Read Trilogía de la Flota Negra 1 Antes de la Tormenta Online
Authors: Michael P. Kube-McDowell
Leia retiró las manos como si temiera el contacto con Jobath.
—Reflexionaré sobre su petición —dijo, sintiéndose muy incómoda, y empezó a retroceder.
—Dese prisa, por favor —dijo Jobath—. Hay poco tiempo. Si quienes cayeron sobre Polneye deciden salir de La Multitud, podríamos ser los siguientes en sufrir sus depredaciones. Toda nuestra armada consiste en dos corbetas de patrulla, y el bergantín que me ha traído hasta aquí. Medio millón de vidas corren peligro sólo en Galantos.
—Lo comprendo —dijo Leia—. Vaya al albergue diplomático. Ellos le proporcionarán alojamiento, y haré que le comuniquen mi decisión allí.
Después giró sobre sus talones y huyó hacia la casa. Pero las paredes ya no le ofrecían el mismo santuario que le habían prometido hasta hacía tan sólo un rato, y el sueño ya no era posible.
Durante la hora siguiente al momento en que Jobath llegó al albergue diplomático, tres mundos más con delegaciones alojadas allí presentaron solicitudes de emergencia para convertirse en miembros de la Nueva República. Dos de esos tres mundos se hallaban en sectores muy alejados de Koornacht y el tercero se encontraba en Hatawa, pero aun así seguía estando a muchos años luz de los problemas.
Los tres, junto con los fias, recibieron el silencio como única respuesta.
El silencio, al menos de momento, también reinaba en las redes de noticias. La tragedia de Polneye les había pasado desapercibida, por lo menos hasta aquellos instantes. La Red Global de Coruscant seguía diseccionando las reacciones a la explosiva sesión del Senado de comienzos de la semana.
Pero durante su resumen del mediodía, la Global añadió un nuevo tema a su repaso de las grandes noticias mediante un informe especulativo en el que se decía que la princesa Leia ya había dimitido del cargo presidencial.
Según el rumor (que era tratado como un hecho), se haría un anuncio público tan pronto como los líderes militares y el Senado hubieran conseguido ponerse de acuerdo sobre quién la sustituiría.
Sentado en su despacho de la Flota, el almirante Ackbar contempló aquella noticia con una mezcla de desprecio y perplejidad. Incluso suponiendo que Leia hubiera dimitido, la idea de que la Flota jugaría algún papel en la selección de un nuevo jefe de Estado era absurda. La idea de que cualquier negociación de ese tipo pudiera desarrollarse sin la presencia de Ackbar era igualmente absurda.
Pero después Ackbar dedicó un buen rato a reflexionar sobre si debía conectar su comunicador y hacer circular sus propios rumores o si era preferible que no hiciese nada.
—Esta vez deberíamos hacerlo público todo —se dijo en voz alta—. El rostro y la historia de Plat Mallar deberían aparecer en todos los noticiarios. Enseñemos a todo el mundo lo que ocurrió en Polneye..., y hagamos que se pongan de parte de Leia. Eso es lo que yo haría. Si Leia consiguiera admitir que el virrey nunca ha sido un amigo...
Acabó meneando la cabeza. Todavía no era el momento adecuado. Continuaría siguiendo las noticias de Farlax, donde los navíos de exploración de la Quinta Flota estaban desplegados por los alrededores del Cúmulo de Koornacht, barriendo el hiperespacio con sus filtros ondulatorios de alta sensibilidad, y las novedades que se produjeran en el Senado y el complejo administrativo, donde todos los analistas y comentadores de la Ciudad Imperial estaban haciendo horas extras, utilizando frenéticamente sus hipersensibles antenas para las noticias como un cedazo con el que filtrar los cotilleos de los pasillos. Y esperaría hasta ver qué situación cambiaba primero.
