Un espia perfecto (61 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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–¿Ha tosido?

–No, señor.

–Pues no lo haga.

–Supongo que estaba sollozando, señor.

–Vigile, pero vea lo que vea, no se acerque si no se lo ordeno.

–Me gustaría desertar, si puedo, señor. Preferiría ser un desertor que esto, sinceramente. Soy un blanco fácil. No soy un Ser humano.

–Haga sumas mentales o algo parecido.

–No puedo. Lo he intentado. No me sale.

Pym levantó el pestillo, entró y percibió un olor a humo de puro y a caballo. St. Moritz, pensó, casquivano en su aprensión. El cobertizo era cavernoso y bello, y uno de sus extremos ascendía como un barco viejo. Sobre la tarima había una mesa y sobre la mesa, para su sorpresa, un quinqué encendido. A su resplandor admiró las vigas y el techo antiguos. «Espera dentro y vendrá -había dicho Sabina-. Querrá verte entrar primero. El amigo de mi hermano es muy precavido. Como muchos checos, tiene una mente lúcida y cautelosa.» Había dos sillas de madera, de respaldo alto, arrimadas a la mesa, y encima de ésta había revistas desperdigadas, como en la sala de espera de un dentista. Debía de ser donde el granjero hacía su papeleo. En un extremo del cobertizo, advirtió una rústica escalera que conducía a un pajar. Te traeré aquí el fin de semana. Traeré vino, pan y queso, y mantas por si el suelo pica, y podrás ponerte tu falda de vuelo sin nada debajo. Trepó hasta la mitad de la escalera y atisbo desde allí. Suelo sólido, heno seco, no hay señal de ratas. Un emplazamiento admirable para un rococó campestre. Volvió a la planta baja y se encaminó hacia la tarima donde estaba la luz, con intención de instalarse en una de las sillas. «Tienes que tener paciencia, esperar toda la noche si es preciso -había dicho Sabina-. Cruzar la frontera es sumamente peligroso ahora. Es final de verano y los indecisos cruzan antes de que los pasos cierren. En consecuencia tiene muchos guardias y espías.» Un pavimento de piedra discurría entre dos desagües para el ganado. Sus pasos resonaban intensamente en el techo. El eco cesó, y con él sus pasos. Una figura delgada estaba sentada a la cabecera de la mesa. Estaba inclinada hacia delante, en postura de alerta, a la espera de algo. Tenía un puro en una mano y una pistola automática en la otra. Su mirada, como el cañón de la pistola, estaba enfocando a Pym.

–Sigue andando hacia mí, Sir Magnus -le instó Axel, con un tono de inquietud considerable-. Arriba las manos, y, por lo que más quieras, no te imagines que eres un vaquero de película o un héroe de guerra. Ninguno de los dos pertenecemos al gremio de los pistoleros. Depongamos nuestras armas y mantengamos una agradable charla. Sé razonable, por favor.

