Un espia perfecto (52 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

BOOK: Un espia perfecto
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–¿Cuándo ves que te puede llamar a Londres con un simple chasquido de los dedos y mandarte los billetes de primera clase, en cuanto vuelve de su misión nacional, porque piensa que les vas a azuzar a los abogados contra él? Bueno, pues vas, ¿no? Si no has tenido un hombre durante dos años y más, y sólo tu propio cuerpo para ver todos los días en el espejo cómo se marchita, ¡vas!

–Seguro que sí. Estoy seguro de que eran buenas razones -dice Pym-. Por favor, no me cuente nada más.

Ella está imitando otra vez la voz de Rick:

–«Vamos a resolver esta cuestión de una vez por todas, mi querida Peggy. No voy a permitir que un asunto amargo se interponga entre nosotros cuando lo único que siempre he querido ha sido tu bien.» Pues vas, ¿no? -Sus palabras resuenan en la plaza desierta y más allá, sobre el agua-. Dios santo, claro que vas. Haces la maleta, coges a tu chico y cierras la puerta con llave porque vas a recuperar tu dinero y a que te hagan justicia. Vas a toda prisa, reventando de ganas de librar la batalla de tu vida en cuanto le pongas los ojos encima. Dejas la colada y los platos y las vacas y la vida roñosa que llevas por su culpa. Y le dices al estúpido alguacil que te cuide la casa porque yo y Alistair nos vamos a Londres. Y cuando llegas, en vez de una reunión de negocios con el señor Perce Loft y el puñetero Muspole y toda la pandilla, el hombre te compra ropas finas en Bond Street y te trata como a una princesa, con las limusinas y los restaurantes, las combinaciones y las sedas de fantasía… Bueno, siempre se puede dejar para más tarde la pelea con él, ¿no?

–No -dice Pym-. No se puede. Tenía que haberla tenido entonces o nunca.

–Si te ha pisoteado en el fango todos esos años, lo menos que puedes hacer es sacarle algo a cambio de toda la miseria, quitarle cada penique que te haya robado.

Imita de nuevo la voz de Rick:

–«Siempre me has gustado, Peggy, y tú lo sabes. Eres una buena compañera, la mejor de todas. Siempre he tenido el ojo puesto en esa preciosa sonrisa irlandesa, y no sólo en la sonrisa.» Pues muy bien, también tiene un regalo preparado para el chico. Le lleva al Arsenal y allí nos sentamos como dioses en el palco de gala, en medio de los
lords
y los grandes personajes, y luego una cena en
Quaglino,
con él, el hombre del pueblo, y hay una tarta de medio metro con el nombre del chico escrito encima, tenías que haber visto la cara de Alistair. Y al día siguiente un especialista de Harley Street listo para escuchar la tos del chico y un reloj de oro para él después, por haber sido tan valiente, con sus iniciales y una inscripción: «De RTP a un muchacho estupendo.» Ahora que lo pienso, no es muy distinto del que tú llevas puesto… ¿es de oro también? Así que cuando un hombre te ha hecho todo eso y ha sido un bastardo, pues tienes que admitir, al cabo de unos días, que hay muchos bastardos peores que él en el mundo. La mayoría no hubiera compartido ni una ensaimada contigo, y mucho menos una tarta de medio metro en
Quaglino
y alguien que le llevara a la cama al chico luego, para que los mayores puedan irse a un club nocturno y divertirse un poco… ¿Por qué no, si él siempre me gustó? No hay muchas mujeres que no hubieran aplazado una pelea un par de días para algo así, supongo, así que ¿por qué no?

Está hablando como si Pym no estuviera ya con ella, y tiene razón. Le ha ensordecido, pero Pym aún puede oírla. Y la oigo todavía, un interminable y rabioso parloteo de destrucción. Está hablando al mercado de ganado derruido, con sus corrales rotos y su reloj parado, pero Pym es insensible y está muerto, y se encuentra en cualquier parte menos allí. Está en la Overflow House, en la escuela primaria, y las voces de Rick y el llanto de Lippsie le despiertan continuamente. Está en la cama de Dorothy en
The Glades,
mortalmente aburrido, con la cabeza recostada en el hombro de ella, contemplando por la ventana el cielo blanco durante todo el día. Está en un ático en algún lugar de Suiza, preguntándose por qué ha matado a su amigo para complacer a un enemigo.

