Un avión sin ella (41 page)

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Authors: Michel Bussi

Tags: #Intriga

BOOK: Un avión sin ella
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Con el paso de los años, Grand-Duc había llegado a convencerse de que no había sido más que el instrumento de los Carville, una simple herramienta entre sus manos; que no tenía ningún deseo de asesinar a los Vitral. Si hubiese rechazado el contrato propuesto por Léonce de Carville, otro esbirro lo habría ejecutado, de forma más atroz tal vez, otro que no hubiese salvado a Nicole Vitral. Se había perdonado desde entonces. Se había encariñado con los Vitral, con Nicole, con sus nietos. Había aprendido a conocerlos. A quererlos, incluso. Sí, a quererlos. A Nicole, sobre todo. Nunca los había traicionado desde entonces. Había intentado proseguir con su investigación con la mayor de las imparcialidades. Escribirlo todo en ese cuaderno, con la mayor fidelidad posible.

A excepción de la noche de Tréport, por supuesto.

No era un ángel, nunca lo había pretendido. Pero había sido riguroso, meticuloso, incluso para los tests de ADN, esos malditos tests de ADN que lo habían vuelto loco, al menos hasta hacía cuatro días, y lo habían llevado al borde del suicidio.

Todo eso se había acabado. El detective privado fracasado, el solitario consumido por los remordimientos. Había desenredado el embrollo. No le faltaba ya más que echarle el guante a la última testigo.

Mélanie Belvoir.

La camioneta amarilla surgió de la curva. Aparcó justo al lado del Xantia. Salió el cartero. Un joven, cabello largo trenzado con rastas, agarradas con una bandana roja. Cuerpo de deportista. De los capaces de chuparse su ronda en bici de montaña atajando por las rutas de senderismo…

Crédule Grand-Duc se plantó delante de él.

—Perdone. Me gustaría hacerle una pregunta. ¿Podría indicarme dónde vive Mélanie Belvoir?

El cartero lo miró con desconfianza.

—Lo siento, tenemos por norma no dar esa clase de informaciones…

Respuesta clásica. Pero, sin traslucir nada, Crédule Grand-Duc estaba emocionado. El cartero había reaccionado ante el nombre de «Mélanie Belvoir». ¡La conocía! Una buena carta, por fin. ¡Sólo había que hacerle arrancar! El cartero deslizó tres sobres en el buzón de enfrente de él y se volvía ya a su camioneta.

—Un minuto, hijo. Esto va en serio. ¡Policía!

Crédule Grand-Duc tendió su carnet de detective privado jurado, sellado con la bandera de la República francesa, lo que, nueve de cada diez veces, arreglaba el asunto.

—¿Y qué? —dijo el otro sin ni siquiera mirarlo—. Estoy currando en esto. Estoy de servicio. Hágale una solicitud oficial a mi jefe. El papeleo es asunto suyo…

Se había topado con un pelma. No debía ser brusco con él, todavía no. Tenía que ganárselo por el lado sentimental.

Grand-Duc puso cara de comisario preocupado.

—Es urgente. Una cuestión de vida o muerte. No puedo decir más, pero cada minuto que pasa juega en nuestra contra…

El cartero miró fijamente a Grand-Duc durante un largo rato.

—Yo no puedo decir nada. Lo siento, es confidencial. Con una llamada a la central lo sabrá…

—No. Mélanie Belvoir no está en los registros. No con ese nombre, en todo caso…

—Entonces es que no quiere que la anden jodiendo…

Se había topado con un auténtico pedazo de gilipollas. Menuda suerte.

—Es su deber, joven. Ayudar a la policía.

El otro silbó, moviendo las rastas.

—Sorry
, colega. No es muy de mi estilo echar a la buena gente a los polis. Ya no estamos en esa época, ya ve. Hale, chao.

Se dio la vuelta.

—Vale —dijo Grand-Duc—. ¿Cuánto?

—¿Cuánto qué?

—Por la dirección, ¿cuánto? ¿Cinco mil francos? ¿Diez mil francos?

