Llegó una tarjeta:
A todos nos agradaría mucho que nos visitaras en Hadwell durante el fin de semana del día veinticinco. Voy a escribir por separado al señor Willow. No te preocupes por cuestiones de ropa, porque en verano no acostumbramos a vestirnos para la cena.
Elizabeth Sefton Boyd.
En la colina que había más arriba de la casa de Willow se alzaba un colegio femenino poblado de vestales morenas. Los chicos que allanaban sus jardines eran azotados y expulsados. Pero Elphick, del grupo de Barker, sostenía que si te ponías debajo del puente cuando las chicas lo estaban cruzando para ir al hockey podías aprender mucho. Pero ay, lo único que Pym vio cuando siguió este consejo fue unas cuantas rodillas frías y muy parecidas a las suyas. Peor aún, tuvo que sufrir el humor áspero de una profesora de deportes que se asomó por el puente y le invitó a que jugara con ellas. Pym, asqueado, retornó a sus poetas alemanes.
La biblioteca municipal la dirigía un fabiano de edad, un agente de Pym. Pym se saltó el almuerzo y pasó sin ser detenido por la sección con un letrero que rezaba: «Sólo adultos».
Guía del matrimonio
parecía ser un manual sobre hipotecas.
El arte del libro de cabecera chino
empezaba bien, pero derivaba a una descripción de juegos de dardos y tigres blancos a punto de abalanzarse.
Amor y mujer rococó,
por otra parte, hermosamente ilustrado, era un asunto distinto, y Pym llegó a Hadwell esperando ver Gracias desnudas retozando con sus galanes en el parque. En la cena, para su alivio, cenaron vestidos, Jemima cortó a Pym en seco, escondiendo la cara entre el pelo y leyendo a Jane Austen. Una chica feúcha, que se llamaba Belinda y estaba considerada como la amiga más íntima de Jemima, se negó a hablar, en un gesto de solidaridad.
–Así se pone Jem cuando está cachonda -explicó Sefton Boyd al alcance del oído de Belinda, ante lo cual ésta intentó propinarle un puñetazo y salió de la habitación furiosa.
Enviado a acostarse, Pym ascendió por la gran escalera mientras una docena de relojes tocaban por él a difuntos. ¿Cuántas veces no le habría puesto en guardia Rick contra las mujeres que no querían de él más que dinero? Cuánto anhelaba la seguridad de su cama en el colegio. Al cruzar el rellano vio una escarapela que brillaba como sangre en la luz débil. Subió otro tramo y vio la cabeza de Belinda mirándole amenazadora desde detrás de la puerta.
–Puedes entrar aquí, si quieres -dijo crudamente.
–Muy bien, gracias -dijo Pym. Entró en su propia habitación.
Sobre la almohada descansaban sus ocho cartas de amor y sus cuatro poemas a Jemima, atados con una cinta y olorosos a jabón para cuero.
Por favor, quédate con tus cartas, que encuentro opresivas puesto que lamento que ya no seamos compatibles. No sé qué locura te ha inducido a alisarte el mechón de la frente como un recadero, pero a partir de ahora nos veremos como extraños.
Abatido por la humillación y el desprecio, Pym volvió al colegio precipitadamente y esa misma noche escribió a todas las madres, en activo o jubiladas, cuyo nombre y señas consiguió recordar.
«Queridísimas Toppsie, Cherry, querida señora Ogilvie, Mabel, Violet, me golpean sin piedad por escribir poesía y soy muy desgraciado. Por favor, sacadme de este sitio horrible.» Pero cuando ellas respondieron a su llamada, la presteza de su amor le repugnó, y tiró las cartas sin apenas leerlas. Y cuando una de ellas, la mejor, lo abandonó todo y realizó un viaje caro de ciento sesenta kilómetros para invitarle a un plato combinado en el Feathers, Pym respondió a sus preguntas con una distante cortesía.
–Sí, gracias, la escuela es fabulosa, todo es absolutamente impecable. Y
usted,
¿cómo está?
Luego le llevó a la estación de tren una hora antes, para poder ser un buen chico en el mal trato.
