–¡Pero si hablas un alemán excelente! -protestó Herr Ollinger-. Yo hubiera pensado inmediatamente que eras alemán. ¿No eres? ¿Entonces de dónde eres, si me permites la impertinencia?
Y era una amabilidad por parte de Herr Ollinger, porque nadie habría podido tomar en aquellos tiempos el alemán de Pym por el idioma genuino. De modo que Pym refirió a Herr Ollinger la historia de su vida, que era lo que se había propuesto desde el principio, y le deslumbró con preguntas tiernas sobre él mismo, y de todas las maneras que sabía depositó sobre Herr Ollinger todo el peso de su encanto delicado, lo que más adelante se reveló como un esfuerzo totalmente innecesario, pues Herr Ollinger no era selectiva con sus amistades. Admiraba a todo el mundo, compadecía a todo el mundo desde abajo, más que nada por el terrible infortunio de tener que compartir el mundo con él. Dijo que estaba casado con un ángel y que tenía tres hijas angelicales que eran prodigios musicales. Dijo que había heredado la fábrica de su padre en Ostermundingen y que aquello le causaba una gran preocupación. Y en efecto debía ser así, pues retrospectivamente es evidente que el pobre hombre se levantaba con gran diligencia todas las mañanas para proceder a hundirla un poco más. Dijo que
Herr Bastl
estaba con él desde hacía tres años, pero sólo temporalmente, porque todavía seguía intentando encontrar a su amo.
Correspondiendo con igual generosidad, Pym le contó sus experiencias en el
Blitz
y la noche en que había visitado a su tía de Coventry cuando las bombas alcanzaron la catedral, y aunque ella vivía casi a cien metros de las puertas principales, su casa resultó milagrosamente incólume. Después de haber destruido Coventry, se describió a sí mismo, en una proeza de imaginación, como el hijo de un almirante asomado en bata a la ventana de su dormitorio, observando con calma las oleadas de los bombarderos alemanes que sobrevolaban el colegio y preguntándose si esta vez iban a lanzar a los paracaidistas disfrazados de monjas.
–¿Pero no teníais refugios? -exclamó Herr Ollinger- ¡Qué vergüenza! ¡No eras más que un niño, Dios mío! Mi mujer se pondría furiosísima. Es de Wilderswill -explicó, mientras
Herr Bastl
comía un
pretzel
y pedorreaba.
Así pues, Pym continuó engarzando una invención tras otra, apelando al amor suizo de Herr Ollinger por el desastre y embelesando al neutral que había en él con las atroces realidades de la guerra.
–Pero eras tan joven -protestó otra vez Herr Ollinger cuando Pym relató los rigores de su temprana instrucción militar en el cuartel de transmisiones de Bradford-. No tenías el calor de un hogar. ¡Eras un niño!
–Bueno, gracias a Dios nunca tuvieron que utilizarnos -dijo Pym con una voz malgastada mientras pedía la cuenta-. Mi abuelo murió en la primera y mi padre fue dado por muerto en la segunda, así que no puedo por menos que pensar que es hora de que nuestra familia tenga un respiro.
Herr Ollinger no quiso que Pym pagara. Herr Ollinger dijo que podría ser que respirase el aire libre de Suiza, pero tenía tres generaciones de ingleses a quienes agradecer el privilegio. La cerveza y la salchicha de Pym eran un mero paso en el avance veloz de la generosidad de Herr Ollinger. Le siguió el ofrecimiento de una habitación, por todo el tiempo que Pym quisiera honrarle con su presencia, en la angosta casita del Langasse que Herr Ollinger había heredado de su madre.
