–Señoras y caballeros. Esta mujer es la señora Peggy Wentworth. Es una viuda a la que conozco y he tratado de ayudar durante muchos años, que ha sufrido crueles agravios en la vida y que me culpa a mí de su infortunio. Espero que después de este mitin todos vosotros oigáis lo que Peggy tiene que deciros, le dispenséis toda la indulgencia a vuestro alcance y le demostréis la mayor paciencia. Y que en vuestra sabiduría juzguéis por vosotros mismos dónde puede residir la verdad. Confío que seáis caritativos con Peggy y también conmigo, y recordad lo difícil que es aceptar el infortunio sin levantar un dedo acusador.
Colocó las manos detrás de la espalda. Tenía los pies muy juntos.
–Señoras y caballeros, mi antigua amiga Peggy Wentworth tiene toda la razón.
Ni siquiera Pym, que creía conocer todos los instrumentos de la orquesta de Rick, le había oído hablar de un modo tan simple y directo, desprovisto de retórica.
–Hace muchos años, señoras y señores, cuando yo era muy joven y luchaba por abrirme camino en la vida, como todos nosotros hemos hecho, sumamente impacientes y dispuestos a optar por ciertos atajos, me encontré en la situación del chico de una oficina que ha tomado prestados unos cuantos papeles de la caja y ha sido descubierto antes de haber tenido oportunidad de devolverlos. Delinquí, es cierto. Mi madre, al igual que Peggy Wentworth, aquí presente, era viuda. Yo tenía un padre insigne, a cuya altura tenía que elevarme, y sólo hermanas en la familia. Las responsabilidades que pesaban sobre mí, lo reconozco, me hicieron traspasar los límites de lo que la justicia, en su sabiduría ciega, estimaba lícito. La justicia me impuso su pena. La cumplí enteramente. Como la seguiré cumpliendo durante toda mi vida.
Entonces irguió la barbilla y separó sus manazas, y uno de sus brazos se extendió hacia las abuelas de la primera fila, al tiempo que sus ojos y su voz se sumían en la oscuridad del fondo.
–Amigos míos -Peggy, querida, todavía te cuento entre ellos-, mis amigos leales de Gulworth North, veo entre vosotros esta noche a hombres y mujeres lo bastante jóvenes par ser impulsivos. Veo a otras personas que poseen la experiencia de la vida, cuyos hijos y nietos se han lanzado al mundo, a instancias de sus impulsos, para prosperar, cometer errores y rectificarlos. A esas personas mayores quiero preguntarles lo siguiente. Si uno de esos jóvenes -hijos, nietos, o este hijo mío que se sienta aquí detrás, presto a recibir algunos de los más altos premios que la ley de este país puede ofrecer-, si uno de ellos cometiera alguna vez un error y pagara el precio que la sociedad exige y volviera al hogar diciendo: «Papá, mamá, soy yo», ¿quién de vosotros, presentes aquí esta noche, le cerraría la puerta en las narices?
Se habían puesto de pie. Estaban gritando su nombre. «Rickie, amigo Rickie… Tienes nuestro voto, Rickie, muchacho.» En el estrado, a su espalda, también nosotros estábamos de pie, y Pym vio a través de sus lágrimas que Syd y Morrie se estaban abrazando. Por una vez Rick no agradeció el aplauso. Estaba paseando la mirada alrededor, buscando a Pym teatralmente y llamándole: «Magnus, ¿dónde estás, hijo mío?», aunque sabía perfectamente dónde estaba. Fingiendo que le encontraba le agarró del brazo, se lo alzó y le empujó hacia delante, levantándole casi del suelo al mismo tiempo que le presentaba como un adalid ante la multitud alborozada, y que gritaba: «Aquí hay uno, aquí hay uno.» Supongo que se refería a un penitente que había pagado el precio y regresado a casa, aunque nunca lo sabré seguro debido al alboroto, y quizá Rick dijo: «Aquí está mi hijo.» En cuanto a Pym, ya no pudo contenerse. Jamás había adorado tanto a Rick. Aplaudía, entre ahogos, estrechaba la mano de Rick con las dos suyas en representación del público, le abrazaba en su nombre con todas sus fuerzas, le daba palmadas en su hombro enorme y le decía que era fabuloso.
