Read Trilogía de la Flota Negra 1 Antes de la Tormenta Online
Authors: Michael P. Kube-McDowell
Con una expresión aprobadora en su rostro no muy limpio y lleno de profundas arrugas, Negus Nigekus cerró la escotilla de inspección y volvió a correr el pasador. Los cobertizos de almacenamiento del mineral estaban llenos en más de dos terceras partes de su capacidad, y todavía faltaba un mes para que el carguero independiente volviera a Nueva Brigia. Quizá esta vez el beneficio neto que les quedara después de haber pagado el coste de sus suministros por fin bastaría para acabar de liquidar la deuda de su viaje.
Nigekus jamás hubiese podido imaginar que, después de dieciocho años de trabajar en las excavaciones de cromita de las colinas que se alzaban sobre la aldea, la pequeña colonia aún estaría en deuda con el capitán del carguero que la había traído hasta allí. Al principio la tierra había sido generosa. Y con el Cúmulo bajo la protección del Imperio y su solicitud de reclamación de Nueva Brigia aceptada por Coruscant, había compradores más que suficientes para que el metal blanco azulado alcanzara buenos precios en el mercado. La guerra —mientras se mantuviera lo suficientemente lejos de allí— era muy beneficiosa para los negocios.
Durante los primeros cuatro años, no hubo ni un solo trimestre en el que la comunidad no consiguiera reducir un poco su deuda. Incluso con los costes extra que fueron surgiendo cuando las familias abandonaron las moradas comunales para vivir en pequeñas casitas; incluso teniendo que alimentar nuevas bocas que eran demasiado jóvenes para poder contribuir al esfuerzo común, con las madres teniendo que aportar su cuota de trabajo en el jardín de infancia en vez de en las minas; incluso aquel verano en el que las cosechas se marchitaron y aquel Winter en el que la cúpula procesadora se incendió, siempre pudieron ofrecer algo con lo que satisfacer sus obligaciones.
Pero llegó un momento en el que la tierra se secó y dejó de dar frutos y, poco después, el Imperio se marchó. Los caminos espaciales que iban de Koornacht a Galantos y Wehttam ya no eran seguros, y los mejores compradores de la colonia fueron bajando sus ofertas o dejaron de pujar por completo, indicando el riesgo que suponía la piratería.
Con el tiempo, sólo el capitán Stanz y el
Pájaro Libre
siguieron viniendo a la colonia, y su precio era el más bajo de todos: de hecho, suponía un insulto al sudor y los esfuerzos de los doscientos mineros que cada mañana salían de la aldea para ir a las excavaciones y volvían cada anochecer inclinados por el peso invisible de su denodado trabajo. Pero Stanz era un verdadero pirata, de corazón ya que no de hecho, y le daba igual lo que pudiera ser de ellos.
—Recoger rocas del suelo es un trabajo de androides —dijo—. No podéis esperar un salario que os permita vivir a cambio de hacer un trabajo de androides. Incluso a estos precios, apenas me sale a cuenta tomarme la molestia de venir aquí.
Nigekus dudaba de que eso fuera verdad, pero el discutir no habría servido de nada. No tuvo más elección que permanecer inmóvil y escuchar cómo Stanz mascullaba y maldecía mientras evaluaba el cargamento y calculaba la cuantía del beneficio neto, usando los precios dictados por los caprichos del viejo bothano. Y el beneficio neto ya llevaba años rondando las cifras del interés de un trimestre, a veces un poquito más, con más frecuencia un poquito menos, y lo que faltaba para poder pagar el interés iba siendo añadido a su deuda.
Si la comunidad hubiera dispuesto de su propio transporte, aunque sólo fuese un viejo carguero corelliano o una maltrecha barcaza espacial..., pero eso era un sueño que estaba más allá de los límites de la razón.
Aun así, la tierra había vuelto a mostrarse bondadosa de repente, con dos nuevas excavaciones produciendo un mineral muy rico que recordó a los ancianos que aún seguían con vida la promesa que los había atraído hasta allí desde Brigia. Aunque aquel cargamento no fuese valorado por encima del precio que Stanz había pagado en su última visita, el beneficio neto debería cubrir no sólo el interés sino también lo que quedaba de su deuda.
Para garantizar que así fuera, Nigekus había decidido que esta vez retendría un tercio del mineral hasta que Stanz hubiera fijado el precio.
La táctica no carecía de riesgos, pues de lo contrario podría haber sido probada hacía ya mucho tiempo. Si el bothano se ofendía, la comunidad perdería su única fuente de suministros..., y quien hubiera ofendido al bothano muy bien podía perder la vida.
Pero Nigekus estaba decidido a ver cómo Nueva Brigia quedaba libre del yugo del capitán Stanz antes de que la tos del polvo, que ya había empezado a torturarle por las noches, lo convirtiese en un cadáver que sólo podría servir para abonar la tierra de los jardines. Si Stanz se enfurecía al ver descubiertas sus mentiras, Nigekus perdería muy poco por ello.
