Había perdido. Había dejado que los recuerdos dolorosos lo invadiesen, lo dominasen. Iba a regocijarse con esa nostalgia malsana para evitar pensar que en ese mismo momento Lylie dormía en la habitación de una clínica, iba a abortar dentro de unas horas, porque la flor de su amor debía ser condenada como un fruto envenenado en virtud de un insoportable principio de precaución. Para evitar igualmente pensar que el único que podía ayudarlo, el asesino de su abuelo, andaba suelto por algún sitio, y que no tenía ninguna oportunidad de encontrarlo allí.
Malvina fue a reunirse con él.
—¡Está listo!
Había colocado en un trozo de tela la botella de agua, los paquetes de galletas y el salchichón.
—Menudo festín, ¿no?
Comieron en silencio. Sólo la luna iluminaba ahora la cabaña, que adoptaba el aspecto de una casucha encantada en medio de un bosque de ogros. Ambos eran conscientes de que era demasiado tarde para volver a bajar, que deberían dormir allí arriba, juntos. Sin intercambiar una palabra, estaban de acuerdo, habían ido hasta allí para eso.
Una noche en el monte Terrible.
Dos huérfanos perdidos en un cementerio sin tumbas.
Cuando lo hubieron recogido todo, Marc sacó de su mochila el cuaderno verde de Crédule Grand-Duc. Se lo tendió a Malvina.
—Vaya. Debe de hacer un buen rato que lo buscas, ¿no? Quizá seas más lista que yo.
—¿Son las memorias del otro bastardo?
—Como sueles decir…
—Gracias de todas formas.
Malvina cogió el cuaderno, su saco, una linterna, y se metió en la cabaña. Marc, por el contrario, se alejó, caminó, iluminando sólo sus pasos con el hilo de luz de su linterna. Siguió durante largo rato vagando por el bosque, describiendo un amplio círculo alrededor de la cabaña. Cuando volvió, la luz de la lámpara de Malvina iluminaba tímidamente el interior de la cabaña, como la llama de una vela en un farol.
Marc entró. Malvina dormía. Se había acurrucado en su saco. El cuaderno de Grand-Duc estaba abierto, justo al lado de su cabeza.
Marc sonrió a su pesar. Esa chica, cuatro años mayor que él, torturada por todo el odio acumulado, lo enternecía como otra hermana pequeña a la que tuviera que proteger. Se acercó en silencio, cogió el cuaderno verde y volvió a salir de la cabaña. Se volvió a sentar en el tronco, pasó las páginas, mecánicamente, hasta la última. Las últimas líneas.
He hecho recuento en este cuaderno de todos los indicios, todas las pistas, todas las hipótesis. Dieciocho años de investigación. Todo está aquí en este centenar de páginas. Si las han leído con atención, saben tanto como yo. ¿Tal vez serán más perspicaces? ¿Tal vez sigan por un camino que he pasado por alto? ¿Tal vez encuentren la clave, si es que existe una? Tal vez…
¿Por qué no?
Para mí todo ha terminado.
Decir que no me arrepiento de nada sería exagerado, pero lo he hecho lo mejor que he podido.
«Lo he hecho lo mejor que he podido.» .
No le venía ninguna intuición nueva. Intentó llamar por teléfono a Lylie, pero no había cobertura en ese rincón perdido de montaña. Marc echó pestes contra su estupidez. Ir a perderse allí era la peor de las ideas que nunca había tenido. Debía contentarse con leer los mensajes grabados en su teléfono. Releyó el último, recibido en la camioneta por la tarde: .
Marc. Entro en la sala de operaciones mañana por la mañana a las diez. Todo está ok. No te preocupes. Te llamo luego. Todo irá bien. Un beso. Émilie.
«Mañana, a las diez.» .
Se sentía tan inútil.
El ulular de una lechuza aumentaba el ambiente siniestro de la noche. Un mochuelo, o un búho real. O un búho gran duque, se sonrió Marc. No sabía nada de rapaces, y de todas formas el pájaro nocturno estaba escondido en alguna parte entre las ramas, invisible.
Marc apuntó con su linterna. No iluminó más que hojas.
—¿Dónde te escondes? —dijo en voz alta.
