Se pasó muchos minutos comprobando los detalles. Le corrían gotas de sudor a lo largo de los brazos. Por fin, volvió a cerrar el archivador, con las manos húmedas, con la carne de gallina. Comprendía ahora lo que fallaba en el relato de Grand-Duc.
Todo se iba atando.
Marc se sentó en la cama y trató de razonar tan rápido como pudo.
No, su abuelo no había muerto en un accidente. ¡Había sido, efectivamente, asesinado! Tenía la prueba de ello. La prueba formal. Pero si ese detalle, ese único detalle, fallaba, entonces era el sentido de toda esa investigación lo que se venía abajo…
—¿Marc?
La voz de Nicole atravesó los delgados tabiques del cuarto.
—¿Marc? ¿Va todo bien?
Un ataque de tos reforzó la pregunta. Una tos grave, ensordecida por las paredes de papel. Marc renunció a reflexionar más por el momento. Se levantó, metió el archivador en su Eastpack y ordenó las carpetas. Estuvo muchos minutos de pie, apoyado en las literas. Un ataque le impedía respirar normalmente.
Nicole insistía, con voz temblorosa: .
—¿Marc?
—Ya voy, Nicole. Ya voy.
La puerta del cuarto daba al salón. La vajilla estaba guardada, un tapete de encaje colocado encima de la mesa de comedor. Nicole estaba sentada. Lloraba. Encima de la mesa, delante de ella, Marc reconoció el sobre azul.
El test de ADN.
El duplicado regalado tres años antes por Crédule Grand-Duc.
2 de octubre de 1998, 23.19
Marc sacó una silla y se sentó justo enfrente de su abuela. Sacó lentamente de su bolsillo el sobre rasgado confiado por Mathilde de Carville. Lo dejó delante de él.
Dos sobres azules. Cada uno el suyo.
—Sabía que Mathilde de Carville poseía un ejemplar —dijo Nicole con voz dulce—. Por supuesto. Pero creo que no sabía que Grand-Duc me había entregado un duplicado.
—Tienes razón —confirmó Marc—. No lo sabía.
Nicole se pasó un pañuelo blanco por los ojos.
—¿Qué dijo exactamente?
Marc no tenía elección. Había ido hasta allí para eso, para explicarse. Habló durante largo rato, contándole su visita a casa de los Carville, resumiendo el cuaderno de Crédule Grand-Duc, las últimas páginas, el test de ADN, la mala conciencia del detective. No omitió más que un episodio, el asesinato de Grand-Duc. Una inexplicable incomodidad le impedía anunciárselo así a su abuela. De repente. Tenía que reflexionar antes, volver a pensar en todo lo que Grand-Duc había escrito. Retomar la información desde cero. Comprobarlo todo.
Nicole se llevó el pañuelo a los labios, tosió un poco.
—Marc, Crédule Grand-Duc no ha mentido totalmente en su diario. Pero tampoco ha dicho del todo la verdad. La versión es un poco diferente. A Crédule le gusta mucho adornar las cosas…
El uso del presente turbó a Marc.
—Yo estaba aquí —subrayó—. Los quince años de Lylie. Me acuerdo de aquello. Lo vi todo. El regalo, el jarrón que se rompe, Lylie que se corta, Grand-Duc que recoge los pedazos mientras se disculpa…
—Por supuesto. Tienes razón. Es lo que pasó luego lo que no ha contado.
Marc empalideció.
—¿Lo que pasó luego?
—¿Lo recuerdas, Marc?, luego saliste con Émilie. Para celebrar sus quince años. A casa de Manon. Volvisteis después de medianoche…
Marc había puesto la mano en el sobre azul rasgado. Lo hacía deslizarse nerviosamente por la mesa. Nicole tosió de nuevo, tratando de aclararse la voz. Era inútil. Prosiguió: .
—Me quedé sola con Crédule. Se estaba bebiendo un calvados en el sofá mientras yo fregaba los platos. Estaba llorando encima del fregadero.
