–A propósito, ¿qué tal es tu alemán? -preguntó Sandy a Pym con su sonrisita mientras los tres comíamos las empanadas de carne de Felicity-. Un poco difícil aprenderlo aquí, ¿verdad?, con todo ese dialecto regional.
–Magnus conoce a bastantes emigrados universitarios -explicaste tú por mí, haciendo publicidad del artículo. Sandy emitió una risa tonta y se dio una palmada en la rodilla.
–Sí, ¿de verdad? Apuesto a que hay algunos borrachines en ese cenáculo.
–También podría contarnos muchas cosas de ellos, ¿no es así, Magnus? -dijiste.
–¿No te importaría? -preguntó burlonamente Sandy, sin abandonar su sonrisita.
–¿Por qué iba a importarme? -dijo Pym.
Sandy jugó su baza inteligentemente. Intuyó que a Pym le gustaba tomar decisiones precipitadas delante de la gente, y utilizó su conocimiento para forzar un compromiso antes de que Pym supiera a qué se estaba comprometiendo.
–¿Nada de nobles escrúpulos sobre la santidad del estudio académico o algo parecido? -insistió Sandy.
–Nada -dijo Pym audazmente-. No si es por mi país -añadió, y fue recompensado por la sonrisa de Felicity.
No recuerdo qué versión de sí mismo ofreció Pym ese día y a la que tuvo que adaptarse durante los meses venideros, y el no recordarla significa que debió de ser una mesurada, exigua en torpes toques de fantasía que con tanta frecuencia había que pagar más tarde. Lo mejor que pudo, te dio, como de costumbre, lo que creyó que estabas buscando. Tuvo la prudencia de no confesar que ganaba dinero, y eso te agradó, porque tú sabías ya que tenía un trabajo
negro,
como dicen los alemanes, es decir, ilegal y nocturno. Un chico listo, pensaste; con recursos; tiene un poco de ratero. Pym renunció a la vida familiar con los Ollinger porque los padres adoptivos perjudicaban su imagen de sí mismo como exiliado maduro. Cuando le preguntaste si conocía a algunas chicas -la sombra de la homosexualidad, ¿es uno de ésos?-, Pym captó el mensaje en el acto y tejió una fantasía inofensiva sobre una beldad italiana que se llamaba María y a quien había conocido en el
Cosmo Club
y que le gustaba, pero sólo como sustituía de su novia formal Jemima, que estaba en Inglaterra.
–¿Jemima qué? -preguntaste, y Pym respondió «Sefton Boyd», lo que provocó una señal audible de satisfacción social. Efectivamente existía una María que en efecto era hermosa, pero la adoración de Pym por ella era puramente personal, porque nunca le había dirigido la palabra.
–
Cosmo
-dijiste tú-. Me parece que no he oído hablar de ese club. ¿Y tú, Sandy?
–No puedo decir que sí, compadre. Me suena sospechoso.
Pym explicó que
Cosmo
era una especie de foro político de los extranjeros, y que Maria era una especie de empleada del mismo en calidad de tesorera.
–¿Un cutis particular? -preguntó Sandy.
–Bueno, es morena -contestó Pym ingenuamente, y tú y Felicity y Sandy reísteis sin parar como el monito
Audrey,
y Felicity comentó que estaba
totalmente
clara la política que seguía Magnus. En lo sucesivo no hubo reunión completa sin que alguien preguntase por la tez de Maria, y todo el mundo se desternillaba por un malentendido tan maravillosamente sano. Era de noche cuando Pym se fue de tu casa, y tú le habías regalado una botella de
scotch
libre de impuestos para combatir el frío. Coste para la Casa en aquellos tiempos: calculo que unos cinco chelines. Te ofreciste a llevarle en coche a casa, pero él dijo que le encantaba andar, ganando así más puntos. Y caminó, sí, por las nubes. Iba brincando y riendo, y abrazaba la botella y a sí mismo, porque no se había sentido tan feliz en sus diecisiete años de vida. En una sola Navidad, Dios le había servido dos santos. Uno estaba huyendo y no podía andar, y el otro era un apuesto señor de la guerra que le invitaba a jerez el
Boxing Day
y no había tenido una duda en su vida. Los dos le admiraban, los dos amaban sus chistes y sus voces, los dos ansiaban ocupar los espacios vacíos de su corazón. A cambio él daba a cada uno el personaje que parecía estar buscando. No necesitó tomar la decisión de mantenerles secretos el uno para el otro. Que cada uno sea la amante que conserva el otro hogar intacto, pensó Pym. Si es que pensó algo.
