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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga

Un espia perfecto (60 page)

BOOK: Un espia perfecto
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–¿Dónde aprendiste a jugar esos juegos estúpidos? -le preguntó ella severamente una noche en que bailaban juntos en el hotel Wiesler, ante la reprobación de las esposas de oficiales.

Pym se rió. En el umbral de la madurez, con el muslo de Sabina rozando el suyo, ¿por qué iba él a estar en deuda con alguien? De modo que inventó una historia sobre aquel alemán astuto que había conocido en Oxford y que había resultado ser un espía.

–Sostuvimos una batalla de ingenio bastante rara -confesó, evocando recuerdos apresuradamente imaginados-. Él usaba todas las tretas del repertorio y, para empezar, era más inocente que un bebé y creía todo lo que me contaba. Poco a poco el torneo se volvió más igualado.

–¿Era comunista?

–Luego se supo que sí. Fingía ocultarlo, pero salía a relucir cuando ibas a cazarle en serio.

–¿Era homosexual? -preguntó Sabina, haciéndose eco de una sospecha sempiterna, al mismo tiempo que se arrimaba más a Pym.

–No, hasta donde pude ver. Tenía regimientos de mujeres.

–¿Se acostaba sólo con mujeres militares?

–Quería decir que tenía montones de mujeres. Estaba empleando una metáfora.

–Creo que estaría deseando ocultar su homosexualidad. Es lo normal.

Sabina hablaba de su propia vida como si fuera la de alguien a quien odiase. Su estúpido padre húngaro había sido abatido a tiros en la frontera. Su insensata madre había muerto en Praga cuando intentaba alumbrar un hijo para un amante que no valía nada. Su hermano mayor era un idiota que estudiaba medicina en Stuttgart. Sus tíos eran unos borrachines que se habían hecho fusilar por los nazis y los comunistas.

–¿Quieres que te dé clase de checo el sábado? -preguntó a Pym, con un tono aún más estricto que el habitual, una noche en que volvían los tres sentados juntos en el asiento del jeep.

–Me gustaría muchísimo -contestó Pym, cogiéndole la mano que quedaba a su lado-. El checo empieza a interesarme de verdad.

–Creo que esta vez haremos el amor. Ya veremos -dijo severamente ella, al oír lo cual Kaufmann estuvo a punto de despeñar el jeep en una zanja.

Llegó el sábado y ni la sombra de Rick ni los terrores de Pym pudieron impedirle que llamara al timbre de Sabina. Oyó pisadas más suaves que el acostumbrado paso firme de Sabina. Vio los puntos luminosos de sus ojos observándole por la mirilla de la puerta, e hizo lo posible por esbozar una sonrisa tosca y tranquilizadora. Había llevado suficiente whisky para desterrar la culpa de siglos pero Sabina ignoraba la culpa y cuando le abrió la puerta estaba desnuda. Él perdió la facultad del habla, parado ante ella con la bolsa en la mano. Aturdido, observó cómo ella pasaba de nuevo las cadenas de seguridad, le arrebataba la bolsa de sus manos exánimes, caminaba majestuosamente hasta el aparador y extraía el contenido de la bolsa. Era un día caluroso, pero ella había encendido una estufa y corrido las colchas hacia los pies de la cama.

–¿Has tenido muchas mujeres, Magnus? -inquirió-. ¿Regimientos de mujeres como tu amigo malo?

–Creo que no -respondió Pym.

–¿Eres homosexual, como todos los ingleses?

–No, realmente.

Ella le llevó a la cama. Le sentó y le soltó los botones de la camisa. Severamente, como hacía Lippsie cuando necesitaba algo para la camioneta de la lavandería que esperaba fuera. Le desabrochó todo lo demás y ordenó su ropa encima de una silla. Le tumbó de espaldas y se extendió encima.

–No lo sabía -dijo Pym en voz alta.

–¿Decías?

Él empezó a decir algo, pero había demasiadas cosas que explicar y su intérprete estaba ya ocupada. Quería decir: «A pesar de toda mi ansiedad, hasta ahora no sabía lo que estaba ansiando.» Quería decir: «Puedo volar, puedo nadar de frente, de espaldas, de costado y de cabeza.» Quería decir: «Soy un hombre completo y por fin he ingresado en el mundo de los hombres.»

Era una tarde balsámica de viernes en la mansión, seis días más tarde. En los jardines, debajo de las ventanas del enorme despacho de Membury, el
Rittmeister,
con sus
lederhosen,
estaba pelando guisantes para Wolfgang. Membury estaba sentado ante su escritorio, con su uniforme de campaña desabrochado hasta la cintura, y redactaba un cuestionario para patrones de pesca que tenía intención de enviar a centenares a las principales flotas pesqueras. Llevaba semanas enfrascado en rastrear las rutas invernales de la trucha de mar, y los recursos de la unidad habían sido exprimidos para satisfacerle.

–Me han hecho una proposición bastante extraña, señor -empezó Pym delicadamente-. Alguien que afirma representar a un desertor en potencia.