—¿Est. estabas llorando?
—Marc. No soy estúpida. Crédule trabajaba para los Carville. Claro que me imaginaba que un día ella le pediría ese test de ADN. Estaba en su derecho. Yo habría hecho lo mismo, en su lugar. Pero no así. Esa estratagema mezquina. Esa trampa empaquetada en papel de regalo. Crédule es el único amigo al que se invitaba por el cumpleaños de Lylie…
Marc se sentía cada vez más incómodo. Nunca antes su abuela se le había confiado así.
—¿Cuándo lo adivinaste?
—En cuanto vi correr la sangre de Émilie. y a Crédule recoger los trozos de cristal. A Crédule se le ve venir. Habría hecho mejor viniendo con una jeringuilla y un torniquete. Poniendo las cartas sobre la mesa francamente. Es todo lo que le pedía. Era nuestro contrato desde el principio: le abría mi puerta, pero tenía derecho a la misma información.
—Es lo que hizo, ¿no? Te entregó un duplicado del análisis…
Los ojos de Nicole estaban de nuevo empañados en lágrimas.
—No del todo, Marc. No del todo. Es lo que hizo salvo por un detalle. Yo estaba llorando encima de mi fregadero. Luego tomé la decisión de repente. Acababa de enjuagar un cuchillo, apreté los dientes y me corté el meñique. Sólo una pequeña incisión, suficiente para que sangrara. Envolví mi dedo en un trapo y le llevé a Crédule una copita de licor, con unos mililitros de mi sangre en su interior. Lo comprendió en el acto. No era estúpido.
—¿Cómo reaccionó?
Nicole sonrió, por primera vez.
—Se hizo un poco el ofendido, ya ves, como un niño caído en la trampa. Pero Crédule no es una mala persona. Me pidió perdón, reconoció que se había comportado como un idiota. Estuvo casi conmovedor. Me aseguró que sometería a un test la filiación de los Carville para Mathilde y la de los Vitral para mí. Y luego…
Nicole tosió de nuevo, como si su tos obstruyese las palabras siguientes en su garganta. Marc titubeó, cada vez más incómodo: .
—Nicole. ¿Qué quieres decirme?
El pañuelo blanco se retorcía entre los dedos de Nicole.
—¿De verdad quieres saberlo? Después de todo, no es un crimen. Y dudo que Crédule mencione algo de ello en su cuaderno.
No, de hecho, Marc no quería saberlo. Nicole dejó correr las lágrimas sin ni siquiera secárselas.
—Hicimos el amor esa noche. Hicimos el amor mientras os ibais de fiesta. Como dos viejos. Era la primera vez. La primera vez desde que murió tu abuelo. La única. Grand-Duc me comía con los ojos desde hacía años. Era amable. Era casi el único hombre que entraba en casa. Él…
—Nicole…
Marc se levantó, puso las manos sobre los hombros de su abuela con una ternura torpe, luego le puso un dedo sobre la boca. La imagen del cadáver de Grand-Duc lo atormentaba.
—No necesitas contarme todo eso…
—Sí, Marc. Lo necesito.
Nicole se enjugó las lágrimas, se levantó y metió el pañuelo en su vestido.
—Venga, Marc. Tienes razón. No te voy a aburrir más con mis historias de vieja.
Dio unos pasos, retocó el tapete sobre la mesa y luego observó con atención el sobre azul dejado delante de Marc.
—¿Has abierto el sobre?
—Es. es una larga historia. Ha sido, digamos, un accidente, pero sí, lo he abierto. Lo he leído.
—Entonces entenderás por qué lloro, Marc. No por Crédule. No sólo por eso. Lloro por Émilie.
Marc se sentía estúpido. Solo en el sofá. Se levantó a su vez. Un terrible presentimiento lo invadía. Le temblaban las piernas. Ya no entendía nada. «Lloro por Émilie.» El eco de las palabras de Nicole resonaba de nuevo en su cabeza. ¿Por qué llorar por Émilie? Ese test de ADN era, por el contrario, su acta de nacimiento oficial…
Levantó lentamente el sobre azul rasgado que le había confiado Mathilde de Carville y lo puso en la mano de Nicole. Cogió luego el sobre de encima de la mesa, el que Grand-Duc le había dado a su abuela.
