Poppy, pensó, quédate exactamente donde estás.
Cinco años antes Jack Brotherhood había matado de un tiro a su perra labrador. La perra estaba en su cesto, reumática y temblando, y él le había dado las pastillas durante todo el día, pero ella las había vomitado y se había deshonrado ensuciando la alfombra. Y cuando él se puso la cazadora y sacó la escopeta de doce tiros de detrás de la puerta, para incitarla, ella le miró como un criminal porque sabía que finalmente estaba demasiado enferma para rastrear. Él le ordenó que se levantara, pero ella no pudo. Cuando gritó «¡Busca!», ella se arrastró sobre las patas delanteras y se tumbó de nuevo con la cabeza asomando estúpidamente por encima del cesto. De modo que él dejó el arma, cogió una pala del cobertizo y le cavó un agujero en el campo que había detrás de la casa, un poco encaramada en la cuesta, con una vista decente del estuario. Luego la envolvió en su chaqueta de
tweed
favorita, la transportó hasta el lugar y le disparó por detrás de la cabeza, destrozándole la médula espinal a la altura de la nuca, y la enterró. Hecho esto se sentó a su lado con media botella de whisky escocés mientras el rocío de Suffolk se aposentaba sobre él y decidió que probablemente la perra había tenido la mejor muerte que cualquiera tenía posibilidades de tener en un mundo que no se distinguía por las buenas maneras de morir. No le puso una lápida ni una tímida cruz de madera, pero había tomado indicaciones del lugar, guiándose por la torre de la iglesia, el sauce muerto y el molino de viento, y cada vez que pasaba por allí enviaba a la perra un ronco saludo mental, que era lo más cerca que había estado nunca de meditar sobre la ultratumba, hasta esta vacía mañana de domingo en que conducía por las carreteras desiertas de Berkshire y contemplaba el sol despuntando sobre las lomas.
«Jack lleva demasiados kilómetros en las botas -había dicho Pym-. La Casa debería haberle despedido hace diez años.»
¿Y hace cuánto deberíamos haberte despedido a ti, muchacho?, se preguntó. ¿Veinte? ¿Treinta años? ¿Cuántos kilómetros tienes tú en tus botas? ¿Cuántos kilómetros de películas expuestas has envuelto con cuántos periódicos? ¿Cuántos kilómetros de periódicos has introducido en buzones muertos y arrojado por encima de tapias de cementerio? ¿Cuántas horas has escuchado radio Praga, sentado delante de tus cuadernos de claves?
Bajó la ventanilla. Corría un aire oloroso a ensilaje y humo de madera que le emocionaba. Brotherhood era de cepa rural. Sus antepasados fueron gitanos y clérigos, guardabosques, cazadores furtivos y piratas. Al fustigar su cara el viento matutino, volvió a convertirse en un golfillo galopando a pelo en el caballo de la señorita Sumner por el parque de ésta y encontrando así el escondrijo de su vida. Se moría de frío en el barro plano de los pantanos de Suffolk, demasiado orgulloso para volver a casa sin una captura. Estaba haciendo su primer salto desde un globo de barrera en el aeródromo de Abingdon y descubriendo que el viento le mantenía la boca abierta después de haber gritado. Me marcharé cuando me echen. Me marcharé cuando tú y yo hayamos tenido unas palabras, muchacho.
Había dormido seis horas en un plazo de cuarenta y ocho, la mayor parte en un catre de campaña lleno de chichones en una habitación llena de mecanógrafas, pero no estaba cansado.
–¿Puedes dedicarnos un minuto, Jack? -dijo Kate, la vestal del quinto piso, con una mirada que se detuvo en él un segundo más de lo necesario-. A Bo y Nigel les gustaría otra pequeña charla.