Ella describe la locura de Rick con la suya propia. Su voz es un torrente quejumbroso e importuno, y él lo odia lo indecible. El modo en que el hombre se vanagloriaba. No tenía los pies en el suelo cuando empezaba su sarta de mentiras. Que si había sido amante de Lady Mountbatten, y que ella le había asegurado que era mejor que Noel Coward. Que le habían propuesto el cargo de embajador en París, pero que él lo había rechazado porque no tenía paciencia con los blandengues. Y cosas sobre el estúpido fichero verde con sus asquerosos secretos dentro, ¡imagínate la locura de un tipo que se pasa las horas hilando la soga con la que deberían colgarle! Que le había llevado a verlo descalza y en camisón, mira esto, chiquilla. El registro, lo llamaba. Todo lo bueno y lo malo que había hecho. Todas las pruebas de su inocencia: su puñetera rectitud. Que, cuando le juzgaran, como sin duda sería juzgado, todo lo que había en aquel estúpido fichero sería colocado en la balanza, lo bueno y lo malo junto, y que le veríamos tal como era, allí arriba, al lado de los ángeles, mientras que nosotros, aquí abajo, pobres pecadores, sangrábamos y pasábamos hambre para mayor gloria suya. Es lo que ha reunido para timar al Todopoderoso, y se ha quedado corto… ¡figúrate qué impertinencia, y para colmo es baptista!

Pym le pregunta cómo ha averiguado dónde encontrar el fichero.

–Vi cómo traían el estúpido trasto -responde ella-. Estuve montando guardia en el Hotel Searle el primer día de la campaña. El maricón de Cudlove lo trajo especialmente en su limusina. El bastardo de Loft le ayudó a transportarlo al sótano, la primera vez que se ha manchado las manos. Rick no se atrevió a dejarlo en Londres mientras todos estaban aquí. Tengo que utilizar la prueba contra él, Magnus -repite mientras le conduce en el alba a su pensión mísera, con una voz que gime y machaca el oído de Pym como una máquina que nadie puede detener-. Si tiene la prueba ahí, como él dice, se la voy a quitar y a volverla contra él, lo juro. De acuerdo, le he sacado un poco de dinero, es cierto. ¿Pero qué es el dinero cuando me ha estafado en el amor? ¿Qué es el dinero cuando él puede pasear por la calle como un señorón y mi John se pudre en la tumba? ¿Y cuando la gente en la calle aplaude a Rickie, el muchacho? ¿Y cuando encima hace trampas para ganar el cielo? ¿Para qué sirve una pobre víctima engañada como yo, que le ha dejado hacer su voluntad con ella y que arderá en el infierno por eso, si no cumple con su deber ante el mundo y le denuncia como el demonio que es? ¿Dónde está la prueba?, pregunto.

–Por favor, cállese -dijo Pym-. Sé lo que quiere.

–¿Dónde está la justicia? Si la tiene allí dentro se la quitaré, gracias. No tengo más cartas que ese par de dilaciones de Perce Loft, y ¿qué dicen? Es como querer clavar una gota de lluvia en la pared, te aseguro.

–Intente calmarse -dijo Pym-. Por favor.

–Fui a ver a ese estúpido Lakin, el conservador. Tuve que esperar la mitad de un día, pero conseguí verle. «Rick Pym es un estafador», le digo. ¿De qué sirve decirle eso a un conservador si todos lo son, a fin de cuentas? Se lo dije al laborista, pero preguntaban: «¿Qué ha hecho?» Me dijeron que investigarían y que gracias, ¿pero qué van a descubrir, los pobres inocentes?

Mattie Searle está barriendo el patio. Pym es indiferente a su escrutinio. Pym se conduce con autoridad, emplea los mismos andares que le llevaron hasta la bicicleta de Lippsie y, por delante del policía, a la Overflow House. Soy una autoridad. Soy inglés. ¿Quiere apartarse, me hace el favor?

