–Inglés bueno.
–Pero ruso bueno también -insistía Pym, riéndose-. Ruso muy bueno, de verdad.
–
Kamarad!
–
Tovarich. Kamarad
-respondía el gran internacionalista.
Ofrecía un cigarrillo y se servía uno. Los encendía con su mechero
Zippo
americano de gran llama, que había comprado a uno de los muchos comerciantes clandestinos que operaban dentro de la Div Int. Dejaba que el resplandor del cigarro iluminase las facciones del centinela y las suyas. Entonces Pym, con su buen corazón, sentía a medias el apremio, aunque afortunadamente no poseía el lenguaje, de explicar que aunque había espiado a los comunistas en Oxford y les espiaba nuevamente en Viena, seguía siendo un comunista en el fondo, y sentía más afecto por las nieves y campos de maíz de Rusia que el que había sentido por los bares musicales y las ruletas de Ascot.
Y algunas veces, muy tarde, al volver por las plazas vacías a su dormitorio monacal, con el extintor del ejército y la foto de Rick, se detenía, bebía a ráfagas el aire limpio de la noche hasta que experimentaba regocijo, contemplaba las calles empedradas y brumosas y se imaginaba que veía a Lippsie caminando hacia él a través de la farola con su bufanda de refugiada y su maleta de cartón en una mano. Y sonreía a Lippsie y se felicitaba porque, a pesar de sus añoranzas exteriores, seguía viviendo en el mundo que había dentro de su cabeza.
Llevaba tres meses en Viena cuando Marlene le pidió protección. Marlene era una intérprete checa y una beldad famosa.
–¿Usted es el señor Pym? -le preguntó una noche, con una deliciosa timidez civil, cuando descendía por la gran escalera detrás de una bandada de oficiales de alta graduación. Llevaba una amplia gabardina ceñida en la cintura y un sombrero con pequeños cuernos.
Pym confesó que lo era.
–¿Se dirige al hotel Wiechsel?
Pym dijo que lo hacía todas las noches.
–¿Me permite que vaya con usted, por favor, una vez? Ayer un hombre intentó violarme. ¿Me acompañará hasta mi puerta? ¿No le estorbo?
Pronto el intrépido Pym acompañaba a Marlene hasta su puerta todas las noches y la recogía en ella todas las mañanas. Su jornada transcurría entre estos dos radiantes interludios. Pero cuando la invitó a cenar con él, después de cobrar la paga, fue convocado por un enfurecido capitán de fusileros que tenía a su cargo a los recién llegados.
–Es usted un puerco lujurioso, ¿me oye?
–Sí, señor.
–Los subalternos de la Div Int no, repita, no, fraternizan en público con el personal civil. No hasta que lleve un poco más de tiempo del que lleva en el servicio. ¿Me ha oído?
–Sí, señor.
–¿Sabe lo que es un mierda?
–Sí, señor.
–No, no lo sabe. Un mierda, Pym, es un oficial cuya corbata es de un tono caqui más claro que su camisa. ¿Ha visto su corbata últimamente?
–Sí, señor.
–Compárelas, Pym. Y pregúntese qué clase de joven oficial es usted. Esa mujer no está siquiera autorizada a traspasar la zona prohibida.
Forma parte del aprendizaje, pensó Pym, mientras se cambiaba la corbata. Me están endureciendo para el servicio. Le preocupaba, no obstante, que Marlene le hubiese hecho tantas preguntas acerca de sí mismo y deseaba no haber sido tan franco en sus respuestas.
No mucho después, los superiores juzgaron benignamente que Pym se había familiarizado con la ciudad. Antes de partir, el capitán le llamó nuevamente y le enseñó dos fotografías. Una de ellas mostraba a un hombre bastante joven y de labios blandos, y la otra a un borracho mofletudo que exhibía una sonrisa burlona.
–Si ve a cualquiera de estos dos hombres, informe inmediatamente a un oficial superior, ¿entendido?
–¿Quiénes son?
–¿No le ha enseñado nadie a no hacer preguntas? Si no puede encontrar a un oficial superior, arréstelos usted mismo.
–¿Cómo?
–Utilice su autoridad. Sea cortés pero firme. «Ustedes dos quedan detenidos.» Luego preséntese con ellos ante el oficial superior más próximo.