–¿A quién se la has robado? -preguntó Axel, mirando la etiqueta con curiosidad.
–Al capellán -dijo Pym, sin un segundo de vacilación-. Es un tipo tremendo. Estuvo en el ejército. No se la he robado, en realidad me la ha dado. Una botella gratis para los feligreses asiduos. Las compran a tarifa diplomática, por supuesto. No tienen que pagar lo que en la tienda.
–¿No te habrá regalado cigarros también? -preguntó Axel.
–No, ¿por qué?
–¿Ni una chocolatina por una noche con tu hermana?
–No tengo hermanas.
–Bien. Entonces vamos a beberla.
¿Recuerdas nuestros viajes en coche, Jack? Empiezo a creer que sí. ¿Alguna vez te has preguntado cómo se las arreglaban nuestros antecesores para dirigir a sus agentes en la época en que no había automóviles? Nuestra primera expedición no pudo haber venido más a mano. Tenías una cita en Lausana. Necesitarías tres horas. No me diste ninguna explicación del porqué necesitarías tres horas, aunque podrías haberme contado la primera patraña que se te ocurriera. Una vez más, con la ventaja de la retrospección, sé que estabas confesándome adrede el carácter secreto de tu trabajo sin decirme en qué consistía. Tres horas tardaste, tres horas justas, probablemente encerrado con algún agente en un apartamento seguro o vaciando un buzón o algo por el estilo. En esta ocasión no pediste nada a Pym. Estabas creando intimidad. Lo máximo que hiciste fue darle una cita y una contraorden y ver cómo reaccionaba.
–Escucha, es posible que tenga que hacer otra visita. Si no estoy en la puerta del Hotel Dora a las tres, estáte en el lado oeste de la oficina principal de correos a las tres y veinte.
Pym no sabía dónde estaba el este ni el oeste, pero preguntó a unas seis personas hasta que una de ellas se lo indicó bien y efectuó la retirada a las tres y veinte en punto, si bien echando las bofes. Tú rodeaste la plaza y a la segunda vuelta abriste la puerta de golpe, con el coche en marcha, y Pym saltó dentro como un soldado de un batallón aerotransportado para demostrarte sus aptitudes.
–He estado hablando con Sandy -dijiste, cuando fuimos a Ginebra, una semana más tarde-. Quiere que le hagas un trabajo. ¿Algún reparo?
–Por supuesto que no.
–¿Eres bueno traduciendo?
–¿Traduciendo qué?
–¿Sabes mantener la boca cerrada?
–Creo que sí.
Le informaste de su primer objetivo esa noche:
–De vez en cuando recogemos mucha información técnica. Sobre todo acerca de curiosas empresas suizas que fabrican cosas que no nos gustan mucho. Porquerías que explotan -añadiste con una sonrisa-. No es exactamente secreto, pero contratamos cantidad de mano de obra local en la embajada y preferiríamos que lo hiciera alguien de fuera. A ser posible un inglés. Alguien de fiar. ¿Te animas?
–Desde luego.
–Pagamos. No mucho, pero te pagaré una cena con Maria de cuando en cuando. ¿Has tenido noticias recientes de Jemima?
–Jem está bien, gracias.
