* * *
Las últimas palabras. La página siguiente estaba en blanco.
Marc cerró con una extrema lentitud el cuaderno de Grand-Duc. Vació de un trago la botella de San Pellegrino. El tren iba a entrar ya en la estación de Dieppe en cinco minutos. Como por arte de magia, el hombre en calcetines se había despertado y el adolescente guardaba sus cascos.
Marc tenía la sensación de que su cerebro patinaba, como la rueda de una bici salida. Era necesario que se tomase tiempo, que reflexionase. Que hablara con su abuela, Nicole, ante todo. Así que había recibido el test de ADN, se había enterado hacía tres años de que Lylie no era su nieta. Era evidente, en el fondo, incluso lo había confesado, le había regalado el zafiro azul claro a Lylie.
Lyse-Rose había sobrevivido, no Émilie. Ésa era la única certeza. En cuanto a todo lo demás…
¿Quién había cavado la tumba del monte Terrible? ¿La esclava había sido enterrada allí? ¿O un perro? ¿Un bebé? ¿Qué bebé? Las preguntas corrían unas detrás de otras en su cabeza embotada, Grand-Duc no había resuelto el enigma. ¿Quién lo había matado? ¿Para ocultar qué verdad? ¿Quién había matado a su abuelo?
¿Dónde estaba Lyl.?
Un alarido desgarró el silencio del vagón.
Un grito demente.
¡Malvina!
Marc se precipitó antes de que el tipo que se anudaba las Doc Martens hubiese tenido tiempo siquiera de reaccionar. Malvina estaba acurrucada contra su asiento, su cuerpo flaco estaba convulsionado de temblores. Su mano colgaba, abierta, semejante a la de un suicida que se hubiese cortado las venas.
La mirada de Malvina imploró a Marc como si buscase desesperadamente ayuda, como si su mano abierta fuera la de un alpinista a su compañero, unos instantes antes de despeñarse.
Los ojos de Marc se dirigieron hacia abajo. A algunos centímetros bajo los dedos crispados de Malvina, un sobre azul desgarrado y una hoja blanca yacían en el asiento.
Marc comprendió. El sobre debía de haberse caído de su bolsillo durante su forcejeo con la chica. Malvina no había podido resistirse, lo había abierto y había leído el resultado del test de ADN; no estaba al corriente de nada, su abuela no se lo había dicho nunca. ¿Por qué entonces esa crisis de demencia?
Marc cogió con nerviosismo la carta mecanografiada con el membrete de la policía científica nacional de Rosnysous-Bois. El análisis cabía en seis pequeñas líneas.
PRUEBAS GENÉTICAS DE PARENTESCO
entre Émilie VITRAL (muestra 1, lote 95 − 233)
y Mathilde de CARVILLE (muestra 2, lote 95 − 234).
entre Émilie VITRAL (muestra 1, lote 95 − 233)
y Léonce de CARVILLE (muestra 3, lote 95 − 235).
entre Émilie VITRAL (muestra 1, lote 95 − 233)
y Malvina de CARVILLE (muestra 4, lote 95 − 236).
Y, una línea más abajo. la sentencia: .
Resultados negativos.
Ningún lazo de parentesco.
Tasa de fiabilidad de 99,9687 %.
La hoja cayó de las manos de Marc.
Lylie no tenía ningún lazo de sangre con los Carville.
Lyse-Rose estaba muerta. Émilie había sobrevivido, Marc y ella poseían los mismos genes, los mismos padres, la misma sangre. A pesar de todas sus convicciones, a pesar de todo lo que su corazón le dictaba, ese deseo que sentía por su hermana no era más que una malsana y maldita pulsión incestuosa.
2 de octubre de 1998, 18.28
Marc caminaba con paso lento a lo largo del puerto deportivo de Dieppe. La estación se encontraba a menos de un kilómetro de Pollet. La figura repulsiva de un dragón chino hacía muecas en el cielo, justo por encima de él, como si la criatura hubiese rasgado las nubes para ir a mofarse de él, para cargar un poco las tintas en la locura del ambiente.
