Grand-Duc se obligó a tragarse el contenido de su taza. Puso una mueca otra vez.
Nazim Ozan. Ayla Ozan.
Sus únicos amigos durante todos esos años. Liquidados, por su propia mano.
¡Menuda broma!
¡Sí, ya podían pagarle bien los Carville!
No había querido nada, no había decidido nada. Todo estaba en juego a su pesar. Una larga espiral y, felizmente, a partir de ese momento, un bonito premio de consolación.
Mélanie Belvoir.
La invitada sorpresa.
Crédule Grand-Duc miró la hora en los números del verde retroiluminado del reloj del Xantia.
06.15
Todavía había tiempo. Había llegado con mucha antelación.
Antes que todos.
4 de octubre de 1998, 06.29
Marc aparcó la camioneta Citroën en el centro de Montbéliard, a menos de cincuenta metros de las oficinas de
L’Est Républicain
. Había tardado cerca de una hora y media en volver a bajar del monte Terrible, la camioneta lo esperaba tranquilamente delante de la casa del parque natural, y luego tres cuartos de hora para conducir hasta Montbéliard. El camarero de la primera cafetería abierta le había indicado la dirección de
L’Est Républicain
, plaza de JulesViette, 12.
¡Las oficinas del periódico estaban cerradas! Lógico. A esa hora, ¿qué se esperaba?
Se acercó. Se aferró a su quimera: descubrir una verdad definitiva antes de que Lylie entrara en la sala de operaciones, en menos de cuatro horas ya.
Delante de él, un cierre metálico le impedía ver el más mínimo detalle del interior de las oficinas. Marc se volvió, observó el aparcamiento donde estaba estacionado. Había aparcados tres camiones pintados con el logo de
L’Est Républicain
. Evidentemente, a esa hora, el reparto de los periódicos de la mañana no había terminado. ¡No estaba todo perdido!
Marc caminó rápidamente por la acera, siguió el bulevar Cuvier y luego giró en el callejón de Maurice-Deloraine. La gente estaba empezando el día. Había estacionada una camioneta en medio de la calle y tres obreros cargaban la parte de atrás con montones de periódicos embalados en celofán. Se oían los gritos de una radio local, un animador risueño detallaba el horóscopo.
—Buenos días —dijo Marc—. ¿Están cerradas las oficinas?
Se mordió los labios. Era difícil hacer una pregunta más gilipollas. El operario lo miró fijamente y respondió, sin ni siquiera quitarse el cigarrillo de la boca.
—Vaya potra, abro la secretaría dentro de cinco minutos.
Marc se quedó deslumbrado por un breve rayo de esperanza, apenas el tiempo antes de que el operario continuara: .
—El tiempo justo de ponerme una falda y estoy contigo.
Los otros dos manipuladores reventaron de risa. Marc acusó el golpe.
—Vuelve en tres horas, bonito. Aquí, ya ves, estamos ocupados…
Marc se plantó delante del operario. El niño bonito le sacaba a pesar de todo una cabeza y media. Se las dio de humilde: .
—No puedo esperar, señor. Se lo pido como un favor. ¿No hay realmente nadie que pueda abrirme las oficinas? Sólo quiero una información…
—Siempre puede preguntarle a la sargenta —respondió la voz de otro peón desde el fondo del almacén.
Los tres empleados rompieron de nuevo a reír. Marc no.
—Después de todo, si quieres, hijo.
El operario pulsó un pequeño interfono.
—¿Señora Montaigu? Tenemos aquí a alguien para usted, en la entrada del almacén.
Unos minutos más tarde apareció la susodicha señora Montaigu. La sargenta era una mujercita elegante, con el traje entallado en una cintura de avispa, con la falda que caía justo en las rodillas, y las piernas bronceadas plantadas en unos escarpines rojos; el conjunto echado a perder por un rostro demasiado estricto, que mostraba claramente los años de privación para subir cada escalón de la jerarquía de la empresa. Había unas gafitas posadas sobre la punta de su nariz, una mano llevaba un montón de listados y la otra un bolígrafo. La sargenta…
—¿Para qué es? —dijo el rostro impenetrable.
Marc intentó improvisar un plan. ¿Qué decir? ¿Qué pretexto inventarse para que la sargenta Montaigu aceptase abrir sus archivos a las siete de la mañana? Sacar el Mauser L110 y encañonarla. Ridículo…
—¿Y bien? —insistió Montaigu, con una ojeada a su reloj por encima de sus gafas.
A Marc le entró el pánico: .
—Hum. Mire. Necesito. Necesito consultar un viejo ejemplar de
L’Est Républicain
. Muy viejo. Es preciso. Necesito consultar el ejemplar del 23 de diciembre de 1980…
La sargenta puso una sonrisita.
—Dado su estado, supongo que es urgente…
—Peor que eso…
—Bien. Por urgente que sea, creo que eso podrá esperar a la apertura de la recepción, a las nueve.