Su voz se perdió en la montaña.
—Inaprensible, ¿verdad? ¿Agazapado en la sombra? ¿Desde hace cuánto tiempo estás aquí, en el monte, todas las noches, mirando, espiando? El gran pájaro de hierro que se estrelló en tu reino, hace años, estabas ya aquí, ¿verdad? Georges Pelletier que dormía en la cabaña, la tumba que cavó, la esclava, ¿viste todo eso también? Y Grand-Duc, unos años más tarde, jugando a los sepultureros. ¿Qué has visto?, dime.
Le respondió un ulular casi alegre.
—Me estás tomando el pelo, ¿verdad? ¿Realmente crees que no tengo ninguna oportunidad? Estás equivocado, fíjate. Imagina, no obstante. Imagina. A mi pequeña, tiene doce años. Estamos solos los dos, en plena naturaleza, bajo una tienda. La noche. Cuento con ella las estrellas. Le digo algo como: «Ya ves, cielo, aquella noche no las tenía todas conmigo. Estaba allá arriba, en la montaña, completamente a ciegas. Hacía falta, no obstante, que diese con ello antes del día siguiente, a las diez. Tu madre dormía en la otra punta del mundo. Faltó nada, cielo, para que no las vieras nunca. Tu papá te salvó in extremis, ya sabes. Estuvo rápido aquella noche.» .
La linterna barrió de nuevo las ramas. Una sombra negra echó a volar. Un búho, u otro pájaro nocturno.
—Tienes razón, son chorradas…
Marc volvió a la cabaña. Tenía frío. Se metió en su saco, se tumbó cerca de Malvina. Echado sobre la espalda, sus ojos escaparon hacia el cielo a través de los agujeros del techo. Otros tantos tragaluces hacia el infinito. Era necesario que reflexionase de nuevo, que fuese su propio torturador, que se hiciera preguntas hasta que su inconsciente, su memoria, su pensamiento, le confesasen algo, cualquier cosa. Una clave. Tenía que utilizar cada minuto de las horas que le quedaban.
Muy cerca, Malvina dormía un sueño agitado. Cambiaba regularmente de posición, sin despertarse, lanzando de vez en cuando unos grititos. Poco a poco, se acercaba a Marc, buscando de forma instintiva el calor de su cuerpo. ¿Había dormido ya con un hombre? ¿Al lado de un hombre?
Debía de haber pasado la medianoche hacía mucho tiempo. Marc no había pegado ojo la noche anterior. Se quedó profundamente dormido, sin ni siquiera darse cuenta.
Agotado.
Durmió tres horas.
Fue el grito de Malvina lo que le despertó, sobresaltado. Un grito de demente. Estaba de pie en la cabaña, temblorosa. Su largo cabello despeinado le hacía parecer una bruja atemorizada. Dos piernas flacas sobresalían del jersey que se había dejado para dormir. Sus pies daban saltitos como si los hubiera puesto sobre unas brasas.
—¿Estás. estás bien? —dijo Marc con voz sorda.
—Claro, claro. No te preocupes por mí. Acostumbro a hacerlo.
Se volvió a acostar. Marc la miraba, inquieto.
—¡Te digo que estoy bien!
—¿Estás segura?
—Claro, ¡vuelve a dormirte! No necesito una tata. No me des el coñazo. ¡A dormir te digo!
—No estoy seguro de poder hacerlo de nuevo…
—Chúpate el dedo, entonces. Tú también has tenido que aprender a vivir con tus pesadillas. ¡Búscate la vida!
Malvina le dio la espalda a Marc. El saco tocaba el suyo. Extraña intimidad. Marc se quedó de nuevo con los ojos abiertos.
Eran las cuatro de la mañana. Era ahora o nunca. Había que intentar algo, enseguida. Luego sería demasiado tarde.
Malvina ya se había dormido.
¿Intentar qué? Los ojos de Marc continuaban clavados en la noche. Las estrellas aparecían y desaparecían, sin duda ocultas por invisibles nubes empujadas por el viento del Jura. Como falsas estrellas fugaces, pidiendo deseos que no se realizan. Como la luz alterna de un avión en la noche que se confunde con las constelaciones. Más cercano. Efímero.
