Mary llegó a la conclusión de que la nota era tan mala -y tan impropia de Bee- que casi lo era deliberadamente: lo bastante buena para engañar a Fergus cuando la entregaron en la puerta esa mañana, y lo bastante mala para que Mary comprendiera que significaba algo distinto.
Algo de lo que le habían advertido, por ejemplo.
Había captado las pistas desde el momento en que abrió la puerta al recadero, mientras el idiota de Fergus acechaba escondido en el ropero con una «Howitzer» enorme en la mano, por si el recadero resultaba ser un ruso disfrazado, cosa que, pensándolo bien, quizá fuese, porque Bee no había utilizado en su vida un servicio privado de entregas a domicilio. Bee hubiera llevado el libro personalmente al volver de recoger a Becky del colegio, y hubiera lanzado sus arrullos a través del buzón. Bee hubiera enganchado a Mary en la reunión de Mujeres Internacionales del jueves, y le hubiera dejado que se las apañara en casa con el libraco lo mejor que pudiera.
–¿Le importa que lea la tarjeta, Mary? -había dicho Fergus-. Es pura rutina, sólo que ya sabe cómo son en Londres. Bee. ¿Será la señora Lederer, la mujer del diplomático americano?
–Será ella -había confirmado Mary.
–Pues es un libro bonito, en mi opinión. Y en inglés, además. Parece viejísimo.
Estaba pasando páginas con dedos ejercitados, deteniéndose al ver marcas de lápiz, examinando hojas al trasluz de vez en cuando.
–Es de 1698 -había dicho Mary, señalando los numerales romanos.
–Madre mía, leerse este mamotreto.
–¿Me lo devuelve, por favor?
El reloj de pared del vestíbulo estaba dando las doce. Fergus y Georgie estarían ahora sin duda deliciosamente tendidos el uno en brazos del otro. A lo largo de los días interminables de su encierro, Mary había observado madurar su idilio. Esa noche, cuando ella había bajado a cenar, Georgie despedía el resplandor inocultable de quien ha estado follando unos minutos antes. Dentro de un año los dos se convertirían en otra pareja más de la sección de recursos, donde dominaba el personal subalterno: vigilancia, instalación de micrófonos, registros, correo abierto al vapor. Un año más tarde, cuando hubieran juntado sus horas extraordinarias fraudulentas y sus gastos de viaje inventados, e inflado las dietas por extrañamiento, pagarían la entrada de una casa en East Sheen, tendrían dos hijos y cumplirían los requisitos para beneficiarse del programa de subvenciones educativas de la Casa. «Estoy siendo una perra celosa -pensó Mary, sin arrepentirse-. Ahora mismo no me importaría pasar una hora con Fergus.» Descolgó el auricular y esperó.
–¿A quién va a llamar, Mary? -dijo la voz de Fergus inmediatamente.
Estuviera en el punto que estuviese de su vida amorosa, Fergus no descuidaba ni por un instante la tarea de supervisar las llamadas al exterior de Mary.
–Estoy sola -contestó Mary-. Quiero charlar un rato con Bee Lederer. ¿Hay algo malo en eso?
–Magnus está todavía en Londres, Mary. Le han retrasado.
–Sé dónde está. Conozco la historia. Ya soy mayorcita.
–Está en contacto telefónico frecuente con usted, ha mantenido buenas charlas con él, volverá dentro de un par de días. La Oficina Central le ha pescado para una investigación mientras está allí. Es todo lo que ha ocurrido.
–Estoy bien, Fergus. Estoy perfectamente.
–¿Normalmente llamaría a Bee tan tarde?
–Si Magnus y Grant están fuera, sí, la llamaría.
Mary oyó un clic y luego la señal de marcar. Marcó el número y Bee empezó a gemir en el acto. Tenía la maldita menstruación, dijo, retortijones, mareos, de todo. Siempre le afectaba de ese modo en invierno, sobre todo cuando Grant no estaba allí para atenderla. Una risita.
–Mierda, Mary, de verdad que lo echo en falta. ¿No parezco una puta?