«Querida Belinda -escribió con su letra cursiva de poeta-. Muchísimas gracias por tu carta explicándome que Jem es inestable. Sé que las chicas son tremendamente sensibles a esta edad y que experimentan toda clase de cambios, así que no hay ningún problema. El equipo de nuestro curso ganó a Juniors, lo que aquí es la gran noticia. Pienso muchas veces en tus hermosos ojos.
Magnus.»
«Querido papá -escribió con un brusco estilo eduardiano que copió de Sefton Boyd-. Hago cantidad de animación esencial aquí, lo que es el quid de la cuestión y me desenvuelvo bien. Todo el mundo me agradece mucho lo que hago, pero los precios de la confitería han subido y me gustaría saber si podrías mandarme otras cinco libras para que me alcance.»
Para su sorpresa, Rick no le envió nada, sino que bajó de la montaña en persona y no le llevó dinero sino amor, que era la primera razón por la que Pym le había escrito.
Fue la primera visita de Rick. Hasta entonces Pym le había prohibido aparecer, explicando que la visita de padres distinguidos se consideraba de mala educación. Y Rick, con insólita timidez, había aceptado esta exclusión. Y ahora vino con igual comedimiento y un porte elegante, amoroso y misteriosamente humilde. No se aventuró a entrar en el colegio, sino que envió una carta de su puño y letra proponiendo un encuentro en la carretera de Farleigh Abbot, que bordeaba el mar. Cuando Pym llegó en bicicleta, según las instrucciones, esperando ver al «Bentley» y a la mitad de la corte, al doblar la curva pareció Rick solo, también en bicicleta, con una sonrisa encantadora que Pym podía ver a kilómetros y tarareando desafinadamente «Debajo de los arcos». En el cesto de la bici había llevado una merienda de sus viandas predilectas, una botella de gaseosa de jengibre para Pym, champán para él y un balón de fútbol que había sobrado del paraíso. Anduvieron en bici por la arena e hicieron brincar guijarros sobre las olas. Se tumbaron en las dunas mascando
foie gras
y Ryvita. Pasearon por el pueblecito y dudaron si Rick debía comprarlo. Contemplaron la iglesia y prometieron no olvidar nunca sus oraciones. Hicieron una portería con una puerta rota y se lanzaron la pelota de una parte del mundo a la otra. Se besaron, lloraron y abrazaron muy fuerte, y juraron ser compañeros durante toda la vida y salir de excursión en bicicleta todos los domingos, incluso cuando Pym fuese presidente del tribunal supremo y fuese ya abuelo.
–¿Se ha despedido Cudlove? -preguntó Pym.
Rick alcanzó simplemente a oír, aunque su cara ya había adquirido la expresión soñadora que la embargaba al enfrentarse a una pregunta directa.
–Verás, hijo -concedió-, el buen Cuddie ha tenido sus altibajos a lo largo de los años y ha decidido que es hora de concederse un pequeño descanso.
–¿Cómo va la obra de la piscina?
–Casi acabada. Casi. Hay que tener paciencia.
–Fabuloso.
–Dime, hijo -dijo Rick, ahora con su expresión más venerable-. ¿Tienes algún compañero que esté dispuesto a hacerte el favor de proporcionarte una cama y alojamiento durante las vacaciones escolares que ya se perfilan en el horizonte?
–Oh, cantidad -dijo Pym, procurando parecer despreocupado.
–Pues creo que sería juicioso por tu parte aceptar esas invitaciones, porque en todas las reformas que se están haciendo en Ascot no creo que disfrutaras del descanso y la intimidad a que tiene derecho tu excelente cerebro.
Pym respondió al instante que lo haría, y se deshizo en cumplidos con Rick a fin de convencerle de que no sospechaba que algo fuese mal.
–Además estoy enamorado de una chica fabulosa -dijo Pym, cuando llegó casi la hora de despedirse, en un esfuerzo más por persuadir a Rick de su felicidad-. Es bastante divertido. Nos escribimos todos los días.
–Hijo, no hay cosa más hermosa en esta vida que el amor de una buena mujer, y si hay una persona que se lo haya merecido, esa persona eres tú.
–Dime, chico -dijo Willow una noche, durante una clase íntima de confirmación-: ¿qué hace tu padre exactamente?