Mientras hacía todo esto, creyó ver la cara pálida de Judy y sus grandes ojos claros detrás de sus gafas serias, observándole desde el centro de la concurrencia. Mi padre me necesitaba, quería explicarle. Olvidé dónde estaba la parada de autobús. He perdido tu número de teléfono. Lo he hecho por mi país. El «Bentley» esperaba ante las escaleras de la calle, y Cudlove estaba plantado junto a la puerta. Al partir en el coche, al lado de Rick, Pym imaginó que oía a Judy gritando su nombre: «Pym, bastardo. ¿Dónde estás?»
Había amanecido. Sin afeitar, Pym estaba sentado ante el escritorio, sin querer la luz del día. Con la barbilla apoyada en la mano, miraba fijamente la última página que había escrito. No cambies nada. No mires atrás, no mires adelante. Lo haces una vez y después te mueres. Le asaltó una visión desdichada de las mujeres que en el curso de su vida le habían esperado en vano en cada parada de autobús que jalonaba su camino caótico. Se levantó rápidamente, preparó un Nescafé y se lo tomó cuando todavía estaba demasiado caliente para él. Luego cogió la grapadora y el rotulador y empezó a trabajar de firme -soy un mero oficinista, es lo único que soy-, grapando los recortes y marcando las referencias útiles.
Extractos del
Gulworth Mercury
y del
Evening Star
informando sobre la postura combativa del candidato liberal la noche anterior a las elecciones en el ayuntamiento. Para no incurrir en difamación, los cronistas omiten la referencia directa a las acusaciones de Peggy Wentworth y hablan únicamente de la fogosa defensa del candidato contra el ataque personal. Incluir en 21a. La maldita grapadora no funciona. Este aire de mar lo enmohece todo.
Recorte del
Times
de Londres con los resultados de la elección parcial en Gulworth North:
McKechnie (Laborista) 17.970
Lakin (Conser.) 15.711
Pym (Liberal) 6.404
El dirigente semianalfabeto atribuye la victoria a «la intervención desacertada» de los liberales. Incluir en 22a.
Extracto de la
Gazette
de la universidad de Oxford, notificando al mundo interesado que Magnus Richard Pym ha obtenido una licenciatura
cum laude
en Lenguas Modernas, Clase I. Ninguna referencia a las horas nocturnas dedicadas a estudiar papeletas de exámenes previas o a la exploración informal de los cajones del escritorio del tutor con ayuda del compás de acero de Michael, siempre a mano. Incluido en 23a.
Pero en realidad no había sido incluido en absoluto, pues en el momento de marcar este recorte, Pym lo colocó delante de él y lo miró de hito en hito, con la cabeza entre las manos y una expresión de asco.
Rick lo sabía. El bastardo lo sabía. Con la cabeza todavía entre las manos, Pym se remonta a Gulworth, a un momento posterior de la misma noche. Padre e hijo viajan en el «Bentley», el lugar predilecto de ambos. El ayuntamiento queda detrás y el hotel de la señora Searle se aproxima. El tumulto de la multitud resuena todavía en los oídos de Pym. Transcurrirán otras veinticuatro horas antes de que el mundo conozca el nombre del candidato vencedor, pero Rick lo sabe ya. Ha sido juzgado y aplaudido por toda la vida que ha vivido hasta ahora.
–Déjame decirte algo, hijo -dice, con su voz más melosa y amable. Las farolas que desfilan iluminan a rachas sus juiciosas facciones, haciendo que su triunfo parezca intermitente-. Nunca mientas, hijo. Les he dicho la verdad. Dios me ha escuchado. Siempre lo hace.
–Ha sido fantástico -dice Pym-. ¿Podrías soltarme el brazo, por favor?
