–¿Estás bien? -preguntó Pym, queriendo decir: «¿Tienes liquidez? ¿Vamos camino de la cárcel?»
Rick le estrechó enérgicamente.
–Hijo. Contigo a mi lado, y con Dios sentado ahí arriba con Sus estrellas, y el «Bentley» debajo de nosotros, soy el tipo que mejor está en el mundo.
Y decía en serio cada palabra, como siempre, y el día más orgulloso de su vida iba a ser cuando Pym estuviese en el Old Bailey en el lado bueno de la barandilla, ostentando los plenos atributos de presidente del tribunal supremo y dictando las sentencias que antaño habían dictado contra Rick en tiempos que nunca reconocíamos.
–Padre -dijo Pym. Y se detuvo.
–¿Qué, hijo? Puedes hablar con tu viejo.
–Es sólo que… bueno, si no puedes pagar por adelantado las cuotas del primer año de internado, no importa. Quiero decir que iré a la escuela diurna. Creo solamente que debería ir a algún sitio.
–¿Eso es todo lo que tienes que decirme?
–No importa. De verdad.
–Has estado leyendo mi correspondencia, ¿no?
–No, claro que no.
–¿Alguna vez te ha faltado algo? ¿En toda tu vida?
–Nunca.
–Así me gusta -dijo Rick, y casi le rompió el cuello a Pym con un abrazo de acero.
–¿De dónde salía entonces el dinero, Syd? -insisto una y otra vez-. ¿Por qué llegó a acabarse?
Incluso hoy, en mi seriedad incurable, anhelo hallar una explicación seria para la mutilación criminal de aquellos días, aun cuando sea el único delito que, según Balzac, se esconde detrás de toda fortuna. Pero Syd nunca fue un cronista objetivo. Sus ojos claros se empañan, una sonrisa lejana ilumina su carita de pájaro mientras sorbe de su copa. En el fondo sigue viendo a Rick como a un gran río sinuoso del que cada uno de nosotros sólo puede llegar a conocer el tramo que el Destino nos otorga.
–Nuestro gran tipo era Dobbsie -recuerda-. No estoy diciendo que no hubiese otros, Titch: los había. Había hermosos proyectos, muchos muy visionarios, muy fantásticos. Pero el viejo Dobbsie era el tipo grande.
Para Syd siempre tiene que haber el tipo grande. Como los jugadores y los actores, ha vivido para eso toda su vida, y todavía lo hace. Pero la historia de Dobbsie tal como me la contó esa noche, tomando Dios sabe cuántas copas, puede servir igual que cualquier otra, aun cuando deja inexplorados los recodos más oscuros.
–Durante un tiempo, Titch -dice Syd, mientras Meg nos da una gota más de empanada y aviva el fuego de leña-, mientras el flujo y el reflujo de la guerra, con la ayuda de Dios, naturalmente, favorecen cada vez más a los aliados, tu padre ha estado muy preocupado por encontrar una nueva salida para aquellos fantásticos talentos suyos de los que todos somos, y con razón, plenamente conscientes. Hacia 1945 no se puede pensar que la escasez no acabará nunca. La carestía se ha convertido, Titch, sin rodeos, en un negocio arriesgado. Con los peligros de la paz sobre nosotros, el chocolate, medias de nilón, frutos secos y gasolina podrían inundar el mercado en un día. Lo que se avecina, Titch, dice Syd -en quien las cadencias de Rick resuenan como canciones que no consigo expulsar de mi cabeza-, es la Reconstrucción. Y tu padre, con aquel cerebro suyo, está tan ansioso como cualquier otro buen patriota de percibir su parte de la misma, lo cual es totalmente justo. La pega, como siempre, está en encontrar el asidero, porque ni siquiera Rick puede acaparar el mercado inmobiliario inglés sin un penique de capital. Y de un modo totalmente accidental, dice Syd, este asidero se obtiene por la impensada mediación de Flora, la hermana de Muspole. ¡Tú te acuerdas de Flora! Claro que me acuerdo. Flora es una buena
scout,
una predilecta de los jockeys a causa de sus pechos majestuosos y del generoso uso que hace de ellos. Pero su verdadera devoción, me recuerda Syd, se la reserva a un caballero llamado Dobbs, que trabaja para el gobierno. Y una noche, en Ascot, tomando una copa -tu padre estaba en una conferencia entonces-, a Flora se le escapa como de paso que su Dobbsie es arquitecto municipal por vocación y que recientemente se ha agenciado un trabajo importante. ¿Qué trabajo es, querida?, pregunta la corte educadamente. Flora titubea. Las palabras largas no son su fuerte.
