PRUEBAS GENÉTICAS DE PARENTESCO
entre Émilie VITRAL (muestra 1, lote 95 − 233)
y Nicole VITRAL (muestra 2, lote 95 − 237).
Resultados negativos.
Ningún lazo de parentesco.
Tasa de fiabilidad de 99,94513 %.
Marc dejó la hoja en la mesa como un trozo de papel en llamas. Nicole hizo lo mismo y se desplomó en el sofá.
¡Los dos tests de parentesco eran negativos!
Marc balbuceó una pregunta casi inaudible: .
—Eso. ¿eso qué quiere decir?
Nicole sacó su pañuelo, se secó una lágrima en el rabillo del ojo y puso una extraña sonrisa.
—Crédule Grand-Duc es un bromista de cuidado, ¿no crees?
—Estabas. estabas al corriente.
—No, Marc. Tranquilo. Nadie estaba al corriente. Aparte de Crédule, por supuesto. Hace tres años que leí ese test negativo, tres años en los que me he convencido de que Émilie no es mi nieta, que Émilie murió en el accidente del Airbus, que he criado a Lyse-Rose de Carville. Me había hecho a esa idea. Incluso la había aceptado, al darle ese zafiro, por sus dieciocho años. Casi acabé alegrándome por ello.
Nicole hizo una pausa. Tiró mecánicamente del chal de lana que llevaba sobre los hombros para volver a ponerlo sobre su blusa abotonada hasta el cuello. Miró a Marc con una infinita ternura.
—Me alegré mucho. Por su futuro. Por vosotros dos, sobre todo. Así sería mucho más simple. Era tan evidente ese resultado…
Marc no respondió nada. Se levantó de repente, agarró de nuevo las dos hojas de resultados, las puso una al lado de la otra, las comparó. Nada podía hacer pensar que se trataba de documentos falsos. Marc contuvo unas ganas furiosas de romperlos, de reducirlos a un galimatías informe. Dijo casi gritando: .
—¡Grand-Duc se coló, Nicole! Pudo haberse equivocado con las muestras, haberlas confundido, cambiado. El laboratorio puede haber cometido un error. ¡Hay una explicación a la fuerza!
—A lo mejor Crédule nos dio las respuestas que nos esperábamos —dijo con dulzura Nicole.
Marc se sobresaltó.
—¿Cómo dices?
—Sólo él sabe qué muestras de sangre le confió para el peritaje. Lo hizo según nuestros deseos, según la verdad que deseaba ver aparecer. No había encontrado nada después de quince años de investigación, así que a lo mejor escribió él mismo el final de la historia…
Nicole se tomó tiempo para reflexionar antes de continuar: .
—Dos tests negativos no son una estupidez en el fondo. Incluso ha funcionado de manera formidable. Convencía así a Mathilde de Carville de que su nieta estaba muerta. Definitivamente. Nos dejaba en paz para siempre. A Grand-Duc no le gustaba mucho, creo. Y yo me tragaba mi dolor. Émilie no era mi nieta, no era tu hermana. Ese test de parentesco negativo, hace tres años, me hizo llorar durante noches enteras, pero también hizo disolverse el enorme nudo que tenía agarrado al estómago, que me cortaba en dos, que me quemaba los pulmones, cada vez que Émilie y tú os mirabais. Cada minuto, cada segundo…
Marc fue a sentarse en el sofá, se pegó a Nicole, puso la cabeza sobre su hombro. Pasó la mano por la amplia cintura de su abuela. Sus dedos jugaron con la lana del chal. Nicole volvió la cara hacia su nieto.
—Lo sabes, Marc. Por supuesto que lo sabes. Eso significaba que no estabais unidos por la sangre, nada de hermano y hermana. Erais libres, mi pobre Marc. A su manera, Crédule os quería, os observaba, era muy capaz de maquinar una estratagema así…
Observó los sobres azules encima de la mesa.
