–Bo opina que deberías abstenerte de actuar por tu cuenta -dijo Nigel cuando estuvieron de nuevo al otro lado de la puerta de Brammel, en la parte de los criados-. Me temo que coincido con esa opinión. De ahora en adelante no harás investigaciones sin mi autorización personal. Tienes que mantenerte disponible y no emprender nada. ¿Está claro?
«Está claro -pensó Brotherhood, examinando la casa desde el otro lado de la calle-. Está claro que las recompensas de mi vejez están peligrosamente amenazadas.» Intentó recordar quién era el personaje de la mitología que fue condenado a vivir lo bastante para presenciar las consecuencias de su mal consejo. La casa estaba en el mejor de los muchos y hermosos remansos de Chelsea, y se alzaba al fondo de un largo jardín sólo en parte visible por encima de la verja. Un aura de decadencia impregnaba su distinguida incuria, una languidez espiritual habitaba su estuco desflecado. Brotherhood pasó por delante varias veces, inspeccionando las ventanas superiores, contemplando la línea del horizonte en busca de una iglesia, porque las sustituciones mentales de Pym estaban empezando a arraigar en su mente como la jerga de espías. En el cuarto piso había luz en una buhardilla con cortinas. Mientras la observaba cruzó por la ventana una figura, demasiado aprisa y demasiado lejana para que distinguiese si era la de un hombre o la de una mujer.
Lanzó una última mirada a ambos lados de la calle. En el poste de la entrada había un timbre. Lo pulsó y esperó, aunque no mucho. Empujó la verja, que chirrió al abrirse; entró y la cerró tras él. El jardín era una parcela secreta de campo inglés, tapiada por tres lados. No se divisaba desde ninguna atalaya. El rumor del tráfico cesó milagrosamente. El pavimento de losa era resbaladizo y estaba tapizado de hojas sin barrer. El hogar, enumeró de nuevo. El hogar en Escocia, el hogar en Gales. El hogar como una madre aristocrática que le llevara a visitar grandes mansiones. Sobrepasó la estatua de una mujer envuelta en ropajes, con un seno de piedra expuesto a la noche otoñal. El hogar como una serie de fantasías concéntricas, todas con la misma verdad en el centro. ¿Quién había dicho eso: Pym o él mismo? El hogar como promesas a mujeres que no amaba. La puerta principal estaba abierta cuando llegó a ella. Un joven criado le observaba acercarse. Su chaqueta corta era de corte castrense. A su espalda, una araña y espejos de marco dorado, sin restaurar, brillaban contra el empapelado oscuro. «Tiene a un chico llamado Stegwold viviendo allí -le había informado el superintendente de policía, Bellows-. Si usted fuera ya mayorcito, le leería su historial de condenas.»
–¿Está Sir Kenneth, hijo? -preguntó agradablemente Brotherhood, mientras se restregaba los zapatos en el felpudo y se despojaba de la gabardina.
–No lo sé. ¿A quién anuncio?
–Al señor Marlow, hijo, y me gustaría hablar a solas con él diez minutos sobre un asunto de interés mutuo.
–¿De parte de? -dijo el chico.
–Su distrito electoral, hijo -contestó Brotherhood, con la misma afabilidad.
El chico subió rápidamente. La mirada de Brotherhood recorrió el vestíbulo. Sombreros; característico. Un abrigo de tutor, verde con el tiempo. Un bombín de los
Guards;
ídem. Una gorra del ejército con insignia Coldstream. Un paragüero de porcelana azul repleto de palos de golf viejos, bastones y raquetas de tenis deformadas. El chico bajó la escalera con pasos medidos, arrastrando una mano por la barandilla, incapaz de resistir la tentación de ensayar una salida a escena.
–Ahora le recibirá, señor Marlow -dijo.