Haría falta la intervención del Creador, Tom, con ayuda de todos nosotros, para describir la gama de pensamientos y emociones que asaltaron en aquel momento la pobre cabeza de Pym. Su primera reacción, estoy seguro, fue la incredulidad. Había encontrado a Axel muy a menudo en el curso de los últimos años y aquél era simplemente un nuevo ejemplo del fenómeno. Axel observándole en sueños, Axel de pie a la cabecera de su cama, con la boina puesta: «Echemos otra ojeada a Thomas Mann.» Axel riéndose de él por su adicción al alto alemán antiguo, y reconviniéndole por su mala costumbre de afirmar su lealtad a todas las personas que iba conociendo: a los comunistas de Oxford, a todas las mujeres, a los Jacks y a los Michaels, a Rick. «Eres un idiota de cuidado, Sir Magnus -le había advertido en una ocasión, cuando Pym volvía al colegio universitario después de una noche particularmente hábil en los malabarismos de conciliar chicas y oposiciones sociales-. Crees que dividiendo todo puedes pasar por en medio.» Axel había cojeado a su lado por el camino de sirga del Isis, y le había visto estrellar los nudillos contra una pared con el propósito de impresionar a Jemima. En las elecciones de Gulworth North, Pym no habría sabido decir cuántas veces había surgido entre el auditorio la reluciente cúpula blanca de Axel, o cuántas sus manos largas y nerviosas habían aleteado en sarcástico aplauso. A pesar de lo mucho que pesaba sobre su conciencia, Pym tenía la certeza de que Axel no existía. Y con esta certidumbre en la cabeza era perfectamente razonable que su reacción siguiente al ver a Axel fuese la de una rotunda indignación por el hecho de que alguien tan absolutamente proscrito, alguien que había sido, por los motivos que fueran, literalmente expulsado, no sólo como imagen, sino aun como mención, de las fronteras del reino de Pym, tuviera el atrevimiento de estar sentado allí, fumando, sonriendo y apuntándole con una pistola, a mí, a Pym, un miembro fornicador, un oficial a prueba de balas de las tropas de ocupación inglesas, dotadas de poderes sobrenaturales. Y a continuación, por supuesto, paradójico como siempre, Pym estaba más exultante, más emocionado y más feliz por ver a Axel de lo que había estado al ver a nadie desde el día en que Rick apareció en la curva montado en bicicleta y cantando «Debajo de los arcos».

Pym caminó y luego corrió hacia Axel. Mantuvo los brazos levantados por encima de la cabeza, como Axel le había ordenado. Esperó con impaciencia a que Axel le extrajera del cinto el revólver del ejército y a que lo colocara respetuosamente, junto con su propia arma, en el extremo más alejado de la mesa. Después bajó por fin los brazos suficientemente para echárselos al cuello de Axel. No recuerdo que se hubieran abrazado antes ni que lo hicieran otra vez posteriormente. Pero recuerdo aquella noche como la última de sentimiento pueril entre ambos, el último día de Berna, porque les veo abrazarse y reír pecho con pecho, al estilo eslavo, antes de separarse un poco para ver el daño que los años transcurridos les habían deparado a cada uno. Y podemos presumir, a juzgar por fotos contemporáneas y por mis propios recuerdos del espejo en esa época en que todavía éste representaba un gran papel en las contemplaciones del joven oficial, que Axel vio las típicas facciones anglosajonas, aún sin tallar, de un joven rubio y bien parecido que todavía se esforzaba mucho por adquirir el manto de la experiencia, mientras que Pym presenció de inmediato en la cara de Axel una dureza de rasgos, un ahuecamiento, un molde facial definitivo. Axel tendría aquel rostro durante el resto de sus días. La vida había emitido su dictamen. Tenía la cara varonil y humana que merecía. Los contornos más blandos habían desaparecido, dejando una vivacidad y un aplomo grabados al aguafuerte. El nacimiento del pelo comenzaba más atrás, pero se había consolidado. Vetas grises se habían incorporado a los mechones negros, confiriendo al pelo una apariencia militar y pulcra. El bigote de payaso, las cejas arqueadas de
clown
habían cobrado un humor más triste. Pero los ojos oscuros y centelleantes, que miraban por debajo de sus párpados lánguidos, eran tan alegres como siempre, mientras que todo lo que los rodeaba parecía prestar profundidad a su percepción visual.

–¡Tienes buen aspecto, Sir Magnus! -declaró Axel, exuberante, sin soltarle-. Eres un tipo apuesto, por Dios. Deberíamos comprarte un caballo blanco y regalarte la India.

–Pero ¿quién eres tú? -exclamó Pym, con igual excitación-. ¿Dónde estás? ¿Qué haces aquí? ¿Tengo que arrestarte?

–A lo mejor te arresto yo. Quizá ya lo he hecho. Has levantado los brazos, ¿no te acuerdas? Escucha. Estamos en tierra de nadie. Podemos arrestarnos los dos.

–Quedas detenido -dijo Pym.

–Tú también -dijo Axel-. ¿Cómo está Sabina?

–Muy bien -dijo Pym, con una mueca.

–Ella no sabe nada, ¿entiendes? Sólo lo que le dijo su hermano. ¿La protegerás?