—¿Eso son métodos de poli?

Rompió a reír.

—No lo creo…

«Vale, deja de jugar», pensó Grand-Duc.

No sacaría nada de ese joven gilipollas por las buenas. El cartero ya se había vuelto a montar en su vehículo cuando el largo cañón del Mateba se posó en su sien.

—Tranqui. Tranqui.

—Entonces ¿Mélanie Belvoir?

—Ni idea. No la conozco.

Grand-Duc presionó más fuerte. El dedo se crispó en el gatillo. El sudor que corría por la sien del cartero empapaba el cañón del Mateba.

—Te lo he dicho. Es una cuestión de vida o muerte. Ahora para ti también. Te voy a hacer una confidencia, no soy de la policía. Soy un asesino en serie.
The Postmen Killer
. ¿Lo pillas? Tengo fobia al amarillo. Me cargo a todos aquellos que me toman el pelo. Así que ¿Mélanie Belvoir?

—Le juro que…

—De acuerdo, voy a empezar entonces disparándote una bala en la rodilla. Se acabó patearse la montaña de las vacas. El esquí de fondo, la bici de montaña, la vía ferrata, las tías…

Grand-Duc bajó el cañón, apuntando ostensiblemente a la pierna.

—¡Vale, vale! —gritó el cartero—. Déjese de gilipolleces. Se puso el apellido de su marido, o del tío con el que vive. Luisans. Mélanie Luisans. Vive en un valle aquí al lado, en la D34 saliendo de Montbéliard, en la salida de Dannemarie, el primer chalet, el único, aislado, después del pueblo, con unas contraventanas azul cielo si no recuerdo mal…

—¿Cómo sabes eso?

—Continúa recibiendo correo a nombre de Mélanie Belvoir tres o cuatro veces al año.

—Vaya, ya ves, no era tan difícil…

Por esta vez, Grand-Duc se emocionó abiertamente. ¡Había dado con el último testigo! Era el primero, el único en haberlo logrado. Aunque algún otro lo adivinara, abriera ese viejo ejemplar de
L’Est Républicain
y comprendiera, ¿cómo podría llegar hasta Mélanie Belvoir? ¿Cómo podría encontrarla tan rápido? No, estaba tranquilo. Poseía una cómoda ventaja.

—¿Qué. qué quiere de Mélanie Belvoir?

—No te agobies, hijo, eres demasiado sensible. Sólo quiero hablar de los viejos tiempos.

Capítulo 56

3 de octubre de 1998, 15.23

Marc conducía instintivamente. La camioneta Citroën no rechistaba. ¡No era el momento! El vehículo hizo lo posible para subir con regularidad las curvas hasta el pie del monte Terrible. Marc atravesó Indevillers y luego se metió en un sendero de gravilla blanca, bordeada de troncos apilados por varios centenares de metros. No podía equivocarse, no tenía más que seguir la dirección indicada por las flechitas de madera talladas en el borde de la carretera: CASA DEL PARQUE NATURAL DEL ALTO JURA.

Aparcó delante de la casa del parque, un extenso césped rodeaba un chalet-museo. La fachada de la casa estaba decorada con un gran plano del Jura franco-suizo que indicaba las diferentes rutas de senderismo. Al lado del parque de columpios donde estaba estacionado, una pequeña zona abrigaba algunos juegos de madera, barras, toboganes y cuerdas fijas, sin duda destinadas a los aprendices de alpinista a los que las excursiones de montaña con sus padres no habían agotado.

—Son las cuatro —dijo Marc—. Podemos estar en la cima de sobra antes de que caiga la noche.

Malvina lo miró con una ironía no disimulada.

—¿Qué esperas encontrar ahí arriba?

—Nada. No estás obligada a seguirme, ya sabes.

—Eres tan gilipollas en realidad. ¿Para qué crees que he venido hasta aquí?