La escalera estaba flanqueada de retratos de hombres rudos. En un comedor, una mesa puesta para dos comensales exhibía plata suficiente para un banquete. Había una jarra, fiambres y quesos dispuestos sobre el aparador. Hasta que Brotherhood no advirtió un par de bandejas sucias no comprendió que la carne estaba ya terminada. La biblioteca olía a moho y al humo de una estufa de petróleo. Una galería corría a lo largo de tres paredes. Faltaba la mitad de la balaustrada. La estufa había sido introducida en la chimenea y delante de ella había un tendedero con calcetines y ropa interior colgados. Delante del tendedero se encontraba Sir Kenneth Sefton Boyd. Vestía un batín de terciopelo, una camisa de cuello abierto y zapatillas viejas de raso, con monogramas bordados en oro y ya desgastados. Era corpulento y de cuello grueso, y tenía bolsas desiguales alrededor de la mandíbula y los ojos. La boca estaba torcida hacia un lado, como un puño cerrado. Hablaba por la comisura torcida, mientras la otra permanecía inmóvil.
–¿Marlow?
–Encantado de conocerle, señor -dijo Brotherhood.
–¿Qué desea?
–Me gustaría poder hablar con usted a solas, señor.
–¿Policía?
–No exactamente, señor. Algo parecido.
Entregó una tarjeta a Sir Kenneth. «Este documento certifica que su titular realiza investigaciones que afectan a la seguridad nacional. Para confirmación telefonee, por favor, a Scotland Yard, extensión tal y cual.» La extensión pertenecía al departamento del superintendente Bellows, que conocía todos los nombres de Brotherhood. Sin inmutarse, Sir Kenneth le devolvió la tarjeta.
–Así que usted es un espía.
–En cierto modo, supongo. Sí.
–¿Quiere beber algo? ¿Cerveza? ¿Un
scotch?
¿Qué quiere beber?
–Le aceptaría un
scotch,
señor, ya que lo dice.
–
Scotch,
Steggie -dijo Sir Kenneth-. Tráele un
scotch,
¿quieres? ¿Hielo? ¿Soda? ¿Cómo lo quiere?
–Con un poco de agua.
–Muy bien. Dale agua. Tráele una jarra. Ponía en la mesa. Ahí, junto a la bandeja. Para que pueda servirse y tú puedas retirarte. Y aprovecha para llenarme el vaso. ¿Quiere sentarse, Marlow? ¿Le parece bien ahí?
–Creí que íbamos al Albion -dijo Steggie desde la puerta.
–No puedo ahora. Tengo que hablar con este señor.
Brotherhood se sentó. Sir Kenneth se sentó enfrente; su mirada era amarilla e insensible. Brotherhood había visto hombres muertos con una mirada más viva. Sus manos habían caído sobre sus rodillas y una de ellas daba coletazos, como un pez varado en una playa. En la mesa, entre ellos, había un tablero de backgammon con las piezas en mitad de una partida. «¿Con quién la estará jugando?», pensó Brotherhood. ¿Quién cenaba con él? ¿Quién compartía la música con él? ¿Quién ha calentado mi asiento antes de ocuparlo yo?
–¿Sorprendido de verme, señor? -preguntó Brotherhood.
–Hace falta un poco más para sorprenderme, amigo.
–¿No ha venido nadie más por aquí últimamente, haciendo preguntas raras? ¿Extranjeros? ¿Americanos?
–No, que yo sepa. ¿Por qué?
–Me han dicho que hay otro grupo de nuestro propio equipo investigando. Me preguntaba si habrían venido por aquí. He querido averiguarlo antes de salir de la oficina, pero hay falta de coordinación, todo marcha muy aprisa.
–¿Qué?
–Bueno, señor, parece ser que su antiguo condiscípulo, el señor Magnus Pym, ha desaparecido. Están interrogando a todas las personas que pudieran saber algo de su paradero. Entre ellas figura usted, naturalmente.
Sir Kenneth alzó la mirada hacia la puerta.
–¿Hay algo que le molesta ahí fuera, señor? -preguntó Brotherhood.
Sir Kenneth se levantó, fue a la puerta y la abrió de golpe. Brotherhood oyó pasos presurosos en la escalera, pero no llegó a tiempo para ver quién era, no obstante haber empujado a Sir Kenneth hacia un lado en su urgencia por mirar.