Pym no había estado tan asustado en su vida. Le entregaste el sobre, se lo guardó en el bolsillo, le dedicaste tu mirada de «maestro de la intriga» y dijiste: «Buena suerte, compadre.» Sí, Jack, ¡dijiste eso! ¡Nos hablábamos así! Y Pym se fue a casa cambiando aquel maldito sobre de un bolsillo a otro tantas veces que debía de parecer un corredor de apuestas en el hipódromo. ¿Y qué contenía? No me lo digas, te lo diré yo: basura. Basura fotocopiada de catálogos de armamentos anticuados. Era el alma de Pym lo que querías, no una traducción de poca monta. En el ático, además, perdió el sobre unas seis veces. Debajo de la cama, debajo del colchón, detrás del espejo, encima de la chimenea. Tradujo su contenido en horas libres que ni siquiera Axel sabía que tenía. Le pagaste veinte francos. El diccionario técnico había costado veinticinco, pero Pym sabía que los caballeros no mencionaban esas cosas, aun cuando los cheques de Rick, si es que llegaban, carecieran normalmente de fondos.
–¿Has estado últimamente en el
Cosmo?
-inquiriste a la ligera en el trayecto hacia Zurich, donde dijiste que tenías que ver a un hombre por algo relacionado con un perro. Pym confesó que no. Teniendo ya el cosmos de Axel y de Brotherhood, ¿quién necesitaba otro?
–Me han dicho que algunas de las personas que van allí no tienen pelos en la lengua. No es nada contra Maria, de verdad. En estos sitios siempre hay un amplio espectro. Es cosa de la democracia. Pero podría ser una buena idea que echases una ojeada más a fondo -dijiste-. No te hagas notar. Si suponen que eres un rojo, déjales que lo crean. Si están buscando un inglés de centro derecha, hazte pasar por uno. Si es necesario hazte pasar por los dos. Pero no te excedas. No queremos que te metas en un lío con los suizos. ¿Hay algún otro inglés aparte de ti?
–Hay un par de estudiantes de medicina escoceses, pero me han dicho que van por las chicas.
–Unos cuantos nombres servirían de ayuda -dijiste.
Al mirar atrás, después de aquella conversación Pym dejó de ser Pym. Era nuestro hombre en el
Cosmo,
no uses los teléfonos para nada delicado. Era un agente simbolizado, clasificado como semiconsciente, que es nuestra dulce manera de decir que más o menos conoce lo que más o menos hace y tiene alguna idea del porqué. Tenía diecisiete años, y si te necesitaba con urgencia debía telefonear a Felicity y decirle que su tío estaba en la ciudad. Si tú le necesitabas a él, llamarías a los Ollinger desde una cabina y dirías que eras Mac, de Birmingham, de paso por Berna. De lo contrario el sistema era de cita-para-cita, lo que significa que siempre fijamos la siguiente en ésta. Flota, Magnus, decías. Métete allí y sé nuestro ego encantador, Magnus. Ten los ojos y los oídos abiertos, mira lo que pasa, pero por lo que más quieras no nos pongas en un aprieto con los suizos. Y aquí tienes tu asignación para el mes próximo, Magnus. Y Sandy te manda recuerdos. Te diré una cosa, Jack: recogemos lo que sembramos, aunque la cosecha tarde en crecer treinta años.
La secretaria del
Cosmo
era una insípida monárquica rumana que se llamaba Anka y que inexplicablemente lloraba en las conferencias. Era correosa y arisca, y caminaba con las muñecas vueltas al revés, y cuando Pym la detuvo en el pasillo ella le puso mala cara y con los ojos rojos le dijo que se fuera porque le dolía la cabeza. Pero Pym estaba en misión de espionaje y no toleraba un rechazo.
–Estoy pensando en fundar un boletín informativo del
Cosmo
anunció-. He pensado que podríamos incluir una aportación de cada grupo.
–El
Cosmo
no tiene grupos. El
Cosmo
no quiere boletines. Eres un estúpido. Vete.
Pym persiguió a Anka hasta el despacho diminuto que le servía de cubil.
–Lo único que necesito es una lista de miembros -dijo él-. Con una lista puedo enviar una circular y encontrar a los interesados.
–¿Por qué no vienes a la próxima reunión y les preguntas? -dijo Anka, sentándose y poniendo la cabeza entre las manos como si estuviera a punto de vomitar.
–No viene todo el mundo a las reuniones. Quiero sondear todas las opiniones. Es más democrático.