Marc entró en la casa del parque. Se compró un mapa del Instituto Geográfico Nacional escala 1:25.000 de la región y una guía de senderismo. Una chica alta, morena, peinada con largas trenzas a lo indio, estaba en la caja. Un tío le acariciaba la mano como para enseñarle qué teclas pulsar. Con la otra, sobaba claramente las nalgas de la becaria.

«Grégory», pensó Marc.

El ingeniero de la casa del parque con ojos de husky. El hombre de los bosques coleccionista de pequeñas becarias recién salidas de la universidad.

Marc se reunió con Malvina fuera, desplegó el mapa encima de una mesa delante de la casa del parque y localizó rápidamente el sendero que debían seguir hasta la cima del monte Terrible. Volvió a doblar el mapa y luego abrió la puerta trasera de la camioneta. Sacó una mochila y la cargó con un saco de dormir, una linterna, una botella de agua, un salchichón y algunos paquetes de galletas.

—¿Habías previsto tu jugada? ¡El culo de tu camioneta es la cueva de Alí Babá!

—Es que la casa de mi abuela no es muy grande, ya ves tú. Ni sótano ni garaje. Así que la camioneta hace de almacén…

—¿Puedo servirme?

—Claro. No la llenes demasiado, estaría bien que la mochila no pesase más que tú.

—No sueñes, ¡eres tú quien va a llorarle a tu abuela antes de estar arriba!

Marc se obligó a reír. Ya no tenía ganas de pensar de forma racional, de buscar una estrategia cualquiera. Veía claramente que el viaje que estaba emprendiendo no tenía ningún sentido: subir el monte Terrible, volver a los lugares de la tragedia, buscar luego la cabaña de Grand-Duc, y la tumba. Grand-Duc podía encontrarse en cualquier sitio, pero seguro que no allí arriba. Se estaba hundiendo en una espiral obsesiva. La esclava de oro, las motas de hueso de bebé, el rastro de un sin techo testigo del accidente. Tantas piedrecitas sembradas por Grand-Duc como un Pulgarcito sádico. ¿Qué esperaba encontrar una vez en la cima? ¿El milagro, la iluminación?…

Puso una mueca.

Sí, de hecho, era eso lo que esperaba.

Se pusieron en camino. Como estaba previsto, el ascenso duró sus dos buenas horas. Marc avanzaba a buen paso. Malvina seguía sin mostrar la más mínima señal de cansancio. El ascenso no era muy difícil, quinientos metros de desnivel por un sendero bien señalizado a través del bosque. A medida que subían, la panorámica sobre el cerco del Doubs, Suiza, el pueblo fortificado de Saint-Ursanne iba apareciendo. Se pararon para beber a media cuesta. Hacía un calor un poco bochornoso. Marc sudaba, tenía empapada la camisa bajo la mochila. Malvina, por su parte, se había quedado con el jersey puesto y, no obstante, ni una gota de sudor perlaba su piel. Alcanzaron la cima del monte Terrible por un bosque denso de pinos, en pendiente suave.

Marc aceleró más. Malvina iba tras sus pasos, seguía su ritmo, incluso se acompasaba a su respiración. El esfuerzo físico los hacía cómplices, se sorprendió pensando Marc. Ridículo, se corrigió al instante siguiente.

La escena del drama se les impuso, sin avisar.

Ya no había más bosque delante de ellos.

Como si una horda de campesinos roturadores hubiese ido al monte a talar una improbable parcela. Con una minucia de agrimensor: una parcela larga y estrecha pelada con forma de correa. Una banda de cuarenta metros de ancho por un kilómetro de largo. Habían replantado pinos jóvenes. No pasaban todavía de un metro, como enanos misioneros enviados para repoblar un planeta de gigantes. Unos enanos alegres en un patio de juegos multicolor: la parcela rectangular estaba cubierta de gencianas amarillas y azules, de zuecos de dama, de árnica de matices anaranjados.

Malvina y Marc se mantuvieron inmóviles, uno junto a la otra.