–Oh, pero qué interesante para usted, Pym -dijo cortésmente Membury, arrancándose con dificultad de sus preocupaciones-. Espero que no se trate de otro aduanero húngaro. Han colmado mi medida. Y estoy seguro de que también la de Viena.

Viena era una inquietud creciente para Membury, del mismo modo que éste lo era para Viena. Pym había leído la penosa correspondencia entre ambos, que Membury guardaba en todo momento bajo llave en el cajón superior izquierdo de su endeble escritorio. Podía producirse en cuestión de días la llegada del capitán de fusileros para asumir el mando.

–No es húngaro, señor -dijo Pym-. Es checo. Está destinado en el cuartel general del mando oriental con base en las afueras de Praga.

Membury ladeó hacia un costado su cabezota, como si intentara expulsar agua alojada en su oído.

–Bueno, eso es alentador -comentó, dubitativamente-. Div Int daría un brazo por un buen informe sobre el mando oriental. O por cualquier otra información checa, si es por eso. Los americanos parecen pensar que tienen el monopolio de esa zona. Alguien, no sé quién, me dijo el otro día por teléfono algo parecido.

La línea telefónica hasta Graz atravesaba la zona soviética. Por ella, al atardecer, podía oírse a los técnicos rusos cantando ebrios música cosaca.

–Según mi informador, se trata de un sargento contrariado que trabaja en la cámara acorazada -insistió Pym-. Se supone que va a desertar mañana por la noche a través de la zona soviética. Si no estamos allí para recibirle, tomará un atajo e irá directamente a ver a los americanos.

–Esa fuente de información no será el
Rittmeister,
¿verdad? -dijo Membury, nerviosamente.

Con la pericia de la larga costumbre, Pym penetró en el terreno arriesgado. No, no había sido el
Rittmeister,
aseguró a Membury. Por lo menos no
parecía
él. Era una voz más joven y más tajante. Membury se mostró confundido.

–¿Podría explicarse usted? -dijo.

Pym lo hizo.

Era una noche de jueves ordinaria, dijo. Había ido al cine para ver
Liebe 47,
y al volver se le había ocurrido pasar por el
Weisses Ross
para tomar una cerveza.

–Me parece que no conozco ese sitio.

–Es una taberna corriente, señor, pero los emigrados la frecuentan mucho y todo el mundo se sienta ante largas mesas. Llevaba allí dos minutos justos cuando el camarero me llamó al teléfono.
«Herr Leutnant, für Sie.»
Me conocen un poco allí, y no me sorprendió demasiado.

–Bueno para usted -dijo Membury, impresionado.

–Era una voz de hombre, que hablaba alto alemán: «¿Herr Pym? Tengo un recado importante para usted. Si hace exactamente lo que yo le diga, no se arrepentirá. ¿Tiene papel y pluma?» Yo tenía, y él empezó a leer a una velocidad de dictado. Repitió el mensaje y colgó antes de que pudiera preguntarle quién era.

Pym sacó del bolsillo la hoja de papel, arrancada del dorso de un diario.

–Pero si eso fue anoche, ¿por qué demonios no me lo ha dicho antes? -objetó Membury, cogiendo la hoja.

–Estaba en la reunión del comité de espionaje conjunto.

–¡Cáscaras!, es cierto. Preguntó por usted por su nombre -comentó Membury con orgullo, mirando el papel todavía-. Sólo quería hablar con el teniente Pym. Es bastante halagador, francamente. -Dio un tirón a una de sus orejas, que asomaba-. Bueno, escuche, ande usted con pies de plomo -le advirtió, con la seriedad de un hombre que no pudiese negar nada a Pym-. Y no se acerque mucho a la frontera, no vaya ser que intenten raptarle.

No fue de ningún modo el primer chivatazo de la llegada de un desertor que Pym había recibido en los últimos meses, y ni siquiera era el sexto, aunque sí el primero que le había susurrado una intérprete checa desnuda en un huerto iluminado por la luna. Tan sólo una semana antes, Pym y Membury habían estado sentados una noche en las tierras bajas de Carintia, esperando para recibir a un capitán de la inteligencia rumana y a su amante, que teóricamente se aproximaban en un aeroplano robado y repleto de secretos sin precio. Membury había hecho que la policía austríaca acordonase la zona, y Pym había disparado bengalas de colores al aire desierto, como les habían ordenado en mensajes secretos. Pero al despuntar el alba no había llegado ningún aeroplano.

–¿Qué se supone que debemos hacer ahora? -se había quejado Membury, con disculpable irritación, cuando se sentaron tiritando en el jeep-. ¿Sacrificar un maldito chivo? Ojalá el
Rittmeister
fuera más preciso. Le hace quedar a uno en ridículo.

Una semana antes de eso, disfrazados con abrigos
loden
verdes, se habían desplazado a un hostal lejano en la frontera de la zona para recibir a un
Heimkehrer
de una mina de uranio soviética a quien se le esperaba de un momento a otro. En cuanto abrieron la puerta, la conversación se detuvo en seco y una veintena de campesinos les miraron boquiabiertos.

–Billares -ordenó Membury con una rara determinación-. Allí hay una mesa. Vamos a jugar una partida. Prepárenla.

