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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (31 page)

BOOK: Un espia perfecto
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–Dieciséis de dieciocho para ti -gritó Tom mientras galopaba recogiendo los cartuchos vacíos-. ¡Buena marca!

Y luego, con voz igualmente alta y alegre:

–Y papá está bien, ¿verdad?

–¿Por qué no iba a estarlo? -gritó Brotherhood en respuesta.

–Parecía un poco decaído cuando vino a verme después del entierro del abuelo, eso es todo.

–Yo diría que claro que
estaba
decaído. ¿Cómo te sentirías tú si acabaras de enterrar a
tu
padre?

Los dos seguían gritando en el viento. Charlaban un poco mientras cargaban la escopeta y volvían a preparar la lanzadora para una nueva serie.

–Habló de libertad todo el tiempo -chilló Tom-. Dijo que nadie nos la podía dar, que tenemos que ganarla por nuestra cuenta y riesgo. Me resultó bastante aburrido, la verdad.

El tío Jack estaba tan ocupado recargando que Tom se preguntó incluso si le habría oído. O, de haberlo hecho, si le interesaba.

–Tiene más razón que un santo -dijo Brotherhood, cerrando con un chasquido la escopeta-. El patriotismo es una palabra sucia en estos tiempos.

Tom soltó la arcilla y la vio curvarse y quedar reducida a polvo por la infalible puntería del tío Jack.

–No estaba hablando de patriotismo exactamente -explicó Tom, rastreando en busca de otro par de cartuchos.

–¿Eh?

–Creo que me estaba diciendo que si yo era infeliz debía huir. Me lo dijo también en la carta. Es como si…

–¿Sí?

–… como si quisiera que yo hiciese algo que él no había hecho cuando estuvo en el colegio. Es un poco raro.

–A mí no me parece nada raro. Te está sondeando, simplemente. Te está diciendo que la puerta está abierta si quieres largarte. Por lo que me dices, parece más bien un gesto de confianza. Ningún chico ha tenido mejor padre que tú, Tom.

Tom disparó y falló.

–¿Qué es eso de la carta, de todas maneras? -dijo Brotherhood-. Yo creía que fue a verte.

–Vino. Pero también me escribió. Una carta muy larga. Simplemente me pareció raro -repitió, incapaz de desprenderse de su nuevo adjetivo favorito.

–Muy bien, estaba destrozado. ¿Qué tiene de malo eso? Se le muere su padre y se sienta a escribirle a su hijo. Deberías considerarlo un honor… buen tiro, chico. Buen tiro.

–Gracias -dijo Tom, y miró orgullosamente al tío Jack apuntando una diana en su tarjeta. El tío Jack siempre llevaba el tanteo.

–Pero él no dijo eso -añadió Tom torpemente-. No estaba destrozado. Estaba contento.

–¿Te escribió eso?

–Dijo que el abuelo le había devorado la humanidad natural que él tuvo y que él no quería tragarse la mía.

–Ése es otro modo de estar destrozado -dijo Brotherhood, impávido-. ¿Tu padre, por cierto, nunca te habló de un lugar secreto? ¿De algún sitio donde puedes encontrar una paz y tranquilidad bien merecidas?

–No exactamente.

–Pero tenía un escondrijo, ¿verdad?

–No exactamente.

–¿Dónde es?

–Me dijo que nunca se lo dijera a nadie.

–Entonces no lo digas -dijo firmemente el tío Jack.

De repente, después de eso, hablar del propio padre pasó a ser la función obligatoria de un prefecto democrático. Caird había dicho que era el deber de los privilegiados sacrificar lo que más querían en la vida, y Tom amaba a su padre lo indecible. Sintió la mirada de Brotherhood puesta en él y le agradó haber despertado su interés, aun cuando no parecía particularmente aprobatorio.

–Le conoces desde hace mucho tiempo, ¿verdad, tío Jack? -dijo Tom, entrando en el coche.

–Si treinta años es mucho tiempo.

–Lo es -dijo Tom, para quien una semana era aún un siglo. De pronto, en el interior del coche no había nada de viento-. Así que si papá está bien -dijo con falsa audacia mientras se ajustaba el cinturón de seguridad-, ¿por qué le está buscando la policía? Eso es lo que
yo
quiero saber.

–¿Vas a leernos la fortuna hoy, Mary Lou? -preguntó el tío Jack.

–Hoy no, querido, no tengo ganas.

–Tú siempre tienes ganas -dijo el tío Jack, y los dos lanzaron una carcajada mientras Tom se ruborizaba.

Mary Lou era una gitana, dijo el tío Jack, pero Tom la consideraba más una pirata. Tenía un trasero grande, pelo negro y labios falsos pintados sobre la boca como Frau Bauer en Viena. Cocinaba pasteles y servía tés con nata en un café de madera que lindaba con el campo de deportes. Tom pidió huevos escalfados sobre una tostada, y los huevos estaban cremosos y frescos como los de Plush. El tío Jack tomó una tetera y un pedazo del mejor pastel de frutas que hacía Mary Lou. Parecía haberse olvidado de todo lo que Tom había hablado, cosa que éste le agradecía, pues le dolía ligeramente la cabeza por el aire fresco y le incomodaban sus propios pensamientos. Faltaban dos horas y ocho minutos para tener que tocar la campana llamando al rezo de vísperas. Estaba pensando en que podía seguir el consejo de su padre y huir.