¿Intentar qué?
Las reflexiones de Marc le llevaban siempre a las últimas líneas del cuaderno verde, a ese suicidio abortado.
¿Grand-Duc había ido de farol?
¿Había descubierto otra cosa, aquella noche, después de haber redactado sus memorias, después de haber dejado su bolígrafo? ¿A falta de cinco minutos para la medianoche? ¿Un hecho nuevo que no había escrito en su cuaderno? Marc intentó acordarse. ¿Cuáles habían sido las palabras exactas de Malvina, el día anterior, en el tren? Marc se concentró. Ante sus ojos, las únicas dos constelaciones que era capaz de reconocer, la Osa Mayor y Vega, acababan de desaparecer. Las palabras de Malvina se inscribieron en la oscuridad de su memoria: .
«Crédule Grand-Duc telefoneó a mi abuela. Anteayer. Le dijo que había encontrado algo. La solución de todo el caso, parecía. Así, a cinco minutos de la medianoche, ¡el último día! ¡Justo en el momento en que iba a pegarse un tiro en la cabeza encima de la edición de
L’Est Républicain
del 23 de diciembre de 1980! Necesitaba todavía un día o dos para reunir las pruebas, pero afirmaba estar seguro de su jugada, había resuelto el misterio. Necesitaba ciento cincuenta mil francos, también.» .
Marc repasaba esas palabras una y otra vez. Si no había ido de farol, Grand-Duc había descubierto su solución en el momento de pegarse un tiro en la cabeza, en su despacho, calle de la Butte-aux-Cailles, enfrente de la chimenea donde se consumían los archivos. La antevíspera por la mañana, Marc había registrado ese despacho con detalle: no había encontrado nada. Malvina tampoco. aparte de un cadáver. ¿Qué había pasado por alto? Marc intentó imaginarse la escena del suicidio de Crédule Grand-Duc. El cañón contra la sien, la tinta del periódico que enjugaría la sangre. ¿Por qué Grand-Duc había interrumpido su gesto? ¿Qué había oído? ¿Visto?
¿Leído?
La idea se le ocurrió de repente, no era más estúpida que cualquier otra: ¡
L’Est Républicain
del 23 de diciembre de 1980! El periódico era sin duda el último punto en el que los ojos de Grand-Duc debían de haberse fijado.
¿Y si la solución estaba impresa en un periódico de hacía dieciocho años? ¿Por qué no, después de todo? En el punto en el que estaba. Si no era una pista, al menos era un destino.
Marc se levantó sin hacer ruido para no despertar a Malvina, que seguía lanzando grititos en su sueño agitado. Echó a voleo su material en la mochila, sacó de su bolsillo una de las páginas arrancadas del diario de Grand-Duc, le dio la vuelta y escribió en el dorso: .
He ido a por los cruasanes. Marc.
Colocó la nota en el suelo, justo al lado de la cabeza de Malvina. Dejó la guía cerca. Se quedaría con el mapa. Marc miró una última vez la forma del cuerpecito de niñita perdida en el saco azul grisáceo demasiado grande para ella. Malvina sabría apañárselas sola.
El sol no había salido todavía, pero una tenue claridad dejaba adivinar a lo lejos la línea divisoria. Las estrellas se apagaban una a una. El amanecer del último día. Marc pensó en Lylie, en una habitación blanca.
Se puso en camino.
4 de octubre de 1998, 06.05
Seis de la mañana. Grand-Duc se desperezó en el Xantia. Estaba aparcado en un camino pequeño de tierra donde las matas de hierba trataban de sobrevivir entre las rodadas, justo a la salida de Dannemarie, unas docenas de metros antes del chalet de Mélanie Belvoir. Mélanie Luisans, más bien. Su nueva identidad.
El emplazamiento era ideal para vigilar. Podía distinguir fácilmente los vehículos que subían de Dannemarie, mucho antes de que pasasen delante de él. Ver sin ser visto. El abecé del oficio. Grand-Duc cayó en la cuenta de que hacía años que no se regalaba una noche de vigilancia. Eso le recordaba a su juventud, antes del contrato Carville, las noches en vela delante de casinos en la costa nizarda o vasca. El Xantia de Nazim era casi tan incómodo como las chatarras que conducía en la época.
