–¿Quién es Cunningham? -pregunta Pym, sin poder apenas disimular su aversión.
–El buen Cunnie es de primera. Voy a meterle en el negocio cuando termine éste. Exportaciones y Extranjero. Hará el gancho. Sólo su sentido del humor nos rinde cinco mil al año. Esta noche no estaba en forma. Estaba en tensión.
–¿De qué va el asunto entonces? -pregunta Pym.
–De fe en tu viejo, de eso va. «Rickie -me dice ella; así me llama, ella tampoco se emplea a fondo-. Rickie, quiero que me recuperes esa caja, que vendas lo que contiene y que inviertas ese dinero en una de tus iniciativas, y quiero que me quites ese cuidado de encima y que me des un diez por ciento anual durante el tiempo que viva, con todas las disposiciones necesarias de seguro y donación si mueres antes que yo. Quiero que emplees ese dinero en cualquier empresa que te parezca justa según tu criterio.» Es una gran responsabilidad, hijo. Si tuviera pasaporte iría yo mismo. Enviaría a Syd si estuviera disponible. Syd iría. Ganado y puercos. Es lo que voy a hacer después de esto. Unos cuantos acres y ganadería. Quiero retirarme.
–¿Qué ha pasado con tu pasaporte? -pregunta Pym.
–Hijo, voy a serte sincero. En ese colegio de señoritos tuyo negocian duro. Quieren el pago en metálico y lo quieren el día convenido. Tú hablas el idioma de Elena, y ahí está el quid. A ella le gustas. Confía en ti. Eres mi hijo. Podría enviar a Muspole, pero no podría estar seguro de que volviera. Perce Loft es demasiado legal. Le asustaría. Ahora acércate con cuidado a la ventana y mira si ese Riley se ha ido. Que no te dé la luz en la cara. No pueden entrar. No tienen un mandato judicial. Soy un ciudadano honrado.
Medio escondido detrás del fichero verde mellado, Pym echa un vistazo en picado a la calle, con solapada contravigilancia. El Riley sigue donde estaba.
No hay sábanas en la cama, de modo que se apañan con fundas de muebles. Pym duerme a rachas, helado, y sueña con la baronesa. En una ocasión el brazo de Rick cae violentamente en diagonal sobre él, otra vez le desvela la voz sofocada de Rick lanzando invectivas contra una perra llamada Peggy. Y en algún momento del alboroto siente el blando peso femenino de la región inferior del cuerpo de Rick, en camiseta de seda y calzoncillos, empujándole inexorablemente, lo que convence a Pym de que será más descansado tenderse en el suelo. Por la mañana Rick no abandonará todavía la casa, por lo que Pym va solo a pie hasta la estación Victoria acarreando sus escasas pertenencias en una espléndida maleta de becerro curtido de
Harrods
, con las iniciales de Rick en cobre amarillo debajo del asa. Aunque le queda demasiado grande, lleva uno de los abrigos de Rick, de pelo de camello. Con un aspecto más deleitoso que nunca, la señora baronesa está esperando en el andén. Cunningham ha ido a despedirles. En el retrete del tren, Pym abre el sobre y saca un fajo de billetes blancos de diez libras y las primeras instrucciones que ha recibido en su vida para un encuentro clandestino.
Tienes que llegar a Berna y hospedarte en el «Grand Palace». El señor Bertl, el subdirector, es un gran tipo, y la factura está ya pagada. El
signor
Lapadi se pondrá en contacto con la baronesa y te conducirá a la frontera austriaca. Cuando Lapadi te haya entregado la caja y tú hayas confirmado en nuestro lenguaje que todo está dentro, le abonas el servicio con el sobre,
pero no hasta entonces.
Va a ser nuestra salvación, hijo. El dinero que llevas costó mucho ganarlo, pero cuando el asunto haya terminado ninguno de nosotros volverá a tener preocupaciones.
Diré bruscamente los detalles operativos de la misión Rothschild, Jack: los días de esperanza, los días de duda, los saltos súbitos del uno al otro. Y en verdad olvido qué esquinas callejeras o palabras en clave precedieron al lento descenso a la inconclusión que ha sido mi memoria de tantas operaciones desde aquélla; del mismo modo que olvido, si es que alguna vez lo supe, con qué magnitud de escepticismo y fe ciega Pym prosiguió su cometido hasta su fin inevitable. Desde luego, he conocido desde entonces operaciones que han sido organizadas con parejamente exigua probabilidad de éxito y que han costado mucho más que dinero.
Signor
Lapadi habló sólo con la baronesa, quien transmitió su información con desdén.
–Lapadi habla
mit
su
Vertrauensmann,
querido.
Sonríe indulgentemente cuando Pym le pregunta qué es un
Vertrauensmann.
–Es el hombre en quien estamos confiando. No ayer, quizá no mañana. Pero hoy confiamos como nunca.
Un día o dos más tarde:
–Lapadi necesita cien libras, querido. El
Vertrauensmann
conoce a un hombre cuya hermana conoce al jefe de aduanas. Mejor que le Pague ahora por amistad.