Marc aceleró el paso. No tenía más que una idea en la cabeza, hablar con su abuela. No lograba apartar sus pensamientos del resultado de ese test de ADN. ¡Lylie y él, genéticamente similares! No obstante, todas sus convicciones, sus sentimientos más íntimos eran contrarios a ese resultado. ¿Qué valía ese trozo de papel, ese pseudoperitaje científico, frente a lo que sentía él en lo más profundo?
¡No!
¡Lylie no era su hermana!
Enfrente de él y de los modestos yates del puerto de Dieppe que le daban sabiamente la espalda al mar, las terrazas estaban atestadas. El festival de cometas se acompañaba de unos excesos de mejillones con patatas fritas que no tenían nada que envidiar a los mercadillos de las ciudades flamencas. Marc redujo el paso al llegar ante el puente transbordador que unía el islote de Pollet con el resto de la ciudad. Había dejado a Malvina en el vagón del tren, acurrucada en su asiento. Había recogido y metido en su bolsillo la hoja del laboratorio de la policía científica. Malvina no había protestado, petrificada en posición fetal.
Delante de los restaurantes, se extendían las colas de espera ruidosas. Indiferente, Marc se esforzó por reprimir la rabia sorda que crecía en él.
¡No!
¡Lylie no era su hermana!
Gran-Duc se había equivocado a la fuerza, se había confundido, no había dado en el laboratorio las muestras correctas. O bien había mentido. O bien Mathilde de Carville trataba de manipularlos, les había dado a leer una falsificación, ¡una burda falsificación! O bien nadie mentía, pero Lyse-Rose podía, en cualquier caso, no tener ningún lazo de sangre con los Carville. Podía ser una hija adoptada. Su padre a lo mejor no era Alexandre de Carville. Se desconocían todas las circunstancias de su nacimiento en Turquía. El propio Grand-Duc, en su cuaderno, durante los primeros meses de investigación, había expresado dudas. El arrendador de hidropedales de ojos azules…
Cruzó el puente, dejó a su derecha el bar-estanco de Pollet, luego se metió en la calle Pocholle. Volvía cada vez menos a menudo a Dieppe, apenas una vez al mes, sobre todo desde que Lylie estudiaba con él en París. Su casa estaba allí, delante de él, una fachada de ladrillo y de sílex parecida a otras quince de la misma calle. El patio estaba enteramente ocupado por la Citroën H naranja y roja, como si el jardín hubiese sido plantado alrededor, con las dimensiones exactas de la camioneta. Marc se fijó en las marcas de óxido del guardabarros delantero y trasero del vehículo, la abolladura de la puerta, los rayajos negros. ¿Desde hacía cuánto tiempo no había circulado la camioneta, aunque fuera para salir del patio? Desde entonces ya nadie reclamaba jugar en ese jardín de muñecas.
Marc llamó a la puerta. Nicole abrió de inmediato. La calidez del cuerpo generoso de su abuela lo desbordó. Ella lo tuvo contra sí durante un largo rato, estrechándolo. En otro momento se habría sentido incómodo por ese largo abrazo. Ese día no. Ambos tenían conciencia de ello. Nicole lo soltó por fin.
—¿Estás bien, Marc?
—Bien…
Marc no se molestó siquiera en darle entonación alguna a la respuesta. Su mirada escudriñó el saloncito. Parecía encoger cada vez que iba. Oscurecerse también. El piano Hartmann-Milonga estaba todavía allí, entre el sofá y la tele, acumulando polvo. Papeles, facturas, prospectos, periódicos, octavillas, dejados sobre el teclado. Ya no había sitio para guardar en otra parte todos esos papeluchos, así que, ¿por qué no sobre ese piano, que ya no servía de nada?
