Transcurrió un mes entero antes de que Dios proporcionase la escapatoria que Pym estaba esperando.
TU PRESENCIA INMEDIATA EN CHESTER STREET ESENCIAL EN ASUNTO DE VITAL IMPORTANCIA NACIONAL E INTERNACIONAL RICHARD T. PYM DIRECTOR GERENTE PYMCO.
–Tienes que ir -dijo Murgo con lágrimas de desventura rodando por sus mejillas hundidas cuando le entregó el telegrama fatal después de la hora tercia.
–No creo que pueda afrontarlo -dijo Pym, no menos afectado-. Es solamente dinero, dinero todo el tiempo.
Pasaron por delante de la tienda de estampas y la de cestas, y cruzando los huertos llegaron a la puertecita de mimbre que mantenía a raya al mundo de Rick.
–No lo habrás enviado tú mismo, ¿verdad, Parvus? -preguntó Murgo.
Pym juró que no, lo cual era cierto.
–No puedes hacerte idea de lo que representas -dijo Murgo-. Creo que no volveré a ser el mismo.
A Pym no se le había ocurrido pensar hasta entonces que Murgo fuese capaz de cambiar.
–Bueno -dijo Murgo por fin, con un último retorcimiento triste.
–Adiós -dijo Pym-. Y gracias.
Pero hay alegría en ciernes para ambos. Pym ha prometido volver en Navidades, cuando llegan los vagabundos.
Vaivenes locos, Tom. Saltos y amorosos locos, más locos a la vuelta de la esquina. En aquella época escribí también a Dorothy a alguna parte. A la atención de Sir Makepeace Watermaster en la Cámara de los Comunes, aunque sabía que él había muerto. Esperé una semana y luego lo olvidé hasta que un día, sin más, mi táctica se vio recompensada por una cartita raída, manchada de lágrimas o de bebida, escrita con papel rayado y arrancado de un bloc, sin dirección pero con matasellos de Londres este, un sitio donde yo nunca había estado. La tengo delante ahora.
La tuya ha sido una voz presente en muchos pasillos de años, mi querido, la he puesto en el armario de la cocina, con la vajilla, para poder mirarla a mi antojo. Estaré en el andén de arriba de Euston Station a las tres de la tarde del jueves, sin mi Herbie, y llevaré el ramo de lavanda que siempre te encantó.
Lamentando ya su decisión, Pym llegó a la estación tarde y se colocó en la esquina del pistolero, debajo de un arco de hierro, cerca de unas sacas de correo. Una nutrida banda de mujeres se arremolinaba en derredor, algunas atractivas, otras menos, pero no había ninguna que le apeteciese y varias estaban borrachas. Y una de ellas parecía llevar un ramo de flores envuelto en papel de periódico, pero para entonces él ya había decidido que se había equivocado de andén. Era a su querida Dorothy a quien Pym había deseado, no a una vejestoria torpona y con un sombrero de pantomima.
Un atardecer laborable. El tráfico de Chester Street eructa y crepita bajo la lluvia, pero en el interior del Reichskanzlei es un domingo de Greenhill. Todavía piadoso por el monasterio, Pym aprieta el timbre pero no oye un sonido de respuesta. Abate el aldabón de cobre contra su montante. Una cortina de encaje se separa y se cierra. La puerta se abre, pero no mucho.
–Mi nombre es Cunningham, señor -dice un hombre corpulento, con un fuerte acento
cockney
de expatriado, mientras cierra la puerta velozmente detrás de él, como si temiera que entraran gérmenes-. Mitad astucia y mitad jamón
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. Usted debe ser el hijo y heredero. Saludos, señor. Salám.
–¿Cómo está usted? -dice Pym.
–Optimista, señor, gracias -contesta Cunningham, con una literalidad de centroeuropeo-. Creo que estamos en el camino del entendimiento. Al principio es de esperar cierta resistencia. Creo que veo una luz que empieza a brillar.