–Steggie, quiero que te vayas al Albion antes que yo -gritó Sir Kenneth hacia la caja de la escalera-. Vete ya. Yo iré más tarde. No quiero que oiga estas cosas -le dijo a Brotherhood-. Lo que no sabe puede hacerle daño.
–No se lo reprocho, con su historial -dijo Brotherhood-. ¿Le importa que eche una ojeada arriba, ya que estamos de pie?
–Pues claro que me importa. Y no me vuelva a tocar. Usted no me gusta. ¿Trae una orden?
–No.
De nuevo en su asiento, Sir Kenneth sacó una cerilla consumida del bolsillo de su batín y empezó a escarbarse las uñas con la punta quemada.
–Consígala -le aconsejó-. Consiga una orden y quizá le dejaré mirar. De lo contrario no se lo permito.
–¿Está él aquí? -dijo Brotherhood.
–¿Quién?
–Pym.
–No lo sé. No lo he oído. ¿Quién es Pym?
Brotherhood permanecía aún de pie. Estaba inusualmente pálido, y necesitó un momento para serenar la voz antes de volver a hablar.
–Tengo un trato que proponerle -dijo.
Sir Kenneth tampoco oyó esta vez.
–Entréguemelo. Suba usted. O llámele por teléfono. Haga lo que han convenido hacer entre los dos. Y entréguemelo. A cambio yo mantendré su nombre fuera de este asunto, y también el de Steggie. La otra opción es: «Baronet parlamentario oculta a un antiguo amigo huido.» Cabe asimismo la seria posibilidad de que le acusen a usted de complicidad. ¿Qué edad tiene Steggie?
–La suficiente.
–¿Qué edad tenía cuando vino aquí?
–No se lo pregunté. No lo sé.
–Yo también soy amigo de Pym. Hay gente peor que yo buscándole. Pregúnteselo. Si él está de acuerdo, yo también. Mantendré su nombre al margen de esto. Simplemente entréguemelo y usted y Steggie no volverán a saber nada de él ni de mí.
–Me da la impresión de que usted tiene más que perder que nosotros -dijo Sir Kenneth, examinando el resultado de su manicura.
–Lo dudo.
–Supongo que es cuestión de saber lo que nos queda. No se puede perder lo que no se tiene. No se puede añorar lo que no se aprecia. No se puede vender lo que no se tiene.
–Pym puede, al parecer -dijo Brotherhood-. Según parece, ha estado vendiendo los secretos de su país.
Sir Kenneth siguió admirando sus uñas.
–¿Por dinero?
–Probablemente.
Sir Kenneth movió la cabeza.
–No le importaba el dinero. El amor era lo único que le interesaba. No sabía dónde encontrarlo. Puso demasiado empeño.
–Entretanto vagabundea por Inglaterra con un montón de papeles en venta que no son suyos, y se supone que usted y yo somos patriotas.
–Cantidad de gente hace cosas que no debería. Entonces es cuando necesitan a sus amigos.
–Le escribió a su hijo hablando de usted. ¿Lo sabe? Una tontería respecto a una navaja. ¿Le dice eso algo?
–En realidad sí.
–¿Quién es Poppy?
–No sé nada de ella.
–¿O quizá sea «él»?
–Bonita idea, pero no.
–¿Wentworth?
–Nunca he estado allí. Odio ese sitio. ¿Qué pasa con Wentworth?
–Había una chica, una tal Sabina, con quien parece ser que Pym se enredó en Austria. ¿La mencionó él alguna vez?
–No, que yo recuerde. Pym se enredaba con cantidad de chicas. Aunque no le resultaba muy beneficioso.
–Le ha telefoneado, ¿verdad? El lunes por la noche, desde una cabina.
Con asombrosa brusquedad, Sir Kenneth levantó un brazo, en un gesto de placer, y lanzó un grito de alegría.
–Tenía una trompa de campeonato -declaró, muy alto-. Estaba osificado. No le había visto tan pedo desde Oxford, cuando seis amigos nos tumbamos una caja de oporto de su padre. No sé por qué, pretendía que se la había dado un marica de Merton. No había maricas en Merton en aquellos tiempos. No maricas ricos. Todos estábamos en el Trinity.