–He recibido una carta larga y encantadora de Tom -dijo Mary. Era mentira. Era una carta y era también larga, pero no era encantadora. Era una crónica de lo bien que se lo había pasado Tom con tío Jack el domingo anterior, y a Mary se le había puesto la carne de gallina.
Bee declaró que Becky adoraba a Tom hasta un punto que resultaba indecente.
–¿Te imaginas lo que va a ocurrir el día en que a esos críos se les abran los ojos y descubran la
différence
?
Sí, me imagino, pensó Mary. Van a odiarse a muerte. Hizo repasar a Bee su jornada. «Jo, haciendo la gilipollas por ahí», dijo Bee. Tenía una cita para jugar a
squash
con Cathie Krane, de la embajada canadiense, pero habían optado por tomar un café en vista del estado de Bee. Una ensalada en el club, y, por Cristo, alguien tendría que enseñarles
de verdad
a esos malditos austríacos cómo se hace una ensalada decente. Por la tarde un aburridísimo bazar en la embajada para ayudar a los contras de Nicaragua, ¿y a quién no le importan un rábano los contras de Nicaragua?
–Deberías salir a comprar algo -sugirió Mary-. Un vestido, una antigüedad, algo.
–Escucha, ni siquiera puedo
moverme.
¿Sabes lo que ha hecho, ese canallita? Entregó el «Audi» para que lo revisaran en el camino al aeropuerto. No tengo coche, me hace falta un polvo.
–Es mejor que cuelgue -dijo Mary-. Tengo la corazonada de que Magnus va a hacer una de sus llamadas en mitad de la noche y se pondrá hecho una fiera si el número comunica.
–Sí, ¿cómo se lo ha tomado? -preguntó vagamente Bee-. ¿Está todo lloroso o más o menos resignado? Creo que algunos hombres se pasan la vida queriendo castrar a su padre. Tendrías que oírle a Grant algunas veces.
–Lo sabré cuando vuelva -dijo Mary-. Apenas habló palabra antes de marcharse.
–Deshecho, ¿eh? Grant nunca se inmuta por nada, el descastado.
–Al principio le afectó mucho -confesó Mary-. Ahora parece mucho mejor.
Apenas había colgado cuando el teléfono emitió el zumbido interior.
–¿Por qué no le ha dicho nada del libro precioso que ella le ha enviado, Mary? -se quejó Fergus-. Creí que por eso la llamaba.
–Le he dicho por qué llamaba. La llamaba porque me sentía sola. Bee Lederer me manda unos quince libros por semana. ¿Por qué tengo que hablarle de un maldito libro para complacerle a usted?
–No pretendía ofenderla, Mary.
–Ella no ha mencionado el libro. ¿Por qué iba a hacerlo yo? Me ha dado todas las instrucciones en su puñetera nota.
«Estoy protestando demasiado -pensó, maldiciéndose-. Estoy metiéndole preguntas en la cabeza.»
–Escuche, Fergus. Estoy cansada y podría morder, ¿de acuerdo? Déjeme en paz y sigan haciendo lo que mejor saben hacer.
Cogió el libro. Nada, ningún libro del mundo podría haber delatado tan perfectamente al remitente.
De Arte Graphica.
The Art of Painting,
de C. A. du Fresnoy, con comentarios. Traducido al inglés junto con el prefacio original, donde se traza un paralelo entre la pintura y la poesía. Por Dryden. Apuró el vaso del whisky. Era el mismo libro. No le cabía duda. El mismo libro que Magnus me trajo en Berlín cuando yo pertenecía todavía a Jack. Subió brincando por la escalera con él. Llamó a la puerta de acero de Rito Especial, que era nuestra cobertura, con el libro en la mano. «Eh, Mary, ¡ábrame!» Fue antes de que nos hiciéramos amantes. Antes de que hubiera empezado a llamarme Mabs.
–Escuche, quiero que me haga un trabajo urgente. ¿Puede ponerme un CD en la encuadernación de esto? Es para tener una lámina normal de tela cifrada. ¿Puede hacerlo para esta noche?