–¿Entonces cómo era eso de la policía? -preguntó Brotherhood con tono un tanto vago, mucho después de que Tom hubiera decidido que lo había olvidado o no lo había oído.

–Vinieron a ver a Caird. Y Caird me mandó a buscar.

–El
señor
Caird, hijo -le corrigió Brotherhood, perfectamente amable, y dio un agradable trago de té-. ¿Cuándo?

–El viernes. Después del rugby. El señor Caird me mandó a buscar y había un hombre de gabardina sentado en su butaca, y dijo que era de Scotland Yard por lo de papá, y que si yo sabía por casualidad su dirección actual porque después del entierro del abuelo, papá se había marchado distraídamente de permiso y nadie sabía dónde estaba.

–Cojones -dijo Brotherhood al cabo de un largo tiempo.

–Es verdad, señor. La pura verdad.

–Has dicho
vinieron.

–Quería decir
vino.

–¿Estatura?

–Uno setenta y cinco.

–¿Edad?

–Cuarenta.

–¿Color del pelo?

–Como el mío.

–¿Bien afeitado?

–Sí.

–¿Ojos?

–Castaños.

Era un juego que habían jugado a menudo antiguamente.

–¿Coche?

–Vino en taxi desde la estación.

–¿Cómo lo sabes?

–Le trajo el señor Mellor. Me lleva a clase de violoncelo desde la parada de taxis de la estación.

–Sé preciso, chico. Vino desde la parada de taxis de la estación en el coche del señor Mellor, ¿Te dijo que había venido en tren?

–No.

–¿Te lo dijo Mellor?

–No.

–¿Entonces quién dice que era policía?

–El señor Caird, señor. Cuando me lo presentó.

–¿Qué ropa llevaba?

–Un traje, señor. Gris.

–¿Dijo su categoría?

–Inspector.

Brotherhood sonrió. Una sonrisa maravillosa, alentadora, afectuosa.

–Tontorrón, era un inspector de
Asuntos Exteriores.
Un simple lacayo del taller de tu padre. Eso no es un
policía,
hijo, sino un empleado gilipollas del departamento de personal, con poca cosa que hacer. Caird lo entendió mal, como de costumbre.

Tom podría haberle besado. Estuvo a punto de hacerlo. Se enderezó y se sintió unos tres metros más alto, y tuvo ganas de sepultar la cara en el
tweed
espeso de la cazadora del tío Jack. Pues claro que no era un policía. No hablaba como un policía, no actuaba como un policía, no tenía los pies grandes ni el pelo corto, ni ese aire que tiene un policía de mantenerse distante aunque esté siendo simpático. No hay problema, se dijo Tom, eufórico. El tío Jack lo había resuelto, como siempre hacía.

Brotherhood le estaba ofreciendo un pañuelo y Tom se restregó los ojos con él.

–Total, ¿qué le dijiste? -preguntó Brotherhood. Y Tom explicó que él tampoco sabía dónde estaba su padre, que había hablado de perderse en Escocia unos días antes de volver a Viena. Lo que de algún modo había producido que papá pareciese ser culpable, una especie de criminal o algo peor. Y cuando Tom le hubo dicho al tío Jack todo lo que recordaba sobre la entrevista, las preguntas y el número de teléfono por si papá aparecía -Tom no tenía el número, pero sí el señor Caird-, el tío Jack fue al teléfono del salón de Mary Lou, llamó a Caird y consiguió para Tom una prórroga hasta las nueve fundada en que tenían que hablar de asuntos de familia.

–Pero ¿y las campanas? -preguntó Tom, alarmado.

–El comandante Carter va a tocarlas -dijo el tío Jack, que comprendía absolutamente todo.

También debió de telefonear a Londres, porque tardó mucho tiempo y dio a Mary Lou otras cinco libras para que ella llenase lo que él llamó su media de Navidad, y otra vez les entró la risa, y esta vez Tom se sumó a ella.

Posteriormente Tom no recordaba cómo llegaron a hablar de Corfú, y quizá ya no había un verdadero puente que condujese a la conversación, sino que simplemente se limitaba a una charla sobre lo que habían hecho desde la última vez en que se habían visto, que en definitiva fue antes de las vacaciones de verano, por lo que había cantidad de cosas de que hablar si te sentías locuaz. Y Tom lo estaba: hacía siglos que no hablaba así, quizá no lo había hecho nunca, pero el tío Jack tenía la desenvoltura, poseía esa combinación de tolerancia y disciplina que para Tom era la mezcla perfecta, pues amaba sentir la fuerza de las fronteras del tío Jack al mismo tiempo que el suelo firme de dentro.

–¿Cómo va tu confirmación? -había preguntado Brotherhood.

–Muy bien, gracias.

–Ya tienes edad, Tom. Tienes que afrontarlo. En algunos países estarías ya de uniforme.

–Lo sé.

–¿Los estudios siguen siendo un problema?