Absurdo o no, el informe sobre la dimisión de Leia emitido por la Global se extendió por el albergue diplomático con la vertiginosa celeridad de una virulenta infección. Dejó perplejos a muchos, y preocupó considerablemente a Jobath, quien empezó a temer haber elegido a la persona equivocada para presentar su súplica. Ese miedo acabó impulsándole a presentarse en el despacho de Behn-kihl-nahm, el presidente del Senado, en compañía del senescal de los marais.
Media hora más tarde salieron del despacho después de que se les hubiera asegurado enérgicamente que Leia seguía estando al frente del poder ejecutivo de la Nueva República, y que sus peticiones estaban siendo examinadas y serían atendidas con la máxima celeridad posible. Apenas se hubieron marchado, Behn-kihl-nahm hizo un nuevo intento de ponerse en contacto con la princesa Leia. Pero su llamada tuvo tan poco éxito como lo habían tenido sus numerosas tentativas anteriores de aquella mañana.
Behn-kihl-nahm estaba empezando a hartarse de aquella situación y, en concreto, del comportamiento de Leia. La princesa se había aislado de todos precisamente en el peor momento posible, justo cuando deberían estar reunidos para planear su estrategia y su respuesta. A Behn-kihl-nahm nunca le había gustado tener que adoptar decisiones tácticas de una manera unilateral.
¿Aprobaría Leia el que hubiera enredado las solicitudes de abandono de la Nueva República presentadas por los walallas y las otras especies en una complicada red de nudos administrativos, tal como había conseguido hacer aquella mañana? ¿O habría preferido que se cruzara de brazos y permitiera que abandonasen la Nueva República? ¿Debía ofrecer una cita a Peramis y Hodidiji para negociar la devolución de los cadáveres? Behn-kihl-nahm pensaba que eso podía proporcionarles una oportunidad de cambiar su postura, pero ¿se comportarían con dignidad, o se limitarían a convertirse en una nueva molestia?
Si había algo que Behn-kihl-nahm odiara todavía más que el verse obligado a tomar decisiones, era el carecer de la información necesaria para tomarlas. Todo aquel asunto de Polneye, el piloto ingresado en el hospital... ¿Por qué había tenido que enterarse de eso a través de un par de embajadores todavía no acreditados? ¿Cómo era posible que uno de ellos hubiera podido hablar con Leia mientras que las suplicantes llamadas de Behn-kihl-nahm todavía no habían sido atendidas? ¿Y qué haría Leia? ¿Iba a dimitir? Si no iba a dimitir, ¿qué pensaba hacer acerca de aquellas peticiones de protección?
Cuando sus fuentes habituales fueron incapaces de satisfacer su curiosidad, Behn-kihl-nahm llamó a Hiram Drayson. La maquinaria del gobierno se había atascado, y había quedado totalmente paralizada precisamente cuando tenía que enfrentarse con una serie de crisis que la falta de atención sólo conseguiría empeorar. ¿Sabía Drayson qué misteriosa obstrucción se había introducido entre sus engranajes?
—No puedo responder a esa pregunta, presidente —manifestó Drayson.
—¿No puede responder a ella, o no lo sabe?
—Presidente, yo le sugeriría que hiciera cuanto pudiese para tratar de fingir que todo está controlado. Y eso incluye permitir que cualquier persona que quiera desahogar su furia gritando en el pozo del Senado pueda hacerlo hasta que se haya quedado sin voz.
—Almirante, ese consejo me preocupa más que cualquiera de las cosas que han ocurrido durante la última semana —respondió Behn-kihl-nahm en un tono tan solemne como sombrío.
—Almirante Ackbar...
El hombre inmóvil en el umbral llevaba ropas civiles y vestía de manera más bien informal, pero aun así mantenía la postura de un soldado uniformado.
—Señor Drayson... Adelante.
—Esta vez no he venido de visita. Me estaba preguntando si usted podría conseguir que la princesa Leia accediera a verme.
—Me temo que no —dijo Ackbar—. Mi código fue anulado esta mañana.
—He de hablar con ella —se limitó a decir Drayson—. ¿Tiene alguna sugerencia que hacerme?