—Sólo me ahorrará las últimas semanas de la muerte que llega con los accesos de tos —les había dicho a los otros ancianos para conseguir su aprobación—. Y entonces podréis matarle sin tener que avergonzaros por ello, y podréis reclamar su nave como pago de honor para mi familia.
Negus Nigekus cruzó la explanada, moviéndose despacio pero con paso decidido y lleno de orgullo, y fue hacia la cúpula procesadora, con su delgado cuerpo reconfortado por la convicción de que las cosas no tardarían en cambiar.
Admitir que ya no podía subir la larga cuesta que llevaba hasta las excavaciones y que era incapaz de hacer algo más que ocupar un espacio en el pozo le había resultado muy difícil. Los mil pequeños dolores con que aquel trabajo tan duro castigaba al cuerpo eran mucho más fáciles de soportar que el profundo dolor de sentirse inútil, de verse obligado a quedarse con los niños teniendo la sensación de que se había convertido en uno de ellos, una boca que no podía ganarse lo que le ponían en el plato.
Nigekus daba gracias a los cielos por haber encontrado una forma de escapar a aquella sensación.
Antes de que Nigekus llegara a la cúpula, una sombra se deslizó velozmente sobre la explanada. Pero cuando alzó la mirada hacia el cielo, no había nada que ver. El estridente zumbido y el retumbar de la maquinaria habían impedido oír el sonido de las lanzaderas que se estaban aproximando hasta que ya faltaba muy poco para que completaran su descenso, y las pistas se encontraban al otro lado de la gran curva del río, donde quedaban protegidas de cualquier posible observador. Meneando la cabeza, Nigekus entró en la cúpula, ignorante de la amenaza que ya estaba avanzando hacia la aldea por el valle.
Cuando salió de la cúpula tan sólo unos minutos después, habiendo completado su inspección, todo había cambiado. Una larga hilera de criaturas altas y esbeltas que llevaban armaduras corporales verdes y marrones estaba avanzando a través de la aldea, y sus armas iban convirtiendo las casas en ruinas calcinadas. El alarido de un niño logró abrirse paso a través del estruendo de la maquinaria que se alzaba detrás de él, y después se interrumpió con ominosa brusquedad.
Nigekus fue ignorado o pasó desapercibido el tiempo suficiente para que pudiera dar media docena de pasos titubeantes por la explanada; el tiempo suficiente para que pudiera comprender, horrorizado, que algunos de los bultos ennegrecidos que yacían esparcidos sobre el suelo eran cadáveres abrasados; el tiempo suficiente para que pudiera sentir una abrumadora oleada de indignación al darse cuenta de que ni siquiera sabía a qué especie pertenecían los invasores...
Y entonces recuperó la voz que había perdido y pregonó su rabia con un grito enronquecido, y alzó los dos puños y empezó a atravesar la explanada para ir hacia el más cercano de los soldados. Un arma de cañón plateado se volvió hacia él y Nigekus se hundió en el abismo de la agonía, con su último aliento lleno de fuego.
Dos de los mineros del Pozo 4 habían visto las naves, y eso hizo que aquella cuadrilla fuese la primera en volver a la aldea. La nube de humo negro que se alzaba sobre los riscos hizo que las otras cuadrillas abandonaran su trabajo y echaran a correr por aquellos senderos que habían recorrido tantas veces en el pasado. Algunos se habían echado al hombro sus herramientas para emplearlas como armas, pero la mayoría iban armados únicamente con el temor a lo que pudiera ser de sus familias. Nunca habían tenido enemigos en Nueva Brigia, y las armas de energía eran un lujo que la colonia no podía permitirse.
Las tropas yevethanas, protegidas del humo y de la pestilencia de las alimañas por máscaras, aguardaron pacientemente en la aldea el regreso de los mineros. No hubo ninguna necesidad de hacer nada más. Tal como había pronosticado Nil Spaar, la visión de la aldea devastada bastó para que los mineros iniciaran una temeraria carga.
Fue una carnicería totalmente metódica. Los soldados retrocedieron para formar un círculo en la explanada, permitieron que los mineros llegaran al suelo del valle y acabaron con ellos.
Las últimas muertes fueron suicidios en todo salvo en el nombre. Con el espectáculo de la carnicería y la futilidad desplegándose ante ellos, los brigianos que todavía no habían muerto dejaron caer sus míseras armas, abandonaron sus refugios y bajaron lentamente por las pendientes que llevaban hasta la aldea, ofreciéndose como blancos porque no querían seguir con vida para recordar.
Cuando todo hubo terminado y la brisa que soplaba a través del valle hubo disipado la humareda, dejando únicamente algunos zarcillos de vapores negros, sólo las tropas yevethanas, los cobertizos del mineral y la cúpula procesadora quedaban en pie.
Que aquellos edificios hubieran sobrevivido no era ningún accidente.