No era una habitación grande. En realidad era muy pequeña. Era un ático, uno de los tres, y Pym ocupaba el del medio, y sólo el centro del mismo era lo bastante alto para estar de pie, y aun así se sentía más cómodo con la cabeza asomada por el tragaluz. En verano la luz diurna duraba toda la noche, en invierno la nieve suprimía el mundo. Como calefacción tenía un radiador grande empotrado en el tabique, que calentaba con una estufa de leña en el pasillo. Tenía que elegir entre congelarse y abrasarse, según su humor. Sin embargo, Tom, nunca he estado más a gusto en ningún sitio hasta que conocí a la señorita Dubber. Una vez en la vida nos es dado a conocer una familia realmente feliz. Frau Ollinger era alta, luminosa y frugal. En una ronda rutinaria por la casa, Pym la observó en una ocasión a través de una rendija en una puerta mientras ella dormía, y estaba sonriendo. Estoy seguro de que sonreía cuando se murió. Su marido revoloteaba alrededor de ella como un remolcador gordo, trastornando la economía, encomendándole cada niño abandonado y cada gorrón que encontraba, y la adoraba. Las hijas eran a cada cual más fea y tocaban atrozmente instrumentos musicales, para furor de los vecinos, y una tras otra se fueron casando con hombres incluso más feos y peores músicos a quienes los Ollinger consideraban brillantes y deliciosos, y al considerarlo los volvían tales. De la mañana a la noche una caravana de emigrantes, inadaptados y genios sin descubrir desfilaban por la cocina familiar, cocinándose tortillas y apagando los cigarros con el pie sobre el linóleo. Y ay de ti si no cerrabas con llave el dormitorio, pues Herr Ollinger era completamente capaz de olvidar que estabas dentro o, en caso necesario, de convencerse a sí mismo de que esa noche habías salido o de que no te importaría la presencia de un extraño hasta que encontrara otro alojamiento. No recuerdo cuánto pagábamos. No podíamos pagar casi nada, y desde luego no lo bastante para subvencionar la fábrica de Ostermundingen, porque lo último que supe de Herr Ollinger fue que trabajaba dichoso de empleado en la oficina de correos principal de Berna, encantado con la erudita compañía. La única pertenencia que asocio con él aparte de
Herr Bastl
es una colección de revistas eróticas con las que se consolaba de su timidez. Como todo lo demás en su persona, la tenía para compartirla, y era mucho más reveladora que la
Amor
y
mujer rococó.
Éste fue, pues, el hogar donde Pym instaló su torre de vigía. Por una vez en su vida era bueno y completo. Tenía una cama, poseía una familia. Estaba enamorado de la Elisabeth del
buffet
de tercera clase y proyectaba casarse y ser padre pronto. Estaba enzarzado en una correspondencia torturante con Belinda, quien creía su deber informarle de los amoríos de Jemima, que «estoy segura de que los tiene sólo porque tú estás lejos». Si Rick no estaba extinto permanecía al menos inactivo, porque su única señal de vida era un raudal de homilías sobre Ser Siempre Fiel a tus Privilegios y evitar las Tentaciones Extranjeras y las Trampas del Sinismo, que o bien él o su secretaria no sabían escribir correctamente. Aquellas cartas parecían claramente escritas sobre la marcha, y nunca procedían dos veces del mismo sitio: escribe a la atención de Topsy Eaton en
Firs,
East Grinstead, no hace falta que pongas mi nombre en el sobre… escribe al
apartadero
de correos del coronel Mellow en la estafeta central de Hull, que tiene la amabilidad de recoger mi correspondencia… En una ocasión varió esta dieta una carta de amor que comenzaba: «Annie, mi gatita, tu cuerpo significa más para mí que las riquezas de la tierra.» Rick debía haberse equivocado de sobre.
Lo único, por tanto, que Pym echaba en falta era un amigo. Lo conoció en el sótano de Herr Ollinger un sábado al mediodía, cuando bajó la ropa sucia para la colada semanal. Arriba, en la calle, la primera nevada expulsaba ya al otoño. Pym tenía un cargamento de ropa húmeda delante de la cara y concentraba su atención en los peldaños de piedra. La luz del sótano se encendía con un interruptor cronometrado y en cualquier momento podía quedarse a oscuras y pisar a
Herr Bastl
, que era el dueño de la caldera. Pero la luz continuó encendida y al pasar por delante del interruptor advirtió que alguien había insertado en él una ingeniosa cerilla, una cerilla pulida y recortada con un cuchillo. Olió a humo de puro, pero Berna no era Ascot: quienquiera que tuviese unos pocos peniques podía fumar un puro. Cuando vio la butaca la atribuyó mentalmente a los trastos que Herr Ollinger apartaba como un regalo para Herr Rubi, el trapero que pasaba los sábados en su carreta tirada por un caballo.
