Porque nada puede permanecer inmóvil, demasiado no es bastante, como Syd mismo admite. No hay ingreso tan sacrosanto que no pueda superarlo al gasto; no hay gasto tan desmedido que no puedan obtenerse más préstamos para evitar que el dique se rompa. Si el
boom
de la construcción va a estancarse temporalmente por la aprobación de la ley de Restricciones de Renta, al alcalde Maxwell-Cavendish tiene un plan que cala en el alma deportista de Rick: se trata de sobornar a cualquiera que haya montado un caballo en el
Sweep
irlandés y ganar así automáticamente el primero, segundo y tercer premio. Muspole conoce a un propietario de periódico en apuros que se ha liado con malas compañías y necesita vender rápidamente; Rick siempre se ha considerado un moldeador de la mente humana. Perce Loft, el gran abogado, quiere comprar mil viviendas en Fulham; Rick conoce una inmobiliaria cuyo presidente tiene fe. Cudlove y Ollie son amigos íntimos de una joven modelista que ha conseguido la concesión auxiliar para el festival de Inglaterra; Rick no pide nada mejor que dar una oportunidad a nuestros muchachos y, Dios mío, hijo, si alguien se lo ha merecido son ellos. El sobrino de Morrie Washington ha diseñado un automóvil anfibio, hay el proyecto de construir un campo nacional de cricket para complementar los campos invernales de fútbol, Perce tiene otra idea más para que un pueblo irlandés cultive el cabello humano para el mercado de pelucas, que está experimentando un rápido desarrollo gracias a la munificencia de la recién creada seguridad social. Peladoras automáticas de naranjas, plumas que pueden escribir debajo del agua, los casquillos de la guerra de Corea: todo proyecto suscita el interés del gran pensador, atrae a sus expertos y alquimistas, agrega una nueva línea a la lápida de Honor de la firma Pym e hijo en la casa de Chester Street.
«¿Entonces qué falló? -pregunto otra vez a Syd, atisbando el fin inevitable-. ¿Qué capricho de la suerte, esta vez redonda, Syd, frenó el avance del gran hombre?» Mi pregunta provoca una furia inusual. Syd posa su vaso.
–Falló Dobbsie, eso es todo. Flora empezó a ser poco para él. Quería el lote completo. Dobbsie perdió la cabeza por todas sus mujeres, ¿verdad Meg?
–Dobbsie mimaba demasiado a su pequeño ego -dice Meg, siempre una estudiosa severa de la fragilidad humana.
Sale a relucir que el pobre Dobbs se atolondró tanto que concedió cien mil libras de indemnización a una urbanización que no había sido construida hasta un año después de concluido el bombardeo.
–Dobbsie lo estropeó todo -dice Syd, bufando de indignación moral-. Dobbsie era egoísta, Titch. Eso es lo que era. Un monocéntrico.
Una nota posterior al pie de página pertenece a este breve pero glorioso apogeo de la opulencia de Rick. Hay constancia de que en octubre de 1947 vendió su cabeza. Obtuve por casualidad esta información ayer, cuando en las escaleras del crematorio intentaba identificar a algunos de los miembros menos familiares del entierro. Un joven sin resuello que afirmaba representar a un hospital docente blandió ante mí un pedazo de papel y me exigió que detuviese la ceremonia. «En virtud de la suma de cincuenta libras en metálico, yo, Richard T. Pym, de Chester Street West, autorizo a que cuando muera mi cabeza pueda ser utilizada para favorecer el progreso de la ciencia médica.» Llovía ligeramente. Al socaire del pórtico garabateé al chico un cheque por importe de cien libras y le dije que comprase una cabeza en otro sitio. Si el fulano era un embaucador, razoné, Rick habría sido el primero en admirar su inventiva.