Pym no llega a tanto, pues el pasillo por el que Cunningham le conduce con el mayor aplomo está oscuro como boca de lobo, y la única luz procede de los pálidos claros que han dejado en la pared los libros de leyes retirados.
–Tengo entendido que usted es germanista, señor -dice Cunningham con voz menos nítida, como si el esfuerzo hubiera afectado a sus adenoideos-. Un hermoso idioma. La gente, no estoy tan seguro. Pero una lengua preciosa en buenas manos, créame.
–¿Por qué vamos arriba? -pregunta Pym, que para entonces ha reconocido varios augurios familiares de pogrom inminente.
–El ascensor está averiado, señor -responde Cunningham-. Creo que han mandado a buscar a un técnico que no tardará mucho en llegar.
–Pero el despacho de Rick está en la planta baja.
–Pero arriba hay intimidad, señor -explica Cunningham, abriendo una puerta de doble jamba. Entran en un apartamento de gala vacío e iluminado por el resplandor de las farolas de la calle-. Su hijo, señor, recién vuelto del convento -anuncia Cunningham, y con una reverencia introduce a Pym.
Al principio Pym sólo ve la frente de Rick reluciente a la luz de la vela. Luego los contornos de la cabezota, seguidos por amplio volumen del cuerpo a medida que avanza rápidamente para envolverle en un húmedo y ferviente abrazo de oso.
–¿Cómo estás, hijo? -pregunta urgentemente-. ¿Qué tal el viaje en tren?
–Bien -dice Pym, que ha viajado en autostop debido a un problema temporal de liquidez.
–¿Te han dado algo de comer? ¿Qué te han dado?
–Sólo un bocadillo y un vaso de cerveza -dice Pym, que ha tenido que contentarse con un pedazo de pan duro como una piedra y robado del refectorio de Murgo.
–¡Es mi propio hijo, clavadito! -exclama Cunningham con brío-. Nunca satisfecho si no está comiendo.
–Hijo, tienes que vigilar esa bebida -dice Rick, en un reflejo casi inconsciente, mientras sujeta a Pym por debajo de la axila y le encamina sobre tablas desnudas hacia la cama de tamaño imperial-. Te esperan cinco mil libras al contado si no fumas ni tomas alcohol hasta cumplir veintiún años. Baronesa, ¿qué le parece este chico mío?
Una figura vestida de oscuro se ha levantado como una sombra de la cama.
Es Dorothy, piensa Pym. Es Lippsie. Es la madre de Jemima albergando una queja. Pero a medida que la oscuridad se eleva, el aspirante a monje observa que la figura no lleva el pañuelo de cabeza de Lippsie ni el sombrero acampanado de Dorothy, y que tampoco posee la autoridad intimidatoria de la señora Sefton Boyd. Al igual que Lippsie, luce el uniforme de anticuaría de la Europa prebélica, pero ahí termina la comparación. Su falda acampanada tiene cintura entallada. Lleva una blusa con gorguera de encaje y un sombrerito de plumas que hace vistoso el atuendo completo. Sus senos representan la mejor tradición de
Amor y mujer rococó,
y la luz tenue realza su redondez.
–Hijo, quiero que conozcas a una mujer noble y heroica que ha vivido grandes privilegios y desventuras y librado grandes batallas y sufrido cruelmente a manos del destino. Y que me ha hecho el mayor cumplido que una mujer puede hacer a un hombre al venir a verme en su hora de necesidad.
–Rot-schilt, querido -dice la dama en voz baja, levantando la mano hasta una altura donde Pym pueda besarla o estrecharla.
–¿Verdad que con tu excelente educación, has oído ese nombre en algún sitio, hijo?
¿Barón
Rothschild?
¿Lord
Rothschild?
¿Conde
Rothschild?
¿Banca
Rothschild? ¿O vas a decirme que no estás familiarizado con el apellido de cierta gran familia judía con toda la riqueza de Salomón en la yema de los dedos?