Abrió el sobre.
Lo leyó.
El salón oscuro se puso a dar vueltas; el piano, los cuadros, los tapetes, el sofá, la tele, arrastrados en el mismo torbellino irreal.
La hoja le cayó de las manos.
El resultado del test de ADN no tenía ningún sentido.
2 de octubre de 1998, 23.37
Los guijarros se le clavaban en las nalgas y a Malvina no le gustaba eso. Estaban duros y fríos. Una luna flojucha, llena sólo a la mitad, iluminaba la playa. Malvina no había encontrado ningún otro sitio para pasar la noche. La revisora había vuelto a pasar, mucho tiempo después de que el tren Ruán-Dieppe se hubiese detenido en la estación. Se había mostrado más bien amable con Malvina, le había pedido educadamente que saliera. Se había vuelto menos amable cuando la habían llamado «puta asquerosa». Habían llegado dos revisores más que la ayudaron a expulsar a Malvina a la fuerza fuera de la estación.
Malvina se había encontrado en la calle. Por supuesto, por culpa de ese jodido festival de cometas, ya no había ninguna habitación libre en la ciudad.
Había vagado por la ciudad toda la noche. Sin ni siquiera comer. No tenía hambre. Le importaba un bledo. Había estado paseando por las calles, mucho tiempo, antes de volverse hacia la playa. Había esperado a que aquello se calmase, esas gilipolleces, los bailes de cometas, la música, las banderas, los chinchines, los globos, los gofres, las porquerías vendidas por los sucesores de los Vitral en el paseo marítimo de Dieppe.
Ahora, cerca de la medianoche, todo había terminado. Ya no quedaban más que algunas figuras geométricas fluorescentes suspendidas en el cielo, unidas a la tierra por largos hilos tensos, anudados a estacas clavadas en la hierba. Malvina pasaba de eso también, no tenía ánimo para emocionarse con papeles de seda flotando por encima de su cabeza. Si tenía ganas de algo, era de cortar todos esos hilos para que cayesen al mar como soles muertos.
Cortar los hilos. Cortar su teléfono. Maldecir a su abuela, que había encargado ese test de ADN, que le había mentido durante todos esos años. Cortar el cordón.
Malvina se tumbó. Iba a dormirse allí. Sobre los guijarros. Le daban igual también, después de todo, las piedras frías en sus nalgas.
—Oye, cielo, ¿no deberías haber vuelto a casa de papá y mamá con la hora que es?
Malvina se quedó en la sombra, simplemente movió la cara hacia la voz. Había tres tíos de pie en la playa, a una docena de metros de ella. Cada uno de ellos tenía en la mano una botella de agua mineral que contenía un líquido anaranjado. Doble engañifa. No era ni agua ni zumo de naranja.
—Cariño, podrías toparte con malas compañías, así tan sola…
Era el más alto el que hablaba. Tenía el párpado derecho agujereado por un aro de plata. A uno más bajo, calvo, un poco en segundo plano, le costaba mantener el equilibrio sobre los guijarros. Sus botas embetunadas de
cowboy
, largas y estrechas, no ayudaban nada. El tercero, cuya corpulencia le recordó a Malvina la del oso
Banjo
, se beneficiaba de mejores cimientos en el suelo.
El tío del aro de plata se acercó todavía más. Tres metros. Los otros lo siguieron. Malvina levantó la cabeza.
—Madre mía, es una vieja —dijo Botas-de-Cowboy—. Y pensar que de lejos pensábamos vérnoslas con una virgen…
—A lo mejor lo es de todas formas —añadió Aro-de-Plata.