–Te lo prometo -dijo Pym.

Siguió una breve pausa en la que Axel fingió taparse los oídos con las manos.

–No prometas, Sir Magnus. No prometas nada.

Pym advirtió que, para ser un transgresor de fronteras, Axel estaba bien pertrechado. No había una sola huella de barro en sus botas, llevaba la ropa planchada y tenía aspecto de funcionario. Soltó a Pym, agarró una cartera, la depositó pesadamente sobre la mesa y sacó un par de vasos y una botella de vodka. Luego sacó pepinillos, salchichas y una hogaza de pan negro que solía pedirle a Pym que le comprase en Berna. Brindaron gravemente a la salud respectiva, tal como Axel había enseñado a Pym. Volvieron a llenar los vasos y bebieron de nuevo, un trago para cada uno. Y consta en mi evocación que cuando se separaron habían terminado la botella, pues recuerdo que Axel la tiró al lago, para indignación de alrededor de un millar de pollas de agua. Pero aunque Pym se hubiese bebido una caja entera, el licor no le habría afectado, tanta intensidad tenía su sentimiento. Incluso mientras empezaban a hablar, Pym dirigía secretas miradas a los rincones para asegurarse de que todo estaba como la última vez que había mirado, tan misteriosamente similar era el cobertizo, en ocasiones, al ático de Berna, hasta en el mismo viento suave que solía zumbar en las claraboyas. Y cuando oyó de nuevo el aullido del zorro a lo lejos, tuvo la sensación de que era
Herr Bastl
ladrando en la escalera de madera después de haberse marchado todo el mundo. Sólo que, como digo, esos días sentimentales habían fenecido. Magnus los había aniquilado; principiaba la madurez de su amistad.

Ahora bien, es proverbial entre los viejos amigos, Tom, cuando por azar vuelven a encontrarse, dejar para el final la causa inmediata de su encuentro. A modo de preámbulo, prefieren conversar de los años transcurridos, lo que confiere una especie de rectitud al asunto por el que se han reunido. Y esto es lo que Pym y Axel hicieron, aunque comprenderás, ahora que estás habituado al funcionamiento de la mente de Pym, que fue él y no Axel quien dirigió este pasaje de la conversación, aun cuando sólo fuera para mostrarse a sí mismo y también a Axel que no tenía la menor culpa de la cuestión espinosa de la desaparición de Axel. Lo hizo bien. Por entonces era un actor consumado.

–En serio, Axel, nadie ha desaparecido nunca de mi vida tan bruscamente -se quejó, en un tono de reproche jocoso mientras cortaba una salchicha en rodajas, untaba el pan de mantequilla y se ocupaba, mayormente, de lo que los actores llaman el «oficio»-. Allí estabas, perfectamente arropado por la noche; nos achispamos un poco, nos despedimos. Al día siguiente llamé a tu puerta; no contestaste. Bajo y me encuentro con la pobre Frau O llorando a mares. «¿Dónde está Axel? ¡Se han llevado a nuestro Axel! La
Fremdenpolizei
le ha bajado por la escalera y uno de ellos le ha dado una patada a
Bastl
.» Por todo lo que me dijeron, yo debía de estar dormido como un muerto.

Axel esbozó su antigua sonrisa cálida.

–Ojalá supiéramos cómo duermen los muertos -dijo.

–Montamos una especie de velatorio, dimos vueltas por la casa, confiando a medias en que volverías. Herr Ollinger hizo algunas llamadas telefónicas inútiles y no sacó absolutamente nada en claro, desde luego. Frau O recordó que tenía un hermano en un ministerio, y
él
no pudo hacer nada. Al final yo pensé: «Al diablo todo, ¿qué tenemos que perder? -y me presenté en la comisaría con el pasaporte en la mano-. Mi amigo ha desaparecido. Unos hombres le han sacado de casa esta mañana temprano, y han dicho que venían por orden de ustedes. ¿Dónde está?» Di unos cuantos golpes en la mesa y no conseguí nada. Luego dos señores de gabardina, más bien espeluznantes, me llevaron a otra habitación y me dijeron que si causaba problemas me ocurriría lo mismo que a ti.