–¿No sabes que está prohibido a los extranjeros colgar su ropa en los sótanos suizos? -dijo una voz de hombre, no en dialecto sino en un alto alemán seco.
–Me temo que no -respondió Pym. Miró en torno en busca de alguien a quien pedir disculpas y vio la forma confusa de un hombre delgado y acurrucado en la butaca, que se sujetaba al cuello una manta compuesta de retazos con pequeñas manos blancas. Llevaba una boina negra y lucía un bigote caído. No se le veían los pies, pero su cuerpo tenía el aspecto de algo puntiagudo y mal doblado, como un trípode armado a medias. El bastón de Herr Ollinger estaba recostado contra la butaca. Un purito se consumía entre los dedos que aferraban la manta.
–En Suiza está prohibido ser pobre, está prohibido ser extranjero, está terminantemente prohibido colgar ropa. ¿Eres inquilino de este establecimiento?
–Soy un amigo de Herr Ollinger.
–¿Un amigo inglés?
–Me llamo Pym.
Destapando el bigote, los dedos de una mano blanca empezaron a mesárselo pensativamente hacia abajo.
–¿Lord Pym?
–Solamente Magnus.
–Pero eres de linaje aristocrático.
–Bueno, nada muy especial.
–Y eres héroe de guerra -dijo el desconocido, e hizo un ruido de succión que en inglés hubiera sonado escéptico.
A Pym no le gustó nada la descripción. El retrato de sí mismo que había ofrecido a Herr Ollinger era obsoleto. Le consternaba verlo revivir.
–¿Y
usted
quién es, si me permite preguntarlo? -dijo Pym.
El dedo del desconocido se levantó para rascar alguna irritación en su mejilla mientras parecía considerar una gama de posibilidades.
–Me llamo Axel, y desde hace una semana soy tu vecino, o sea que no tengo más remedio que oírte rechinar los dientes por la noche -dijo, dando una chupada al puro.
–
¿Herr
Axel? -preguntó Pym.
–Herr Axel Axel. Mis padres se olvidaron de ponerme un segundo nombre.
Depositó el libro y extendió una mano escuálida a guisa de saludo.
–Por el amor de Dios -exclamó con una mueca de dolor cuando Pym la estrechó-. Tranquilo, ¿quieres? La guerra ha terminado.
Demasiado retado para sentirse cómodo, Pym dejó su colada para otro día y volvió arriba.
–¿Cuál es el segundo nombre de Axel? -preguntó a Herr Ollinger al día siguiente.
–Quizá no tenga -contestó Herr Ollinger maliciosamente-. A lo mejor es por eso que no tiene papeles.
–¿Es estudiante?
–Es poeta -dijo Herr Ollinger orgullosamente, pero la casa estaba repleta de poetas.
–Deben de ser poemas muy largos. Escribe a máquina toda la noche -dijo Pym.
–Toda la noche, sí. Y con mi máquina -dijo Herr Ollinger, en la cima del orgullo.
–Mi marido le encontró en la fábrica, -dijo Frau Ollinger, mientras Pym le ayudaba a preparar verduras para la cena-. Es decir, le encontró Herr Harprecht, el vigilante nocturno. Axel estaba durmiendo en el almacén, encima de unos sacos, y Herr Harprecht quiso entregarlo a la policía porque no tenía papeles y era extranjero y olía mal, pero gracias a Dios mi marido se lo impidió a tiempo y le dio el desayuno a Axel y le llevó a un médico porque sudaba.