Recordando las instrucciones de Rick, Pym ofrece una resistencia simbólica, pero la baronesa tiene ya la mano extendida y está frotándose el índice y el pulgar con deliciosa insinuación.
–Si quieres pintar la casa, querido, primero hay que comprar la brocha -explica, y ante el asombro de Pym se sube la falda hasta la cintura y se guarda los billetes en lo alto de la media.
–Mañana te compramos un bonito traje.
–¿Le has dado el dinero, hijo? -brama Rick esa noche desde el otro lado del Canal-. Cielo santo, ¿quién te has creído que somos? Que se ponga Elena.
–No me grites, cariño -dice calmosamente la baronesa por teléfono-. Tienes a un chico encantador aquí, Rickie. Es muy estricto conmigo. Creo que algún día será un gran actor.
–La baronesa dice que eres un gran tipo, hijo. ¿Estás hablando ahí nuestro lenguaje con ella?
–Continuamente -responde Pym.
–¿Has tomado ya un plato combinado auténticamente inglés?
–No, lo estamos ahorrando.
–Pues tomad uno a mi cuenta. Esta noche.
–Lo haremos, papá. Gracias.
–Dios te bendiga, hijo.
–Y a ti también, papá -dice Pym cortésmente y, a la manera de un mayordomo, mantiene las rodillas y los pies juntos mientras cuelga el teléfono.
Mucho más importantes para mí son los recuerdos de la primera luna de miel platónica de Pym con una dama curtida. En compañía de Elena Pym vagó por el casco antiguo de Berna, bebió los vinos ligeros del Valais, presenció
tés dansants
en los grandes hoteles y confió su pasado a la historia. En
boutiques
perfumadas y pretenciosas, que ella parecía localizar por instinto, trocaron su vestuario gastado por esclavinas de piel y botas de montar Anna Karenina que resbalaban sobre los adoquines helados, y la deprimente indumentaria escolar de Pym por una chaqueta de piel y pantalones sin botones para sus tirantes. Incluso en su desaliño, la baronesa insistía en conocer la opinión de Pym, llamándole al pequeño probador con espejo para que le ayudara a elegir y permitiéndole, como inadvertidamente, deliciosos atisbos de sus encantos rococó: ora un pezón, ora la copa de una nalga despreocupadamente al descubierto, ora una sombra sorprendente en el centro de sus muslos redondos cuando se despojaba de una falda para ponerse otra. Ella es Lippsie, pensó él, emocionado: es como Lippsie habría sido si no hubiera pensado tanto en la muerte.
–
¿Gefalle ich dir,
querido?
–
Du gefällst mir sehr.
–Un día que tengas una chica bonita, le hablas así, cariño, y la tienes loca. ¿No te parece demasiado atrevido?
–Creo que es perfecto.
–Muy bien, compramos dos. Una para mi hermana Zsa-Zsa, que es de mi talla.
Una inclinación de los hombros blancos, un tirón desenfadado a un dobladillo torcido de lencería, trajeron la cuenta, Pym la firmó y la transfirió al providente Herr Bertl, dándole la espalda a Elena y encogiéndose para ocultar la prueba de su perturbación. En una joyería de la Herrengasse compraron un collar de perlas para otra hermana de Budapest y, como una idea tardía, una sortija de topacio para su madre en París que la baronesa le llevaría en el viaje de vuelta. Y ahora veo el centelleo de ese anillo en su dedo recién manicurado cuando sigue a una trucha que nada por la pecera del
grill
de nuestro gran hotel mientras el
maître
permanece sobre Elena con la red lista para la pesca.
–
Nein, nein,
querido, ésta
nicht, ¡ésa! Ja, ja, prima.
Fue en una de esas noches, en este caso la última, donde el amor y la confusión conmovieron tanto a Pym que se sintió impelido a confesarle su intención de abrazar una vida monástica. La baronesa posó ruidosamente el tenedor y el cuchillo.
–¡Ni una palabra más de monjes! -le ordenó furiosa-. Conozco demasiados. Conozco monjes de Croacia, de Serbia, de Rusia. Dios corrompe con monjes el maldito mundo.
–Bueno, no es completamente cierto -dijo Pym.
Necesitó imitar un montón de voces chistosas, y cantidad de embustes íntimos, para conseguir que la luz retornara cautelosamente a los ojos castaños de la baronesa.
–¿Y se llamaba Lippsie?
–Bueno, nosotros la llamábamos así. No debo decirle su nombre real.
–¿Y dormía con un chico tan joven como tú? ¿Tan joven hacías el amor con ella? Yo creo que era una puta.
–Probablemente se sentía sola -dijo Pym prudentemente.