A lo cual Pym, con un instinto natural para llegar al corazón de Willow, contestó que bueno, parece ser una especie de negociante por su cuenta, señor, no lo sé. Willow cambió de tema pero en la sesión siguiente obligó a Pym a dar un informe sobre su madre. Su primer impulso fue decir que había muerto de sífilis, una dolencia que ocupaba gran espacio en las disertaciones de Willow sobre la Siembra de la Simiente de Vida. Pero se contuvo.
–Puede decirse que desapareció cuando yo era joven, señor confesó, con más veracidad de la que se había propuesto.
–¿Con quién? -preguntó Willow. Entonces Pym, sin ninguna razón particular que más tarde hubiera podido descubrir, respondió:
–Con un sargento del ejército, señor. Él ya estaba casado y por eso se la llevó a África para huir.
–¿Te escribe, chico?
–No señor.
–¿Por qué?
–Supongo que está demasiado avergonzada, señor.
–¿Te manda dinero?
–No, señor. No tiene. Él le quitó todo lo que tenía.
–¿Debo presumir que seguimos hablando del sargento?
–Sí, señor.
Willow reflexionó.
–¿Estás al corriente de las actividades de una empresa conocida con el nombre de «Mutualidad y Académica Muspole, S.A.»?
–No, señor.
–Parece ser que eres el director de esa empresa.
–No lo sabía, señor.
–¿Entonces también desconoces, probablemente, la razón de que esa empresa tenga que pagar tus cuotas escolares? ¿O no pagarlas, quizá?
–No, señor.
Willow levantó la mandíbula y entornó los ojos, indicando que iba a agudizar su técnica de interrogatorio.
–¿Y dirías tú que tu padre vive con cierta opulencia, por comparación con el nivel de vida de otros padres de alumnos de aquí?
–Supongo que sí, señor.
–¿Supones?
–Sí vive, señor.
–¿Desapruebas su estilo de vida?
–Un poco, señor.
–¿Has pensado que un día puedes verte obligado a elegir entre Dios y Mammón?
–Sí, señor.
–¿Has hablado de eso con el padre Murgo?
–No, señor.
–Hazlo.
–Sí, señor.
–¿Has pensado alguna vez en ingresar en la Iglesia?
–A menudo, señor -dijo Pym, poniendo su expresión más devota.
–Aquí tenemos un fondo, Pym, para chicos sin recursos que desean seguir una vocación religiosa. El tesorero piensa que tú podrías ser un candidato apto para beneficiarte de ese fondo.
–Sí, señor.
El hermano Murgo era un pobre diablo, dentudo y esforzado, cuya tarea incongruente, considerando sus orígenes proletarios, era actuar como cazatalentos itinerantes de Dios en los colegios privados. Mientras que Willow era atronador y arriscado, una especie de Makepeace Watermaster sin secreto, Murgo se convulsionaba dentro de su hábito como un hurón atado dentro de una bolsa. Mientras que la sabiduría serenaba la mirada sin miedo de Willow, la de Murgo delataba la angustia solitaria de la celda.
–Está chiflado -declaró Sefton Boyd-. Fíjate en la roña que tiene en los tobillos. El cerdo la coge cuando está rezando.
–Se mortifica -dijo Pym.
–¿Magnus? -repitió Murgo con su agudo gangueo norteño-. ¿Quién te llamó así? Dios es
magnus.
Tú eres
parvus.
-Su rápida sonrisa roja brilló como un latigazo que no cicatrizara-. Ven esta noche -le instó-. Escalera Allenby. Habitación de huéspedes. Llama.
–Maricón loco, te va a meter mano -gritó Sefton Boyd, enloquecido de celos. Pero Murgo nunca sobaba a nadie, como Pym había adivinado. Sus manos solitarias permanecían sujetas detrás de la espalda por tenazas invisibles, y sólo emergían para comer o rezar. Durante el resto de aquel trimestre de verano Pym flotó sobre nubes de libertad no soñada. No hacía una semana que Willow había jurado flagelar a un chico que se había atrevido a definir el cricket como un esparcimiento. Ahora Pym sólo tenía que mencionar su intención de dar un paseo con Murgo para que le excusaran de cuantos juegos quisiera. Le perdonaban misteriosamente deberes escolares sin hacer, posponían palizas vagamente dictadas contra él. En el curso de paseos jadeantes o excursiones en bici, en saloncitos de té rurales o, de noche, acurrucado en un rincón del mísero dormitorio de Murgo, Pym exponía ansiosamente versiones de sí mismo que alternadamente escandalizaban y estremecían a los dos. El materialismo indolente de su vida hogareña. Su búsqueda de fe y amor. Su lucha contra los demonios de la masturbación y contra tentadores tales como Sefton Boyd. Su relación de hermano y hermana con Belinda.