Oso-Pardo y Botas-de-Cowboy rompieron a reír. Malvina se acurrucó, rebuscó febrilmente en su bolso. ¡Echó pestes de rabia! Acababa de acordarse, Vitral le había mangado el Mauser en el tren.
Aro-de-Plata avanzó un metro más.
—Tú te estás buscando una aventura, cielo. Tengo buen olfato para las chicas de tu clase. Ya ves. Es tu día de suerte. Tres hombres, nada más que para ti…
—Lárgate, gilipollas.
Los tíos retrocedieron un metro, salvo Botas-de-Cowboy, que patinó en los guijarros. Aro-de-Plata se acercó de nuevo.
—Anda, chavales. Nos hemos topado con una auténtica guarrilla…
Oso-Pardo también sabía hablar. Era el romántico de la banda.
—No vamos a hacerte daño. Sólo queremos divertirnos un poco…
—Claro —enlazó Aro-de-Plata—. Me encanta tu estilo, cielo. Años cincuenta, ¿verdad? Guay. Siempre he soñado con que me la chupase mi abuela.
Ganó un metro más, continuó: .
—Salvo que mi abuela ya no tiene dientes…
Oso-Pardo y Botas-de-Cowboy se echaron a reír de nuevo. Buen público. Avanzaron también, como segundo cordón. Malvina trató de retroceder arrastrándose, chilló: .
—¡Como avancéis más, os mato a todos!
Los tres hombres miraron, divertidos, cómo el cuerpo enclenque de Malvina se encogía en los guijarros.
—Cuidado, que la niña muerde. Vamos, no te hagas la difícil, si estás encantada…
Aro-de-Plata avanzó todavía más. No debería haberlo hecho.
Oyó sólo un silbido, vio, tal vez, también una sombra en la débil luz. Después, enseguida, se le cerró el ojo. El aro de plata colgaba, milagrosamente sujeto por un colgajo de párpado despedazado, bañado en sangre. Al segundo siguiente, otro guijarro le destrozó el cartílago de la nariz.
—Gua…
Un tercer guijarro no dio por poco en su boca abierta de par en par, y se clavó en su maxilar derecho.
Un buen guijarro puede matar, si se elige uno bien denso con la palma de la mano y se lanza a bocajarro, a tres o cuatro metros. Al menos discapacitar de por vida si el tiro es menos preciso. Malvina quizá no tenía conciencia de ello, pero los tres hombres, por su parte, lo adivinaron. En ciertas circunstancias, incluso los más obtusos entienden rápido. Cuestión de supervivencia.
Salieron pitando.
Una lluvia de guijarros continuó abatiéndose sobre ellos. Botas-de-Cowboy se resbaló de nuevo y soltó un taco. Un proyectil le rompió en pedazos la clavícula. Oso-Pardo no era mucho más ágil. Las piedras se abatieron sobre su espalda, su nuca. Malvina lanzaba ahora a ciegas, con una fuerza duplicada por su rabia.
—¡Te encontraremos, guarra! —soltó Aro-de-Plata cuando estuvo fuera del alcance de tiro—. ¡Volveremos a vernos!
—¡Eso! —gritó Malvina con voz estridente—. ¡Yo le diré a la poli que no les costará reconocer al tío que ha querido violarme! ¡Los tuertos no abundan en las calles.!
Las sombras se alejaron, renqueantes.
Una hora más tarde, se levantó el viento en la playa. Malvina tenía frío. Se puso de pie, sacudió sus miembros doloridos. Caminó lentamente por la ciudad muerta hasta la estación. Estaba cerrada, por supuesto. Malvina acabó durmiéndose en un banco, justo enfrente.
2 de octubre de 1998, 23.51
El salón de los Vitral se había detenido. Para la eternidad.
La mano temblorosa de Marc bajó para recoger la hoja caída en el suelo. Era estrictamente idéntica a la que había leído en el tren: mismo membrete de la policía científica nacional de Rosny-sous-Bois. Misma tipografía mecanografiada. Misma concisión en la exposición de los resultados: tres líneas.