–Había un guión -le dijo Sefton Boyd al día siguiente-. El que lo hizo nos puso un guión que no tenemos en el apellido. Si alguna vez encuentro a ese cabrón le mataré.
–Y yo también -prometió Pym lealmente, y lo dijo con total sinceridad. Al igual que Rick, estaba aprendiendo a vivir en varios planos a la vez. El arte consistía en olvidarlo todo menos el suelo que estabas pisando y la cara con que hablabas en el momento concreto.
Los efectos que la muerte de Lippsie causó en el joven Pym fueron múltiples y en modo alguno fueron todos negativos. Su defunción robusteció su seguridad en sí mismo y le confirmó su conocimiento de que las mujeres eran veleidosas y susceptibles de desapariciones repentinas. Aprendió la gran lección del ejemplo de Rick, a saber: la importancia de una apariencia respetable. Aprendió que la única seguridad estribaba en la supuesta legitimidad. Desarrolló su determinación de ser un impulsor secreto de los acontecimientos de la vida. Fue Pym, por ejemplo, el que desinfló los neumáticos de Grimble y vertió tres bolsas de seis libras de sal de cocinar en la piscina. Pero fue Pym también quien encabezó la caza del culpable, sembrando muchas pistas atormentadoras y arrojando dudas sobre muchas reputaciones sólidas. Muerta Lippsie, su amor por Rick fluyó una vez más sin obstáculos, y, aún mejor, pudo amarle a distancia, pues Rick había desaparecido nuevamente.
¿Había vuelto a la cárcel, tal como le había prometido a Lippsie? ¿Había encontrado la policía el fichero verde? Pym no lo sabía entonces, y Syd, sospecho que adrede, lo ignora todavía. Los archivos del ejército conceden a Rick el licenciamiento seis meses antes del período en cuestión, y para una explicación remiten al lector a la oficina de expedientes criminales. No existe ninguno, quizá porque Perce tenía una amiga que trabajaba allí, una mujer que le profesaba un gran afecto. Fuera cual fuese el motivo, Pym navegaba solo una vez más, y no se lo pasaba nada mal. Durante los permisos del fin de semana, Ollie y Cudlove le acogían en su apartamento en un sótano de Fulham y le mimaban de todas las maneras imaginables. Cudlove, siempre en forma por sus ejercicios, le enseñaba a pelear, y cuando los tres iban a beber algo junto al río, Ollie llevaba ropas de mujer y producía una voz chillona tan perfecta que sólo Pym y Cudlove llegaron a saber que aquellas prendas ocultaban a un hombre. Durante las vacaciones más largas, Pym no tenía más remedio que recorrer las extensas fincas de Cherry en compañía de Sefton Boyd, escuchando historias cada vez más atroces sobre el magnífico colegio privado del que pronto iba a ser alumno: cómo a los nuevos les metían atados dentro de los cestos de la colada y les lanzaban rodando por la escalera de piedra, y cómo les enjaezaban con arreos de pony y las orejas perforadas por anzuelos y les obligaban a transportar a los prefectos alrededor del patio del colegio.
–Mi padre estaba en la cárcel y se ha fugado -le dijo Pym a cambio-. Tiene una chova de mascota que le cuida.
Se imaginaba a Rick en una cueva de Dartmoor y a Syd y a Meg llevándole empanadas envueltas en un pañuelo mientras los sabuesos olfateaban su rastro.
–Mi padre trabaja en el servicio secreto -le dijo Pym otra vez-. La Gestapo le torturó hasta la muerte, pero no me permiten contarlo. Su verdadero nombre es Wentworth.