Valorar la indemnización,
contesta, citando algo que no ha entendido totalmente. ¿Indemnización por qué, querida?, pregunta la corte, aguzando el oído, porque la indemnización no había perjudicado a nadie todavía.
Indemnización por daños de bomba,
dice Flora, y mira furiosamente alrededor, con creciente incertidumbre.
–Era un chollo, Titch -dice Syd-. Dobbsie monta en su bicicleta, visita una casa bombardeada, descuelga el chisme para llamar a Whitehall. Aquí Dobbs, dice. Necesitaré veinte mil libras para el jueves, y sin chistar. Y el gobierno paga como un señor. ¿Por qué? -Syd me picotea la rodilla superior con el dedo índice. Un gesto que Rick tuvo toda la vida-. Porque Dobbs es imparcial, y nunca lo olvides.
También yo recuerdo vagamente a Dobbsie, un hombrecillo baqueteado y mentiroso que se entrompaba con dos copas de champán. Recuerdo que se me ordenó ser agradable con él: ¿cuándo no lo era Pym?
–Hijo, si el señor Dobbs, aquí presente, te pide algo, si quiere ese cuadro bonito de la pared, tú se lo das. ¿Comprendido?
A partir de ese día Pym miró de un modo distinto la pintura de barcos sobre un mar rojo, pero Dobbsie nunca la pidió.
Con el secreto asombroso de Flora al descubierto, continúa Syd, las ruedas del comercio giran a toda marcha. Llaman a Rick de su conferencia, se concierta una cita con Dobbsie, se establece una mutualidad. Los dos son liberales o masones o hijos de grandes hombres, los dos son seguidores del Arsenal, admiran a Joe Luis, piensan que Noel Coward es un mariquita o comparten la misma visión de hombres y mujeres de todas las razas que caminan codo a codo hacia el magno cielo que, a decir verdad, es lo bastante espacioso para acogernos a todos, no importa de qué color o credo seamos; todo esto es una de las cantinelas fijas de Rick, que nunca dejan de hacerle llorar. Dobbs se convierte en miembro honorario de la corte y al cabo de unos días les presenta a un amado colega que se llama Fox y a quien también le gusta hacer el bien a la humanidad y cuyo trabajo consiste en seleccionar terrenos de construcción para la Utopía posbélica. Así las ondas de la conspiración se multiplican, se entrecruzan y se extienden.
El siguiente afortunado es Perce Loft. Mientras se ocupa de un negocio en los Midlands, Perce ha oído rumores acerca de una mutualidad moribunda que posee una fortuna, y hace averiguaciones. El presidente de la mutua, un tal Higgs -el destino ha decretado que todos los conspiradores ostenten monosílabos-, resulta ser un baptista de toda la vida. Rick también lo es; sin serlo, nunca hubiera podido llegar a lo que es hoy. La fortuna procede de un depósito familiar al cargo de un abogado, Crabbe, que se fue a la guerra en el momento en que el dinero le fue entregado y dejó que el depósito cuidara de sí mismo como creyera mejor. Como baptista, Higgs no puede distraer fondos sin que Crabbe le autorice. Rick consigue que licencien a Crabbe de su regimiento, le lleva en el «Bentley» a Chester Street, donde examina el muro de la Fama, los libros de leyes y a las beldades, y de allí al viejo y querido Albany, donde goza de una bonita charla y de relajación.