Mientras las tropas iniciaban un rápido descenso río abajo para volver a sus lanzaderas, un rechoncho transporte de carga descendió sobre la explanada. Una hora bastó para que su vientre vacío engullera sin ninguna dificultad el contenido de los depósitos de mineral y la maquinaria de la cúpula procesadora.
En cuanto el transporte de carga estuvo lo suficientemente lejos del objetivo para no correr ningún peligro, el crucero
Sueño Estelar
completó su esterilización del valle con una prolongada salva de sus baterías de gran calibre.
Los cuerpos se convirtieron en vapor y desaparecieron, y el calor eliminó la sangre de las rocas. El suelo se convirtió en cristal negro, y el río estalló en una enorme erupción de vapores. Cuando el crucero dejó de disparar, lo único que quedaba de las alimañas eran los agujeros que habían abierto en el suelo con sus manos y los rastros de pisadas que habían dejado en las colinas.
El
Sueño Estelar
volvió a N'zoth triunfante después de haber obtenido su gloriosa victoria, transportando el precio de un viaje espacial en cromita dentro de su compartimiento de carga.
En una ciudad jardín de J't'p'tan, un mundo cuidado y protegido por manos llenas de paciencia, una mujer despertó de un sueño que se había convertido en pesadilla. Una estrella fugaz se transformó en una nave espacial, la nave espacial se transformó en un navío de combate, y el navío de combate se transformó en un manantial de muerte que derramaba un diluvio de destrucción sobre el rostro del mundo. En el sueño, o la pesadilla, la Corriente se agitaba locamente con las frenéticas convulsiones de las almas asesinadas, y se oscurecía con la mancha de la sangre.
—Despierta a todo el mundo lo más deprisa posible —dijo Wialu, sacudiendo a su hija—. Vamos, vamos... Algo horrible acaba de empezar.
Nueva Brigia era la más pequeña de las trece comunidades alienígenas que fueron visitadas por las naves de la Flota Negra durante la primera hora de la Gran Purga.
La más grande era Polneye, y fue la única que opuso resistencia.
Polneye, que orbitaba una estrella situada en el lado del Cúmulo más alejado de Coruscant, era un mundo huérfano del Imperio. Había sido creado para servir como puerto militar secreto de recepción y manipulación de provisiones para el Sector de Farlax. Envuelto en capas de nubes que flotaban a gran altura sobre la superficie y cuyas lluvias rara vez llegaban al suelo, el árido planeta no tardó en acoger un enorme complejo formado por un arsenal al aire libre y un depósito de suministros.
Las zonas de descenso y almacenamiento de mercancías formadas por un cubo central y grandes radios se fueron extendiendo rápidamente a través de las polvorientas llanuras marrones, que se llenaron de una incesante actividad. Con el paso del tiempo, incluso los navíos de mayores dimensiones capaces de posarse en una superficie planetaria pudieron ser acogidos por aquellas instalaciones en las que pequeños ejércitos de androides descargaban, organizaban y transferían los cargamentos.
A medida que el tráfico que pasaba por Polneye iba creciendo, también lo hizo la población. Al principio Polneye fue un núcleo puramente militar ocupado por el personal imperial al que el Mando de Suministros iba sometiendo al proceso de rotación normal de los relevos. El planeta había sido elegido para satisfacer ciertos criterios estratégicos, y no por su mayor o menor habitabilidad. Pero con el paso del tiempo, y a medida que se iban creando más y más trabajos para civiles, el centro de cada zona de descenso fue creciendo hasta convertirse en una pequeña ciudad formada básicamente por residentes semipermanentes.
Cuando los maltrechos restos de la Flota Imperial abandonaron Farlax y se retiraron al Núcleo, el personal militar huyó a bordo de cualquier nave que estuviera disponible en el suelo. Pero la población civil, que por aquel entonces ascendía a casi un cuarto de millón de personas dispersadas en cincuenta pequeñas ciudades e instalaciones industriales, quedó abandonada en ellas para que se las arreglara como pudiese.
Y aunque, de repente, los transportes ya no descendían a través de las nubes con sus toberas rugiendo para posarse sobre Polneye, los androides y cargamentos que habían estado esperando su llegada demostraron ser un tesoro lo suficientemente rico para suavizar la conmoción del abandono.
Prácticamente todo lo que un gran ejército y una flota de naves estelares necesitaban para funcionar podía ser encontrado en algún lugar de los contenedores de carga que habían quedado esparcidos sobre las pistas de espera dispersas por toda la superficie de Polneye.
Hubo muy pocos errores, y fue escaso lo que se desperdició o quedó descartado. Polneye contó con la bendición de un liderazgo fuerte desde el primer momento, y los cargamentos se convirtieron en la materia prima para la transformación que hizo pasar el planeta de la condición de cliente a la de pequeño núcleo humano capaz de sostenerse a sí mismo primero y de estado unificado formado por ocho ciudades consolidadas después.