Sorprendido él mismo por esta declaración, Pym empezó a sacarle partido. Un nombre distinto y una muerte valerosa casaban de perlas con la figura de Rick. Le conferían a Pym la distinción que él empezaba a sospechar que le faltaba y que arreglaba las cosas con Lippsie. De modo que cuando Rick reapareció un día vivo y coleando, sin haber sido torturado ni modificado en absoluto, y acompañado, en cambio, por dos jockeys, una caja de nectarinas y una madre flamante, con una pluma en el sombrero, Pym pensó seriamente en trabajar para la Gestapo y se preguntó qué habría que hacer para ingresar en ella. Y lo habría hecho, sin ninguna duda, si la paz no le hubiera privado descortésmente de la oportunidad.
Es preciso añadir una última palabra sobre las ideas políticas de Pym en esta época. Churchill se enfurruñaba y era excesivamente popular. De Gaulle, con su cabeza ladeada de pina, se parecía demasiado al tío Makepeace, y Roosevelt, con su bastón, sus gafas y su silla de ruedas, era claramente la tía Nell disfrazada. Hitler era tan sumamente detestado que Pym experimentaba por él una estima más que mediana, pero fue a Joseph Stalin a quien terminó nombrando su padre putativo. Stalin no se enrabietaba ni predicaba. Estaba todo el tiempo esbozando risitas, jugando con perros y recogiendo rosas en los noticiarios filmados, mientras sus tropas leales le ganaban la guerra en las nieves de St. Moritz.
Pym posó la pluma y miró atentamente lo que había escrito, primero con temor y luego con un alivio progresivo. Por último se rió.
–He cumplido mi palabra -susurró-. He permanecido por encima de la refriega.
Y se sirvió un vodka como los de Poppy en recuerdo de los viejos tiempos.
La cama de Frau Bauer era tan estrecha y llena de chichones como la de una criada en un cuento de hadas, y Mary yacía en ella exactamente como Brotherhood la había tumbado, arrebujada en el edredón, con las piernas recogidas como protección y agarrándose los hombros con las manos. Él la había soltado, ella ya no olía su sudor ni su aliento. Pero notaba el peso de su cuerpo al pie de la cama, y a veces le dolía recordar que no habían hecho el amor un momento antes, porque la costumbre de Jack en aquellos tiempos había sido dejarla dormitando mientras él se sentaba exactamente como estaba sentado ahora, haciendo llamadas telefónicas, repasando sus gastos o entretenido en cualquier otra cosa que sirviese para restaurar el orden de su vida enteramente masculina. Había encontrado una grabadora en alguna parte y Georgie tenía otra por si acaso no funcionaba.
Para ser un verdugo, Nigel era sumamente atildado. Vestía un traje a rayas entallado y llevaba un pañuelo de seda en la manga.
–Pídele a Mary que haga una declaración voluntaria, ¿quieres, Jack? -dijo Nigel, como si lo hiciera todas las semanas-. Voluntaria pero de tono formal. Podría usarse, me temo. La decisión no es sólo de Bo.
–¿Cómo que voluntaria? -dijo Brotherhood-. Firmó la Ley de Secretos Oficiales cuando se alistó, la firmó cuando se marchó. La volvió a firmar cuando se casó con Pym. Todo lo que sabes es nuestro, Mary. Lo hayas oído en la imperial de un autobús o hayas visto la pistola humeante en su mano.
–Y tu bonita Georgie puede hacer de testigo -dijo Nigel.
Mary se oía hablar a sí misma, pero no entendía gran cosa de lo que estaba diciendo porque tenía una oreja contra la almohada y con la otra escuchaba los sonidos matutinos de Lesbos por la ventana abierta de su casita parda con terraza, a medio camino de la colina sobre la que Plomari se asentaba: el estrépito de los ciclomotores. La música
bazuki
y los camiones girando en los callejones. Escuchaba el chillido de las ovejas en el momento de ser degolladas en la carnicería, el resbalar de los cascos de burros sobre los guijarros y los aullidos de los vendedores ambulantes en el mercado del puerto. Si apretaba los ojos lo bastante fuerte podía contemplar los tejados naranjas al otro lado de la calle, más allá de las chimeneas y los tendederos y los jardines de las azoteas llenos de geranios, hasta el muelle y el largo malecón con su luz roja parpadeando en la punta, y sus malévolos gatos rojizos empapándose de sol mientras observaban al vapor de cabotaje emerger de la niebla.