Crédule Grand-Duc cogió de la enorme guantera un termo de café. Se sirvió uno en una taza de plástico. Puso una mueca al contacto con el líquido todavía hirviendo.
Tenía tiempo. Mélanie Belvoir no debía de volver sino a las nueve de la mañana. Trabajaba como enfermera en el centro hospitalario de Belfort-Montbéliard. Hacía turno de noche. Crédule Grand-Duc había conversado durante un largo rato con ella, por teléfono, antes de que entrase de guardia. Había grabado la entrevista, por supuesto. Era lo mínimo que se le podía ocurrir, dado el tiempo que había tardado en atraparla en sus redes. Se había pasado luego una buena parte de la noche en la casa rural Genevez transcribiendo su conversación en su ordenador personal, y luego había imprimido un ejemplar.
Grand-Duc le echó una ojeada al asiento del acompañante. Ese ejemplar lo había puesto allí, al lado, en un sobre. Mélanie Belvoir-Luisans no tendría más que firmarlo.
Grand-Duc bebió de nuevo. El café tenía un asqueroso regusto a plástico.
¿Cuánto estarían dispuestos a pagar los Carville por ese sobre? Una fortuna, sin ninguna duda. Una auténtica fortuna. Al menos tanto como dieciocho años de salario…
Grand-Duc no tenía ningún escrúpulo, los Carville podían pagar, tenían medios para ello, medios ilimitados. ¿En cuánto podía valorar el precio de su conciencia.? ¿En un saco sin fondo de billetes?
Se mordía los labios. El calor del café. El dolor, también. Como si se le encogiese el corazón. Esa fortuna la habría podido dividir en dos partes. Si Nazim le hubiese hecho caso. Quizá no en dos partes iguales, pero lo bastante en cualquier caso para que Nazim se regalase su casa en Turquía, con Ayla. Pero Nazim no había querido seguirlo. Esta vez se había rajado. «Sentado la cabeza», decía él. Los Carville habían pagado bastante, según él. El caso estaba archivado. Terminado. Crédule Grand-Duc era consciente de que no debería haber levantado la voz. Nazim era un tío encantador, pero nervioso.
«Voy a ir a la poli, Crédul —le había amenazado—. Si no me dejas en paz, soy capaz de hacerlo. Hace tiempo que esto me consume.» .
—¿Cómo que hace tiempo que esto te consume? ¿Qué insinúas?
Crédule Grand-Duc se había asustado. Nazim raramente hablaba para no decir nada. Grand-Duc le había pedido explicaciones, garantías, luego todo había degenerado. Nazim había desenfundado su arma el primero. Crédule Grand-Duc había sido más rápido disparando, eso era todo. Matar a Nazim era la última de las cosas que habría premeditado; el resto tampoco lo fue. La cabeza de Nazim que cae sobre el hogar de la chimenea. Las ideas que se le ocurrían, cada una le llevaba a la otra. Empujar un poco más la cabeza de Nazim en las cenizas para volverla irreconocible; sacarla de allí, sólo un momento para afeitarle lo que le quedaba de bigote, ponerle su ropa, sus zapatos, su reloj, para ganar tiempo, por si acaso a Lylie o a Marc les daba por curiosear. Tampoco había premeditado matar a Ayla, pero a partir de ese momento ya no tenía elección. Grand-Duc la conocía bien, habría ido directa a la policía. Nazim no había participado en nada, pero estaba al corriente del asesinato de los abuelos Vitral, por supuesto, y ese cretino debía de habérselo contado todo a su mujer, en la almohada. ¿Era su culpa que Nazim no hubiese pasado de dejar a Ayla fuera de sus asuntos? Le había llamado por teléfono en la víspera. Le había dejado mensajes de pánico. Se había visto obligado a volver a París. Cinco horas de autopista. A seguirla discretamente, desde su tienda del bulevar Raspail. Hasta Butte-aux-Cailles, luego al bosque de Coupvray. A acabar de una vez con todo, allí, la ocasión era inmejorable. Luego volver al Jura, a ciento ochenta kilómetros por hora por la autopista A39. Para pillar a ese cartero. Terminar con el caso.