–Nunca hubo un Pym mentiroso, hijo.
–Lo sé -dice Pym, y retira el brazo, de todas maneras.
–¿Por qué no acudiste a mí, hijo? «Papá», podrías haberme dicho, o «Rickie», si quieres, ya tienes edad: «Ya no estoy estudiando Derecho. Estoy perfeccionando mis idiomas porque quiero tener don de lenguas. Quiero salir al mundo como mi mejor camarada, y ser escuchado donde los hombres se reúnan, con independencia de su color, raza o credo.» ¿Porque sabes lo que te habría respondido si hubieses venido a decirle eso a tu padre?
Pym está demasiado enloquecido, demasiado muerto para que le importe.
–Hubieras sido fabuloso -responde.
–Te hubiera dicho: «Hijo, ya eres un adulto. Tú tomas tus propias decisiones. Lo único que tu viejo puede hacer es jugar de portero mientras Magnus batea y Dios lanza los bolos.» -Aferra la mano de Pym, casi le rompe los dedos-. No me rehuyas así, hijo. No estoy enfadado contigo. Somos camaradas, ¿no te acuerdas? No tenemos que andar de puntillas el uno alrededor del otro, ni fisgar en los bolsillos, rebuscar en cajones y hablar con mujeres descarriadas en sótanos de hotel. Lo decimos a la cara. Lo ponemos encima de la mesa. Ahora sécate esos ojillos y dame un abrazo.
Con su pañuelo de seda, que luce un monograma, el gran estadista limpia magnánimo las lágrimas de rabia y de impotencia de su hijo Pym.
–¿Te apetece un buen filete inglés esta noche, hijo?
–No mucho.
–El bueno de Mattie nos está preparando uno con cebollas. Puedes invitar a Judy si quieres. Después vamos a jugar todos una partida de
chemin de fer.
A Judy le gustaría.
Levantando la cabeza, Pym volvió a empuñar el rotulador y reanudó su tarea.
Extracto de las actas del partido comunista de la universidad de Oxford, en poder de Special Branch, lamentando la marcha del camarada M. Pym, trabajador incansable en pro de la causa. Gracias fraternales por sus tremendos esfuerzos. Incluido en 24a.
Apenada carta del tesorero del colegio universitario de Pym, adjuntando su cheque para las batallas del último curso, con la anotación
Remítase al librador.
Carta y cheques similares de los señores Blackwell, Parker (Libreros) y Hall Brothers (Sastres) incluidas en 24c.
Pesarosa carta del director del banco de Pym, lamentando que, a causa de la devolución de un cheque girado a favor de Pym por la Compañía Magnus Dinámica y Astral, sociedad limitada (Bahamas), por importe de doscientas cincuenta libras, no tiene más remedio que remitir al librador los cheques, como figura en 24c.
Extracto de la
Gazette
de Londres 29 de marzo de 1951, nombrando síndico oficial para una nueva petición de quiebra de RTP y ochenta y tres empresas asociadas.
Carta del director de la fiscalía, invitando a Pym a comparecer para una entrevista en la fecha mencionada, a fin de explicar su relación con las empresas antedichas. Incluida en 36a.
Papeles de alistamiento militar ofreciendo a Pym un santuario. Asidos con las dos manos.
–Me gustaría sentarme con usted un rato, señorita D. -dijo Pym, abriendo con suavidad la puerta de la cocina.
Pero la silla estaba vacía y el fuego apagado. No era el atardecer, como había creído, sino el alba.