Pero subsistió la seriedad de Elena, y cuando Pym, como de costumbre, la acompañó hasta la puerta de su dormitorio, ella le escrutó detenidamente antes de tomarle la cabeza cuidadosamente entre sus manos y besarle en la boca. De repente se abrió la boca de ella y también la de él y el beso se tornó intenso, y Pym sintió que un montículo desconocido ejercía una presión irresistible contra su muslo. Percibió el calor de este túmulo, percibió vello blando deslizándose contra seda nueva mientras ella apretaba más rítmicamente. Ella susurró
«Schatz»,
él oyó un chillido y se preguntó si le habría hecho daño de algún modo. Ella giró la cabeza y su cuello presionó contra los labios de Pym. Con dedos confiados ella le entregó la llave de su dormitorio y desvió la mirada mientras él abría la puerta. Encontró la cerradura, giró la llave y sujetó la puerta para que ella entrara. Depositó la llave en la palma de Elena y vio que la luz de sus ojos se esfumaba.
–En fin, querido mío -dijo ella. Besó a Pym, primero una mejilla y después la otra y le miró intensamente a los ojos, como si buscara algo que hubiese perdido. Hasta la mañana siguiente él no descubrió que le había estado dando el beso de despedida.
«Cariño -escribió Elena-. Eres un buen hombre, con un cuerpo de Miguel Ángel, pero tu papi tiene graves problemas. Mejor que te quedes en Berna. No te preocupes. E. Weber te quiere siempre.»
Dentro del sobre estaban los gemelos de oro que habían comprado para el primo de ella, Victor, que vivía en Oxford, y doscientas de las quinientas libras que Pym le había dado para el invisible
signor
Lapadi. Tengo puestos los gemelos mientras escribo. Son de oro, con diamantes diminutos en una corona. La baronesa adoraba el toque regio.
Era de día también en casa de la señorita Dubber. A través de la cortina cerrada, Pym oyó el tintineo del camión de la leche en su ronda de todas las mañanas. Pluma en mano, acercó hacia él una carpeta roja con la simple rúbrica RTP, se humedeció el dedo índice y el pulgar y empezó a pasar papeles metódicamente hasta haber extraído una media docena.
Copia de la carta de Richard T. Pym al padre guardián, Lyme Regis, fechada el 1 de octubre de 1948, amenazando una acción judicial por el secuestro de su hijo Magnus. (De carpetas de RTP.)
Memorándum del 15 de septiembre de 1948, de la Brigada contra el fraude al Departamento de control de pasaportes, recomendando la confiscación del pasaporte de RTP durante las investigaciones criminales respecto al caso de un tal J. R. Wentworth. Obtenido informalmente por medio de la sección de enlace policial de la Oficina Central.
Carta del tesorero colegial a RTP, rehusando aceptar más frutos secos, latas de melocotones o cualquier otra mercancía como pago total o parcial de las cuotas escolares y lamentando que la junta directiva no acceda a educar a Pym gratis. «Advierto asimismo con pesar que usted se niega a calificarse de padre indigente cuyo hijo está destinado a la vida religiosa.» (De carpetas de RTP.)
Carta furiosa de los abogados representantes de Herr Eberhardt Bertl, ex subdirector del hotel Grand Palace de Berna, dirigida al coronel Sir Richard T. Pym, en posesión de la Medalla de los Servicios Distinguidos, una de la lista de misivas exigiendo el pago de un importe que asciende a once mil dieciocho francos suizos con cuarenta céntimos, más el interés a razón del cuatro por ciento mensual. (De carpetas de RTP.)
Reseña del
London Chronicle
del 8 de noviembre de 1948, declarando la bancarrota personal de RTP, y la liquidación obligatoria de las ochenta y tres empresas del imperio Pym.
Recorte del
Daily Telegraph,
fechado el 9 de octubre de 1948, en que se informa de la muerte en el hospital Truro de Cornualles, de un tal John Reginald Wentworth, tras una larga enfermedad causada por sus heridas, amado esposo de Peggy.
Y un pintoresco recorte entresacado de Dios sabe dónde notificando la detención en el mar, a bordo del crucero
Grande Bretagne,
de los famosos estafadores Weber y Woolfe, alias Cunningham, que se hacían pasar por el duque y la duquesa de Sevilla.
Pym numeró uno por uno, con tinta roja, cada documento en el extremo superior derecho, y luego anotó los mismos números en los puntos correspondientes del texto, a modo de referencia. Con los pulcros ademanes de un burócrata grapó las pruebas documentales y las introdujo en una carpeta con la inscripción «Anexo». Al cerrar la carpeta se levantó, exhaló un desinhibido suspiro de alivio y lanzó los brazos hacia atrás, como un hombre que se despoja de un arnés. Había concluido la adolescencia espectral e informe. Detrás venía la edad viril y la madurez, aun cuando él nunca cubriera esta distancia. Por fin se hallaba en su amada Suiza, la patria espiritual de los espías natos. Se aproximó a la ventana e hizo una última inspección de la plaza en la que se apagaban, mientras él las miraba, las luces fatigadas de Inglaterra. Se desvistió gravemente, tomó un último vodka, echó un vistazo final e igualmente grave de sí mismo en el espejo y se dispuso a acostarse. Pero silenciosa, silenciosamente. Casi de puntillas. Casi como si tuviera miedo de despabilarse. Al ir a acostarse se detuvo ante el escritorio y releyó el mensaje descifrado que por una vez no se había molestado en destruir.