Y cuando no estaba durmiendo o contestando al teléfono o rumiando sus habituales pensamientos perplejos sobre Kate, había visto cómo su vida transcurría en una especie de desconcertada caída libre en territorio enemigo: de modo que así es, éstos son los páramos y éstos son mis pies girando hacia ellos como una rama de sicómoro. Había contemplado a Pym en todos los estadios en que había madurado con él, bebido con él y trabajado con él, incluyendo una noche en Berlín que había olvidado totalmente hasta ese momento y en la que habían terminado follando con un par de enfermeras del ejército en habitaciones contiguas. Se había recordado contemplando su brazo destrozado el día de invierno de 1943 en que el brazo colgaba junto a él, embellecido por tres balas de ametralladora alemana, y había experimentado el mismo sentimiento de indiferencia incrédula.
–Si al menos nos hubieras avisado un poco antes, Jack. Si lo hubieras visto venir.
Sí, lo siento, Bob. Un descuido por mi parte.
–Pero Jack, él era prácticamente tu hijo, solíamos decir.
Sí, lo decíamos, ¿verdad, Bo? Qué tontería realmente, lo admito.
Y los ojos censuradores de Kate, diciendo, como siempre: Jack, Jack, ¿dónde estás?
En su vida había habido otros casos, naturalmente. Desde que la guerra había terminado, la vida profesional de Brotherhood había sido regular y completamente trastornada por el último escándalo terminal de la Casa. Mientras fue jefe de puesto en Berlín, le había sucedido no dos, sino tres veces: telegramas nocturnos, zas, destinados exclusivamente a Brotherhood. Una llamada telefónica: ¿Quién es? Jack, déjalo todo y preséntate aquí
ahora.
Una carrera por calles mojadas, mortalmente sobrio. Telegrama uno, el asunto del telegrama siguiente es un miembro de este servicio que ahora ha sido descubierto como agente del servicio de espionaje soviético. Informarás confidencialmente a tus contactos oficiales antes de que lo lean en los periódicos de la mañana. Seguido por la larga espera junto a los libros de claves mientras piensas: ¿es él, es ella, soy yo? Telegrama número dos, escribe un apellido de seis letras, ¿a quién demonios conozco que tenga seis letras? Primer grupo M… Cristo, ¡es Miller! Segundo grupo A; Dios mío, ¡es Mackay! Hasta que surge un nombre que nunca has oído, de una sección que no sabías que existía, y cuando el expediente expurgado llega finalmente a tu mesa, lo único que tienes es una imagen de un joven mariquita desvalido en la sala de códigos de Varsovia, que creía que estaba jugando el juego del mundo cuando lo que realmente quería era engañar a sus patrones.
Pero aquellos escándalos lejanos no habían sido hasta ahora más que el fuego de artillería de una guerra que estaba seguro de que nunca se cruzaría en su camino. No los había considerado avisos, sino la confirmación de todo lo que le repugnaba respecto a la vía que la Casa estaba siguiendo: su elección de la burocracia y la semidiplomacia; su alcahuetería con los métodos y el ejemplo americano. Por comparación, su propia plantilla escogida a dedo le había parecido aún más intachable, y cuando los cazadores de brujas se habían congregado ante su puerta, encabezados por Grant Lederer y sus repulsivos funcionarios mormones, pidiendo a ladridos la cabeza de Pym y esgrimiendo sospechas caprichosas, fundadas tan sólo en un puñado de coincidencias computerizadas, fue Jack Brotherhood quien había estrellado la mano abierta contra la mesa de conferencia y había hecho brincar a los vasos de agua:
–Basta
ya.
No hay un solo hombre o mujer en esta sala que no parezca un traidor en cuanto se empieza a hurgar en su biografía. ¿Un hombre no recuerda dónde estaba la noche del día diez? Entonces está mintiendo. ¿Lo recuerda? Entonces está demasiado ansioso de exponer su coartada. Si seguimos por este camino todo el que dice la verdad pasará por ser un redomado embustero, todo el que hace un trabajo decente estará trabajando para el otro bando. Por ese camino hundiremos a nuestro servicio mejor de lo que los rusos podrían hacerlo. ¿O es eso lo que queréis?