—Si los dos resultados no se encontraban reunidos en la misma mesa, su plan podía funcionar…
Marc se levantó y caminó nerviosamente por la habitación. A pesar de los argumentos de Nicole, ¡no llegaba a creerse esa versión, ese amaño orquestado por Grand-Duc! En su cuaderno, el detective parecía tan consternado como ellos por el resultado de los tests de ADN. Aunque podía mentir al respecto. Como sobre todo lo demás…
—Salgo, Nicole, voy a darme una vuelta.
Nicole no dijo nada. Se secaba con delicadeza los ojos con ayuda de una esquina de su pañuelo. Marc puso la mano en el pomo de la puerta de entrada. La voz de Nicole tembló más todavía, si eso era posible: .
—¿No me has preguntado dónde estaba Émilie?
—¿Acaso lo sabes?
—No exactamente, no. No tengo ni idea del lugar exacto donde se encuentra. Pero sí, he entendido cuál es el gran viaje del que habla, el crimen que planea. Dios mío, ¿cómo llamar a eso un crimen?
Marc sentía que le iba a estallar el corazón. Era la tercera vez que su vida se daba la vuelta en menos de diez minutos. Todos sus síntomas de agorafobia parecían haber quedado barridos con la misma facilidad que un hipo que desaparece ante un susto repentino.
Nicole dudaba.
—Una abuela adivina esas cosas.
La mano de Marc se crispó en torno a la manilla. Dijo casi gritando: .
—¿Adivinar qué, Nicole?
A cambio, Nicole habló con la mayor dulzura posible. ¿Por discreción? ¿Por pudor?
—Émilie está embarazada, Marc. Está embarazada de ti.
La mano de Marc resbaló por el pomo empapado. Nicole continuó con el mismo timbre, suave y meloso: .
—Va a abortar, Marc. Está hospitalizada por eso.
Marc se había apoyado en un contenedor de basura de la calle Pocholle. La luna iluminaba débilmente la hilera de casitas gemelas. Al fondo del callejón, dos gatos se observaban, en silencio, con el pelo erizado. Se preguntó si se trataba de los mismos gatos a los que Lylie intentaba domesticar cuando tenía siete años. Tal vez sí, después de todo. Los mismos gatos, diez años más viejos.
Marc se sentía extrañamente calmado, mucho más que unos minutos, unas horas antes. El orden de las prioridades había dado la vuelta de golpe, como si su mente se hubiese quitado de encima los pensamientos superfluos. Una buena limpieza para hacer hueco. El misterio de los dos tests de ADN contradictorios esperaría, el asesinato de su abuelo igual. Marc no tenía más que una obsesión. Lylie, sola en una clínica parisina, en una habitación, embarazada, con un niño dentro.
Su hijo.
Marc avanzó hacia la única farola iluminada del callejón. Los gatos, como petrificados, no movieron un pelo. Había intentado telefonear cinco veces seguidas a Lylie. Sin éxito. Contactar con las decenas de clínicas de París ya no servía de nada ahora, debían respetar totalmente, por supuesto, el anonimato de las pacientes, si ellas se lo pedían.
Lylie lo había pedido, por fuerza.
De nuevo, Marc se resignó a no hablarle más que al buzón de voz, apoyado en la farola, como un borracho que habla solo bajo la luna.
—Lylie. Nicole me lo ha dicho todo. No vi nada, no comprendí nada. Perdóname, estaba ciego. ¿Dónde estás? Es necesario que esté allí, a tu lado. No voy a echarte un sermón, no he avanzado en mi investigación. Estoy en la oscuridad más absoluta. En tinieblas. Más que nunca. No puedo fiarme de mis convicciones. Las conoces. Sé que no te bastan. Espérame, Lylie, te lo ruego. Pídeme que vaya. Iré. Pídemelo, te lo suplico. Te quiero tanto. Marc.
El mensaje de voz se desvaneció en la noche clara.
Los dos gatos se habían acercado uno al otro. Lanzaban los silbidos desgarradores de un ritual que anunciaba una lucha a muerte. No era más que un juego, no obstante, que volvían a empezar cada noche, desde hacía diez años.