–¿De dónde es? -preguntó Pym.
Cosa rara en ella, Frau Ollinger se tornó precavida. Axel viene de
drüben,
respondió:
drüben
era al otro lado de la frontera, esas regiones irracionales de Europa que no eran Suiza, donde la gente viajaba en tanques en lugar de trolebuses y los famélicos tenían la mala educación de buscar la comida en los escombros en vez de comprarla en las tiendas.
–¿Cómo llegó aquí? -preguntó Pym.
–Creemos que andando -respondió Frau Ollinger.
–Pero es un inválido. Está lisiado y es flaco.
–Creemos que tuvo una voluntad fuerte y una necesidad.
–¿Es alemán?
–Hay muchas clases de alemanes, Magnus.
–¿De qué clase es Axel?
–No preguntamos. Quizá tú tampoco deberías preguntar.
–¿No puede adivinarlo por su voz?
–Tampoco adivinamos. En el caso de Axel es mejor prescindir totalmente de curiosidad.
–¿Qué enfermedad tiene?
–Quizá sufrió en la guerra, como tú -sugirió Frau Ollinger, con una sonrisa de entendimiento algo excesivo-. ¿No te gusta Axel? ¿Te molesta ahí arriba?
¿Cómo puede molestarme si no me habla?, pensó Pym. ¿Si lo único que oigo de él es el repiqueteo de la máquina de Herr Ollinger, los gritos de éxtasis de sus visitantes femeninas por las tardes y su arrastrar de pies cuando se desplaza a los retretes con el bastón de Herr Ollinger? ¿Si lo único que veo son sus botellas de vodka vacías y la nube de humo azul del puro en el pasillo y su cuerpo pálido y enclenque desapareciendo por la escalera?
–Axel es fabuloso -dijo.
Pym ya había determinado que la Navidad sería la más alegre de su vida, no obstante una carta terriblemente desdichada de Rick narrando las privaciones de «una pequeña pensión de los desiertos de Escocia donde las necesidades más míseras de la vida son un regalo del cielo». Más tarde descubrí que se refería a Gleneagles. Llegó la Nochebuena y Pym, por ser el pupilo más joven, ayudó a Frau Ollinger a colgar los regalos en el árbol. El día entero había sido maravillosamente oscuro y, por la tarde, gruesos copos de nieve empezaron a arremolinarse en las luces de la calle y a atascar los carriles del tranvía. Las hijas de los Ollinger llegaron con su escolta respectiva, seguidas por una tímida pareja de recién casados que venían de Basilea y sobre quienes se cernía una sombra, no recuerdo qué. A continuación un genio francés que se llamaba Jean-Pierre y pintaba perfiles de peces, siempre sobre un fondo sepia. Y tras él un caballero japonés pródigo en disculpas, el señor San, que trabajaba en la fábrica de Herr Ollinger como una especie de espía industrial, lo que hoy día me resulta muy gracioso, porque si Japón intentó alguna vez copiar los métodos de Herr Ollinger, deben de haber provocado un retraso de un decenio en su producción industrial.
Por último Axel bajó lentamente las escaleras de madera y efectuó su entrada. Por primera vez Pym pudo observarle a sus anchas. Aunque superlativamente enjuta, su cara era de corte redondeado. Tenía la frente alta, pero la madeja de pelo castaño que le crecía a un costado le prestaba un aire curvo y entristecedor. Era como si el Creador le hubiese puesto el pulgar y el índice en las sienes y le hubiese estrechado el rostro entero como una advertencia por su frivolidad: primero las cejas en forma de aro, luego los ojos, después el bigote, que era una herradura peluda. Y de algún modo, dentro de todo esto, se encontraba el mismo Axel, con los ojos que emitían un centelleo desde sus propias penumbras, el superviviente agradecido de algo que Pym no estaba autorizado a compartir. Una de las hijas le había tejido una rebeca desgarbada que Axel portaba como una capa sobre sus hombros consumidos.