Entonces yo fingí un malentendido porque ya estábamos coqueteando. Simulé que no sabía lo que era un CD, salvo en los coches diplomáticos, lo que le permitió a Magnus explicarme con su seriedad habitual que CD significaba críptica divisa, y que Jack Brotherhood le había dicho que Mary era la persona más idónea para la tarea.
–Estamos utilizando una librería como buzón -explicó Magnus-. Tengo un agente que es un fanático de los libros antiguos.
Los jefes de agentes no solían ser tan generosos en sus operaciones.
«Y arranqué la guarda -recordó, mientras empezaba a pinchar suavemente las tapas-. Raspé un pedazo del cartón de la tapa hasta llegar casi a la piel.» Otras personas hubieran arrancado la piel y trabajado a partir de la cubierta. No nuestra Mary. Porque Magnus sólo aceptaba la perfección. «La noche siguiente me invitó a cenar. La noche de después nos acostamos juntos. A la mañana siguiente le conté a Jack lo que había ocurrido y él se mostró caballeroso y delicado y dijo que los dos teníamos mucha suerte y que se quitaría de en medio y nos dejaría seguir adelante si eso era lo que yo quería. Le dije que eso quería. Y en mi felicidad le dije a Jack que lo que nos había unido a mí y a Magnus había sido
De Arte Graphica, un paralelo entre pintura y poesía,
hecho bastante extraordinario si recordabas que yo estaba loca por la pintura y Magnus obcecado en escribir una gran novela sobre su vida.»
–¿Dónde va, Mary? -preguntó Fergus, surgiendo ante Mary en el pasillo. Ella tenía el libro en la mano. Lo extendió hacia él.
–No puedo dormir. Voy al sótano, a entretenerme con esto. Ahora vuelva con su mujercita y déjeme en paz.
Al cerrar la puerta del sótano fue rápidamente al taburete. En cuestión de unos minutos Georgie irrumpiría con una taza de té para mí, a fin de asegurarse de que no había huido ni me había cortado las venas. Llenó un cuenco de agua caliente, empapó un trapo y empezó a trabajar remojando la guarda. El autor de la nota sabía de lo que hablaba. En un libro tan antiguo la cola original era un producto animal y habría cristalizado. Al arreglar el libro para Magnus, Mary había utilizado también cola animal. Pero el papel nuevo había sido pegado con una pasta de harina que respondía rápidamente al agua. Estaba usando un paño y un cepillo de fregar. Normalmente habría utilizado el papel secante y un molde de prensado. La guarda se despegó. El cartón siguió en su sitio. Empezó a rasparlo con la hoja de un escalpelo. «Si han usado cartón de soga, estoy aviada.» Este cartón se confeccionaba con maromas auténticas de un buque de guerra. Se embreaba, se retorcía y se solidificaba. Rasparlo hubiera llevado horas. Se había preocupado inútilmente. Era cartón piedra y se desintegraba como tierra seca. Siguió restregando y de repente apareció la tela en clave, aplanada contra la cara interna de la piel, exactamente donde ella la había colocado para Magnus. Salvo que ésta tenía mayúsculas en lugar de grupos de figuras. Esta empezaba: «Querida Mary.» Se la metió rápidamente en el escote, recuperó el escalpelo y comenzó a eliminar el resto de la guarda, como si fuese a reencuadernar desde el principio en piel entera, tal como Bee había solicitado.
–Se me ha ocurrido que
tenía
que venir a ver cómo lo hace -explicó Georgie, sentándose a su lado-. Realmente
necesito
una afición como ésta, Mary. Por lo visto no puedo relajarme.
–Pobrecilla -dijo Mary.