Los tres peones, que continuaban cargando los montones de periódicos, no se perdían nada de la conversación. Montaigu se volvía ya sobre sus talones, con tacones altos y finos.
—¡No! —gritó Marc.
La sargenta se volvió, logrando expresar una actitud más desquiciada todavía. Marc se puso a hablar sin pensar: .
—Escúcheme. Mi mujer espera un hijo. Nuestro hijo. Va a abortar dentro de dos horas porque tiene dudas sobre la identidad de sus padres. Tengo buenas razones para creer que la prueba de esa identidad se encuentra en ese periódico…
La sargenta Montaigu abrió los ojos de par en par, estupefacta. Los tres operarios se habían parado en seco. Montaigu los fulminó con la mirada, retomaron el trabajo en el acto. Clavó luego en Marc su mirada de exasperación.
—Quiere impedir que su mujer aborte, ¿es eso? Realmente cree que…
—¡Mierda! —gritó Marc—. ¡No me irá a soltar una estúpida perorata feminista! Sólo quiero ver ese periódico. Sólo le pido una oportunidad, una pequeña oportunidad…
Al menos había logrado hacerle perder pie a la sargenta. Marc enlazó: .
—¿Se acuerda de la catástrofe aérea del monte Terrible, al menos?
Montaigu negó con la cabeza. «Lógico», pensó Marc, no debía de tener más de diez años en ese momento. Tenía que continuar…
—L’Est Républicain
había sido el único periódico en salir en portada con el accidente, en su momento; ¡Libélula, la superviviente del milagro de las nieves! Es de ella de quien se trata. ¡Es ese ejemplar el que quiero consultar!
Evidentemente, la sargenta no entendía nada. Estaba perdida, y no le gustaba estarlo. Había aprendido en su escuela de empresariales que nunca había que tomar una decisión antes de tener los suficientes elementos bajo control para poder hacerse una idea precisa de la situación.
—Marcel —dijo—, usted que está en la casa desde hace cuarenta años, ¿se acuerda de esa historia del accidente aéreo sobre el monte Terrible?
Marcel no esperaba más que la pregunta. Había escupido discretamente su cigarrillo a la calle.
—Pues claro, señora. El mayor drama de la región. Navidad de 1980. Cerca de doscientos muertos, allá arriba, muy cerca de aquí…
—¿El periódico estuvo implicado?
—¡Pues claro! Fue el único en salir en portada con el caso, esa misma mañana. Acerca de la superviviente sobre todo, la única, el bebito, una niña pequeña. Todas las teles recogieron luego la información. El periódico mantuvo una crónica durante meses. Paso por alto los detalles, pero…
—¿Se acuerda de cómo se llamaba la superviviente? —le cortó la sargenta.
—Seguro. ¿Cómo olvidarlo? Émilie Vitral, una pequeña normanda.
Montaigu se volvió hacia Marc.
—¿Y usted quién es?
—Marc Vitral…
—¿Su marido?
—Sí. Bueno, no. Es. es un poco complicado…
No le hizo caso.
—¿A qué hora tiene que abortar su mujer?
—A las diez…
—¿Aquí?
—No, en París.
—Es de locos. Usted está loco…
—Es urgente. Sólo quiero consultar ese periódico. Se lo prometo, si salvamos al niño, ¡será usted la madrina!
La sargenta rompió a reír sinceramente.
—¡Tonterías! Sobre todo, no haga eso, odio a los chavales.
Dejó pasar un último titubeo.
—Bueno, venga, sígame.
Montaigu lo instaló en el sótano, en una enorme habitación que servía de local de archivos. Las paredes no estaban pintadas y ante la falta de ventanas sólo los largos fluorescentes la iluminaban con una luz blanca. La clasificación era de una gran simplicidad. En grandes armarios de madera, los ejemplares de
L’Est Républicain
estaban colocados en horizontal, clasificados por años y luego por trimestres.
Marc abrió el cajón marcado con 1980, SEPTIEMBRE-DICIEMBRE. Buscó directamente en el fondo de la pila y encontró sin dificultad el ejemplar del 23 de diciembre. Lo colocó encima de la mesa de trabajo, en el centro de la habitación.
Una inmensa fotografía en color ocupaba casi la totalidad de la portada: una carcasa de avión destrozada en medio de árboles en llamas. Una visión horrible. La nieve, el fuego y el hierro parecían haberse unido para aniquilar toda vida humana. La esperanza estaba representada por otra fotografía, más pequeña, que mostraba a un recién nacido en brazos de un bombero delante del hospital de Belfort-Montbéliard. Lylie. Unas líneas comentaban la fotografía: .
Accidente dramático del Airbus 5403 Estambul-París, en las laderas del monte Terrible, en la frontera franco-suiza, la noche del 22 al 23 de diciembre de 1980. Ciento sesenta y ocho de los ciento sesenta y nueve pasajeros y miembros de la tripulación han muerto en el acto o han fallecido atrapados en las llamas. El único superviviente del milagro, un bebé de tres meses expelido durante la colisión antes de que la carlinga prendiese en llamas.