La mesa ya estaba puesta: dos platos, dos servilletas de lino crudo y una botella de sidra de granja. Marc se sentó. Nicole hacía los viajes entre la cocina y el salón, de cortos trayectos de cinco metros. Llevó dos filetes de lenguado, cocinados a la manera de Dieppe, con nata y salsa de mejillones y gambas. Buena cocinera, Nicole sabía también ser una buena conversadora, hacer preguntas y dar respuestas. Los estudios de Marc, el futuro del puerto de Dieppe, las octavillas para repartir, sus pulmones, que le hacían sufrir, el canalón perforado de la casa («Marc, si puedes echarle un ojo.»). Con entusiasmo, convicción por dos, como cualquier abuela cuyos escasos minutos de diálogo con sus allegados quedan separados por largas semanas de silencio. Marc respondía con monosílabos. Sus ojos daban vueltas por la habitación y volvían siempre a posarse en el mismo sitio, justo encima del piano. En la pila de papeles, Marc se había percatado de un sobre azul, el mismo que el que Mathilde de Carville le había entregado en la Rosaleda y que Malvina había profanado. El regalo envenenado de Grand-Duc. Nicole había, por tanto, desenterrado ese sobre que debía de ocultar desde hacía tres años en alguna parte de los cajones secretos de sus recuerdos…
¿Quién se atrevería a mencionarlo en primer lugar?
Nicole hablaba de un vago vecino, hospitalizado, en fase terminal. Marc se evadía en sus pensamientos. Así que su abuela conocía la verdad desde hacía tres años. Tenía la prueba. Émilie había sobrevivido, era realmente su nieta a la que había criado todos esos años. Nicole había ganado, de medio a medio. Sin duda le había regalado la sortija de zafiro claro a Lylie por piedad hacia Mathilde de Carville, de la misma forma que les daba siempre una moneda a los mendigos en la calle…
La decadencia de los Carville hasta la condición de mendigos, expuestos a la caridad de su abuela, suscitaba en él sentimientos contradictorios. La imagen de Malvina postrada en el tren exprés regional, en la estación de Dieppe, seguía atormentándolo.
Nicole le sirvió el queso. Como siempre, prescindió del postre, pero puso con orgullo en el plato de Marc un salammbô. ¡Una inmunda bellota verde con chocolate! Marc había empezado a no poder soportarlo hacia los doce años, sin atreverse nunca a confesárselo a su abuela. Era el menos deseado de los pasteles. Masticaba como un niño bueno la crema pastelera. Nicole volvía sobre su historia de las octavillas, del ayuntamiento, del puerto comercial. Marc ya no la seguía. Su mirada pasó rápidamente por encima de la fotografía de sus padres, Pascal y Stéphanie, en un marco, encima de la chimenea. Posaban vestidos de novios, delante de la capilla de Notre-Dame-de-Bon-Secours, bajo una lluvia de granos de arroz. Marc siempre había visto ese marco en el mismo sitio, colgado del mismo clavo. Siniestra felicidad.
Nicole llevó café recalentado en un cazo y luego lo sirvió en dos tazas, sin azúcar para ella. Fue ella quien dio el primer paso. Un paso pequeño.
—¿Tienes noticias recientes de Émilie?
—No. Bueno, no directamente.
Marc dudó: .
—Creo. creo que está en un hospital. Una clínica, algo así…
Nicole bajó la mirada.
—No te inquietes, Marc. No te preocupes. Ahora es mayor. Sabe lo que hace…
Se levantó para quitar las tazas.
«Sabe lo que hace». Marc recibía las palabras de Nicole como si le golpearan la cabeza. ¿Eran sólo las palabras tranquilizadoras de una abuela o bien le ocultaban otra cosa?
Marc se levantó para ayudar a Nicole en sus viajes de la cocina al salón y de vuelta a la cocina. Se quedó paralizado en el segundo trayecto delante de una fotografía, familiar, no obstante, en su marco de madera, sobre la estantería, entre un juego de
oware
de madera y un faro-barómetro. La fotografía representaba a Pierre y a Nicole Vitral. Se manifestaban delante de la subprefectura de Dieppe, codo con codo, detrás de una inmensa banderola, BAJO LA PLAYA, LA HUELGA.
