Read Trilogía de la Flota Negra 1 Antes de la Tormenta Online
Authors: Michael P. Kube-McDowell
Adueñarse de la nave no era difícil. El gran desafío siempre había estado en saber elegir el momento de la incursión para evitar una represalia.
—Estamos recibiendo una señal de la lanzadera del gobernador —anunció un comando yevethano mientras se sentaba en el sillón del centro de comunicaciones—. Los transportes están despegando de la superficie. No se ha informado de ningún problema.
Nil Spaar asintió, satisfecho de que todo estuviera yendo tan bien.
—Acuse recibo de la señal —dijo—. Avise a la tripulación de que nos disponemos a recoger a la guarnición. Notifiquen al astillero que el
Intimidador
va a salir al espacio.
La flota de transportes imperiales despegó de N'zoth y, como un enjambre de insectos que volviera a la colmena, puso rumbo hacia el gigantesco Destructor Estelar en forma de daga. Más de veinte mil ciudadanos del Imperio, entre soldados, burócratas, técnicos y sus familias, habían ocupado hasta el último centímetro de espacio disponible a bordo de la flota de insectos.
—Abran todos los hangares —dijo Nil Spaar.
Con su destino a la vista, los transportes fueron reduciendo la velocidad y empezaron a seguir los distintos vectores de aproximación.
—Activen todas las baterías dotadas de miras automáticas —dijo Nil Spaar.
Un jadeo colectivo brotó de los prisioneros inmóviles en el puente, que estaban contemplando las imágenes de las mismas pantallas observadas por los comandos yevethanos que habían pasado a ocupar sus puestos.
—¡Sois unos cobardes! —les gritó el comandante Paret a los invasores, con la voz enronquecida por el desprecio y la ira—. Un verdadero soldado nunca haría esto. No hay ningún honor en matar a quienes están indefensos.
Nil Spaar le ignoró.
—Fijen los blancos.
—¡Maldito loco asesino! Ya has vencido. ¿Cómo puedes justificar esto?
—Fuego —dijo Nil Spaar.
Las planchas de la cubierta temblaron con un estremecimiento casi imperceptible cuando las baterías entraron en acción, y los transportes que se estaban aproximando al Destructor Estelar desaparecieron entre un estallido de bolas de fuego y fragmentos metálicos. No se necesitó mucho tiempo. Ninguno escapó. Unos instantes después el centro de comunicaciones empezó a vibrar con las preguntas llenas de terror y perplejidad procedentes de todos los niveles de la nave. La carnicería había sido presenciada por muchos testigos.
Nil Spaar dio la espalda a la pantalla de los sistemas de puntería y cruzó el puente hasta el lugar en que el comandante Paret yacía sobre la cubierta. Agarrando al oficial imperial por los cabellos, sacó a Paret de la fila de cuerpos y le dio la vuelta con un brusco empujón de su bota.
Después Nil Spaar agarró la pechera de la chaqueta de Paret con una mano y tiró de ella, alzándolo en vilo. El yevethano se alzó sobre el oficial durante un momento interminable, una silueta alta y delgada a la que los fríos ojos negros —bastante más separados de lo que hubiese sido normal en un humano—, la franja blanca que corría a lo largo de su promontorio nasal y los surcos carmesíes que cubrían sus mejillas y su mentón daban el aspecto de un demonio enloquecido por el deseo de venganza.
Después, con un siseo, el yevethano tensó su mano libre hasta convertirla en un puño y la echó hacia atrás. Una afilada garra curva emergió de la protuberancia carnosa de su muñeca.
—Sois alimañas —dijo Nil Spaar con voz gélida, y deslizó la garra sobre la garganta del oficial imperial.
Nil Spaar mantuvo el brazo inmóvil hasta que los espasmos de la agonía del comandante hubieron terminado, y luego permitió que el cuerpo cayera al suelo. Después giró sobre sus talones y bajó la mirada hacia el pozo del centro de comunicaciones y el comando que estaba manejando sus sistemas.
—Dígale a la tripulación que son prisioneros del Protectorado Yevethano y de Su Gloria el virrey —dijo Nil Spaar, limpiándose la garra en una de las perneras del pantalón de su víctima—. Dígales que a partir de hoy sus vidas dependen de que nos sean útiles. Y después deseo hablar con el virrey, y contarle nuestro triunfo.
Doce años después
El Quinto Grupo de Combate de la Flota de Defensa de la Nueva República apareció de repente sobre el planeta Bessimir, desplegándose en el silencio absoluto del espacio como una hermosa y mortífera flor.
La formación de gigantescos navíos de combate erizados de armas surgió de la nada con una sorprendente brusquedad, dejando tras de sí las estelas de fuego blanquecino del espacio deformado. Las siluetas angulosas de los Destructores Estelares protegían los transportes de tropas de enormes cascos redondos, mientras que los cruceros de asalto, con sus gruesos blindajes reluciendo igual que espejos, ocupaban la punta de la formación.