–Pues claro que lo he oído.
–Así me gusta. Siéntate aquí y escucha lo que ella tiene que decir porque es la baronesa. Siéntate, querido. Ven aquí, entre nosotros. ¿Qué te parece el chico, Elena?
–Guapísimo, querido -responde la baronesa.
Me está vendiendo a ella, piensa Pym, en absoluto reacio a la idea. Soy su última y desesperada baza.
Y aquí nos tienes a todos, Tom. Todo el mundo en el juego y la locura instaurada. Tu padre y tu abuelo sentados nalga con nalga junto a una baronesa judía en el burdel a medio amueblar del director, en un palacio del West End sin electricidad, y Cunningham, como voy comprendiendo poco a poco, montando guardia en la puerta. Un aire de conspiración tonta sólo comparable con las últimas conspiraciones bobas organizadas por la Casa, cuando la voz suave de la mujer inicia uno de esos monólogos pacientes de refugiados que tu tío Jack y yo hemos escuchado más veces de lo que cualquiera de los dos pueda recordar, salvo que esta noche Pym es virgen en estas cuestiones, y el muslo de la baronesa se aprieta entrañablemente contra el del aspirante a monje.
–Soy una humilde viuda de familia sencilla pero piadosa, felizmente casada, pero, oh, tan brevemente, con el difunto barón Luigi Svoboda-Rothschild, el último vástago de la gran estirpe checa. Yo tenía diecisiete años, él veintiuno, imaginaos nuestro placer. Mi mayor pena es que no le di un hijo. Nuestra residencia en el campo era el Palacio de las Ninfas en Brno, que primero los alemanes y después los rusos violaron literalmente peor que a una mujer. Mi prima Anna se casó con el jefe de los diamantes Beer de Ciudad de El Cabo, vivió en casas como no podéis imaginaros, yo no apruebo el lujo excesivo.
Pym tampoco lo aprueba, como intenta decirle con una sonrisita afectada y monjil de comprensión.
–Con mi tío Wolfram no me hablo, y gracias a Dios, realmente. Colabora con los nazis. Los judíos le cuelgan boca abajo.
Pym afirma la mandíbula con solemne aprobación.
–Mi tío abuelo David donó todos sus tapices al museo del Prado. Ahora es pobre como un kulak, ¿por qué el museo no le da algo para que no se muera de hambre?
Pym mueve la cabeza con desesperación ante la mezquindad del alma española.
–Mi tía Waldorf…
Se le quiebra la voz bellamente mientras Pym se pregunta si la tensión de su propio cuerpo es visible para ella en la oscuridad.
–Es una auténtica vergüenza -exclama Rick mientras la baronesa recobra la compostura-. Dios mío, hijo, esos bolcheviques podrían irrumpir mañana mismo en Ascot sin pedir permiso y hacerse con una fortuna. Sigue, querida. Hijo, dile que continúe. Llámala Elena, a ella le agrada. No es una snob. Es de los nuestros.
–
Weiter bitte
-dice Pym.
–
Weiter
-repite la baronesa con aprobación, y se aplica unos toques en los ojos con el pañuelo de Rick-.
Jawohl,
querido.
Sehr gut!
–Oh, pero tendrías que oír su acento -grita Cunningham desde la puerta-. Impecable, créeme, igual que mi propio hijo.
–¿Qué dice Elena, hijo?
–Que puede apañarse -dice Pym-. Puede defenderse.
–Es una verdadera joya. No le va a faltar de nada, ya lo verás.
Lo mismo que Pym. Va a casarse con ella, por lo menos. Pero entretanto, con ligera irritación, tiene que oír más alabanzas de mi difunto marido, el barón. Mi Luigi no sólo era propietario de un gran palacio, sino también un genio de las finanzas y hasta que estalló la guerra el presidente de la casa Rothschild en Praga.