Era después de medianoche. De vuelta en el confinamiento de su piso de Shepherd Market, con las palomas en el antepecho, Brotherhood se sirvió otro vodka y agregó zumo de naranja de un envase de cartón. Había arrojado la chaqueta sobre la cama, y tenía la grabadora de bolsillo ante él, sobre la mesa. Tomaba apuntes mientras escuchaba.
«… no suelo ir mucho a Wiltshire, por lo general, mientras el parlamento está en período de sesiones, pero el domingo era el cumpleaños de mi segunda mujer y nuestro chico había terminado el curso, así que fui a cumplir el compromiso y pensé que me quedaría un par de días para ver lo que pasaba en la circunscripción…»
Más adelante otra vez.
«… no suelo contestar el teléfono en Wiltshire, pero el lunes es el día de bridge de mi mujer y yo estaba en la biblioteca jugando una partida de backgammon, y cuando sonó el teléfono decidí contestar en vez de estropearle la partida. Debían de ser las once y media, pero las noches de bridge de Jean duran una eternidad. Voz de hombre. Sería su novio, pensé. Vaya jeta, también, llamar a esta hora. “¿Sí? ¿Sef? ¿Ese Sef?” “¿Quién coño llama?”, dije. “Soy yo. Magnus. Mi padre ha muerto. He venido a su entierro.” Pensé: pobre chico. A nadie le gusta tener en la conciencia la muerte de su padre. ¿Está bien así? ¿Más agua? Sírvase.»
Brotherhood se oye a sí mismo gritando gracias mientras se inclina hacia la jarra de agua. Hay un sonido de flujo cuando se sirve.
«¿Cómo está Jem?, dice. Jemima es mi hermana. Tuvieron un romance antiguamente, que no quedó en nada. Ella se casó con un florista. Algo increíble. El tipo cultiva flores por toda la carretera hasta Basingtoke. Tiene el nombre escrito en un letrero. Parece que él no le da mucha guerra. Tampoco se ven mucho. Tiene problemas de rumbo, nuestra Jem. Lo mismo que yo.»
Más adelante.
«…borracho. No sabía si estaba llorando o riéndose. Pobre muchacho, pensé. Ahogando sus penas. Yo haría lo mismo. Lo siguiente que sé es que estaba disertando sobre nuestro colegio. Cristo, habíamos estado en dos o tres colegios juntos y luego en Oxford, por no mencionar un par de vacaciones, y de lo único que quiere hablar, casi cuarenta años más tarde, por teléfono, en mitad de la noche, en medio de la fiesta, es de cuando grabó mis iniciales en los lavabos de los profesores y me azotaron por eso. “Perdona que pusiera tus iniciales, Sef.” Muy bien. Él fue. Las grabó. Nunca dudé que hubiese sido él. Y que había metido la pata. Se equivocó. ¿Sabe lo que hizo? El muy idiota puso entre la S y la B un guión que no existe. Se lo dije a Grimble, el director. “¿Por qué iba a poner un guión yo? Mire en la lista del colegio.” No sirvió absolutamente de nada, me azotó igual. Así funciona, ya ve. No hay justicia. No sé si me importó mucho. Todo el mundo azotaba a todo el mundo en aquellos tiempos. Además, yo tampoco me portaba muy bien con él. Siempre tomándole el pelo por su familia. El padre era un estafador, ¿sabe? Casi arruinó a mi tía. También lo intentó con mi madre. Trató de acostarse con ella, pero era demasiado lista. El proyecto consistía en construir un nuevo aeropuerto en algún lugar de Escocia. Había convencido a la gente de allí, y lo único que necesitaba era comprar la tierra, conseguir el permiso formal, ganar una fortuna. Un primo mío es dueño de la mitad de Argyll- Le pregunté al respecto. Una patraña, toda la historia. Extraordinario. Estuve una vez en la casa de la banda. Un salón de furcias en Ascot. Con todos aquellos maleantes rondando por allí y Magnus llamándoles “señor”. El padre intentó una vez ser diputado. Lástima que fracasase. Hubiera sido una buena compañía…»