Y, que Dios le ayude, con su reputación, su cólera y sus amistades, y con el historial de su sección, de bajo coste y alta productividad, en la jerga moderna que él aborrecía, se había llevado el gato al agua, sin pensar por un instante que habría de llegar el día en que desease no haberlo hecho.
Cerrando de nuevo la ventanilla, Brotherhood detuvo el coche en un pueblo donde nadie le conocía. Era demasiado temprano. Había necesitado salir de Londres, estar ilocalizable, lejos de la mirada fija de los ojos castaños de Kate. De haberle endosado otra reunión inútil sobre limitación de perjuicios, una sesión más sobre el modo de ocultárselo a los americanos, una mirada más de compasión o reproche de Kate, o de puro odio por parte del ejército gris de mandarines de extrarradio a las órdenes de Bo, era posible, simplemente posible, que Jack Brotherhood hubiera dicho cosas que todo el mundo, pero más que nadie él mismo, hubiese lamentado posteriormente. Por tanto había preferido presentarse voluntario para esta misión y Bo, con rara prontitud, había dicho: «Qué buena idea. ¿Quién mejor que tú?» Y apenas traspasó la puerta de Bo supo que estaban tan contentos de que se fuese como él de irse. Exceptuando a Kate.
–No dejes de telefonearnos, si no te importa -le gritó Bo cuando se iba-. Tres veces por hora. Kate estará al corriente. ¿No es así, Kate?
Nigel le siguió por el pasillo.
–Cuando llames, hazlo a través de la secretaría. No tienes que usar su línea directa y yo tendré que hablar contigo primero.
–Y es una orden -sugirió Brotherhood.
–Es un permiso temporal y puede cancelarse en cualquier momento.
La iglesia tenía un pórtico de madera y un sendero conducía junto a un campo de deportes. Atravesó un corral con cobertizos de ladrillo y olió a leche tibia en el aire otoñal.
–Los evacuaremos escalonadamente, Jack -está diciendo Frankel-. Eso si llegamos a evacuarlos.
–Y con mi visto bueno -añade Nigel, desde bastidores.
La habitación es baja, sin ventanas y excesivamente iluminada. Un guardia informado controla la mirilla. Espaciadas a lo largo de la pared, las ayudantes de Frankel, que tienen ya el pelo gris, ocupan su asiento ante las mesas de caballete. Han llevado termos y comparten sus respectivos cigarrillos. Todas han hecho esto antes, como un día en las carreras. Frankel es gordo y feo, un
maître
de Latvia. Brotherhood le reclutó, Brotherhood le ascendió, ahora se hace cargo del embrollo de Brotherhood. Así van las cosas. Son las tres de la mañana. Es hoy, seis horas antes.
–Día uno, Jack, movemos sólo a los agentes jefes -dice Frankel, con el falso aplomo de un médico-. Conger y Watchman en Praga, Voltaire en Budapest, Marryman en Gdansk.
–¿Cuándo empezamos? -pregunta Brotherhood.
–Cuando Bo ondee la bandera, no antes -dice Nigel-. Todavía lo estamos valorando y todavía consideramos las lealtades de Pym como
muy posiblemente impecables
-dice Nigel, como quien recita un trabalenguas.
–Los evacuamos con mucho sigilo, Jack -dice Frankel-. Sin despedidas, sin flores para los vecinos, sin buscar un sitio donde dejar el gato. Día dos, los operadores de radio. Día tres los marginales, los subagentes. Día cuatro, los que falten.
–¿Cómo los localizamos? -pregunta Brotherhood.
–Tú no, eso es cosa nuestra -dice Nigel-. Sólo si el quinto piso dice que es necesario, lo que de momento, repito, es una pura hipótesis.
Kate ha entrado con ellos. Kate es nuestra solterona viuda inglesa, pálida, escultural y hermosa, que a los cuarenta llora los amores que nunca ha tenido. Y Kate sigue siendo Kate, él lo ve en sus ojos más claro que nunca.