–He dejado algo en el sótano -dice, despreocupadamente.

–Ah, ya -dice Mattie.

La voz cortante de Peggy Wentworth le está aserrando el alma. ¿Qué terribles ecos ha despertado en él? ¿En qué casa vacía de su niñez esa voz gimotea y le machaca los oídos? ¿Por qué es tan abyecto ante su insistencia corrosiva? Peggy es Lippsie resucitada, que habla por fin desde la tumba. Es el mundo que hay dentro de mi cabeza y que se ha vuelto estridente. Es el pecado que nunca podré expiar. Mete la cabeza en el lavabo, Pym. Agarra esos grifos y escúchame mientras te explico por qué ningún castigo sería suficiente para ti. Ponle a pan y agua, al hijo de su padre. ¿Por qué mojas la cama, hijo mío? ¿No sabes que te esperan mil billetes verdes de una libra al fin del primer año seco? Enciende las luces del comedor que utiliza el comité, abre de golpe la puerta que conduce al sótano y empieza a bajar, pisando muy fuerte. Cajas de cartón. Mercancías. Sobreabundancia para suplir las carestías. El compás de Michael otra vez en acción, mejor que una navaja suiza. Descerraja el fichero y abre el primer cajón mientras un vivo placer comienza a invadirle.

Lippschitz, nombre de pila Anne, dos volúmenes sólo. «Vaya, Lippsie, por fin apareces -piensa con calma-. Bueno, fue una vida corta, ¿no? No hay tiempo ahora, pero descansa donde estás y yo volveré a reclamarte más tarde.» Watermaster Dorothy, matrimonial, sólo un volumen. «Bueno, fue un matrimonio también breve, pero espérame, Dot, porque tengo otros fantasmas que atender primero. -Cierra el primer cajón y abre el segundo-. Rick, bastardo, ¿dónde estás tú? -Bancarrota, el cajón entero lleno sobre el tema. Abre el tercero. La inminencia del descubrimiento le está incendiando el cuerpo: los párpados, las superficies de la espalda y la cintura. Pero sus dedos son ágiles, livianos y rápidos-. Para esto he nacido, si es que nací para algo. Soy el detective de Dios, procurando el bienestar de todo el mundo.» Wentworth, una docena con ese apellido, etiquetados con la letra de Rick. Ante todo, Pym tiene presentes mentalmente las fechas de la carta de Muspole lamentando la ausencia de Rick por su misión de trascendencia nacional. Recuerda la caída y las largas y saludables vacaciones de Rick mientras él y Dorothy padecían su encierro en
The Glades.
«Rick, bastardo, ¿dónde estabas tú? Vamos, hijo, somos camaradas, ¿no? Dentro de un minuto oiré ladrar a
Herr Bastl

Abre el último cajón y ve
Rex
[11]
contra Pym, 1938, tres gruesas carpetas, y junto a ellas
Rex
contra Pym, 1944, sólo una. Saca la primera del lote de 1938, vuelve a dejarla en su sitio y elige la última. Consulta primero la última página y lee el resumen del juez, el veredicto, la sentencia y la prisión inmediata del reo. Con extática calma vuelve al principio y comienza otra vez. No había cámara en aquellos tiempos, no había copista ni magnetofones. Sólo lo que ves, oyes, memorizas y retienes. Lee durante una hora. Un reloj da las ocho, pero ello no significa nada para él. «Estoy siguiendo mi vocación. Se está celebrando el oficio divino. Las mujeres no queréis nada más que hundirnos.»

Mattie sigue barriendo el patio, pero sus contornos son borrosos.

–¿Lo has encontrado? -pregunta.

–Al final sí, gracias.

–Así está bien -dice Mattie.

Llega a su dormitorio, cierra con llave, acerca una silla al lavabo, empieza a escribir: de la memoria directamente al papel, sin cuidar para nada el estilo. Oye un golpecito, primero tímido y después más fuerte. Luego un suave y pesimista «¿Magnus?», antes de que los pies desciendan despacio por la escalera. Pero Pym está en el corazón de las cosas, las mujeres le parecen abominables, hasta Judy es inoportuna para su destino. Oye sus pisadas repicando en el antepatio y el sonido de su furgoneta que se aleja, al principio lentamente y después, de repente, mucho más rápido. Adiós muy buenas.

