«Malvina, mi pobrecita niña. Me tienes que llamar rápidamente. Ha pasado algo terrible en Coupvray, en la Rosaleda. Dios mío, cariño. Tu abuela y tu abuelo no se han despertado. Los han encontrado a ambos, cada uno en su cama, ya no respiraban. Han ido al cielo juntos, angelito mío.» .
Malvina apagó el teléfono. Su brazo cayó como si el aparato de pronto pesase una tonelada. Se quedó mirando el bosque oscuro y se dejó invadir por ese silencio de las montañas, desconocido para ella. Durante mucho tiempo. Luego su mano se deslizó hacia el bolso. No debía reflexionar más, no llorar, no rezar. Debía actuar. Comprender. Vengarse. Debía concentrarse en su único objeto, muy real, con mucha vida, él.
En su bolso, sus dedos apretaron la culata del Mauser L110. Vitral se creía el más listo de todos, pero no debería haberse quedado dormido esa noche: cuando quería, sabía muy bien hacerse la loca y fingir pesadillas. No había hecho más que recuperar su arma. De todas formas, ese falso de Marc Vitral habría sido claramente incapaz de valerse de un revólver.
Ella no.
4 de octubre de 1998, 07.19
—¿Hola, Jennifer?
Marc no se había ido de la sala de archivos de
L’Est Républicain
. Su colega de información de France Telecom estaba de guardia todo el fin de semana. Era su única baza, no debía malgastarla.
—Jennifer. Soy Marc otra vez. Necesito que me hagas un favor, un inmenso favor…
—Todo lo que quieras. Ya lo sabes.
—Necesito un teléfono y una dirección. Mélanie Belvoir. B-E-L-V-O-I-R.
—¿Dónde está?
—Busca primero en los departamentos del Jura y de Doubs. Luego por todo el Franco Condado. Después en Francia…
—Sin problema…
Marc oyó el sonido amortiguado de los dedos de Jennifer, que se activaban sobre el teclado. No lograba quitarle la mirada de encima a la fotografía de la página de
L’Est Républicain
de 1980. Esa semejanza surrealista. ¿Quién podía ser esa Mélanie Belvoir? Existía necesariamente una explicación racional a todo aquello…
—Lo siento, Marc —oyó la voz de Jennifer—. Nada en absoluto. Ninguna Mélanie Belvoir, ni en el Jura ni en ninguna otra parte de Francia.
—¿A lo mejor está en la guía?
—¡También lo he comprobado!
Nada
.
—Mierda. ¿Tienes más Belvoir en Francia?
—Espera…
Nuevo ruido de dedos-metralleta en el auricular.
—Vaya, trescientos cuarenta y ocho…
—¿Y en el Jura?
—Te lo digo. Ah, esto disminuye. Veintitrés solamente, pero nada de Mélanie.
—¡Mierda! A lo mejor ha cambiado de apellido…
—¿Quién es esta Mélanie?
—Sería superlargo de explicar. Una historia de locos, pero no tengo más que unos minutos para inventarme el final. Jennifer, ¿puedes intentar comprobar en las solicitudes de baja, siempre con el nombre de Mélanie Belvoir?
—¿Cómo se hace eso?
—Vas a los registros. Tenemos acceso si nos metemos con la cuenta de administrador. Puedes hacer búsquedas en las solicitudes de baja de línea desde que estamos informatizados, hace al menos quince años…
—Marc, está prohibido meterse con la cuenta de administrador. Es una movida como para que te echen…
—Qué va. ¡Yo lo he hecho cien veces! Por favor, Jennifer, es urgente…
—Te advierto, niño, que te va a costar una cita en un restaurante. De estrella Michelin y el tinglado completo.
—Ok, ok, todo lo que quieras, corre.
Marc oyó de nuevo cómo resonaban las teclas del ordenador.
—Jennifer, estoy comprometido, ya sabes. Más que al restaurante, ¿no. no preferirías convertirte en la madrina de un bebé que hubieses contribuido a salvar.?