–Quizá los retiremos de la calle cuando vayan al trabajo -continúa Frankel-. Quizá llamemos a la puerta, se lo digamos a un amigo, dejemos una nota en alguna parte. Cualquier cosa que se nos ocurra, con tal de que no se haya hecho antes.
–Ahí es donde podrás ayudarnos, si llegamos a ese punto -explica Nigel-. Diciéndonos todo lo que se ha hecho antes.
Frankel ha hecho una pausa delante de un mapa de Europa del Este. Brotherhood espera, un paso detrás de él. Los agentes jefe en rojo, los subagentes en azul. Es mucho más sencillo matar a una chincheta que a un hombre. Sin dejar de mirar el mapa, Brotherhood recuerda una velada en Viena. Pym ejerce de anfitrión, Brotherhood es el coronel Peter, portador de la gratitud de Londres por diez años de servicio. Recuerda la grata alocución de Pym en checo, el champán y las medallas, los apretones de mano, las garantías, los valses silenciosos al compás del gramófono. Y aquella pareja regordeta vestida de marrón, él un físico y ella una funcionaria superior en el ministerio checo del Interior, amantes en plena traición, y la cara les reluce de emoción mientras giran por la sala a los acordes de Johann Strauss.
–¿Entonces cuándo empezáis? -pregunta nuevamente Brotherhood.
–Jack, eso es incumbencia de Bo -insiste Nigel, peligrosamente paciente.
–Jack, el quinto piso ha decretado que lo más importante es aparentar actividad, actuar de un modo natural, mantener todo normal -dice Frankel, cogiendo de su mesa un fajo de telegramas-. ¿Usan buzones? Pues vaciarlos con normalidad. ¿Tienen radio? Pues transmitir normalmente, respetar los horarios normales, confiar en que el adversario esté escuchando.
–Eso es lo más importante por ahora -dice Nigel, como si todo lo que dice Frankel no tuviera validez hasta que él lo repite-. Normalidad absoluta en todos los campos. Un paso prematuro podría ser fatal.
–Lo mismo que uno tardío -dice Brotherhood, mientras sus ojos azules comienzan a llamear.
–Te están esperando, Jack -dice Kate, queriendo decir: vete, no puedes hacer nada.
Brotherhood no se mueve.
–Hazlo ahora -le dice a Frankel-. Refúgiales en las embajadas. Difunde un aviso. Frústralo.
Nigel no dice una palabra. Frankel le mira solicitando ayuda, pero Nigel se ha cruzado de brazos y mira por encima del hombro de una de las mujeres de Frankel que mecanografía una señal.
–Jack, no podemos refugiar a esos agentes en embajadas o consulados -dice Frankel, haciendo muecas en dirección de Nigel-.
Verboten.
Lo máximo que podemos hacer cuando recibamos la orden del quinto es proporcionarles documentos de huida, dinero, transporte, un par de orientaciones. ¿No es eso, Nigel?
–
Si
recibes la orden -le corrige Nigel.
–Conger irá al este -dice Brotherhood-. Su hija estudia en la universidad de Bucarest. Irá a buscarla.
–Vale, ¿y adonde irá desde Bucarest? -pregunta Frankel.
Brotherhood está casi gritando. Kate es impotente para contenerle.
–Al sur, a la puñetera Bulgaria, ¿tú qué crees? Si le damos una fecha y un sitio, ¡podemos mandarle un avión, despacharle a Yugoslavia!
Ahora Frankel también eleva la voz.
–Jack. Escúchame, ¿de acuerdo? Nigel, confirma lo que digo para que no parezca tan constantemente negativo. Nada de avioncitos, embajadas, violación de fronteras ni nada por el estilo. Ya no vivimos en los años sesenta. No son los cincuenta ni los cuarenta. No lanzamos aviones y pilotos por Europa oriental como alpiste. No nos entusiasman los comités de recepción para nosotros o nuestros agentes descubiertos por el enemigo.