Sin haberse quitado su
loden
verde, Membury se encorvó para jugar su bola y fue interrumpido por el sonido retumbante de un metal pesado que se estrellaba contra el suelo de baldosas. Al mirar hacia abajo, Pym vio el revólver 38 de su superior que yacía al lado de sus grandes pies. Lo había recogido al instante, con toda celeridad. Pero no lo suficientemente rápido para impedir la estampida hacia la puerta que se había producido cuando los campesinos aterrados se dispersaron en la oscuridad y el propietario del local se encerró en el sótano.

–¿Puedo volver ahora, señor? -dijo Kaufmann-. No soy un soldado en absoluto, ya ve. Soy un cobarde.

–No, no puede -dijo Pym-. Y estése callado.

El cobertizo se alzaba señero, como Sabina había dicho, en el centro de un prado orillado de alerces. Un sendero amarillo conducía hasta él, y detrás había un lago. Detrás del lago había una colina y, sobre ella, a medida que iba oscureciendo, una atalaya sencilla dominaba el valle.

–Tienes que ir vestido de paisano y aparcar el coche en el cruce para Klein Brandorf. -Sabina le había susurrado cerca de sus muslos mientras ella le besaba, le acariciaba y le revivía. El huerto tenía una tapia de ladrillo y estaba habitado por una familia de grandes liebres marrones-. Dejarás las luces de posición encendidas. Si haces trampas y llevas protección no aparecerá. Se quedará en el bosque, enfadado.

–Te quiero.

–Hay una piedra pintada de blanco. Es donde tiene que quedarse Kaufmann. Si Kaufmann rebasa la piedra blanca, no aparecerá, se quedará en el bosque.

–¿Por qué no vienes tú también?

–Porque él no quiere. Sólo quiere a Pym. Tal vez es homosexual.

–Gracias -dijo Pym.

La piedra blanca brillaba delante de ellos.

–Quédese aquí -ordenó Pym.

–¿Por qué?

La niebla del anochecer se extendía en jirones sobre el campo. Al emerger, los peces picoteaban la superficie del lago. Al ponerse el sol, los alerces proyectaban sombras de una milla a través de la pradera dorada. Leños aserrados descansaban junto a la puerta del cobertizo, jardineras de geranios adornaban las ventanas. Pym pensó de nuevo en Sabina. Sus flancos envolventes, los espacios amplios de su espalda.

–Lo que voy a decirte no se lo he dicho a ningún inglés. Tengo en Praga a un hermano pequeño que se llama Jan. Si se lo dices a Membury me despedirá inmediatamente. Los ingleses no nos permiten tener familiares próximos dentro de un país comunista. ¿Comprendes?

Sí, Sabina, comprendo. He visto la luz de la luna sobre tus pechos, tu humedad está en mis labios, se me adhiere a los párpados. Comprendo.

–Escucha. Mi hermano me ha enviado un mensaje para ti. Sólo para Pym. Confía en ti gracias a mí y porque le he dicho solamente cosas buenas sobre ti. Tiene un amigo que quiere marcharse. Este amigo es un hombre muy dotado, muy brillante, con acceso a altas esferas. Te traerá muchos secretos de los rusos. Pero antes tienes que inventar una historia para explicarle a Membury cómo has obtenido esta información. Eres inteligente. Sabes inventar muchas historias. Ahora tienes que inventar una para mi hermano y su amigo.

Sí, Sabina. Puedo inventar. Por ti y tu querido hermano puedo inventar un millón de historias. Dame mi pluma, Sabina. ¿Dónde has dejado mi ropa? Ahora arranca una hoja de papel de tu diario e inventaré una historia sobre un desconocido que me telefoneó al Weisses Ross y me hizo una proposición irresistible.

Pym desabotonó el
loden.
«Desenfunda siempre de través -le había aconsejado el instructor de armas en el pequeño y triste depósito de Sussex donde le habían enseñado a combatir el comunismo-. Te proporciona una mayor protección si el otro dispara primero.» Pym no estaba seguro de que fuese un buen consejo. Probó la puerta y estaba cerrada. Dio la vuelta al cobertizo, intentando encontrar un sitio por donde mirar dentro.

–Su información será valiosa para ti -había dicho Sabina-. Te hará muy famoso en Viena, y a Membury también. La buena información sobre Checoslovaquia es extremadamente rara en la Div Int. Casi siempre procede de los americanos, y por lo tanto llega corrompida.

El sol se había puesto y oscurecía aprisa. Pym oyó el aullido de un zorro al otro lado del lago. En la trasera del cobertizo había hileras de gallineros, y la paja de dentro estaba limpia. Gallinas en tierra de nadie, pensó frívolamente. Huevos sin nacionalidad. Las gallinas estiraron el cuello hacia él y desplegaron las plumas. Una garza gris alzó el vuelo desde el lago y voló hacia las colinas. Pym regresó a la fachada frontera del cobertizo.

–¡Kaufmann!

–¿Señor?

Les separaba una distancia de cien metros, pero su voz estaba tan próxima como unos amantes en la quietud crepuscular.

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