Pym se enteró unos días más tarde por el
Daily Express
de que aquellos dos hombres se llamaban Guy Burgess y Donald Maclean, y de que eran miembros del servicio de espionaje británico. Durante varias semanas continuó buscándoles por todas partes, pero no los encontró porque ya habían huido a Moscú.
¿Quién de los dos, pues, es responsable, Tom? ¿Es el alma soñadora de Pym o el humor retorcido de Dios, que se las ingenia para depararle un plazo de paraíso antes de cada caída? Te dije, a propósito de los Ollinger de Berna, que sólo una vez en la vida nos es dado conocer a una familia realmente feliz, pero me había olvidado del comandante Harrison Membury, ex bibliotecario de la Biblioteca Inglesa de Nairobi y en un tiempo oficial del Cuerpo Educativo, que por un delicioso capricho de la lógica militar había ido a parar entre la chusma del Cuerpo de Seguridad. Me había olvidado de su bella esposa y de sus numerosas hijas repulsivas, que eran Fräulein Ollingers en ciernes, salvo que, en vez de hacer música, preferían criar cabras y un cochinillo revoltoso que causaban estragos en el domicilio castrense, para indignación del oficial que administraba la guarnición, que era impotente para impedirlos porque los Membury gozaban de la inmunidad de pertenecer al servicio de inteligencia. Me había olvidado de la Unidad de Interrogatorio número 6 de Graz, una mansión barroca, de color rosa, asentada en una hendidura boscosa entre colinas, a una milla de las afueras de la ciudad. Racimos de cable telefónico entraban en la propiedad, antenas profanaban su tejado en punta. Había una verja y la casa del guarda, y un camarero rubio y de mirada loca que se llamaba Wolfgang y que bajaba corriendo las escaleras con una chaquetilla blanca y apretada para ayudarte a descender del jeep. Pero lo mejor de todo, por lo que respectaba a Membury, era el lago, que él se pasaba la vida repoblando, porque los peces le gustaban con locura y dilapidaba una parte considerable de nuestra cuenta de gastos secreta en fomentar especies raras de trucha. Tienes que imaginarte un hombre grande y cordial, bastante débil, con los ademanes elegantes de un inválido. Y de temperamento y mirada soñadoramente religiosos. Un civil hasta la punta de sus dedos blandos y, sin embargo, siempre le veo con su uniforme de campaña, con sus botas de ante desgastadas y un cinturón de lona por encima o por debajo de la panza, rodeado de libélulas en la orilla de su lago dorado, en el calor de una tarde abrasadora, exactamente como Pym le encontró el día en que se presentó ante él: introduciendo en el agua algo parecido a una red para camarones y murmurando juramentos tímidos contra un lucio merodeador.
–Oh, Dios mío. Usted es Pym. Sí, bueno, me alegra que haya venido. Escuche, voy a eliminar las algas y a dragar todo el fondo para ver exactamente lo que hay. ¿Qué le parece?
–Me parece estupendo, señor -respondió Pym.
–Me alegro mucho. ¿Está casado?
–No, señor.
–Maravilloso. Entonces estará libre los fines de semana.
Y por alguna razón pienso en él como en uno de dos hermanos, aunque no recuerdo haber sabido nunca que tuviese un hermano. Su estado mayor, instalado en la casa, se componía de un sargento a quien apenas recuerdo y un chófer
cockney,
llamado Kaufmann que era licenciado en económicas por Cambridge. El segundo de a bordo era un joven banquero de mejillas rosadas, el teniente McLaird, que iba a volver a la City. En los sótanos, dóciles empleados austríacos intervenían teléfonos, abrían cartas al vapor y tiraban los papeles sin leer a una hilera de papeleras del ejército que las autoridades de Graz vaciaban puntualmente una vez por semana, porque para Membury constituía una pesadilla la idea de que algún vándalo enemigo de los peces las volcase en el lago. En la planta baja mantenía a su escudería de intérpretes nativas, un plantel que comprendía desde la mujer maternal a la núbil, y Membury, cuando se acordaba de su existencia, las admiraba a todas. Y por último tenía a su mujer, Hanna, una pintora de árboles que, como tan a menudo sucede con las esposas de hombres muy grandes, era frágil como una avispa. Hanna consiguió que la pintura me resultase atractiva, y como mejor la recuerdo es sentada ante su caballete, con un vestido blanco escotado, mientras sus hijas rodaban chillando por un talud de hierba y Membury y yo, en traje de baño, faenábamos en el agua marrón. Incluso hoy me resulta imposible imaginarla como la madre de toda aquella prole.
