiempo. Mientras tanto el camarero se dedicaba a recoger el servicio y preparar la mesa para los postres. No se percató, sin embargo, de que faltaba un cuchillo de carne.

Una vez en la terraza, Eladio se aseguró de que no podían verle desde su mesa y se dirigió rápidamente al aparcamiento. Llegó hasta donde estaba aparcado el Opel, echó un vistazo a su alrededor (los únicos que estaban en la explanada eran unos turistas sacando fotos al paisaje que se divisaba desde el mirador) y se agachó rápidamente. Se sacó de la manga el cuchillo de carne y se aplicó, con rapidez pero con serenidad, a la tarea de pinchar los dos neumáticos traseros del auto. Seguidamente se subió al Audi y lo cambió a una plaza que estaba junto a la salida.

Cuando volvió a entrar en el restaurante, Ortiz, tal y como habían acordado, estaba en la barra pagando la cuenta. El de la coleta, acababa también de pedir la suya desde la mesa.

—¿Qué tal? —preguntó Ortiz cogiendo el cambio.

—Perfecto. Lo único que me jode es que el postre se quede ahí.

—Luego le compro un cucurucho.

Salieron nuevamente al aparcamiento. Cuando ya llegaban al coche, Monroy vio cómo los sabuesos salían del restaurante y se daban cuenta de que el Audi estaba junto a la carretera y, por tanto, las cosas no andaban en su sitio. Monroy y Ortiz subieron al auto mientras los otros se apresuraban en llegar al suyo. Arrancaron, pero Monroy se empeñó en esperar con el auto en marcha a que aquéllos salieran maldiciendo del Opel para comprobar que habían perdido por la mano.

La risa de Ortiz se oía en toda la falda de la montaña mientras practicaban el descenso. Monroy, con los ojos puestos en la carretera, tampoco dejaba de sonreír.

—Es usted cojonudo, Monroy. Hay que quitarse el sombrero. ¿Ha visto la cara que ha puesto el Steven Seagal?

—Me jode que no se puede evitar lo de las fotos…

—Bah, es igual… Yo debo tener un par de
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hechos, ya.

—Sí. Usted sí. Pero yo no.

—Tranquilo. Le pagaré aparte la sesión de fotos…

* * *

Las señas que Ortiz le había dado se correspondían con la casa de jardín enorme y tapia alta en medio de la Ciudad Inglesa, el barrio residencial del centro de la ciudad, donde comandancias, consulados, hospitales y chalés se alternaban con viejos caserones, vestigios de la época de predominio comercial británico en la isla. En la misma calle había varios consulados y un colegio para hijos de gente bien, por eso no podía asegurarse si los autos camuflados protegían esa casa concreta o algún otro edificio. Pero Eladio Monroy (como las tres cuartas partes del resto de la población de la ciudad) sabía perfectamente quién vivía allí, así que era muy plausible que alguno de esas unidades perteneciese a un grupo de seguridad privada o, simplemente, a la policía.

Cuando aparcó y Ortiz se apeó del auto, él también bajó, se apoyó en la portezuela y encendió un cigarrillo.

—¿Prefiere que le espere aquí o que me dé una vuelta?

Ortiz meditó un instante y, después, respondió:

—No sé qué decirle. No tengo ni idea de cuánto voy a tardar.

—Le espero aquí, entonces.

—Muy bien. Gracias.

—No hay de qué… —después de decir esto, volvió a sentarse ante el volante, cogió su libro y empezó a leer.

No se percató de aquella presencia hasta que no estuvo a la altura de su ventanilla. O, para ser más exactos, escuchó los pasos, pero pensó que eran los de cualquier transeúnte. En todo caso, primero escuchó la voz somnolienta de hombre joven que le daba los buenos días y le pedía su documentación, de forma educada pero fría, y, sólo después, reparó en el tipo de los tejanos y la cazadora de cuero, plantado junto a él, guardando una distancia prudencial. Era un hombre efectivamente joven, corpulento, de cabello rapado y semblante pálido. Sus ojos, seguramente hinchados por una mala noche, se ocultaban tras unas gafas de sol.

Con lentitud, con serenidad, Eladio cerró el libro y lo dejó sobre el salpicadero; extendió las manos sobre el volante y dijo:

—No tengo inconveniente, si se identifica usted primero.

—Yo no tengo por qué.

—Entonces, yo tampoco —repuso Monroy.

—Será mejor que salga del vehículo, por favor.

Monroy ni siquiera le miró. Se quitó el reloj de la muñeca y lo arrojó sobre el asiento del acompañante. Se apeó muy lentamente y se encaró con el joven.

—Si es usted policía, no tengo inconveniente en identificarme. Si no, no voy a hacerlo.

—Muéstreme su documentación y asunto concluido.

—Primero la suya.

—No me gustan los chulitos.

—No me faltes al respeto, chiquitín, que podría ser tu padre.

El otro inició un movimiento impreciso, pero Monroy decidió no esperar a averiguar qué pensaba hacer. Basculó hacia la izquierda décimas de segundo antes de propinarle un derechazo en la base del oído y, cuando comprobó que el golpe había afectado el equilibrio de su contrincante le dio un sencillo empujón que hizo que aquél se desplomase. El ruido de la caída se mezcló con el de la carrera de varias personas que se acercaban desde distintas direcciones y con la voz que le llamaba por su nombre desde la otra acera.

—¡Eladio! ¡Para, tío, para!

Monroy tardó unos segundos en reconocer la voz de Silva. De cualquier manera se puso en guardia. En un momento se había visto rodeado por tres hombres. Uno de ellos, un joven de pelo rizado y negro, también de cazadora y vaqueros, acudía en auxilio del caído, que siguió un rato en el suelo, porque ni podía levantarse solo ni se dejaba ayudar. Los otros dos guardaron una distancia de un metro a cada lado de Monroy, hasta que Silva llegó a donde estaba armado el belén.

—Tranquilos, tranquilos —decía Silva. Al escucharle, los otros descansaron y fueron también a ayudar al primero. Silva, por su parte, se encaró con él, tendiéndole la mano—. Joder, Eladio, no se te puede dar una broma.

Monroy miró a los jóvenes, miró a Silva y comenzó a comprender.

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