[2]
No era muy difícil deducir su edad, la fotografía databa de mayo de 1968. Nicole y Pierre aún no tenían treinta años. Nicolas, su hijo mayor, cogía la mano de Nicole mientras Pascal estaba encaramado a los hombros de Pierre. Debía de tener cinco o seis años, agarraba una banderita roja en su puño cerrado. Marc se quedó mirando fijamente a su abuelo, a su padre, a su tío, reunidos en una misma imagen. Todos desaparecidos, sin dejarle el más mínimo recuerdo. Marc se esforzó por poner una voz natural: .
—Me voy a mi cuarto, Nicole. Tengo que echar una ojeada a mis apuntes. Unos minutos. Ahora vuelvo.
Un ruido de vajilla dejada sobre la loza le respondió.
Marc entró en su habitación. Perfectamente ordenada. Nicole continuaba fastidiándose la salud haciendo la limpieza de una habitación donde Marc dormía menos de una vez al mes.
Marc tuvo la impresión de redescubrir su cuarto de la infancia; era culpa de ese jodido cuaderno de Grand-Duc y de todo ese pasado que había removido. La flauta dulce de plástico estaba todavía colocada sobre el escritorio. La suya, la que le prestaba a Lylie para tocar a Goldman, a Cabrel o a Balavoine. Las literas estaban todavía pegadas a la pared. La cama de arriba llevaba desocupada desde hacía ocho años ya, desde que Lylie se había mudado al cuarto de Nicole. Marc se acordaba de sus noches en vela. A Lylie le gustaba inventarse historias interminables. Marc, acostado en su cama, escuchaba la voz de Lylie, tumbada justo encima de él; salvo a veces, cuando Lylie tenía miedo, su brazo de niña pequeña colgaba hacia él. Marc se sentaba en su cama y sujetaba su mano, hasta que se pusiese blanda, hasta que Lylie se durmiese. Algunas veces, por el contrario, Lylie leía hasta tarde. La luz le impedía a Marc dormirse, pero no decía nada. No se le pide al sol que se apague.
Lylie nunca habría cambiado esa promiscuidad por la inmensa habitación que la esperaba en casa de los Carville, por el montón de regalos, por el oso
Banjo
y los otros paquetes. Marc estaba seguro de ello. Después de todo, las libélulas son como las mariposas, necesitan un capullo cuando son pequeñas. Al menos antes de su crisálida…
Marc se sacudió, como si la nostalgia cayese en forma de película sobre los hombros. Avanzó hacia el ropero y apartó la ropa. Quedaba poca. Nicole donaba todo lo que se le quedaba demasiado pequeño al Socorro popular francés a excepción de sus camisetas de rugby, amarillas y azules, talla alevín, talla cadete, talla juvenil. Y una camiseta de fútbol, única en el ropero, roja y amarilla, con DÜNDAR SIZ escrito en la espalda. Talla doce años.
Marc se agachó. Archivaba sus apuntes en cajas colocadas en el suelo. Lo que buscaba estaba encima de la pila: notas del año anterior tomadas en sus clases de derecho europeo. El módulo consistía sobre todo en aprenderse de memoria una sucesión de fechas: entradas de estados miembros en la Unión Europea, tratados, directivas, elecciones. Eso eran los estudios de derecho, memorizar en plan coñazo. Marc encontró fácilmente el archivador que buscaba, luego la página. A falta de ser brillante en sus estudios, era ordenado. Leyó: CLASE MAGISTRAL DEL 12 DE FEBRERO DE 1998. LOS MÁRGENES DE LA UNIÓN EUROPEA. Había estado un poco más atento durante esa clase que evocaba el caso turco. Marc releyó sus notas: la Turquía de los militares, el golpe de Estado, el retorno de la democracia…