La respuesta lo fustigó: .
—Bueno, ¿y qué más? ¡Me importa un carajo tu mocoso! Mínimo de dos estrellas, ese restaurante. Bien que me lo merezco. He encontrado a tu chica. Se dio de baja de su contrato hace cinco años, el 23 de enero de 1993. En esa época vivía en la calle Comte-de-la-Suze, 65, en Belfort. Y desde entonces, pss, esfumada.
—Jennifer, ¡comprueba las solicitudes de desvío de llamadas!
—¿Qué?
—¡Los desvíos de llamada! Lo más frecuente, cuando los clientes se dan de baja en un contrato, es que se muden o que se vayan a vivir a casa de otro, entonces solicitan que les desviemos su antiguo número al nuevo durante unos meses. Eso también queda registrado y es accesible desde la cuenta de administrador…
—¡Estás loco! De tres estrellas, ese restaurante. Y champán a voluntad.
—Ok, ok, con unos violinistas húngaros ¡y hasta unos boys si quieres!
—¡Por supuesto que quiero!
Marc siguió a la escucha. Los segundos le parecieron interminables.
—Tenías razón —se oyó por fin la voz de Jennifer—. Mélanie Belvoir solicitó un desvío de llamadas a casa de Laurent Luisans. Supongo que quieres la dirección. Dannemarie, en Doubs. En la carretera de Villars, 456. Supongo que sabes que lo que estoy haciendo es estrictamente confidencial. ¿Qué quieres de esa Mélanie? ¿Es una ex? ¿Tiene relación con la lista de hospitales que te proporcioné ayer?
Marc anotó la dirección febrilmente, en el primer papel que le cayó en las manos, la portada de
L’Est Républicain
.
—Eres la mejor, Jenny. Tendrás tu restaurante. Y a lo mejor también tus peladillas de boda. ¿Puedo pedirte un último favor? ¿Estás metida en internet?
Jennifer suspiró: .
—Claro.
—¿Te conectas en Mappy y me indicas el camino más corto para encontrar el 456 de la carretera de Villars?
—Joder. Debo de ser una auténtica gilipollas de las de verdad. ¿Sabes dónde te puedes meter tus peladillas?
La camioneta Citroën roja y naranja subía poco a poco la comarcal 34. Después de Montbéliard, la carretera ascendía directamente hacia la frontera suiza, diez kilómetros más lejos. El pie de Marc se quedaba pegado al suelo, pero eso no parecía motivar a su vehículo. La comarcal culebreó un momento al pie de un torrente, para elevarse de nuevo. Los pueblos eran cada vez más escasos, sólo algunos chalets dispersos atestiguaban aún una ocupación humana al pie de las cumbres.
El pueblo de Dannemarie apareció a la vuelta de una curva. El chalet de Mélanie Belvoir-Luisans, según las indicaciones de Jennifer, se situaba justo a la salida, todavía más arriba, hacia Suiza, en la línea divisoria. La Citroën se metió en el pueblo desierto. Eran las ocho de la mañana en punto. Ni siquiera había una panadería o una cafetería abiertas.
Una última curva, salió ya del pueblo.
Marc pegó un frenazo. Puso la marcha atrás y, a costa de una maniobra complicada, aparcó junto a la acera.
¡No iba a meterse otra vez en la boca del lobo! Crédule Grand-Duc debía, sin duda, de seguirle la pista a la tal Mélanie Belvoir. Con todos esos años de visita en Dieppe, el detective había aprendido a reconocer la camioneta naranja y roja. ¡Como para no verla! Conducir hasta el domicilio de la tal Mélanie en la Citroën equivalía a plantarse en su casa tocando una trompeta.
Hacía fresco. Marc avanzaba a buen paso, teniendo cuidado de caminar por el talud, fuera de la carretera. Vio el Xantia después de la tercera curva. El coche estaba oculto en un camino, a un lado de la carretera. Justo encima, vio un chalet aislado; el de Mélanie Belvoir, sin ninguna duda. Marc se subió de nuevo al talud, en la hierba húmeda de rocío. Avanzó. Ni siquiera por el retrovisor del Xantia se le podía ver.