–Un poco, señor.

–¿Todavía piensas en ingresar en Sandhurst?

–Sí, señor. Y el regimiento de mi tío dice que me aceptarían si saco buenas notas.

–Pues tendrás que empollar, ¿no crees?

–Ya lo estoy intentando.

Entonces el tío Jack se acercó y bajó la voz.

–No sé seguro si debería decírtelo, hijo. Pero voy a hacerlo, de todos modos, porque creo que estás preparado para guardar un secreto. ¿Puedes?

–Tengo muchos secretos que nunca he dicho a nadie, señor.

–Tu padre es más bien ahora un hombre secreto. Supongo que lo sabías, ¿no?

–Tú también lo eres.

–Y es un gran hombre, además. Pero no debe irse de la lengua. Por su país.

–Y por ti -dijo Tom.

–Gran parte de su vida está completamente tapada. Casi podría decirse que oculta a la mirada humana.

–¿Lo sabe mamá?

–En principio sí, lo sabe. Con detalle, casi nada. Es nuestro método de trabajo. Y si tu padre ha dado alguna vez la impresión de mentir, de ser esquivo, menos que veraz algunas veces, puedes apostar las botas a que la causa era su trabajo y su lealtad. Es una tensión para él. Lo es para todos nosotros. Los secretos son una tensión.

–¿Es peligroso? -preguntó Tom.

–Puede serlo. Por eso le ponemos guardaespaldas. Como chicos en moto que le siguen por Grecia y merodean por delante de su casa.

–¡Yo les vi! -declaró Tom, excitado.

–Como hombres altos y delgados que se le acercan en partidos de cricket…

–¡Le vi, le vi! ¡Llevaba un sombrero de paja!

–Y hay veces en que lo que tu padre hace es tan secreto que tiene que desaparecer totalmente. Y ni siquiera sus guardaespaldas pueden conocer su dirección.
Yo
lo sé. Pero el resto del mundo no lo sabe ni tiene que saberlo. Y si esos inspectores vienen a verte otra vez, o a ver al señor Caird, o si viene cualquier otra persona, tienes que decirles lo que sepas e informarme inmediatamente después. Voy a darte un número de teléfono especial y voy a tener también una charla especial con el señor Caird. Tu padre merece toda clase de ayuda. Y va a tenerla.

–Me alegro mucho -dijo Tom.

–Pues bien. Esa carta que te escribió a ti. La larga que te mandó después de haberse ido. ¿Hablaba de cosas así?

–No lo sé. No la he leído entera. Había todo un rollo sobre la navaja de Sefton Boyd y una inscripción en los lavabos de los profesores.

–¿Quién es Sefton Boyd?

–Un chico del colegio. Es amigo mío.

–¿Es amigo de tu padre también?

–No, pero su padre sí. Su padre estuvo también en el colegio.

–Sí, los secretos son una tensión -repitió el tío Jack, tan tranquilo como siempre-. ¿Y qué has hecho con esa carta?

Castigarse con ella. Estrujarla hasta que estuvo tirante y puntiaguda y guardarla en el bolsillo del pantalón, donde le pinchaba el muslo. Pero Tom no le dijo esto. Se limitó a entregar, agradecido, los restos al tío Jack, que prometió cuidarlos y comentarlo todo con él la próxima vez; siempre que hubiese algo que comentar, cosa que el tío Jack dudaba mucho.

–Tienes el sobre, ¿no?

Tom no lo tenía.

–¿De dónde te la envió entonces? Supongo que ahí habrá una pista, si la buscamos.

–El matasellos era de Reading -dijo Tom.

–¿De qué día?

–El martes -dijo Tom infelizmente-. Pero podría haber sido fechada el lunes con la fecha del martes. Creí que volvía a Viena el lunes por la tarde. Si no se fue a Escocia, claro.

Pero el tío Jack no parecía escucharle porque otra vez estaba hablando de Grecia, jugando a lo que los dos llamaban redacción de un informe sobre aquel tipo desmirriado de bigote que se había presentado en el campo de cricket de Corfú.

–Me figuro que estabas preocupado por él, ¿verdad, hijo? Supongo que pensaste que no tramaba nada bueno respecto a tu padre, aunque se mostrase tan amistoso. O sea: si se conocían
tan
bien, ¿por qué tu padre no le invitaba a ir a casa para conocer a tu madre? Entiendo que al pensarlo bien te hubiera molestado. No te resultaba muy agradable que tu padre tuviese una vida secreta a dos pasos de su mujer.

–Supongo que me molestó -reconoció Tom, maravillado como siempre por la omnisciencia del tío Jack-. Cogió a mi padre del brazo.

Habían regresado al
Digby.
En la gran alegría de la inquietud disipada, Tom había redescubierto su apetito y estaba comiendo un filete con patatas fritas para llenar el hueco. Brotherhood había pedido un whisky.

–¿Estatura? -preguntó, volviendo al juego especial de ambos.

–Uno ochenta.

–Muy bien, bravo. Exactamente uno ochenta. ¿Color del pelo?

Tom vaciló.

–Una especie de marrón amarillento con rayas -respondió.

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