–Nada es democrático -dijo Anka-. Todo es ilusión.
Brotherhood se había bañado, afeitado y cortado, y se había puesto un traje. Había escuchado las noticias de la BBC y luego había sintonizado con la
Deutsche Welle
porque a veces la prensa extranjera se apoderaba de historias mientras Fleet Street seguía suprimiéndolas obedientemente. Pero no había oído ninguna alegre mención de un oficial superior del servicio secreto británico que anduviese de paseo o hubiese aparecido en Moscú. Había comido un pedazo de tostada con mermelada y había hecho unas cuantas llamadas telefónicas, pero desde las seis hasta las ocho de una mañana inglesa eran las horas muertas en que nadie, salvo él, estaba despierto. Un día normal hubiera atravesado el parque hasta la Oficina Central y hubiera consagrado un par de horas a leer, sentado ante su mesa, la selección nocturna de informes de la sede, y a prepararse para la sesión de plegarias de las diez en punto en el santuario de Bo. «¿Cómo está entonces nuestro frente oriental esta mañana de lluvia, Jack?», diría Bo con un tono de veneración jocosa, cuando le llegase el turno a Brotherhood. Y seguiría un respetuoso silencio mientras el gran Jack Brotherhood daba cuentas a su jefe.
–Una crónica bastante interesante de Conger sobre las cifras comerciales del Comecon el año pasado, Bo. La hemos enviado a Hacienda por correo especial. Watchman sigue convencido de que se está tramando un golpe de fuerza en Praga. No le impresionaron las reservas de Asuntos Exteriores cuando el oficial del caso se las expuso anoche. Por lo demás es una temporada tonta. Los agentes están de vacaciones, igual que el adversario.
Pero aquél no era un día normal y Brotherhood ya no era el gran veterano de las operaciones encubiertas que Bo ensalzaba a bombo y platillo cuando le presentaba a bomberos visitantes de los servicios de enlace occidentales. Era la última incógnita en el último escándalo que se perfilaba, y al salir a la calle, debajo de su piso, su mirada rápida fue más vigilante que de costumbre para escudriñar los coches, las tiendas y los transeúntes. Por fin eran las ocho y media. Primero se dirigió hacia el sur a través de Green Park, caminando tan aprisa como siempre y quizás un poco más, para que los espías de Nigel, si le estaban siguiendo, tuvieran que ir al galope o avisar por radio para que alguien se les adelantara. La lluvia de la noche había escampado. Una niebla calurosa e insalubre se cernía sobre los estanques y los sauces. Al llegar al Malí cogió un taxi y dijo al taxista «Tottenham Court Road», y a continuación caminó de nuevo y subió a un segundo taxi para ir a Kentish Town. Su destino era una ladera gris de mansiones victorianas. Las estribaciones inferiores estaban aún en decadencia, con las ventanas taponadas con chapa ondulada contra la invasión de los
squatters.
Pero más arriba las furgonetas «Volvo» y las buhardillas con marco de teca testimoniaban la llegada segura de las clases medias, y los largos jardines alardeaban de estructuras metálicas de colores para niños y botes a medio construir. Aquí Brotherhood ya no tenía prisa. Emprendió despacio la ascensión de la cuesta, tomando nota de todo a su antojo: es el paso que me he ganado en la vida, es la sonrisa. Una muchacha bonita se cruzó con el camino del trabajo y la saludó indulgentemente. Ella le replicó con un guiño descarado, demostrando contundentemente que no era una espía. Se detuvo ante el número dieciocho y, a la manera de un comprador en potencia, retrocedió unos pasos y examinó la casa. De la cocina de la planta baja emanaron Bach y el olor del desayuno. Una flecha de madera que rezaba A 18 apuntaba hacia las escaleras del sótano. Había una bicicleta de hombre encadenada a la baranda, y un póster del partido socialdemócrata colgaba de la ventana salidiza. Llamó al timbre. Le abrió la puerta una chica con chaqueta y cartera escolar. Aunque pálida y de unos trece años, ostentaba ya un aire de superioridad.