–Eran los más ricos de la dinastía -dice Rick-. ¿Verdad que sí, hijo? Tú has estudiado historia. ¿Cuál es tu veredicto?
–Ni siquiera podían contar su fortuna -confirma Cunningham desde la puerta, con el orgullo de un empresario de espectáculos-. ¿Verdad, Elena? Pregúntenle a ella. No sean tímidos.
–Dábamos tales conciertos, querido -confiesa la baronesa a Pym-. Príncipes de todos los países. La casa era de mármol. Teníamos espejos, cultura. Como aquí -añade deferentemente, señalando un óleo inestimable del príncipe Magnus en su
paddock,
pintado a partir de una fotografía-. Lo perdimos todo.
–No todo -dice Rick, en un cuchicheo.
–Cuando llegan los alemanes, mi Luigi se niega a huir. Se enfrenta con los cerdos nazis desde el balcón pistola en mano, y desde entonces no se ha sabido nada de él.
Sigue otra pausa necesaria, durante la cual la baronesa se permite un delicado sorbo de brandy de una hilera de garrafas de cristal que hay en el suelo, y Rick para cólera de Pym, toma el hilo de la historia: en parte porque ya está cansado de escuchar, pero más especialmente porque se avecina un secreto, y en el protocolo de la corte es patrimonio exclusivo de Rick divulgarlo.
–Ese barón era un hombre magnífico y un marido ejemplar, hijo, e hizo lo que haría un buen marido, y créeme que si tu madre estuviese en condiciones de apreciarlo, yo haría lo mismo por ella mañana…
–Lo sé -dice Pym.
Aquel barón sacó de aquel palacio algunos de los mejores tesoros más valiosos, los metió en una caja y entregó esa caja a unos amigos de confianza suyos y de esta hermosa mujer, e impartió órdenes de que cuando los ingleses ganaran la guerra se entregara la caja a su encantadora esposa, aquí presente, con todo lo que contuviera, por mucho que hubiese aumentado su valor en ese tiempo.
La baronesa conoce el catálogo de memoria y de nuevo elige a Pym como auditorio, y para este objetivo es necesario reclamar su atención descansando amorosamente en su muñeca una mano delicada.
–Una Biblia de Gutenberg, en buen estado, querido, un Renoir temprano, dos obras médicas de Leonardo. Una primera edición de los caprichos de Goya, con anotaciones del artista, trescientos dólares del mejor oro americano, un par de cartones de Rubens.
–Cunningham dice que el lote es una bomba -dice Rick cuando ella parece haber terminado.
–Es Hiroshima -dice Cunningham desde la puerta.
Pym improvisa una sonrisa etérea que pretende expresar que el gran arte no conoce precio. La baronesa la intercepta y comprende.
Es una hora después. La baronesa y su protector se han ido y padre e hijo están solos en la gran habitación a oscuras. El tráfico en la calle ha disminuido. Hombro con hombro encima de la cama, están comiendo pescado con patatas que Pym ha sido enviado a comprar con una libra preciosa y salida del bolsillo trasero de Rick. Lo riegan con una botella de
Château d’Yquem
de una caja de
Harrods
.
–¿Siguen ahí, hijo? -dice Rick-. ¿Te ven? Esos hombres de Riley. Fortachones.
–Me temo que sí -responde Pym.
–Tú crees en ella, ¿verdad, hijo? No temas herir mis sentimientos. ¿Tú crees en esa mujer hermosa o piensas que es una mentirosa de corazón negro y además una aventurera?
–Es fantástica -dice Pym.
–No pareces convencido. Escúpelo, hijo. Es nuestra última oportunidad, no te lo digo por nada.
–Es sólo que no entendía del todo por qué no ha vuelto con los suyos.
–Tú no conoces a esos judíos como yo. Son la gente más estupenda del mundo. Pero hay otros que le arrancarían la piel a tiras en cuanto la vieran. Le he preguntado lo mismo. Tampoco le he apretado las clavijas.