Crabbe resulta ser un hombrecillo pendenciero e idiota, que estira el codo para coger su bebida, señor, se retuerce el bigote para demostrar su perspicacia militar y al cabo de unas cuantas copas exige saber ¿qué estabais haciendo vosotros, los civiles, caguetas, mientras yo participaba en cierta contienda, señor, arriesgando el pellejo entre balas y bombas? Sin embargo, unas copas más tarde, en el
Goat,
declara que Rick es la clase de tipo que le hubiera gustado tener de comandante y, de ser necesario, morir por él, cosa que estuvo a punto de hacer algunas veces, pero chitón. Incluso llama «coronel» a Rick, desencadenando de este modo un extraño interludio en la ascensión del gran hombre, pues a Rick le agrada tanto el rango que decide atribuírselo en serio, de un modo parecido a como más adelante se convence de que el duque de Edimburgo le ha nombrado secretamente caballero y guarda una colección de tarjetas de visita para las personas admitidas a esta confidencia.
Pero ninguna de estas responsabilidades adicionales interrumpe un solo minuto el vals sin resuello de Rick. A lo largo de toda la noche, durante todo el fin de semana, la casa de Ascot recibe una pomposa cabalgata de los grandes, los hermosos y los crédulos, porque Rick se ha convertido en un coleccionista de celebridades, así como de necios y de caballos. Jugadores de cricket, jockeys, futbolistas, letrados de moda, parlamentarios corruptos, subsecretarios relucientes de útiles ministerios de Whitehall, navieros griegos, peluqueros
cockneys,
maharajás que no figuran en la nómina, magistrados borrachos, alcaldes venales, príncipes regentes de países que han dejado de existir, prelados con pectorales, y con botas de ante, cómicos de la radio, cantatrices, holgazanes aristocráticos, millonarios de la guerra y estrellas de cine: todos desfilan por nuestro escenario como beneficiarios perplejos de la gran visión de Rick. Lúbricos directores de banco y presidentes de inmobiliarias que jamás han bailado se quitan la chaqueta, confiesan su vida estéril e idolatran a Rick, que les dona el sol y la lluvia. Sus esposas reciben medias de nilón inhallables, perfumes, cupones de gasolina, abortos discretos, abrigos de piel y, si se cuentan entre las afortunadas, a Rick mismo, pues todo el mundo tiene que recibir algo, hay que velar por todos, todos tienen que tenerle en gran estima. Si tienen ahorros, Rick los duplicará. Si desean apostar, Rick les conseguirá más posibilidades que los corredores de apuestas, páseme el metálico, yo me ocuparé. Los hijos se los entregan a Pym para que les divierta, les exime del servicio militar por la intervención de algún viejo conocido, les regalan relojes de oro, entradas para la final de copa, cachorros de
setter
rojo y, si están enfermos, les envían a los médicos más selectos para que les atiendan. Hubo una época en que tal prodigalidad consternó al Pym adolescente y le despertó la envidia. Hoy no. Hoy lo consideraría simplemente la asistencia normal que se dispensa a un agente.
Y, entre ellos, fortuitos como gatos, acechan los hombres silenciosos de la corte ampliada, los hombres del bando de Muspole, con trajes de hombros anchos y sombreros marrones de copa baja, que se llaman a sí mismos asesores y se llevan al oído el auricular del teléfono, pero que no hablan. Quiénes eran, adonde iban: hasta la fecha sólo lo saben el diablo y el espectro de Rick, y Syd se niega en redondo a hablar de ellos, aunque con el tiempo creo haberme hecho una idea acertada de sus actividades. Eran los matones de la tragicomedia de Rick, ora postrados de rodillas y rebosantes de sonrisas falsas, ora apostados como centinelas shakesperianos alrededor de la escena, con los ojos en blanco en la penumbra mientras esperan para destriparle.