Crédule Grand-Duc esperaba, con calma, con una taza blanca en la mano, sin sospechar nada. Marc siguió avanzando a cubierto. Sabía que en caso de necesidad siempre podría valerse del Mauser prestado de Malvina, pero su plan, si se podía hablar de plan, era muy otro. ¡Más directo! Crédule Grand-Duc rozaba los sesenta y cinco años, Marc tenía veinte y disponía de una condición física de jugador de rugby. Iban a tener más que palabras.
A Crédule Grand-Duc no le dio tiempo a reaccionar. La puerta del Xantia se abrió repentinamente. Una sombra surgida de ninguna parte le agarró el brazo, luego el hombro. Se vio lanzado contra el camino de tierra, de cara contra el suelo. Todavía no había podido distinguir a su agresor cuando una violenta patada le rompió las costillas. Se retorció de dolor. Una segunda patada le dio en el coxis.
El detective gritó.
—¡Jod.!
Su grito inacabado se perdió en la inmensidad del silencio de la montaña. Una tercera patada, en los riñones, lo obligó a volverse. La sombra estaba sobre él, de pie, delante de su cuerpo molido.
Marc Vitral.
¿Cómo había podido entenderlo? ¿Encontrarlo? ¿Tan rápidamente?
—¿Marc? —dijo Grand-Duc—. ¿Có. cómo has.?
El detective escupió sangre en el polvo e intentó levantarse. El pie de Marc se posó en su pecho.
—No te muevas. No te muevas o te aplasto como a una cucaracha…
—Marc, ¿qué.?
—Que te calles. No empieces otra vez con tus camelos. Dos días llevo tragándome tus palabras de mierda. Tu vida, tu investigación y tus cambios de humor de hipócrita…
Marc hizo un poco más de peso con su pie sobre el pecho de Grand-Duc. El detective puso una mueca, le costaba respirar. Marc habló lentamente: .
—No vamos a jugar al gato y al ratón tú y yo. Vamos a ir directos a la meta. Directos a la meta, ¿te acuerdas? Como en los partidos de fútbol que veía encima de tus rodillas, en Dieppe. Encima de las rodillas del asesino de mi abuelo. De mi abuela también, si hubieses podido.
—Marc, no creerás que…
La suela de Marc se posó sobre el rostro de Grand-Duc, aplastando a la vez su mentón, su boca y su nariz. El detective se retorcía de dolor, ahogándose. Cuando Marc volvió a levantar el pie, escupió una mezcla de sangre y barro.
—Ya no tengo tiempo para escuchar tus mentiras, Credul-Balanzul. Crédule-el-Soplón, debería decir…
El detective escupió de nuevo. Parecía costarle respirar.
—¿Có. cómo lo has sabido? ¿Fueron. fueron los Carville quienes te lo dijeron? ¿Mathilde? ¿Malvina?
—Lo adiviné yo solito, figúrate. Solito, como una persona mayor.
—Yo. yo no quería, tienes que creerme. Yo. yo sólo obedecí. Lo sentí. Luego era sincero. quería…
La patada alcanzó esta vez la clavícula de Grand-Duc. El detective rodó una vez sobre sí mismo antes de encontrarse de nuevo boca arriba. Su mano ensangrentada tocó su hombro.
—Para, Marc. Para. te lo ruego.
—Pero ¡te quieres callar! Ahórrame la cantinela sobre los remordimientos, sobre el verdugo enamorado. ¡No estoy aquí por eso! Es la identidad de Lylie lo que quiero. ¡La verdad!
Por primera vez, una especie de sonrisa se abrió paso en el rostro desfigurado de Grand-Duc.
—¿No lo has entendido, entonces? No todo, por lo menos. Todavía necesitas un poco, al menos, los servicios del detective…
El pie de Marc se levantó de nuevo, amenazante.