Y en todo momento, en alguna parte de este clamor, el nombre de Wentworth resonando débilmente en el oído secreto de Pym como un nombre de guerra conocido únicamente por los iniciados: Wentworth. Y Pym, el forastero, el que no está en la lista, pugnando por entrar, por conocer. Como una consigna transmitida entre veteranos en un bar de oficiales de la oficina central, y Pym, el nuevo, oyendo desde la esquina sin saber si fingir conocimiento o sordera: «Se lo sacamos a Wentworth.» «Ultrasecreto y Wentworth.» «¿Te han aclarado Wentworth?» Hasta que el nombre mismo se volvió para Pym un símbolo burlón de sabiduría denegada, un desafío a una propia deseabilidad. «El cabrón nos está haciendo un Wentworth», oye rezongar en voz baja a Perce Loft una noche. «Esa mujer Wentworth es un tigre -dice Syd otra vez-. Mejor de lo que fue su estúpido marido.» Cada mención incitaba a Pym a reemprender sus pesquisas. Pero ni los bolsillos de Rick, ni los cajones de su escritorio ni la mesilla de noche ni su agenda de piel de cerdo ni la guía telefónica de baquelita y ni siquiera su cartera, que Pym exploraba todas las semanas con la llave del llavero Asprey de Rick, proporcionaron una sola pista. Tampoco lo hizo el impenetrable fichero verde que, como un icono ambulante, había llegado a constituirse en el centro de la fe migratoria de Rick. Ninguna llave conocida lo abría, ni ganzúas ni palancas lo hacían ceder.
Y finalmente llegó el colegio. El cheque fue enviado y fue pagado. El tren dio una sacudida. En las ventanillas, Cudlove y las madres de otros chicos hundían la cara en sus pañuelos y desaparecían. En su vagón, chicos mayores que él lloriqueaban y se mordían los puños de sus chaquetas grises, nuevas. Pero Pym, con un solo giro de cabeza, repasó de un vistazo su vida hasta entonces y miró hacia la senda férrea del deber que se internaba sinuosa en la niebla otoñal y pensó: «Aquí voy yo, el mejor fichaje que hayáis hecho nunca, el que necesitáis, así que aceptadme.» El tren llegó, el colegio era una mazmorra medieval de interminable crepúsculo, pero san Pym de la Renuncia comenzó de inmediato a ayudar a sus condiscípulos a desembarcar sus baúles y a subir cajas por las escaleras de caracol, que eran de piedra, a forcejear con botones de cuello nunca vistos, a localizarles las camas, armarios y perchas, y a reservarse para él los peores. Y cuando le llegó el turno de comparecer ante el profesor encargado para una charla introductoria, Pym no ocultó su placer. El señor Willow era un hombretón casero, con traje de
tweed
y corbata de cricket, y la sencillez cristiana de su habitación, después de Ascot, infundió en Pym al instante la confianza de la integridad.
–Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? -preguntó Willow cordialmente mientras levantaba el paquete hasta su oreja grande y lo sacudía.
–Un perfume que me han dado, señor.
Willow no le entendió bien.
–¿Mandado? Yo pensé que tú lo habías traído -dijo, aún sonriente.
–Es para la señora Willow, señor. De Montecarlo. Me han dicho que es de lo mejor que hacen esos franchutes -añadió, citando al alcalde Maxwell-Cavendish, un caballero.
Willow tenía una espalda muy ancha y de repente fue lo único que Pym vio. Se agachó, hubo un rumor de apertura y cierre y el paquete se esfumó en el interior de la mesa enorme. Si Willow hubiera tenido a mano una larga vara con que ensartarlo, no podría haber cogido con más asco el obsequio de Pym.
–Ten cuidado con Tit Willow -le advirtió Sefton Boyd-. Pega los viernes para que puedas reponerte durante el fin de semana.