Y, de puntillas entre esta casa de fieras completa -como entre sus piernas-, aunque era ya tan alto como la mitad de ellos, vislumbro otra vez a Pym, camarero servicial, botones mudo, magistrado supremo en ciernes, cortando las puntas de los puros y rellenando las copas. Pym, el orgullo de su progenitor, el diplomático en embrión, acudiendo presuroso a todas las llamadas: «Éste es Magnus. ¿Qué te han hecho en ese colegio nuevo, te han echado fertilizante encima? Aquí Magnus, ¿quién te ha cortado el pelo? Aquí Magnus, cuéntanos ése del taxista que pone a su mujer en estado interesante» Y Pym -el más irresistible narrador de anécdotas de su edad y peso de todo el Gran Ascot- agradece, sonríe y se escabulle entre la concurrencia anómala y apretujada, y para relajarse acude a las clases nocturnas de política radical en la casa de Ollie y de Cudlove, lecciones en las que se decide cordialmente, al tiempo que se consumen canapés robados y cacao, que todos los hombres son hermanos, pero esto no va contra tu papá. Y aunque las doctrinas políticas son hoy para mí en el fondo tan carentes de sentido como para Pym entonces, recuerdo la humanidad sencilla de nuestras conversaciones cuando prometíamos remediar las maldades del mundo, y el buen corazón sincero con que, al ir a acostarnos, nos deseábamos mutuamente paz en el espíritu de Joe Stalin, que, con franqueza, Titch, y esto no va contra tu padre
jamás,
les ganó la guerra a todos esos bastardos capitalistas.
Las vacaciones de la corte se reincorporan al programa porque ningún hombre puede dar lo mejor de sí mismo sin descanso. St. Monte queda fuera del mapa desde el intento fallido de Rick de comprar el centro invernal en lugar de pagar las deudas contraídas en él, pero como «compensación», ahora una palabra favorita, Rick y sus consejeros han adoptado el sur de Francia y viajan a Montecarlo en el
Train bleu,
organizando un festín durante el trayecto en el vagón restaurante de terciopelo y cobre amarillo, y haciendo una pausa sólo para dar una propina al maquinista franchute que es un liberal de primer orden, antes de correr al casino con divisas ilícitas en la mano. Por encima del hombro de Rick, en la
grade salle,
Pym puede observar cómo desaparecen en segundos los honorarios de un año de colegio, y nadie se ha enterado. Si prefiere el bar puede cambiar impresiones con un alcalde de Wildman o Dios sabía de qué ejército, que dice ser caballerizo del rey Faruk y pretende disponer de una línea telefónica privada con El Cairo a fin de informar de los números ganadores y recibir órdenes reales, inspiradas por adivinos, sobre el modo de dilapidar la riqueza de Egipto. Para nuestros amaneceres mediterráneos tenemos el sombrío desfile hasta el prestamista del muelle, abierto toda la noche, donde Rick sacrifica al dios esquivo de la liquidez su reloj de oro, su cigarrera de oro, su varilla de cóctel y sus gemelos igualmente de oro y con los colores deportivos de Pym. Para nuestras tardes pensativas disponemos del
tir aux pigeons,
en el que la corte, tras un buen almuerzo, se tumba de bruces en el campo de tiro y dispara a infortunados pichones, conforme salen de su túnel y alzan el vuelo hacia el cielo azul antes de estrellarse contra el mar en un torbellino rizado. De vuelta a casa, en Londres, con todas las facturas abonadas, es decir, firmadas, y todos los porteros
y maîtres
complacidos, esto es, generosamente gratificados con las últimas monedas que nos quedan, se reanudan las tareas cada vez más numerosas del imperio Pym e hijo.