—No estoy seguro. Te toca probarme lo contrario.
—¿Cómo me has encontrado. tan rápido?
—Soy menos lento que tú, eso es todo. No trates de ganar tiempo, no tengo tanto como para perderlo. ¿Qué es esa historia del ADN? ¿Y esa foto de Lylie en el periódico?
Crédule Grand-Duc intentó sonreír de nuevo.
—Lo de tu abuelo. ¿Alguien me ha vendido o realmente lo has adivinado solo?
—¡Solito! Ya te lo he dicho. Te lo había advertido, no trates de ganar tiempo.
Una nueva patada golpeó las costillas del detective. Gritó rodando a un lado. Marc tenía ganas de pisotearlo. Se acercó. Grand-Duc se retorcía de dolor, su brazo se perdía por su pierna. Marc comprendió de inmediato lo que buscaba: ¡coger un arma!
Afortunadamente, Marc había contado con ello. Metió su mano en la mochila para coger el Mauser y encañonarlo…
¡La mochila estaba vacía!
El Mauser había desaparecido.
Marc volvió a ver pasar las imágenes. Malvina, esa noche, de pie, despierta, mientras él dormía, fingiendo una pesadilla. Demasiado tarde para lamentarse…
Crédule Grand-Duc le apuntó con su Mateba.
—Has demostrado ser muy rápido, Marc. De verdad, estoy impresionado. Pero te has dejado llevar por los sentimientos. Un clásico. Tenías, no obstante, todos los triunfos en la mano. Un anciano a tus pies. La solución que te esperaba, encima del asiento del Xantia. La continuación, el final de mi célebre cuaderno. Un sobre que lo explica todo, del que espero sacar una fortuna. No tenías más que estirar la mano para cogerlo…
Crédule Grand-Duc se levantó titubeando. Su labio partido sangraba abundantemente. Su larga chaqueta en crudo estaba manchada de tierra y de sangre. Al detective le costaba tenerse sobre su pierna derecha. Ninguna palabra lograba salir de la boca de Marc. Iba a fracasar tan cerca de la meta. Estúpidamente.
—Me has dado una mala paliza, pedazo de cabrón. No te has quedado corto. Mira, reconozco que me la merezco. Habría hecho lo mismo en tu lugar. Peor, incluso.
El detective caminó un poco, tocando con su brazo sano su hombro dolorido y encañonando todavía a Marc con el otro.
—No me dejas elección, Marc. ¿Te das cuenta? Eres el único que sabe la verdad acerca del asesinato de tu abuelo, el único vivo ahora, a excepción del patrocinador, por supuesto, pero el viejo Carville no es que esté a punto de cantar. Matarte es lo último que habría deseado, Marc. Pero ¿qué otra cosa quieres que haga?
Las palabras salieron por fin. Marc habló lentamente, volviendo los ojos hacia el Xantia: .
—¿Con Nazim Ozan tampoco podías hacer otra cosa? ¿No es así?
El detective se apoyó con dificultad en su pierna herida.
—Ya ves, Marc, la vida nos reserva muchas sorpresas. Es difícil nadar contra corriente. Peor todavía, remontar las cascadas. Hace seis días iba a pegarme un tiro en la cabeza, morir en mi casa. Solo.
Game over
. Por unos minutos. Hoy he ganado la partida, y, no obstante, a mi pesar, he tenido que asesinar a sangre fría a las dos personas más importantes en mi vida, Nazim Ozan y Ayla. Las tres, contándote a ti.
Marc tiritaba. Sentía como se le helaba todo el cuerpo. Tres metros lo separaban del detective y del cañón del Mateba. Era inútil tratar de avanzar, tratar de desarmar a Grand-Duc. Lo eliminaría al más mínimo gesto, Marc estaba convencido de ello. La pequeña carretera de montaña permanecía desesperadamente desierta, y, de todas formas, ocultos en su camino, era casi imposible verlos.