Marc se sentó en el suelo, directamente en la pequeña acera de la que conocía cada adoquín. Un día, Lylie se había caído allí, justo en el sitio en el que estaba sentado. Nada grave. Una caída de triciclo, un pequeño arañazo, un poco de sangre; una sangre lavada desde hacía mucho por la lluvia normanda.
Marc cerró los ojos.
Un hijo. Su hijo.
Una ira sorda crecía en él. No contra Lylie. Contra el orden de las cosas, más bien. No soportaba sentirse inútil.
Se abrió una ventana en el callejón, en la primera planta. Un vecino sacó la cabeza entre las contraventanas y lanzó un grito molesto. Marc no lo conocía, sin duda un nuevo vecino en el barrio. Llamado por su amo, uno de los dos gatos se fue de allí. El otro esperó unos segundos, contrariado, y luego trotó hacia Marc.
Marc tendió la mano y el gato fue a restregarse. Tenía el pelo todavía un poco en punta, gris, sucio. El viejo gato debía de haber ronroneado a menudo bajo las caricias de Lylie.
Por supuesto, Marc comprendía las razones que impulsaban a Lylie a abortar. Se inclinó sobre su teléfono, hizo pasar los mensajes anteriores. No era una cuestión de edad, de seguridad material, de vida por vivir, de carrera por construir. Lylie no quería llevar en su vientre a un niño incestuoso.
Marc sujetó entre los dedos el pelo gris del gato. A falta de una prueba definitiva sobre su identidad, Lylie nunca correría el riesgo de traer al mundo a un monstruo. Claro.
Alzó la mirada al cielo. ¿Y si la descubría, esa prueba definitiva? Todavía podía detenerlo todo. Bastaba con encontrar la clave. El gato saltó sobre las rodillas de Marc. Marc se volvió hacia él.
—¿Verdad, mi rey? ¿De qué sirve un papá antes de nacer, si no? Eso sería impactante, ¿no crees? Mirar a mi hija de frente, a los ojos, cuando sea mayor, cuando tenga edad para entenderlo, pongamos ¿quince años? O dieciocho. Cogerle la mano y decirle algo como: «Ya ves, cielo, faltó poco. Si no hubiese descubierto la verdad, si hubiese logrado encontrarla, esa jodida prueba, in extremis, no estarías aquí. A lo mejor no te llevé en mi vientre, no, pero te salvé, hija. Sí, te salvé. Porque quería tanto a tu madre y deseaba tanto un hijo suyo. Un hijo por amor.» .
El gato salió corriendo de repente.
—Tienes razón —dijo Marc—. ¡Estoy diciendo tonterías!
Lylie fumaba en el balcón. No debería haberlo hecho. Le daba igual. Un cigarrillo, sólo uno. En fin, tres cigarrillos, sólo tres. La chica del cabello rojo y dientes amarillos que dormía al lado no era tacaña. Le había dejado el paquete: «Sírvete.» .
Lylie escuchaba el mensaje de Marc. Le respondía delicadamente. Marc no tenía oportunidad de encontrarla. Era mejor así. Era necesario que llegase hasta el final. Sola.
Quedarse con ese niño habría sido una locura. No se puede vivir sin identidad, Lylie era consciente de ello, más que de cualquier otra cosa. ¿Cómo imaginarse el infligir ella misma esa condena perpetua a otro ser inocente, a otro bebé, al suyo? ¿Cómo soportar convertirse a su vez en el instrumento de esa maldición?
Lylie apretaba en la palma de su mano izquierda la cruz tuareg regalo de Marc. Los dedos de su mano derecha temblaban. Sostenían el cigarrillo mientras pulsaba las teclas del teléfono. El humo se desvanecía, levemente azulado a la luz de la pantallita. Lylie dividió su largo mensaje en cuatro envíos.