Era de noche y Brotherhood estaba furioso. Aunque estaba en la calle y lejos de la Casa y de su alcance, aunque tenía trabajo que hacer y acción para sosegarse, estaba furioso. Su furia llevaba dos días creciendo. El estallido de aquella mañana por causa de los agentes no era el origen de la misma. Había prendido el día anterior, como una mecha de ignición lenta, cuando salía de la sala de conferencias de St. John Wood después de haber perjurado para salvar el cuello de Brammel. Le había acompañado como un amigo fiel durante su encuentro con Tom y su expedición a la estación de Reading: «Pym ha infringido las leyes morales. Se ha proscrito él mismo por voluntad propia.» Había alcanzado su punto culminante en la sala de señales esa mañana, y ganado más brío con cada reunión sin objeto y cada hora desperdiciada desde entonces. Desde su posición de hombre acabado, casi compadecido y totalmente culpable, Brotherhood había escuchado cómo utilizaban sus propios argumentos contra él y lo había considerado como si, ante sus mismos ojos, su antigua defensa de Pym hubiese sido adoptada y actualizada en una política de inercia institucionalizada.
–Pero, Jack, es todo tan circunstancial, lo dijiste tú mismo -rebuznó Brammel, más fuerte que nunca cuando demostraba que dos positivos formaban un negativo-. «Si pasas por un ordenador cualquier serie de coincidencias, descubrirás que todo parece posible y que la mayoría de las cosas parecen muy probables»: ¿quién dijo eso, dime? Te estoy citando a propósito, Jack. Estábamos sentados a tus pies, ¿recuerdas? Santo cielo, ¡nunca creí que tendría que defender a Pym contra
ti
!
–Estaba equivocado -dijo Brotherhood.
–¿Pero quién dice que lo estabas? Sólo tú, creo. O sea que Pym tiene un cuaderno de claves checo en su chimenea -concedió Brammel-. Tiene una cámara de la que no sabíamos nada, con un accesorio o lo que sea para copiar documentos. Santo cielo, Jack, piensa en todos los artilugios que has coleccionado tú en tus tiempos, ¡simplemente en el procedimiento ordinario de mandar agentes de acá para allá! Lingotes de oro, cámaras, lentes micropunto, crípticas divisas, no sé qué más. Podrías haber montado directamente una prendería. Muy bien, estoy de acuerdo contigo en que debería haber entregado ese material. Yo veo más bien a Pym en la situación de un detective de la policía al que uno de sus informantes le confía un gran botín. Lo guarda en un cajón -o en la chimenea-, lo esconde de su familia y un buen día descubren el pastel. Pero eso no le convierte en un ladrón. Es un policía eficiente que se ha comportado como un caballero o, en el peor de los casos, de un modo negligente.
–Él no es negligente -dijo Brotherhood-. No le gusta correr riesgos.
–Muy bien, pues ahora lo hace. El tipo ha sufrido una crisis nerviosa, su conducta es totalmente atípica, se ha escondido en algún sitio y está lanzando las llamadas usuales de socorro -razonó Brammel, con un acento de virtuosa tolerancia-. Probablemente a una amiguita, conociendo a Pym. Lo sabremos pronto. Pero fíjate en los datos, Jack. Su padre muere. Él es un hombre de temperamento artístico, siempre pensando en escribir la gran novela, en pintar, en esculpir, en pedir excedencias, qué sé yo. Ha llegado a una edad menopáusica. Ha vivido demasiado tiempo bajo una nube de sospecha. ¿Te extraña que haya tenido un bache? Lo extraño es que no lo hubiera tenido, créeme. Muy bien, no le absuelvo. Y quisiera saber por qué se llevó aquella caja combustiva, aunque me dices que él sabía lo que había dentro y que casi todo lo había escrito él mismo, y entonces ¿qué más da? Y cuando le encontremos, puede ser que le retire del servicio durante una temporada. Sigue sin haber justificación para que yo organice un escándalo público. Para que vaya a mi ministerio y les diga: «Hemos descubierto a otro.» Y menos que nada a los americanos. Se van al traste los tratados de trueque. Se va al traste la cooperación entre servicios y la línea privada con Langley, que muchas veces significa mucho más que los lazos diplomáticos normales. ¿Quieres que ponga en peligro todo esto antes de que
sepamos?