Ackbar soltó un suave gruñido.
—Me sorprende un poco enterarme de que el Viejo Fantasma de Coruscant no dispone de ningún pasadizo o contraseña secreta que pueda utilizar.
—El problema no consiste en entrar, sino en conseguir que me escuche —replicó Drayson—. Me temo que ninguno de los medios a mi disposición son de una naturaleza que pueda permitirme esperar que se me escuche sin perder la calma.
—Hay muchas personas que quieren hablar con ella —dijo Ackbar—. Leia no parece querer hablar con nosotros.
—Me temo que no puedo permitirle que nos rechace —dijo Drayson.
—Está harta de que la presionen —dijo Ackbar—. Si le damos un poco de tiempo...
Drayson meneó la cabeza en una negativa tan leve que resultó casi imperceptible.
—Se nos ha acabado el tiempo —dijo.
Ackbar parpadeó lentamente y se recostó en su asiento.
—¿Conoce a su esposo?
—No profesionalmente —replicó Drayson—. Pero su lealtad a la princesa es ampliamente conocida.
Ackbar asintió con expresión pensativa.
—Hoy ha estado hablando conmigo durante tres horas —dijo—. Fue él quien dio la orden de desplegar los navíos de exploración por la periferia de Koornacht..., no el general Ábaht.
—Interesante.
—Hay más. Hizo regresar a la Quinta Flota, tal como había ordenado Leia... pero sólo hasta el comienzo del perímetro defensivo, y la ha mantenido en situación de combate, con todas las tripulaciones a bordo de las naves. El general Solo es muy consciente de todo lo que hay en juego. Tal vez se muestre más dispuesto a escucharle de lo que usted se imagina. Pero no puedo prometerle que la princesa Leia esté dispuesta a hacer caso de lo que le diga su esposo.
—Gracias, almirante —dijo Drayson—. Eso puede serme muy útil. Si me disculpa...
—Almirante...
—¿Sí?
—Me estaba preguntando si... —murmuró Ackbar—. ¿Cree que el virrey puede haberle hecho algo a Leia? Todas esas horas que pasó a solas con ella..., y sabemos tan poco sobre los yevethanos... ¿Es posible que ocurriera algo en esa sala? ¿Es posible que Nil Spaar haya ejercido alguna clase de influencia sobre su mente?
—No —dijo Drayson—. No, puedo asegurarle que en esa sala no ocurrió absolutamente nada.
La respuesta no pareció dejar demasiado complacido a Ackbar.
—Gracias —dijo de todas maneras.
Los ruidos de chapoteo y las alegres carcajadas infantiles hacían imposible oír cualquier ruido de pasos en el camino. Pero Leia, con la agudeza natural de sus sentidos todavía más reforzada por la tremenda sensación de aislamiento que estaba experimentando últimamente, fue consciente de la aproximación del almirante Drayson incluso antes de que éste hubiera salido de entre los árboles.
Jaina enseguida percibió el ensombrecimiento del estado de ánimo de su madre.
—¿Quién es, mamá? ¿Quieres que haga que se vaya?
—No, no... —dijo Leia, apresurándose a sonreír y revolviendo los mojados cabellos de su hija—. Jacen, Jaina, llevaos a Anakin y entrad en casa. Quiero que todos estéis secos y vestidos cuando yo vaya.
Por una vez, los niños obedecieron sin rechistar. Leia pensó que eso indicaba que la tensión y el caos de las últimas semanas, de los últimos días, también estaban empezando a afectar a sus hijos.
Drayson se detuvo a una distancia cortés y mantuvo las manos entrelazadas a su espalda.
—Princesa...
—Si se supone que un servicio de seguridad sirve para mantener alejadas de ti a las personas a las que no quieres ver, entonces el servicio de seguridad de la residencia presidencial deja mucho que desear.
—Su esposo me ha permitido entrar, princesa Leia.
—¿De veras? —replicó ella—. Bueno, últimamente el comportamiento de mi esposo también deja bastante que desear... ¿Qué quiere, almirante?