Y así veía Mary su propia historia a partir de ese período, como se la contaba a Jack Brotherhood: como una película de pesadilla que sólo se atrevía a ver poco a poco y en la que ella era siempre la malvada. El barco avanza de costado, los gatos se estiran, bajan la pasarela y la familia inglesa Pym -Magnus, Mary y el hijo de ambos, Thomas- desembarcan en busca de un nuevo lugar perfecto, alejado de todo. Porque ya ninguna parte es bastante lejana, ninguna lo suficiente remota. Los Pym se han convertido en el buque fantasma del Egeo, que apenas desembarcan vuelven a hacer la maleta y cambian de barcos y de islas como almas en pena, aunque sólo Magnus conoce la maldición, sólo él sabe quién les persigue y por qué, y Magnus ha encerrado su secreto, con todos los demás, detrás de su sonrisa. Le ve caminar con zancadas alegres delante de ella, sujetando su sombrero de paja contra la brisa y con la cartera colgando de su otra mano. Ve a Tom seguirle con paso brioso y los pantalones largos de franela gris y la chaqueta escolar que en el bolsillo ostenta los colores de
boy scout
y que insiste en ponerse aun cuando la temperatura ronda los treinta grados. Y se ve a sí misma todavía drogada por la bebida y los vapores de petróleo de la noche anterior, planeando ya traicionarles. Y detrás de ellos ve a los porteadores nativos que transportan descalzos el equipaje excesivo de los Pym, las toallas y la ropa de cama y los cereales del desayuno de Tom y todos los demás trastos que ella empacó en Viena para el gran permiso sabático, como Magnus llama a estas vacaciones de familia, que ocurren una vez en la vida, y con las que aparentemente todos han estado soñando, aunque Mary no recuerda haberlas oído mencionar hasta unos cuantos días antes de la partida, y para ser sincera hubiese preferido regresar a Inglaterra, recoger a los perros confiados al jardinero y al siamés de pelo largo entregado a tía Tab y pasar en Plush la temporada de descanso.
Los maleteros depositan su cargamento en el suelo y Magnus, generoso como siempre, entrega a cada uno una propina del bolso que Mary le mantiene abierto. Desgarbadamente inclinado sobre el comité de recepción de gatos de Lesbos, Tom declara que tienen orejas de apio. Suena un silbido, los porteadores suben corriendo la pasarela, el barco vira nuevamente hacia la niebla. Magnus, Tom y Mary, la traidora, lo miran como sucede en toda historia triste del mar, con el equipaje de su vida diseminado alrededor y el faro rojo goteando fuego lento sobre sus cabezas.
–¿Podemos volver a Viena después de esto? -pregunta Tom-. Me gustaría ver a Becky Lederer.
Magnus no le contesta. Está demasiado absorto en su entusiasmo. Lo conservaría incluso en su propio entierro, y Mary le ama por ello y por muchas cosas más, todavía le ama. Algunas veces su pura bondad me acusa.
–Ya está, Mabs -grita, agitando el brazo majestuosamente hacia la colina cónica y sin árboles poblada de casas marrones, que constituye su hogar más reciente-. Lo hemos encontrado.
Plush-sur-mer.
Y se vuelve hacia ella con la sonrisa que ella no le ha visto hasta estas vacaciones: tan atenta, tan radiante y cansada en su desesperación.
–Aquí estamos a salvo, Mabs. Estamos
okay.
La rodea con un brazo, ella le deja hacer. La atrae hacia él, se abrazan. Tom se cuela entre ambos, pasa un brazo sobre un hombro de cada uno de los dos.