Un halo de naves más pequeñas apareció al mismo tiempo. Los cazas esparcidos entre ellas se desplegaron para formar una pantalla defensiva esférica. Mientras los Destructores Estelares terminaban de consolidar su formación, sus cubiertas de vuelo iniciaron una veloz actividad y lanzaron decenas de cazas adicionales al espacio.
Al mismo tiempo, los transportes y cruceros empezaron a expulsar por sus compuertas los bombarderos, cañoneras y vehículos de carga que habían transportado hasta el lugar de la batalla. No había ninguna razón para correr el riesgo de perder un navío con los hangares llenos, y la Nueva República había aprendido muy bien esa dolorosa lección. En Orinda, el comandante del transporte
Resistencia
había mantenido a sus pilotos esperando en el hangar de lanzamiento, para así proteger a las naves más pequeñas del fuego imperial durante el mayor tiempo posible. Aún seguían allí cuando el
Resistencia
tuvo que enfrentarse al terrible ataque de un Súper Destructor Estelar y desapareció entre una bola de fuego y trozos de metal.
Antes de que hubiera transcurrido mucho tiempo, más de doscientas naves de guerra, grandes y pequeñas, estaban descendiendo sobre Bessimir y sus lunas gemelas. Pero el terrible e implacable poder de la flota sólo podía ser oído y percibido por las tripulaciones de las naves. El silencio de su aproximación sólo era roto en los canales de comunicaciones de la flota, que habían cobrado una vida chisporroteante desde los primeros instantes para intercambiar repentinos estallidos codificados de ruido y el críptico parloteo que iba y venía entre las naves.
El centro de la formación de gigantescas naves de combate estaba ocupado por el navío insignia del Quinto Grupo de Combate, el transporte de tropas
Intrépido
. La nave había salido de los astilleros de Hakassi hacía tan poco tiempo que los corredores todavía apestaban a pasta selladora y disolvente limpiador. Los colosales motores que le permitían moverse por el espacio real todavía emitían el estridente gemido que los ingenieros llamaban «el grito del bebé».
Haría falta más de un año para que la mezcla de olores corporales de la tripulación eliminara los olores químicos de las primeras impresiones recibidas por los visitantes. Pero después de cien horas de viaje más, las vibraciones de sus motores bajarían dos octavas para convertirse en el tranquilizador zumbido suave y regular de un grupo de propulsión que había dejado atrás la fase de rodaje y se hallaba en perfectas condiciones.
Un dorneano alto y delgado que llevaba uniforme de general iba y venía por el puente del
Intrépido
, paseándose lentamente a lo largo de un arco de centros de mando equipados con grandes pantallas. Sus pliegues oculares habían sido hinchados y desplegados por un viejo reflejo defensivo dorneano, y su rostro de gruesa piel coriácea estaba teñido por el púrpura de la preocupación. Todavía no había transcurrido un minuto desde el comienzo del despliegue, y Etahn Ábaht ya había perdido a su primer comandante.
El navío de apoyo
Ahazi
había calculado mal su salto, y había salido del hiperespacio demasiado cerca de Bessimir. La tripulación no había tenido tiempo de enmendar su error. Etahn Ábaht contempló el potente destello de luz en las capas superiores de la atmósfera desde el centro visor delantero del
Intrépido
, sabiendo que el fogonazo significaba que seis jóvenes acababan de morir.
Pero no había tiempo para entristecerse por la pérdida. Los monitores estaban ofreciendo una frenética sucesión de imágenes procedentes de docenas de sensores instalados en los navíos y de satélites espías. Los informes del control estratégico cambiaban de un momento a otro, casi tan rápidamente como el cronómetro del plan general de combate iba contando las décimas y centésimas de segundo.
El plan de ataque era demasiado complicado y estaba demasiado rígidamente calculado para que pudiera ser detenido por unas cuantas muertes. El centro de control asignó rápidamente una flotilla de reserva a la sección inicialmente confiada al
Ahazi
. «Que vuestros espíritus puedan volar hacia el cenit y que vuestros cuerpos descansen en la paz de las profundidades», pensó el general Ábaht, recordando una vieja bendición para los muertos de los marineros dorneanos. Después giró sobre sus talones y estudió el orden de batalla y el plan táctico. Ya habría tiempo para llorar después.
—Fase de penetración completada —canturreó un teniente sentado delante de una de las consolas—. Despliegue completado. El líder del ataque se está aproximando al punto de entrada y solicita la autorización final.
—Penetración completada, recibido —respondió Ábaht—. Despliegue completado, recibido. Solicite confirmación de todos los sistemas.
—Control general, preparado.
—Inteligencia de combate, preparada.
—Sistemas tácticos, preparados.
—Comunicaciones, preparados.
—Operaciones de la flota, preparados.
—Operaciones de vuelo, preparados.
—Operaciones de superficie, preparados.