Eso era todo.
Marc se pasó muchos minutos observando las imágenes, los rostros en segundo plano, la carlinga, las llamas, cada árbol, los restos sombríos en la nieve. Leyendo y releyendo esas pocas líneas.
Nada. Nada nuevo.
Una pista falsa. Un callejón sin salida. Otra vez.
Marc se puso la cabeza entre las manos, se enderezó un poco, observó las paredes blancas de la habitación.
Fue entonces, sólo entonces, cuando sus ojos se posaron sobre las demás noticias de la portada del periódico. Casi nada. La victoria por 3 a 1 del FC Sochaux contra Angers; una manifestación de los obreros de la industria óptica, cerca de Morez, en el Alto Jura; los pormenores de la gira de Papá Noel por los municipios de la región…
Y abajo del todo de la página, casi una reseña. Diez palabras solamente. Un aviso de búsqueda.
Mélanie Belvoir. 18 años. Desaparecida desde hace ya tres semanas
.
El aviso de búsqueda estaba unido a una pequeña fotografía de carnet en color. Tres centímetros por dos.
Marc estuvo a punto de desmayarse. Era imposible. No podía tratarse más que de una falsificación. Un montaje.
El rostro de una chica que se le parecía. No. Era ella. La misma mirada azul cielo, la misma forma de pómulos, la misma sonrisa, el mismo hoyuelo en medio del mentón. Sólo el peinado difería ligeramente, Lylie llevaba el cabello un poco más corto.
La fotografía publicada en ese viejo periódico era el facsímile exacto de la fotografía actual de Lylie, de la grapada en su carnet de estudiante, de la pegada en su tarjeta naranja del transporte público parisino, de la que Marc guardaba celosamente en su cartera.
¡Era increíble!
En la misma página de ese periódico del drama, con fecha del 23 de diciembre de 1980, una fotografía representaba a Lylie con tres meses, en brazos de un bombero delante del centro hospitalario, y a Lylie con dieciocho años, guapa, sonriente, tal y como la había dejado dos días antes, el 2 de octubre de 1998…
¿Se estaba volviendo loco?
¿Vivía un sueño del que se iba a despertar, entre sudores, al lado de Lylie?
¿O peor?
¿Al lado de Malvina, en la cabaña del monte Terrible?
4 de octubre de 1998, 07.12
Los rayos del sol se colaban por los agujeros del techo de la cabaña, como los rayos láser de la caja fuerte de un banco en una película policíaca. Uno de ellos acabó alcanzando el rostro de Malvina. Saboreó primero el agradable calor en su mejilla antes de dar vueltas en su saco, varias veces, después de abrir los ojos.
Automáticamente, su mano buscó el saco de al lado, el de Marc.
Se cerró sobre la tierra seca.
Nadie.
Ya no había saco. Ya no había cuerpo caliente. Nada.
Sólo una nota, una hoja de papel:
He ido a por los cruasanes. Marc.
¡Gilipollas! Encima se creía gracioso.
Al lado, la guía de senderismo. El mensaje estaba claro. «¡Búscate la vida!» .
Malvina refunfuñó contra sí misma y se levantó de un salto. ¡Qué zoquete! Debería habérselo imaginado, no confiar en un Vitral. Qué lista parecía ahora, sola, en la cima del monte Terrible, con un teléfono móvil que no tenía cobertura alguna. Se había dejado engañar como a una tonta, ya no le quedaba más que una solución. Volver a bajar.
Malvina lo dejó todo en la cabaña, saco, linterna, restos de la comida frugal de la víspera, y se puso en camino. Ni una vez durante la bajada le echó una mirada al sol rasante de la mañana que les daba a las montañas suizas el aspecto del Himalaya.
Una buena hora más tarde, la casa del parque natural estaba a la vista. Unos niños se divertían ya alrededor del pequeño parque de columpios de madera mientras sus padres, unos metros detrás de ellos, se estaban un tiempo inacabable atándoles su calzado de senderismo. Ninguna camioneta Citroën en el aparcamiento. ¡Por supuesto! Ese cabrón de Vitral la había abandonado de verdad.
Automáticamente, consultó su teléfono móvil. ¡Por fin tenía cobertura! Iba a poder salir de ese agujero. Un sobrecito amarillo aparecido en la pantalla atrajo su atención: un mensaje en su contestador. Alguien había intentado localizarla, entre el día anterior por la tarde y esa mañana. Su abuela Mathilde, seguramente. ¿Quién si no? Malvina trasteó en su teléfono y contuvo un gesto de sorpresa. El mensaje procedía de un número desconocido.
¿Marc Vitral? ¿Crédule Grand-Duc?
Malvina se puso el aparato en el oído.
«Malvina. Soy Rachel de Carville, tu tía abuela.» .
¿Rachel? Su tía abuela, la heredera de las perfumerías Elytis en La Baule. ¿Qué era lo que quería? No debía de haber hablado con ella desde hacía diez años.