–¿Y las vacaciones? -indagó Murgo un atardecer, mientras cruzaban raudamente por un camino de herradura donde unos amantes se acariciaban en la hierba-. ¿Son divertidas? ¿Vida a todo tren?
–Las vacaciones son un desierto -dijo Pym lealmente-. También las de Belinda. Su padre es agente de Bolsa.
La descripción obró como un acicate en Murgo.
–Oh, un desierto, ¿eh? ¿Un erial? Muy bien. Estoy de acuerdo con eso. Cristo también estuvo en el desierto, Parvus. Un tiempo condenadamente largo. Y también san Antonio. Pasó veinte años en una pequeña fortaleza asquerosa a orillas del Nilo. Quizá lo has olvidado.
–No, en absoluto.
–Pues eso hizo. Y eso no le impidió hablar con Dios ni a Dios hablar con él. Antonio no tenía privilegios. No tenía dinero ni bienes ni coches bonitos ni hijas de agentes de bolsa. Oraba.
–Lo sé -dijo Pym.
–Ven a Lyme. Contesta a la llamada. Sé como Antonio.
–¿Qué cojones te has hecho en el flequillo? -le gritó Sefton Boyd esa misma noche.
–Me lo he cortado.
Sefton Boyd dejó de reír.
–Vas a ser un mico Murgo -dijo en voz baja-. Estás colado por él, furcia loca.
Los días de Sefton Boyd estaban contados. A consecuencia de información recibida -incluso hoy me sonroja recordar la fuente de la misma-, Willow había decidido que el joven Kenneth se estaba haciendo demasiado mayor para el colegio.
Así que ya tienes otro Pym, Jack, y más vale que lo añadas a mi expediente aunque no te resulte admirable ni, sospecho, comprensible, si bien Poppy le conoció al dedillo desde el primer día. Es el Pym que no descansa hasta haber despertado el amor de la gente y que luego no descansa hasta que se ha desembarazado de ese afecto, cuando más drásticamente mejor. El Pym que no hace nada cínicamente, nada sin convicción. Que desencadena acontecimientos para convertirse en su víctima, cosa que él llama decisión, y que anuda relaciones sin sentido, cosa que llama lealtad. Luego espera a que el suceso siguiente le libere del último, y a eso le llama destino. Es el Pym que rechaza una invitación de dos semanas con los Sefton Boyd en Escocia, con toda la familia en pleno, incluida Jemima, porque se ha comprometido a lanzarse a las colinas de Dorset en pos de un torturado fanático de Manchester, preparándose para una vida que no tiene la más mínima intención de seguir, entre gente que le hiela hasta la médula. Es el Pym que escribe todos los días a Belinda porque Jemima ha sembrado dudas sobre su divinidad. Es el Pym malabarista de la noche de sábado, que corre alrededor de la mesa haciendo girar un estúpido plato tras otro porque no soporta desairar a nadie ni un segundo y perder de este modo su estima. Así que se va y medio se asfixia con incienso y noches en una celda que hiede como un perro mojado, y casi se muere comiendo estofado de ortigas a fin de hacerse piadoso y pagar sus cuotas escolares y ser adorado por Murgo. Mientras tanto amontona las promesas nuevas sobre las antiguas y se convence a sí mismo de que está en el camino del cielo a la par que se hunde más en su propio desconcierto. Al término de una semana ha prometido asistencia a un campamento de jóvenes en Hereford, un retiro en Shropshire de todo género de sectas, una peregrinación de sindicalistas en Wakefield y una celebración testimonial en Derby. Al cabo de dos, no hay condado de Inglaterra donde no haya comprometido su santidad de seis semanas distintas, lo que significa negar que intermitentemente no tenga visiones de sí mismo como un apóstol macilento de la renuncia a la vida, convirtiendo a mujeres hermosas y a millonarios a la pobreza cristiana.