—Todos los sistemas en estado de alerta y listos para entrar en acción. —dijo el general Ábaht con voz firme y tranquila—. Autorización de entrada concedida, reglas de combate en verde... Repito, pasen al verde.
—Autorización para pasar al verde concedida y recibida —dijo el teniente, haciendo girar una llave en su consola—. Líder del ataque, el mando ha concedido la autorización solicitada: puede seguir adelante. Todos los sistemas de armamento están activados, y el blanco puede ser atacado.
Casi de inmediato, un trío de cruceros de asalto y su dotación de bombarderos ala-K se apartó de la formación primaria y aceleró rápidamente. Su nuevo curso los llevaría por debajo del polo sur del planeta en un veloz arco que terminaría justo encima de sus objetivos, la base principal de cazas espaciales y las baterías de defensa planetarias instaladas en la luna alfa, que todavía se encontraba por encima del horizonte en relación al punto de salto de la flota.
Parejas de veloces cazas ala-A salieron de la formación y se desplegaron para interceptar y destruir los satélites sensores y de comunicaciones del planeta, que sólo contaban con armamento ligero. Los alas-A hicieron los primeros disparos del ataque contra Bessimir, actuando con una impecable precisión que transformó sus objetivos en nubes resplandecientes de metal y plastiacero.
Los alas-A también atrajeron las primeras andanadas de respuesta del enemigo. Varias baterías de cañones iónicos de la superficie abrieron fuego en un vano intento de proteger a sus ojos instalados en órbitas planetarias de gran altura. Unos momentos después de que las baterías de superficie hubieran revelado sus posiciones, los artilleros de los cruceros de ataque de la Nueva República que encabezaban el ataque ya habían centrado sus miras sobre ellas.
Los cañones láser de alta potencia de los cruceros deslizaron sus pinceles de luz mortífera sobre las baterías, cegando los sensores de superficie y buscando atraer el fuego de represalia de las instalaciones secundarias.
Cuando éste no se produjo, los colosales cañones de los Destructores Estelares fueron convirtiendo metódicamente las baterías de superficie en negros cráteres humeantes. La única baja sufrida por la Nueva República fue un ala-A del Escuadrón Fuego Negro, que perdió el ala derecha al chocar con una mina robotizada mientras estaba haciendo una pasada sobre un satélite de reconocimiento.
Al otro lado de Bessimir, el destacamento de cruceros se estaba aproximando a la luna alfa desde un vector de colisión de alta velocidad.
Los cazas robotizados surgieron de las escotillas de lanzamiento ocultas en la superficie, y los enormes navíos de combate adoptaron una formación de tres en fondo y empezaron a lanzar racimos de bombas de penetración. De la altura de un hombre y terminadas en un grueso pincho reforzado, las siluetas negras de las bombas descendieron vertiginosamente hacia la base de cazas mientras los cruceros alteraban su trayectoria para alejarse a toda velocidad. Los cazas robotizados que habían estado despegando de la luna también alteraron sus trayectorias. Unos instantes después, una docena de baterías antinaves instaladas en la superficie desactivaron su camuflaje y abrieron fuego sobre las bombas que caían hacia ellas. Pero las bombas de penetración —impulsadas únicamente por la inercia, y con sus blindajes tan oscuros y casi tan fríos como el espacio— apenas si ofrecían un blanco detectable. La mayoría atravesaron la barrera de fuego defensivo sin sufrir ningún daño. Dos segundos antes del impacto, unas pequeñas toberas instaladas en la cola de cada bomba entraron en acción, lanzándolas hacia la superficie a una velocidad todavía más grande y hundiéndolas hasta dos veces su longitud en el suelo desnudo. Un momento después, con el polvo del impacto todavía levantándose en el aire, todas las bombas estallaron al unísono. El fogonazo y las llamas fueron engullidas por la cara de la luna. Pero la terrible onda expansiva se propagó hacia abajo y hacia el exterior a través de la roca. Destruyó muros reforzados con tanta facilidad como si fuesen cerillas, y aplastó las cámaras subterráneas como si fueran cáscaras de huevo. Enormes chorros de humo grisáceo salieron despedidos de los pozos de lanzamiento, y el suelo de la luna se fue aposentando lentamente sobre lo que había sido el hangar principal.
En el momento en que las bombas estallaron, Esege Tuketu encabezaba una formación de dieciocho naves que estaba siguiendo a los cruceros que se dirigían hacia la luna alfa.
—Santa madre del caos —murmuró, impresionado por el espectáculo.
Tuketu apartó las manos de los controles de su ala-K durante una fracción de segundo y apoyó la frente en sus muñecas cruzadas, ejecutando el gesto narvathiano de sometimiento al fuego que lo consume todo. Un «¡Caramba!» igualmente sincero y lleno de respeto surgió del segundo asiento del bombardero de Tuketu, que estaba ocupado por su técnico de armamento.