Querida Peggy -está escribiendo-: Espero que lo adjunto le sea de utilidad.

Querida Belinda -está escribiendo-: Realmente debo confesar que estoy fascinado por esta visión del proceso democrático en marcha. Lo que al principio parece un instrumento tosco resulta que está dotado de toda clase de controles y balanzas. Veámonos en cuanto vuelva a Londres.

Queridísimo padre -está escribiendo-: Hoy es domingo y dentro de cuatro días conoceremos nuestro destino y el tuyo. Pero quiero que sepas que he aprendido a admirar mucho el coraje y la convicción con que has librado tu ardua campaña.

En el estrado, Rick no se había movido. Su mirada de navaja automática seguía clavada en Pym. Sin embargo, parecía tranquilo. En la sala, a su espalda, no había ocurrido nada irreparable, aparentemente. Su preocupación era su hijo, a quien estaba mirando con una peligrosa intensidad. Esa noche llevaba su corbata plateada de estadista y una camisa de seda confeccionada a mano, con puños dobles y los grandes gemelos de Aspreys del gran RTP. Se había cortado el pelo a primera hora del día, y Pym percibía el olor de la loción del barbero mientras padre e hijo continuaban mirándose. Por un momento, la mirada de Rick se desplazó hacia Muspole, y Pym tuvo más tarde la impresión de que Muspole le hacía con la cabeza alguna señal de asentimiento. El silencio en la sala era absoluto. Pym no oía toses o crujidos, ni siquiera de las abuelas a las que Rick, como siempre, había colocado en la primera fila para que le recordasen a su querida madre y a su amado padre, que había muerto las muertes de tantos héroes.

Rick se volvió finalmente y avanzó hacia el auditorio con el andar sumiso del Pym Buenhombre que tan a menudo precedía a algún acto de particular hipocresía. Llegó hasta la mesa, pero no se detuvo. Cogió el micrófono y lo desconectó: que entre nosotros no se interponga ahora ningún mecanismo. Siguió caminando hasta que alcanzó el borde del estrado, en el punto desde donde arrancaba la hermosa escalera curva. Apretó la mandíbula, paseó la mirada por los rostros del público, consintió que sus facciones delataran un instante de búsqueda del alma antes de empezar a hablar. En algún lugar del trayecto entre Pym y la audiencia se había desabrochado la chaqueta. Golpeadme aquí, estaba diciendo. Aquí está mi corazón. Habló, por fin. Con voz más alta que la habitual. Escucha la emoción que la embarga.

–¿Te importaría repetir la pregunta, Peggy? ¿Con voz muy fuerte, querida, para que la oiga todo el mundo?

Peggy Wentworth hizo lo que le ordenaban. Pero ahora como invitada de Rick, así como su acusadora.

–Gracias, Peggy.

A continuación pidió que le trajeran a Peggy una silla, para que pudiera sentarse como todos los demás. Se la llevó el mismo comandante Blenkinsop. Peggy se sentó sobre ella en el pasillo, obedientemente, como una niña desacreditada, a la espera de oír ciertas verdades domésticas. Eso, al menos, le pareció a Pym, y todavía le parece, porque hace mucho que creo que todo lo que hizo Rick aquella noche estaba preparado de antemano. Si le hubieran puesto a Peggy unas orejas de burro en la cabeza, Pym no se habría sorprendido. Creo que se habían dado cuenta de que Peggy les acosaba, y que Rick se le había adelantado desplegando sus defensas mentales, como tantas veces había hecho antes. Muspole y su gente podrían haberle secuestrado por el tiempo que durase la velada. El comandante Blenkinsop podría haberle informado de que no se le permitía el acceso a la sala. En el catálogo de la corte había una docena de maneras de mantener a raya a una pequeña chantajista como Peggy, enloquecida y sin un céntimo, durante una noche crucial. Rick no utilizó ninguna. Quería el juicio, como siempre. Quería que le juzgasen y le declarasen intachable.

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