El resto de la vida de Pym difícilmente podría haber sido más concorde con sus gustos. En cuanto a provisiones disponía de whisky del economato militar, a siete chelines la botella, y de cigarros a doce chelines los cien. Podía trocarlos o, si prefería, convertirlos sin problema en moneda local, aunque era más seguro recurrir a los servicios de un
Rittmeister
húngaro entrado en años que se dedicaba a leer expedientes secretos del registro y a mirar amorosamente a Wolfgang, de un modo semejante a como Cudlove se complacía en mirar a Ollie. Todo esto era familiar, todo esto era necesario para Pym como continuación de la infancia ortodoxa que no había vivido. Los domingos acompañaba a los Membury a misa y a la hora del almuerzo fisgaba el escote del vestido de Hanna. «Membury es un genio -exultaba Pym, cuando trasladó su escritorio a la antesala del gran hombre-. Membury es un renacentista convertido en espía.» Al cabo de unas semanas recibió su propia cuenta de gastos. Varias semanas después recibió una segunda estrella que Wolfgang le cosió en la hombrera, pues Membury decía que parecía tonto que sólo tuviese una.
Y tenía a sus agentes.
–Este es Pepi -explicó McLaird con una sonrisa divertida, en el curso de una cena discreta en la ciudad-. Pepi combatió a los rojos con los alemanes y ahora milita en nuestro bando. Eres un fanático anticomunista, ¿verdad, Pepi? Por eso va en su moto a la zona y vende fotos pornográficas a la soldadesca rusa. Cuatrocientos
Players Medium
al mes. En atrasos.
–Esta es Elsa -dijo McLaird, presentando a un ama de casa regordeta de Carintia, madre de cuatro hijos, en el
grill
del
Blue Rose
-. Su amiguito regenta un café en St. Pölten. Le manda los números de matrícula y las insignias de los camiones rusos que pasan por delante de su ventana, ¿no es así, Elsa? Todo en escritura secreta, en el dorso de sus cartas de amor. Tres kilos de café semitostado al mes. En atrasos.
Eran media docena, y Pym puso manos a la obra de inmediato para explotarles y recompensarles de todas las maneras que sabía. Hoy, cuando les repaso mentalmente, constituyen un puñado de pura sangre tan buenos como jamás encontró en su camino un aspirante a maestro de espías. Pero para Pym eran simplemente los mejores
scouts
del mundo, y se hubiera dejado la vida en el empeño de atender a sus necesidades.
Y he dejado para el final a Sabina, Jack, que era una intérprete, al igual que su amiga Marlene en Viena, y que como Marlene era la chica más hermosa del mundo, directamente sacada de las páginas de
Amor
y
mujer rococó.
Era baja, como E. Weber, de caderas anchas y flexibles y ojos intensos y exigentes. Sus pechos, en invierno o en verano, eran altos y muy fuertes y, como sus nalgas, encontraban el modo de resaltar a través de su ropa de los días laborables, reclamando insistentemente la atención de Pym. Tenía las facciones melancólicas de un duende eslavo atormentado por la tristeza y la superstición, pero capaz de asombrosos arranques de dulzura, y si Lippsie se hubiera reencarnado y hubiera vuelto a tener veintitrés años, podría haber elegido algo mucho peor que adoptar la figura de Sabina.
–Marlene dice que eres respetable -informó a Pym con desprecio cuando embarcaba en el jeep del cabo Kaufmann, sin molestarse en ocultar sus piernas rococó.
–¿Es eso un crimen? -preguntó Pym.
–No te preocupes -respondió ella, no augurando nada bueno, y arrancaron rumbo a los campamentos. Sabina hablaba checo y servo-croata, así como alemán. En su tiempo libre estaba estudiando económicas en la Universidad de Graz, lo que le proporcionó una excusa para hablar con el cabo Kaufmann.
–¿Tú crees en la economía agrícola mixta, Kaufmann?
–No creo en nada de eso.
–¿Eres keynesiano?
–No lo sería con mi propio dinero, te lo aseguro -contestó Kaufmann.
De este modo la conversación iba de un lado a otro mientras Pym buscaba la forma de frotarse descuidadamente contra el hombro blanco de Sabina o de provocar que su falda se abriera un poquito más hacia el norte.