Era el mismo amanecer. Era la hora menos diez minutos. Era el momento que Brotherhood había aguardado, insomne y solo, en la cama de su apartamento cochambroso, que se le estaba convirtiendo en una celda solitaria, mirando las imágenes de su pasado en el inquieto cielo londinense. Era un juego al aire libre, jugado entre cuatro paredes por personas que no sabían que estaban despiertas. ¿Cuántas veces había estado sentado de ese modo, con botas de goma, en laderas árticas, apretando los auriculares contra los oídos y con los dedos enfundados en mitones de miraguano, para captar el susurro que significaba que la vida no se había extinguido? Aquí, en la sala de comunicaciones de la planta superior de la Oficina Central, no había auriculares ni vientos bajo cero que penetraban en las ropas empapadas y congelaban los dedos del operador, ni la dinamo de bicicleta que un pobre bastardo tenía que accionar hasta que le flaqueaban las piernas. No había antenas que se te desplomaban encima cuando más las necesitabas. Ni maletas de dos toneladas que había que esconder en un suelo duro como el hierro mientras los hunos te estaban pisando los talones. Aquí arriba tenemos cajas verdigrises con agujeros, a las que acaban de pasarles el plumero, con bonitas luces de clavija o interruptores relucientes. Y sintonizadores y amplificadores. Y diales para eliminar interferencias. Y sillas confortables para que los barones que se reúnen aquí aposenten su dulce culo. Y una misteriosa compresión del aire que te oprime el cuero cabelludo mientras observas los numerales verdes que se deslizan por la pantalla de su prisión tan rápido como los años postreros de la vida: ahora tengo cuarenta y cinco, ahora setenta, ahora me quedan diez minutos antes de morir.
Sobre la tarima elevada dos chicos con auriculares estaban controlando los diales. «Nunca sabrán cómo era -pensó Brotherhood-. Se irán a la tumba pensando que la vida salía de un paquete.» Brammel y Nigel estaban sentados debajo de ellos como empresarios en un preestreno. Detrás, una docena de sombras a cuya presencia Brotherhood apenas había prestado atención. Advirtió la de Lorimer, jefe de operaciones. Vio a Kate y pensó: «Gracias al cielo que sigue viva.» En el borde de la tarima, Frankel estaba informando lúgubremente de un rosario de fracasos. Su acento centroeuropeo se había intensificado.
–A las nueve y veinte de ayer por la mañana, hora local, la sede de Praga ordena a su operador principal que telefonee a la casa del vigilante desde una cabina, Bo -dijo-. Comunicaba. Hace cinco llamadas en dos horas desde la ciudad. Seguía comunicando. Intenta llamar a Conger. Teléfono cortado. Todo el mundo ha desaparecido, todos ilocalizables. Al mediodía la sede envía a una jovencita de su equipo a la cantina donde almuerza la hija de Conger. La hija de Conger está al corriente, así que quizá sepa dónde está su padre. Nuestra jovencita es una chavala de dieciséis años, muy menuda, muy correosa. Merodea por allí dos horas, inspecciona las dos salas, comprueba la cola. Examina las fichas de asistencia en la puerta de la fábrica, dice a los guardas que es la compañera de cuarto de la hija. Es tan inocente que le dejan hacer. La hija de Conger no ha acudido al trabajo, tampoco figura en la lista de bajas por enfermedad. Desaparecida.
En la tensión, nadie habla con nadie. Todo el mundo habla para sí. La sala sigue llenándose. «¿Cuántas personas hacen falta para dar a una red un entierro decente?», pensó Brotherhood. Faltaban ocho minutos.
Frankel continuó su endecha.
–A las siete de la mañana de ayer, hora local, la sede de Gdansk destaca a dos de sus muchachos para reparar un poste telegráfico al fondo de la calle donde vive Merryman. Su casa está en un callejón sin salida. No puede salir por otro sitio. Todos los días, por lo general, va al trabajo en su coche, sale de casa a las siete y veinte. Pero ayer su coche no estaba delante de la casa. Todos los demás días está aparcado allí. Pero ayer no. Desde donde los muchachos trabajan pueden ver la puerta de la calle. Está cerrada. Ni Merryman ni nadie sale o entra de la casa por esa puerta. Abajo están corridas las cortinas, no hay luces ni huellas recientes en la calzada. El mejor amigo de Merryman es arquitecto. A Merryman le gusta a veces tomar un café con él cuando va al trabajo. Este arquitecto no es un agente, no está en la lista blanca.