–Fuiste valiente, Sir Magnus -dijo Axel. Extendió un puño pálido y dio unas palmadas ligeras en el hombro de Pym para agradecérselo.

–No, no lo fui. No realmente. Quiero decir que por lo menos podía ir a algún sitio. Yo era inglés y tenía derechos.

–Claro. Y conocías a gente en la embajada. Eso también es verdad.

–Y además me hubieran ayudado. Es decir, lo intentaron. Cuando fui a verles.

–¿Fuiste?

–Naturalmente. Más tarde, por supuesto. No de inmediato. Más bien como un último recurso. Pero lo intentaron. En fin, de todos modos, volví al Langgasse y… para ser sincero, te enterramos. Fue horrible. Frau O estaba arriba, en tu cuarto, llorando todavía, y trataba de ordenar lo que habías dejado, sin mirarlo. No quedaba gran cosa. La
Fremdenpolizei
parecía haber requisado casi todos tus papeles. Tus libros, que devolví a la biblioteca. Tus discos de gramófono. Colgamos tus ropas en el sótano. Y luego andábamos por la casa como si la hubieran bombardeado. «Pensar que estas cosas pueden suceder en Suiza», repetíamos. Fue como una muerte, de verdad.

Axel se rió.

–Menos mal que por lo menos me guardaste luto. Gracias, Sir Magnus. ¿Celebrasteis también un funeral?

–¿Sin el cuerpo y sin señas adonde expedirlo? Lo único que Frau O quería era encontrar un culpable. Estaba convencida de que te habían denunciado.

–¿Quién creía que lo había hecho?

–En realidad, todos por turno. Los vecinos. Los tenderos. Quizás alguien del
Cosmo.
Una de las Marthas.

–¿Cuál de las dos eligió?

Pym optó por la más bonita y frunció el ceño.

–Creo recordar que fue una rubia y patilarga que estudiaba inglés.


¿Isabella?
¿Me denunció Isabella? -dijo Axel, incrédulo-. Pero si estaba enamorada de mí, Sir Magnus. ¿Por qué iba a hacer eso?

–Quizá por esa razón -dijo Pym, osadamente-. Vino unos días después de haberte ido. Preguntó por ti. Le conté lo que había ocurrido. Gritó y lloró y dijo que iba a suicidarse. Pero cuando le comenté a Frau O que Isabella había venido, ella dijo en seguida: «Ha sido ella. Estaba celosa de sus otras mujeres y por eso le ha denunciado.»

–¿Tú qué opinas?

–Me pareció un poco inverosímil, pero bueno, todo lo demás también lo era. O sea que sí, quizá fue ella. A decir verdad, a veces parecía un poco chiflada. Podría imaginármela haciendo algo así por celos, en un arranque, ya sabes, y luego convenciéndose de que no lo había hecho. Es una especie de síndrome en las personas celosas, ¿no?

Axel se tomó su tiempo para responder. Para un desertor en trance de negociar sus condiciones, estaba notablemente relajado, pensó Pym.

–No lo sé, Sir Magnus. Yo no tengo esas dotes imaginativas que tú tienes a veces. ¿Tienes alguna otra teoría?

–Pues no. Pudo haber ocurrido de muchas maneras.

Axel volvió a llenar los vasos en el silencio de la noche, con una amplia sonrisa.

–Parece ser que todos habéis pensado en ello mucho más que yo -confesó-. Estoy muy conmovido. -Levantó las palmas de las manos, al estilo eslavo, lánguidamente-. Escucha. Yo era un emigrante ilegal. Un vagabundo. Sin dinero, sin papeles. Fugitivo. Así que me pescaron y me expulsaron. Es lo que hacen con los ilegales. A un pez le meten un anzuelo en la boca. A un traidor, una bala en la cabeza. A un ilegal le ponen de patitas en la frontera. No te pongas tan ceñudo. Aquello pasó. ¿A quién le importa un bledo si fue uno u otro? ¡Por el mañana!

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