–Eh, dejadme a mí también -dice. Unidos como los aliados más fieles del mundo, los tres recorren el malecón y dejan abandonado el equipaje hasta que hayan encontrado un lugar donde ponerlo. Problema que resuelven al cabo de una hora, pues el inteligente Magnus sabe exactamente a qué taberna ir primero, a quién seducir y a quién reclutar con la sorprendente identidad griega que de alguna manera ha logrado fraguarse en el curso del viaje. Pero aún falta la noche y los atardeceres son cada vez peores, se ciernen sobre Mary desde que despierta, los nota arrastrarse hacia ella a lo largo de toda la jornada. Para festejar su nuevo hogar Magnus ha comprado una botella de
scotch,
aunque varias veces en los últimos días han acordado prescindir del licor fuerte y limitarse al vino local. La botella está casi vacía y Tom, gracias a Dios, por fin se ha dormido en su nuevo dormitorio. O eso implora Mary, porque Tom se ha vuelto últimamente un poco colillero, como el padre de ella hubiera dicho, que merodea alrededor para ver qué sobras puede picar.
–Eh, vamos, Mabs, estás poniendo mala cara, ¿eh? -dice Magnus, animándola-. ¿No te gusta nuestro nuevo
Schloss
?
–Has dicho algo gracioso y he sonreído.
–No parecía una sonrisa -dice Magnus, sonriendo a su vez para enseñarle cómo se hace-. Desde donde estoy sentado me ha parecido más como una mueca, querida.
Pero la sangre de Mary se está enardeciendo y, como de costumbre, no puede dominarse. La perspectiva de su traición prevista ya la envuelve en su culpa.
–Es de eso de lo que estás escribiendo, ¿no? -le espeta-. ¿De cómo malgastas tu ingenio con la mujer errónea?
Horrorizada por su desagradable comentario, Mary se echa a llorar e impulsa los puños hacia los brazos de la silla de junco. Pero Magnus no está horrorizado en absoluto. Magnus posa las gafas y se acerca a ella, le da golpecitos suaves en el brazo con la punta de los dedos, a la espera de ser admitido. Coloca las gafas de Mary delicadamente fuera de su alcance. Instantes después los muelles de su nueva cama producen gimoteos y acordes metálicos como una banda que afina los instrumentos, porque un desesperado ardor erótico ha acudido a la postre en ayuda de Magnus. Hace el amor con ella como si no fuera a volver a verla. Se sepulta en ella como si fuese su único refugio, y Mary le acompaña ciegamente. Ella se enciende, él la atrae hacia sí, ella le grita -«¡Por favor, oh, Cristo!»-, él alcanza el objetivo y por un momento dulce Mary puede lanzar un beso de despedida al maldito mundo.
–A propósito, estamos utilizando Pembroke -dice Magnus, más tarde pero no del todo tarde-. Estoy seguro de que es innecesario, pero por si acaso quiero estar a cubierto.
Pembroke es uno de los seudónimos de Magnus. Guarda en su cartera el pasaporte a ese nombre, ella lo ha localizado ya. Tiene una foto hábilmente borrosa que podría ser de Magnus o podría no ser. En el taller de falsificaciones de Berlín solían llamar «flotadores» a las fotos así.
–¿Qué le digo a Tom? -pregunta ella.
–¿Por qué decirle algo?
–El apellido de nuestro hijo es Pym. Podría parecerle un poco raro que le llamasen Pembroke.
Mary espera, odiándose a sí misma por su carácter intratable. No ocurre a menudo que Magnus tenga que buscar una respuesta, ni siquiera en lo referente a una orientación sobre el modo de engañar a su hijo. Pero ahora la busca, ella lo percibe mientras él se halla en vela a su lado en la oscuridad.
–Sí. Pues dile que los Pembroke son los dueños de esta casa. Usamos su nombre para pedir cosas a la tienda. Sólo si pregunta, naturalmente.