No quedaba rastro alguno de la catástrofe. Ni un monumento, ni una placa de mármol, ni siquiera un letrero. Era mejor así, pensó Marc. Miles de flores del campo. En una veintena de años, los jóvenes pinos iban a alcanzar un tamaño cercano al de otras coníferas en el bosque, sus ramas iban a unirse como manos tocándose, y, progresivamente, en la sombra, las flores del campo dejarían de florecer, ahogadas, ensombrecidas a su vez, cediendo su sitio a los helechos, al musgo, en el mejor de los casos a algunos juncos.

Y todo sería olvidado.

Se quedaron allí, en silencio. Marc estaba de pie, exactamente en el mismo sitio, entre el bosque y el claro rectangular, como si no se atreviese a profanar el lugar. Malvina se alejó un poco y caminó sobre la hierba. Los tallos más altos le llegaban a los muslos. Marc, a su pesar, sentía cómo se le aceleraba el ritmo cardíaco. Le costaba un poco tragar. Conocía demasiado bien esos primeros síntomas de crisis de agorafobia, aunque se manifestasen allí con más lentitud, tal vez a causa de la altitud. Ese jodido miedo a tener miedo…

No dijo nada, no se movió, contentándose con respirar con más fuerza. Malvina debió de oírlo, o no oír nada y sorprenderse por ello, o incluso comprenderlo, por qué no. Se volvió. El sol que la obligaba a entrecerrar los ojos podía incluso hacer creer que le sonreía. Una especie de sonrisa triste, de tregua melancólica, de desesperación apacible. Marc tosió. Nunca se lo habría confesado a Malvina, pero respiraba mejor. Sí, aunque bajo tortura hubiese continuado jurando lo contrario, debía reconocerse a sí mismo que la presencia de esa loca lo tranquilizaba, más todavía en ese santuario cuyo secreto compartían.

Debieron de quedarse allí más de una hora. El leve brillo del sol bajo las nubes casi había alcanzado la cima de los árboles.

—¿Nos vamos a la cabaña? —dijo Marc suavemente.

Malvina no respondió. Se contentó con seguirlo.

Marc tuvo que consultar varias veces el mapa. Se pasaron cerca de una hora vagando por el bosque, dando media vuelta en claros que se parecían todos entre sí. Cualquiera habría dicho que Grand-Duc se lo había inventado todo. Malvina no hizo ni una reflexión. Intentó incluso hacer lo que podía para ayudar a Marc mientras trataba de descifrar la guía de senderismo. La noche comenzaba a caer cuando acabaron dando con la célebre cabaña. ¡Grand-Duc no había mentido! Era tal y como la había descrito en su cuaderno: una cabaña de pastor; piedras puestas unas encima de las otras; un techo en ruinas. Por un momento, Marc esperó que Crédule Grand-Duc los estuviese esperando allí, en el interior. Deslizó la mano, en un acto reflejo, por el bolsillo, sobre el Mauser.

Para nada.

La cabaña estaba vacía. Más limpia que lo que había contado Grand-Duc, pero el detective había precisado que había recogido en bolsitas de plástico casi todos los desperdicios, en busca del extraño Georges Pelletier.

¿Existía ese fugitivo al menos?

Marc volvió a salir de la cabaña, le dio la vuelta. No faltaba ninguno de los detalles descritos por Grand-Duc. La tierra removida, unas piedras dispersadas unos metros, dos trozos de madera que habían podido ser juntados para formar una cruz, rotos, cerca. Grand-Duc no había mentido tampoco en ese punto. Existía realmente al lado de esa cabaña una tumba que el detective había profanado, dos veces, para encontrar en su tamiz un eslabón de oro y restos de bebé humano.

¿Qué cambiaba eso ahora?

Marc miró su reloj.

Diecinueve horas treinta y seis minutos.

No había recibido ningún mensaje nuevo de Lylie. Se sentó encima de un tronco muerto, a unos metros de la cabaña. El sol se ponía en ese techo del mundo. El techo de su mundo, al menos. Lejos de todo. Únicamente acompañado por una loca. No tan loca, por cierto, no tan peligrosa, no tan mala.

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