El destino de aquellos viajes eran los campamentos. Durante cinco años, los refugiados de la Europa del Este habían estado afluyendo a Austria por cada boquete rápidamente cerrado en el alambre de espino: cruzando fronteras a la desesperada en automóviles y camiones robados, atravesando campos de minas, agarrándose al vientre de los trenes. Llegaban con sus caras hundidas, sus niños rapados, sus ancianos perplejos, sus perros juguetones y sus Lippsies en potencia, para ser encorralados e interrogados, y para que su suerte fuese decidida por millares, mientras jugaban al ajedrez sobre cajones de madera y se enseñaban unos a otros fotografías de personas a las que no volverían a ver nunca. Procedían de Hungría, Rumania, Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia y a veces de Rusia, y confiaban en hallarse en ruta hacia Canadá, Australia y Palestina. Habían viajado por itinerarios tortuosos y a menudo por motivos igualmente tortuosos. Eran médicos, científicos y albañiles. Eran conductores de camión, ladrones, acróbatas, editores, violadores y arquitectos. Todos desfilaban ante la vista de Pym mientras visitaba en el jeep un campamento tras otro en compañía de Kaufmann y de Sabina, interrogando, calificando y consignando, para luego regresar velozmente a casa de Membury con su botín.
Al principio ofendió a su sensibilidad tanta desgracia y le costó un gran esfuerzo disimular su preocupación por todos aquellos con quienes hablaba: sí, me ocuparé de que usted llegue a Montreal, aunque sea lo último que haga; sí, notificaré a su madre en Canberra que usted se encuentra sano y salvo aquí. Al principio le avergonzaba asimismo el hecho de no haber sufrido. Todas las personas a quienes interrogaba habían vivido más experiencias en un día que él en toda su vida, y eso le fastidiaba. Algunos habían estado cruzando fronteras desde que eran niños. Otros hablaban de la muerte y la tortura con tal indiferencia que a él le indignaba su despreocupación, hasta que su censura despertaba la furia de sus interlocutores y le replicaban con frases de burla. Pero Pym, el laborioso, tenía una tarea que cumplir y un superior a quien complacer, y, cuando se armaba, tenía una mente rápida y encubierta para conseguirlo. Le bastaba con consultar a su propio carácter para saber cuándo alguien estaba escribiendo en el margen de su memoria y excluyendo el texto principal. Sabía dar palique mientras estaba observando, y sabía leer las señales que le transmitían. Si le narraban un cruce de frontera nocturno, franqueando montes, Pym cruzaba con ellos, arrastrando sus maletas a lo Lippsie y sintiendo el aire glacial de la montaña que traspasaba sus abrigos viejos. Cuando alguno le decía una mentira flagrante, Pym se orientaba hacia versiones más verosímiles de la verdad con ayuda de su brújula mental. Las preguntas hormigueaban en su cabeza y, siendo como era un abogado en ciernes, aprendió en seguida a formularlas conforme a una pauta de acusación. «¿De dónde es usted? ¿Qué tropas ha visto allí? ¿De qué color llevan los galones? ¿Cuándo entraron, qué armas tenían? ¿Qué ruta ha seguido, qué guardas, obstáculos, perros, alambradas, campos de minas ha encontrado en el camino? ¿Qué calzado llevaba? ¿Cómo se las arregló su madre, su abuela, si el paso de montaña era tan escarpado? ¿Cómo se las apañó con dos maletas y dos niños pequeños estando su mujer en un estado de gestación tan avanzado? ¿No es más probable que sus patrones de la policía secreta húngara le llevaran en coche hasta la frontera y le desearan buena suerte después de indicarle por dónde cruzar? ¿Es usted un espía y, si es así, no preferiría trabajar para nosotros? ¿O es simplemente un criminal, en cuyo caso sin duda le gustaría hacerse espía en lugar de que la policía austríaca le devuelva al otro lado de la frontera?» De esta manera Pym se inspiraba en su propia vida enmarañada para desentrañar la de ellos, y Sabina, con sus humores, sus muecas ceñudas y sus magníficas sonrisas ocasionales, se convirtió en la voz seductora que él utilizaba para hacerlo. A veces le dejaba traducir para él en alemán, a fin de proporcionarse la ventaja furtiva de oírlo todo dos veces.