Marc. Pronto habrá terminado todo. No te preocupes. Es una operación rutinaria. No lleva más que unos minutos. Todavía veré a los médicos durante todo el día de mañana. Dicen que necesitan exámenes adicionales para la anestesia. Quizá es un ardid de los psicólogos para darme un período de reflexión. Vete a saber. Al final no entraré en la sala de operaciones hasta pasado mañana. No te inquietes por mí. He tomado la decisión correcta. Estaré bien. Cuídate. Lylie.
En su habitación, tumbado en su cama de niño, Marc leyó la respuesta de Lylie. Trató de llamarla enseguida, sin éxito. Hizo pasar los mensajes. Una y otra vez. Una única frase le llamaba la atención: «Al final no entraré en la sala de operaciones hasta pasado mañana.» Dos palabras. Más exactamente. «Pasado mañana.» ¡Disponía de un día de prórroga para descubrir la verdad! Marc ya no pensaba más que en eso. Había ganado un día. Como una señal del destino. No todo estaba perdido. Observó la litera de arriba. Pasaron las horas, como en su infancia cuando Lylie leía tarde, cuando un vecino era demasiado ruidoso, o cuando se enfrentaba, solo, a su insomnio. Marc estaba en vela. Una idea crecía en su interior, como un hierbajo en la avenida de un jardín demasiado limpio. Una certeza se imponía: todo estaba relacionado en este caso; el asesinato de su abuelo; el de Grand-Duc; otros asesinatos, tal vez, que ignoraba. ¡Y la identidad de Lylie! Crédule Grand-Duc había encontrado la solución. El detective la había descubierto antes de ser eliminado. Tenía como proyecto volver al Jura, al monte Terrible. Era lógico, en el fondo. Todo había comenzado en ese lugar y todo debía terminarse allí. La solución esperaba en el monte Terrible. O en ningún otro sitio.
Cuatro de la mañana. Marc se levantó de repente, se puso un jersey. ¿Qué podía perder, después de todo? No tenía ninguna pista que seguir, aparte de leer y releer el cuaderno de Crédule Grand-Duc. ¡No! No era el método correcto. No su método, en todo caso. Caminó con precaución en la penumbra y se dirigió hacia la habitación de su abuela. «¿Marc?», preguntó la voz adormecida de Nicole. «Nicole. ¿Funciona todavía la camioneta?» «¿La Citroën?» Nicole se frotó los ojos, estupefacta. Echó una ojeada al despertador colocado sobre la mesilla pero no hizo ningún comentario. «Hum, sí. Creo. Ya no hago más que unos kilómetros al año. La última vez que la saqué.» «¿Están todavía las llaves en el segundo cajón del salón? ¿Los papeles también?» «Sí, pero.» Marc le dio un beso en la mejilla a su abuela. «Gracias, no te preocupes.» .
Nicole quiso responder «Sé prudente», pero sus palabras se perdieron con un ataque de tos. Se llevó un pañuelo a la boca. Nicole sabía ahora que no dormiría ya esa noche. Ni ésa ni las siguientes.
3 de octubre de 1998, 04.12
La camioneta arrancó a la primera. Marc ya la había conducido varias veces, en distancias muy cortas. Era generalmente él quien desde hacía dos años maniobraba para sacarla a Dieppe o para aparcarla en el jardín. Nicole le había enseñado los puntos de referencia para ir marcha atrás y girar: el buzón, la contraventana izquierda del vecino de enfrente. Pasaba muy justo si se respetaban las recomendaciones.
La Citroën H de los Vitral era uno de los últimos que se fabricaron en Francia. Pierre Vitral la había comprado en 1979 y Citroën había detenido la producción de la mítica camioneta en 1981. Pierre había elegido el modelo alargado, un poco como el que tenían los carniceros y charcuteros en los años setenta. Naranja con una nariz roja aplastada que le daba a la camioneta un aire de perro grande, con dos faros redondos como ojos y los retrovisores separados por un tallo de hierro como unas orejas. Un perro arrugado de chapa ondulada. Su perrito grande, como lo llamaba Lylie. El gran perrito holgazán que dormía fuera ocupando todo el jardín.