—Cinco minutos de su tiempo —dijo Drayson. Extendió la mano derecha hacia ella y le mostró la tarjeta de datos que había estado manteniendo oculta en su palma—. Creo que esto puede serle útil con respecto a la decisión que ha de adoptar.
—¿A qué decisión se refiere?
—A la única que importa.
—¿Cinco minutos?
—Y después me iré.
—De acuerdo —dijo Leia, y suspiró—. Cinco minutos.
La tarjeta de datos contenía una grabación bastante corta cuyo sello de fechado indicaba que había sido registrada hacía menos de dos horas. La grabación mostraba un par de naves de impulsión iónica yevethanas que estaban vaciando sus compartimentos de carga en un paisaje montañoso y cubierto de maleza. La clase de material que estaba siendo descargado y su volumen, así como la forma y las dimensiones del claro que estaba siendo creado para acogerlo, sólo permitían llegar a una conclusión: se trataba de la primera fase de un desembarco de colonización.
—¿Dónde está ese sitio?
—El departamento astrográfico lo conoce como Doornik-319 —dijo Drayson—. Forma parte de un sistema que se encuentra dentro del Cúmulo de Koornacht. Los kubazianos, la especie que vivía allí hasta ayer, lo llamaban la Campana de la Mañana.
—¿Qué ocurrió ayer?
—Lo mismo que le ocurrió a Polneye —dijo Drayson—. Y no se ha acabado ahí. Las pruebas que he podido examinar sugieren que todos los asentamientos no yevethanos de Koornacht recibieron la misma clase de tratamiento.
—¿De qué pruebas me está hablando? ¿De dónde ha sacado esta grabación?
—Prefiero que no me haga esa pregunta, princesa.
—Se la estoy haciendo.
Drayson asintió.
—Princesa, ¿es absolutamente necesario que conozca la fuente para que dé crédito a estas pruebas? En ese caso, responderé a su pregunta. Pero si no necesita ese conocimiento para aceptar lo que significa esta grabación, entonces preferiría no agravar todavía más el peligro que ya estoy haciendo correr a esos informadores al haber revelado lo que han descubierto. La información es lo que realmente importa.
Leia le miró fijamente sin decir nada.
—Creo que mis cinco minutos han terminado —dijo Drayson, con una pequeña reverencia—. Gracias por haber accedido a recibirme.
—¡Espere! —dijo secamente Leia—. ¿Quién es usted en realidad?
Drayson se volvió hacia ella y la miró.
—Actúo bajo la autoridad de una orden ejecutiva emitida por Mon Mothma —dijo—. Podrá encontrarla en los bancos de datos de su biblioteca personal bajo el encabezamiento D9020616.
—¡Mon Mothma! Nunca dijo una sola palabra acerca de esto...
—Mon Mothma descubrió que había ciertas facetas del arte de dirigir un estado en las que la maquinaria de la Nueva República resultaba casi totalmente inútil: conducir la información hasta las manos adecuadas, trazar un curso político en situaciones ambiguas... Ese tipo de cosas, ¿comprende? Bien, pues yo intento llenar todos esos huecos.
—¿Ante quién responde?
—Ante la misma autoridad que usted, princesa..., la misma ante la que responde cualquier persona que debe actuar dentro del nivel en el que lo hacemos nosotros —dijo Drayson—. Respondo ante mi conciencia y ante mi sentido del deber. Y sí, si nuestra conciencia o nuestro sentido del deber llegan a fallarnos, podemos hacer muchísimo daño..., y probablemente también podremos ocultar una gran parte del daño que hagamos. Pero es lo único que existe, ¿verdad? ¿De quién proceden las ordenes que usted obedece? —Señaló la tarjeta de datos—. ¿Quién le dirá qué ha de hacer respecto a ese asunto? ¿Lo entiende? Su conciencia y el sentido del deber. —Volvió a inclinarse ante ella—. Buenas noches, princesa.