Pero aun así Pym se esforzaba, se presentaba voluntario para todo y obedecía a todas las campanas que le llamasen. Trimestres enteros. Vidas enteras. Corría antes del desayuno, rezaba antes de correr, se duchaba antes de rezar, defecaba antes de ducharse. Se lanzaba por el barro de Flandes del campo de rugby, gateaba sobre las baldosas sudorosas en busca de lo que denominaban instrucción, se ejercitaba tan rudamente para ser un buen soldado que se fracturó la clavícula con el cerrojo de su voluminoso fusil Lee Enfield y recibió puñetazos hasta el día del juicio en el ring de boxeo. Y todavía esbozaba una sonrisita y levantaba la pezuña, para colmo en la derrota, mientras iba tambaleándose al vestuario, y le hubieras amado, Jack, hubieras dicho que a los niños y a los caballos había que quebrarlos, me forjé en la fragua del colegio privado.
No creo que me forjase en absoluto. Creo que el maldito colegio estuvo en un tris de matarme. Pero a Pym no: Pym lo consideraba totalmente maravilloso y extendía el plato para pedir más. Y cuando se lo exigían las rígidas leyes de una justicia arbitraria, cosa que retrospectivamente parece ocurrir todas las noches de la semana, apretaba su mechón lacio contra el fondo de un lavabo sucio, aferraba un grifo con cada mano palpitante y expiaba un rosario de delitos que él no sabía que había cometido hasta que se los explicaban concienzudamente, entre golpe y golpe, el señor Willow o sus acólitos. Y sin embargo, cuando por fin estaba acostado en la oscuridad trémula del dormitorio, escuchando los chirridos y las toses de perrera del deseo adolescente, se las ingeniaba todavía para convencerse de que era un príncipe en gestación y de que, como Jesús, estaba pagando el pato por la divinidad de su padre. Y su franqueza, su empatía por el prójimo florecían indemnes.
En una sola tarde podía sentarse con Noakes, el cuidador de los terrenos, comer tarta y galletas en su casa, al lado de la fábrica de sidra, y llevar lágrimas a los ojos del viejo atleta con sus embustes sobre las payasadas de los grandes deportistas que se habían soltado el pelo en las fiestas de Ascot. Todo mentira, pero perfectamente cierto para él mientras hilaba sus fábulas.
–¿Don también? -exclamaba incrédulo Noakes-. ¿El gran Don Bradman bailando encima de la mesa de la cocina? ¿En tu casa, Pymmie? ¡Qué va!
–Y a la vez cantando «Cuando yo tenía cinco años» -dijo Pym. Después, mientras Noakes seguía embelesado por esas ideas, Pym subía directamente la cuesta para ir a ver al mustio señor Glover, el ayudante del profesor de dibujo, que calzaba sandalias, a echarle una mano en la limpieza de las paletas y ayudarle a eliminar los pintarrajos de pintura en polvo que ese día habían hecho los alumnos en los genitales del querubín del vestíbulo principal. Glover era, no obstante, la antítesis de Noakes. Sin Pym, los dos hombres eran irreconciliables. Glover consideraba que los deportes escolares eran una tiranía peor que la de Hitler, y ojalá que tiraran al río sus puñeteras botas de fútbol y pasara el arado por sus campos de juegos y pusieran un poco de arte y belleza, para variar. Y Pym también deseaba todo esto y juraba que su padre iba a hacer una donación para reconstruir la escuela de artes al doble de su tamaño, probablemente millones, pero no diga ni pío.
–Yo en tu lugar cerraría la boca respecto a tu padre -dijo Sefton Boyd-. Aquí no les gustan los estraperlistas.
–Tampoco les gustan las madres divorciadas -dijo Pym, devolviendo por una vez la pulla. Pero en general su estrategia consistía en pacificar y reconciliar, y tener todos los hilos en la mano.
Otra conquista fue Bellog, el profesor de alemán, que parecía físicamente encogido por los pecados de su país de adopción. Pym le sitiaba con trabajo extra, le compró en la tienda de Thomas Goode, por cuenta de Rick, una costosa jarra alemana de cerveza, le paseaba a su perro y le invitó a Montecarlo con todos los gastos pagados, ofrecimiento que por suerte él rechazó. Hoy enrojecería por un asedio tan ingenuo y me atormentaría pensando en si Bellog se habría agriado y le habrían despedido. Pym no. Pym amaba a Bellog como amaba a todos los demás. Y necesitaba aquel alma alemana, la había buscado arduamente desde los tiempos de Lippsie. Necesitaba entregarse a ella, confiarse a las manos sobresaltadas de Bellog, a pesar de que Alemania no significaba nada especial para él, salvo la huida a un coto impopular donde sus talentos serían apreciados. Necesitaba el abrazo, el misterio, la intimidad de otra cara de la vida. Necesitaba poder cerrar la puerta a su identidad inglesa y esculpir un nuevo nombre en un lugar fresco. Incluso de vez en cuando llegó al extremo de afectar un ligero acento alemán que provocaba en Sefton Boyd paroxismos de ira.
¿Y las mujeres? Jack, nadie era más sensible que Pym a las virtudes potenciales de una agente femenina bien meneada, pero en aquel colegio era dificilísimo conseguirlas, y menear a alguien, incluso tú mismo, constituía una falta físicamente punible. La señora Willow, aunque él estaba dispuesto a amarla en cualquier momento, parecía estar permanentemente embarazada. Pym desperdiciaba sus miradas lánguidas con ella. El ama de llaves era de bastante buen ver, pero una noche en que fue a verla con un dolor de cabeza ficticio y la vaga esperanza de proponerle matrimonio, ella le ordenó secamente que volviera a la cama. Sólo la pequeña señorita Hodges, que enseñaba violín, se reveló como una efímera promesa, pero cuando Pym le regaló un estuche de música de piel de cerdo adquirido en
Harrods
y le dijo que quería ser violinista profesional, ella lloró y le aconsejó que eligiera otro instrumento.
–Mi hermana quiere hacerlo contigo -dijo Sefton Boyd una noche en que estaban tumbados en la cama de Pym, abrazándose sin entusiasmo-. Ha leído tu poema en la revista del cole. Piensa que eres Keats.
Pym no estaba totalmente sorprendido. Su poema era sin duda una obra maestra, y Jemima Sefton Boyd le había puesto mala cara a través del parabrisas del «Land Rover» familiar cuando iban a recoger a su hermano para los fines de semana.
–Se muere de ganas -explicó Sefton Boyd-. Lo hace con todo el mundo. Es una ninfo.
Pym le escribió inmediatamente una carta de poeta.
Un cuento debe subsistir en tu pelo suave. ¿Alguna vez has tenido la impresión de que la belleza es una especie de pecado? Dos cisnes se han afincado en el foso de la abadía. Los observo a menudo, soñando con tu pelo. Te quiero.
Ella contestó a vuelta de correo, pero no antes de que Pym hubiera sufrido torturas de remordimiento por su temeridad.
Gracias por tu carta. Tengo un largo permiso de salida que empieza el veinticinco y que coincide con uno de tus fines de semana. Una profética coincidencia. Mamá te invitará a pasar la noche del domingo y conseguirá el permiso del señor Willow para que duermas con nosotros. ¿Estás pensando en la posibilidad de una fuga?
Una segunda carta fue más precisa:
La escalera de servicio es bastante segura. Encenderé una luz y tendré vino por si tienes sed. Trae cualquier obra que estés escribiendo y por favor acariciame primero. En mi puerta encontrarás la escarapela roja que gané las vacaciones pasadas saltando con Smokey.
Pym estaba muerto de miedo. ¿Cómo podría bandearse con una mujer tan experimentada? De los pechos sabía algo y los amaba. Pero Jemima parecía no tenerlos. Por lo demás ella representaba un matorral ininteligible de enfermedad y peligros, y sus recuerdos de Lippsie en el baño se volvían cada vez más nebulosos.